La emoción de Racine Conmover al espectador

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ESCRITURAS
una voluntad decididamente transgresora, irreverente e
ilógica. Con ellas el
artista alemán
buscaba la implicación de los lectores
ATALANTA
Cultura|s La Vanguardia
Miércoles, 11 febrero 2009
Max Ernst creó
para esta trilogía
más de cuatrocientos collages con
Novela visual Un volumen compila tres novelas de Max Ernst, figura
fundamental del dadá y el surrealismo, salpicadas de imágenes. Toda una
transgresión de las reglas del arte y la sociedad de su tiempo
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Conmover al espectador
Max Ernst
Tres novelas
en imágenes
Traducción de Héctor
Sanz Castaño
ATALANTA
520 PÁGINAS
45 EUROS
En Madrid puede
verse la exposición
‘Max Ernst, une
semaine de bonté
–los collages
originales’ en la
Fundación Mapfre
(Pº Recoletos, 23)
DANIEL GIRALT-MIRACLE
Puede que hoy un libro como este
que compila tres novelas de Max
Ernst (Brühl, 1891-París, 1976), en
el que las imágenes desempeñan
un papel fundamental y los textos,
cuando los hay, son simples epígrafes, no nos produzca el impacto
que causó en su momento, en la
época de la protocultura de la imagen, cuando el cine era mudo y en
blanco y negro y cuando el grabado sólo estaba al servicio del arte y
de los muestrarios comerciales, pero sin duda aún nos sorprende por
la originalidad de la propuesta de
este artista alemán nacionalizado
francés y considerado un indiscutible protagonista del dadá y el surrealismo.
Un experimentador incansable
Ernst, que siempre fue un inventor de imágenes, un explorador de
técnicas (collage, frottage, grattage, decalcomanía, etcétera), un provocador nato, lo que hoy llamaríamos un antisistema, creó para estas tres novelas –La mujer 100 cabezas (1929), Sueño de una niña que
quiso entrar en el Carmelo (1930) y
Una semana de bondad o los Siete
Elementos capitales (1934)– más
de 400 collages, realizados a partir
del más diverso repertorio de elementos iconográficos extraídos de
libros, catálogos, manuales científicos, revistas de moda... que él articuló buscando lo insólito, lo provocador, lo irreverente, lo sobrerreal,
lo ilógico, lo violento, lo anticlerical, con el principal objetivo de
transgredir las reglas del arte y la
sociedad e inventar unas historias
que demandaran la implicación in-
Teatro
La emoción de Racine
Jean Racine
Berenice
Traducción de Albert
Mestres
ADESIARA
179 PÁGINAS
16 EUROS
JORDI GALVES
Jean Racine (1639-1699) tiene ese
“temblor fijo” que García Lorca
atribuía a las Soledades de Góngora, un movimiento, una emoción
que está ahí y que va aumentando
hasta estallar, hasta llegar al gran
final proyectado de sus obras y que
siempre es la explosión de una
bomba. Se ha dicho con razón que
su teatro es el tic-tac de esa bomba,
que la angustia crece sin cesar, que
nos falta el aire y que el desenlace
es lo menos importante frente a la
crónica de esa inquietud, de esa an-
gustia, frente al retrato de la experiencia de un sufrimiento que no
cesa, creciendo sin medida. Por
eso Sartre toma Berenice (1670) como modelo de Sin salida. Por eso
sus personajes son como los de
Beckett, atrapados en un espacio
vacío que es metáfora de toda desnudez, de la fragilidad que sentimos ante el dolor de los sentimientos. “No existe, en modo alguno, la
necesidad de muertos o sangre en
una tragedia, basta con la grandeza de la acción, que los actores
sean heroicos, que las pasiones se
exciten y que todo se resienta de
esa tristeza majestuosa que constituye el placer de la tragedia”, sostiene Racine ante quienes se sorprenden de su teatro. La mayor tragedia es esa. Que no hay muertos
ni sangre, que no hay sino un dolor
ciego y espeso. Incomprensible. Si
Walter Benjamin tenía razón y el
temblor es el origen mismo de la
belleza del arte, un movimiento
creciente le confiere verdad. Esa
es la gran lección del barroco.
La política, el deber, separan a
Tito de Berenice; se quieren pero
teligente del lector. No en balde,
Ernst fue un artista atípico, iniciado en la filosofía y la psiquiatría,
que había vivido los horrores de la
Primera Guerra Mundial, que
cuando decidió exiliarse a Suiza,
en lugar de vivir de acuerdo con
los cánones de la tradición burguesa, se transformó en un adalid de la
revolución dadaísta, que aún denostando el establishment se casó
con Peggy Guggenheim y que acabó sus días en París, donde creó las
figuras más fantásticas de su arte.
Las 500 páginas de este libro tienen un esclarecedor epílogo de
Juan Antonio Ramírez, quien, parafraseando a Goya, ha titulado su
texto El sueño de los monstruos produce la (sin)razón, y es que en él estudia lo emblemático y lo narrativo de la novelas visuales de Max
Ernst, con lo que se completa el interés de una trilogía que, a pesar
del paso del tiempo, no ha perdido
ni su frescura ni su capacidad de
cautivarnos. |
no puede ser, no hay más que hablar. Eso es todo. Es una obra hecha con lo mínimo, en la que el barroco se enrosca sobre sí mismo y
más allá de la sofocante acumulación de artificios se llega al colapso, a la completa desnudez. Es como El caballero de la mano en el pecho del Greco, el mayor barroquismo es identificar lo imprescindible, lo esencial. Es la experiencia
atroz de lo bulímico, acumular para evacuar hasta quedar en nada.
El francés rico y preciosista de Racine también se simplifica al máximo. Dice Berenice: “Acordeu la
conducta amb Tit i amb mi sens
queixa. / L'estimo, fujo d'ell. Tit
m'estima, i em deixa. (...) Tot és a
punt. M'esperen. Príncep, no em
seguiu mai. / Per última vegada,
adéu, senyor meu”. Es el naufragio, es el despojo de la existencia.
Es el gran Racine. |
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