La malograda perfección

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La gaceta
9 de julio de 2012
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La malograda perfección
literatura
Thomas Bernhard refleja en su novela, El malogrado, muchas de sus obsesiones. El
suicidio, la imposibilidad de perfección, y el odio hacia un país y una sociedad (la
austriaca) rancia y deteriorada moralmente
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Thomas Bernhard.
Foto: Archivo
ROBERTO ESTRADA
H
an pasado muchos años
desde que escuchara por
primera vez las Variaciones Goldberg de Bach en
manos de Glenn Gould, y ahora que
leo la novela El malogrado (1983) de
Thomas Bernhard, inevitablemente
he tenido que volver a ellas para recuperar la sensación del extraordinario
goce estético y de la paz inmensa que
provoca esta obra equilibrada, perfecta y, por supuesto, con esta interpretación. Las escucho una y otra vez
para convencerme de lo que ya había
aceptado, que no tiene por qué haber
más, que uno podría quedarse en ese
estado de contemplación por siempre, que más valdría enclaustrarse
con esa música y olvidarse
de la triste vida tal y
como hizo el propio
Gould; que ante la
imposibilidad de
contener esa inmensidad, de poseerla, el deseo
de perderse en
un arrebato se
antoja como la
inequívoca vía.
Esa fue la
impresión
que arrojó a
Wertheimer al
sui-
cidio. El miserable personaje que
Bernhard imagina enfrentándose
a una sublimación artística a la que
le está negado acceder; inválido de
talento, pero sobre todo del carácter,
para no temer a su propia vida. Me he
detenido a ver el video de la segunda grabación que hiciera Gould de
las Variaciones Goldberg en 1981. Ha
vuelto a ellas casi después de treinta
años y a unos meses de su muerte. En
su destartalada y pequeña silla frente
al piano, se le ve viejo y más encorvado que de costumbre, domeñando
con la vehemencia de sabio loco la
enorme maquinaria sonora. Pero hay
que regresar al cobarde, al trastornado de malogrado espíritu, porque
Wertheimer era el “pusilánime” que
dudo tanto de tocar por el miedo de
tropezar con su insustancial interpretación, con su hueca existencia.
“El virtuoso, y más aún el virtuoso mundial, no puede temer
absolutamente nada, da igual
qué clase de virtuoso sea”,
dice Bernhard en esta obra.
El malogrado no es un
texto disfrutable.
Su narración
es perturbada, incómoda
como el mismo Bernhard lo fuera
en su obra; en su vida. Las obsesiones respecto a un pianista como
Glenn Gould y el mundillo de los
concertistas no es sino el pretexto
para que este autor holandés que
recurrentemente aborda el tema
del suicidio, vierta la frustración y
el resentimiento hacia una sociedad
desgastada, que exaspera por su anquilosada y maquillada civilidad,
que procrea timoratos incapaces de
oponerse a la vileza, pero que la toleran o la evaden: “Desde su niñez
había tenido el deseo de morir, de
matarse, como se suele decir, pero
jamás había puesto en ello la máxima concentración. No había podido
hacer frente al hecho de haber sido
echado a un mundo que, en el fondo
y en todas y cada una de las cosas,
sólo le había sido siempre repulsivo,
desde el principio mismo”.
A Thomas Bernhard se le ha visto
sobre todo como un escritor misántropo y lleno de amargura, que se
dispuso a hacer notoria su insatisfacción y hartazgo de la vida. Siempre
renuente a los halagos y a las multitudes: “Nunca fui feliz, pero siempre
buscaba protegerme […] El aplauso
no lo puedo soportar, es el pago de
un actor, ellos viven de eso. Yo me
quedo con los pagos de la editorial”.
No obstante, esta relación pecuniaria no fue menos molesta. En el libro
Correspondencia (1961-1988) se
recogen las cartas entre Bernhard y su editor, en la que
poco a poco la fricción va
en aumento –Bernhard ha
llegado a llamarlo ridículo
y potencia enemiga– hasta que poco antes de su
muerte el autor recibe
una misiva en la que el
editor termina por decirle que se ha traspasado un límite de por sí
doloroso, a lo que Bernhard sin más responde:
“Bórreme de su editorial
y de su memoria”.
Tal desaparición de-
seaba el autor de más de 19 novelas, 17 obras teatrales, así como
de sus obras autobiográficas, en
las que obviamente es patente su
repudio hacia lo que representa
la humanidad institucionalizada,
socavada de cualquier impulso auténtico, quien deseaba poder observar su propio suicidio, sin embargo
“esto no funciona y ésa es mi gran
desilusión”. Por ello quiso ser olvidado, y su muerte ocurrida en 1989
no fue conocida hasta varios días
después, aparentemente por instrucciones del mismo autor, y con
un funeral cerrado y desolado. Bernhard también había manifestado
su inconformidad a que su obras
fueran vendidas o representadas
en Austria, ese país considerado
como cuna de artistas y pensadores, pero al que el escritor que pasó
su vida en él lo veía como culmen
de vacuidad e ineptitud.
Wertehimer es el músico, el hombre malogrado; un diletante en el
peor de los sentidos y en cualquier
circunstancia, alimentado por una
sociedad que es pura jactancia pero
que ya está rancia y deteriorada, y
que se derrumba ante la figura de
un compulsivo virtuoso, arrogante de su absoluta libertad y de su
fuerza creativa. Demasiado para el
personaje. Demasiado para el autor
que pese al repudio no se cansó de
recriminarle a Austria, la ciudad de
las ciencias y el arte, su participación nazi. Después de su muerte, su
editor quien decidió desoír su deseo
de no difundir su obra, escribiría
que éste transitaba en la cuerda floja, apuntando a lo perfecto y lo total
aunque esto no le fuera soportable.
Los cantos y los balbuceos que
Glenn Gould hace mientras ejecuta las Variaciones Goldberg siguen
colándose en las grabaciones. Tan
audibles y necesarios ante los estertores de un Wertheimer que ya
no se soporta sino en la cuerda
de su cadalso. Ante un Bernhard
que sigue removiendo el desolado
equilibrio. \
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