Fieles al Dios del “todavía no” Un hombre llamado Job/10 – No nos salvamos aceptando lógicas y palabras equivocadas. Luigino Bruni Publicado en Avvenire el 17/05/2015 “El día del juicio, será Dios quien tenga que rendir cuentas de todo el sufrimiento del mundo.” Ermanno Olmi, Centochiodi Un día, un pájaro se coló dentro de una casa grande y luminosa, donde voló libre y feliz. En un momento dado, alguien cerró las ventanas de la casa, incluyendo la ventana por donde había entrado el pajarillo. Éste veía su cielo detrás de los cristales transparentes e intentaba alcanzarlo, pero lo único que conseguía era golpearse la cabeza contra las ventanas cerradas. Lo intentó una y otra vez, hasta que, al otro lado, vio una puerta que daba a un pasillo oscuro, amenazadoramente oscuro. Desesperado, intuyó que, si existía un camino de salvación para volver a su cielo, tenía que estar dentro de aquella oscuridad, detrás de aquella puerta oscura. Se lanzó hacia abajo por el negro hueco de las escaleras. Se golpeó en las esquinas, se hirió y se rompió la punta de un ala, pero no por ello dejó de descender, no dejando que el dolor y el miedo a la oscuridad le vencieran. Así hasta que al final de la gran oscuridad vio una luz. Era la misma luz de la que había venido. Hemos llegado al final de los diálogos entre Job y sus ‘amigos’. Aprisionados en su ética y su teología ideológicas, no logran ver al verdadero hombre, Job, y siguen reprobando y condenando a su fantasma, perfectamente diseñado para confirmar sus teorías. Job no se ha conformado nunca con respuestas perfectas a preguntas fáciles y triviales. Le habría gustado que alguien se hubiera tomado en serio sus preguntas difíciles y desesperadas, aunque no hubiera respondido. Pero lo que no puede aceptar de ninguna manera es la idea de un Dios que, para afirmar su propia grandeza, tenga que humillar y denigrar a los seres humanos, negando su verdad y su inocencia. Y eso es precisamente lo que sostiene Bildad: “Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!” (25,5-6). Job responde: “¡Qué bien has sostenido al débil y socorrido al brazo inválido! ¡Qué bien has aconsejado al ignorante, qué hábil talento has demostrado! ¿A quién has dirigido tus discursos, y de quién es el espíritu que ha salido de ti?” (26,1-4). Es como si Job le preguntara a Bildad: ¿a quién te dirigías en realidad mientras decías que hablabas conmigo? Atrapados por su ideología, Bildad y sus amigos han ido poco a poco perdiendo a Job por el camino, y los diálogos se han ido convirtiendo en monólogos. Al no mirar ya a la víctima a los ojos, hablan de Job pero no con Job. Esta pregunta de Job al final de los ‘diálogos’ es fuerte, porque denuncia un grave delito cometido por los amigos, tal vez el más grave dentro del humanismo bíblico: traicionar la palabra. Como los magos, los idólatras y los adivinos, instrumentalizan las palabras vaciándolas de su verdad. Toda persona que habla o escribe, sobre todo si lo hace públicamente, debe preguntarse en algún momento: ‘¿A quién estoy hablando en realidad? ¿para quién escribo? y ¿qué lugar ocupa la verdad en mis palabras?’ Sentir la urgencia de la honradez de la palabra es una etapa fundamental en la vida de los que hablan y escriben y por ello prácticamente en la vida de todos. La tentación de usar e instrumentalizar la palabra, desenganchándola de la humilde y difícil verdad, acallando el único ‘espíritu’ verdadero para adorar los espíritus falsos y mortíferos de los ídolos, es siempre fuerte. Se trata de una etapa decisiva pero que podría no llegar nunca. La lectura honesta de Job es de gran ayuda para que surja la posibilidad de esta etapa. En cambio, cuando ese momento decisivo no llega, o cuando, al llegar a una encrucijada, elegimos dar voz al espíritu equivocado, la palabra pierde su fuerza creativa y eficaz para convertirse en mero ejercicio formal, en técnica usada para el propio provecho. La palabra usada y no respetada siempre es palabra abusada, porque pierde su naturaleza más profunda y verdadera, la gratuidad, puesta en juego por la apuesta entre Elohim y el Satán, que abre el libro y lo informa enteramente. Dentro de esta ‘economía’ de la palabra y de las palabras se comprende toda la escandalosa fuerza del juramento de Job, una de las obras maestras del libro: “Job continuó pronunciando su discurso y dijo: ¡Por la vida de Dios, que me niega justicia, por el Omnipotente que me llenó de amargura, mientras esté mi espíritu en mí y el aliento de Dios en mis narices, no diré falsedad ni saldrá mentira de mi boca! Lejos de mí daros la razón: hasta mi último suspiro mantendré mi inocencia. … Mi corazón no se avergüenza de mis días. Sea reconocido culpable mi enemigo y mi adversario tenga la suerte del malvado” (27,1-7). Job puede hacer ahora este juramento porque ha custodiado hasta aquí la verdad de sus palabras. Sólo quien es fiel a las palabras puede pedirlo todo. Este tipo de juramento era la forma más solemne de confesión de inocencia, que sólo se pronunciaba en casos de especial gravedad. Cuando el acusado hacía este juramento de inocencia, el proceso se suspendía y el imputado se remitía directamente al juicio de Dios (Deuteronomio 17,17-19), sabiendo que tendría que afrontar la pena de muerte si Dios refutaba su inocencia. La locura maravillosa y desesperada de Job está en una paradoja que lleva hasta sus últimas consecuencias. Pronuncia su juramento extremo en nombre de Dios, “por la vida de Dios, que me niega justicia, por el Omnipotente que me llenó de amargura“. Pide ser liberado de todos los abogados, de todos los juicios humanos, para obtener por fin justicia de ese Dios que se la está negando, puesto que en su grandioso proceso Elohim no es el juez imparcial de última instancia, sino su adversario: “Sea reconocido culpable mi enemigo y mi adversario tenga la suerte del malvado” (27,7). No salimos de esta paradoja y, si pudiéramos hacerlo, perderíamos la dimensión más revolucionaria y liberadora del libro de Job. Si Job es la imagen y la voz de las víctimas inocentes de la historia, y si Dios es el Dios bueno y justo de la Alianza, la paradoja de Job no tiene solución. Cualquier teología amiga del hombre y de la verdad debe encontrar su lugar dentro de la paradoja de Job, sin intentar atajos (de los cuales, sin embargo, está llena la tierra). En el desarrollo de su drama, Job nos está diciendo una cosa muy importante: la primera gratuidad es la de la palabra. Para suspender o aliviar sus sufrimientos, hubiera podido instrumentalizar y despreciar la verdad de su palabra, pidiendo una misericordia falsa de acuerdo con los consejos de sus amigos. Si hubiera hecho eso, el Satán habría ganado la apuesta. La gratuidad de la vida, del corazón, del alma, es siempre gratuidad de la palabra. Si se pierde el contacto con la verdad de la palabra y de las palabras, se pierde el contacto con la verdad de la vida, y entonces todo se hace instrumental, utilitario, ‘económico’, precisamente como las teologías de sus amigos, falsas por no incluir la gratuidad. Y así, cuando intentamos llamar por su nombre a las cosas, a los otros, o a nosotros mismos, sólo se nos devuelve un eco mudo. Aquí se abre un horizonte de gran significado. Podemos entender, por ejemplo, por qué muchas personas pierden la vida cuando, sometidas a tortura (igual o mayor que la de Job), se niegan a decir palabras (renegando de su fe, traicionando a un amigo) que podrían salvarles. Para ello tendrían que traicionar algo más grande y sagrado: su verdad dentro de las verdades que guardan las palabras. YHWH-Elohim es una voz, tan sólo una voz que no se ve, y toda su fuerza está en su palabra. Entonces la verdad de la fe y de la vida se juega enteramente en la verdad de las palabras de Dios y de las palabras humanas. La Alianza es un encuentro de palabras humanas y divinas. Para que ésta sea verdadera y no un simple rito mágico idolátrico, ambas partes del pacto tienen una necesidad radical de gratuidad. En nuestra época tenemos una enorme y a veces invencible dificultad para entender la Biblia y otras grandes palabras del mundo, porque hemos perdido contacto con la verdad y la gratuidad de nuestras palabras humanas. En un mundo de palabrería, incluso la palabra bíblica se ve asociada a la infinita nada de nuestras palabras traicionadas. Y ya no entendemos a los poetas, que, en la tierra de las palabras vacías y usadas sin gratuidad, se convierten en nuevos Job, torturados por los ‘amigos’ y por la ideología ‘económica’ que domina también nuestro tiempo: “Baten palmas contra él y lo silban allí donde lo encuentran” (27,23). Donde reina el desprecio por la verdad de las palabras, prosperan los falsos profetas, que se adueñan de las palabras con ánimo de lucro y las matan. Job puede pronunciar este solemne juramento en base a dos tipos de fe. La fe-fidelidad en el Dios vivo que un día deberá revelar algo de sí mismo que aún no es visible, y la fe-fidelidad a la voz verdadera que le habla por dentro, a su ruah, al espíritu-soplo que le dice su inocencia. Dentro de su conciencia, sincera y verdadera, intuye la posibilidad de la revelación de un Dios al que aún no ve: es allí donde Job espera al mesías y nosotros con él. La tierra prometida puede empezar dentro de su corazón, que “no se avergüenza” de él. En ninguna noche morimos de verdad mientras no nos avergoncemos de nuestro corazón. Si hemos sido capaces de seguir creyendo en la posibilidad de un “Dios vivo” después de los campos de concentración, después de la muerte de los hijos y de los niños, es porque en la tierra ha habido y hay personas como Job que han seguido buscando un rostro distinto de Dios anclados en la verdad de su conciencia, que sentían habitada por el “Dios del todavía no”. Pero solo la fidelidad extrema a la gratuidad de nuestras palabras puede hacernos capaces de ver un cielo más alto y más verdadero.