CUENTO: EL PRINCIPITO Y ahora les voy a contar un fragmento de la obra El Principito, que es la más famosa novela escrita por el aviador y escritor francés Antoine de Saint-Exupéry. Fue publicada por primera vez el 6 de abril de 1943, cuando vivía exiliado en Estados Unidos tras la caída de Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Es un cuento infantil que desde su apariencia sencilla ha llegado a considerarse una obra universal, siendo traducida a 160 lenguas y dialectos, llegando a convertirse en uno de los mayores éxitos de ventas de todos los tiempos, es el libro francés más vendido del mundo. El Principito es una crítica a la sociedad moderna y a los ideales del hombre civilizado que lleva al ser humano a perder los valores más elementales. Los adultos son los hombres serios, personas que viven sin plantearse lo que hacen cada día con su vida. Se quedan en lo superficial, en las apariencias. Carecen por completo de imaginación y han perdido la sabiduría que tuvieron cuando eran niños. El autor muestra cómo la sociedad y los valores impuestos por ella conducen irremediablemente a distintas formas de obsesión como son: el poder sobre los demás, la búsqueda de la admiración y el dinero, la competitividad en el trabajo o el alcance de las metas profesionales e intelectuales. Los personajes que el principito conoce en los asteroides encarnan estos aspectos del ser humano. El cuento reza así: Se encontraba el Principito en la región de los asteroides. Para ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos. El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso. —¡Ah, —exclamó el rey al divisar al principito—, aquí tenemos un súbdito! El principito se preguntó:"¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?" Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos. —Aproxímate para que te vea mejor —le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien. El principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado, bostezó. —La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey —le dijo el monarca.—Te lo prohibo. —No he podido evitarlo —respondió el principito muy confuso—, he hecho un viaje muy largo y apenas he dormido... —Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie. Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno! —Me da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo el principito enrojeciendo. —¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno que bosteces y que no bosteces... Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables. Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía". —¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito. —Te ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo majestuosamente un faldón de su manto de armiño. El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar aquel rey. —Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto... —Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey. —Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder? —Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad. —¿Sobre todo? El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas. —¿Sobre todo eso? —volvió a preguntar el principito. —Sobre todo eso. . . —respondió el rey. No era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal. —¿Y las estrellas le obedecen? —¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina. Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso a doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar su silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño planeta abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey: —Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga... —Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él? —La culpa sería de usted —le dijo el principito con firmeza. —Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar —continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables. —¿Entonces mi puesta de sol? —recordó el principito, que jamás olvidaba su pregunta una vez que la había formulado. —Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables. —¿Y cuándo será eso? —¡Ejem, ejem! —le respondió el rey, consultando previamente un enorme calendario—, ¡ejem, ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece. El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y además se estaba aburriendo ya un poco. —Ya no tengo nada que hacer aquí —le dijo al rey—. Me voy. —No partas —le respondió el rey que se sentía muy orgulloso de tener un súbdito—, no te vayas y te hago ministro. —¿Ministro de qué? —¡De... de justicia! —¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar! —Eso no se sabe —le dijo el rey—. Nunca he recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el caminar me cansa. Y como no hay sitio para una carroza... —¡Oh! Pero yo ya he visto. . . —dijo el principito que se inclinó para echar una ojeada al otro lado del planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco. —Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio. —Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí. —¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla, ya que no hay más que una. —A mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dijo el principito—. Creo que me voy a marchar. —No —dijo el rey. Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no quiso disgustar al viejo monarca, dijo: —Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido puntualmente, podría dar una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables... Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló primero y con un suspiro emprendió la marcha. —¡Te nombro mi embajador! —se apresuró a gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad. "Las personas mayores son muy extrañas", se decía el principito a sí mismo durante el viaje. El rey es el primer habitante de otro planeta que conoce el principito. Encarna la autoridad sobre los demás. Ya han visto que el rey se vanagloria de reinar sobre todo y ser obedecido enseguida. Sin embargo se trata de un poder racional, pues nunca ordena nada que no se pueda cumplir. Es una metáfora sobre el propio sentido del poder sobre los demás y cómo no es posible ejercerlo sin el consentimiento de aquellos sobre los que se ejerce. El rey muestra al principito que la búsqueda del poder no es más que un espejismo. Al recordar este fragmento de la obra me vino enseguida a la mente una frase cargada de historia: "¡Que buen vasallo sería si tuviese buen señor!" Cuenta la leyenda que Rodrigo Díaz de Vivar cometió la osadía real de hacer jurar en Santa Agueda al rey Alfonso VI que no había tenido nada que ver en la muerte de su hermano Sancho II, del que Rodrigo era primer alférez. Esta escena le costó el destierro al Campeador y construyó una imagen de hombre de honor a nuestro caballero medieval más famoso ante la usurpación del trono. Así, a su salida de Burgos la gente decía: ¡Que buen vasallo sería si tuviese buen señor! Sirva este pasaje entre la historia y la leyenda como homenaje a los cientos de buenos vasallos que hoy siguen luchando a falta de buenos señores. Caballeros y caballeras (según la terminología de la literatura medieval) que continúan las viejas labores de lucha permanente contra la injusticia desde su pequeñas parcelas, renunciando a quedarse en su sofá viendo por la tele como se derrumba el mundo. Los antidesahucios, los defensores del medio ambiente, los jubilados de los bancos de alimentos, las mareas ciudadanas contra la privatización de la sanidad, las plataformas en defensa de una escuela pública de calidad, etc... Ya por la ciudad de Burgos el Cid Ruy Díaz entró. Sesenta pendones lleva detrás el Campeador. Todos salían a verle, niño, mujer y varón, a las ventanas de Burgos mucha gente se asomó. ¡Cuántos ojos que lloraban de grande que era el dolor! Y de los labios de todos sale la misma razón: "¡Que buen vasallo sería si tuviese buen señor!"