LA HISTORIA DEL CONEJO BLANCO

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LA HISTORIA DEL CONEJO BLANCO
Néstor Hernández Manzano 2º ESO B
La presa corría, cuan deprisa le permitían sus patas, por la blanca nieve que la
noche le había regalado a aquella gris mañana de invierno, esquivando con gran
agilidad las imponentes coníferas y escuchando atentamente, con las orejas en
alto, las pisadas cada vez más cercanas de sus perseguidores. De pronto, uno de
ellos se le puso por delante, bufando y erizando el pelaje para aparentar ser más
grande de lo que era y conseguir frenar a lo que sería un contundente desayuno;
sin embargo, el conejo no se iba a detener ante la adversidad de estar siendo
perseguido por una familia de linces, todos ellos rápidos y astutos; así que, giró
hacia un lado y, cuando el felino se le echaba encima, con las patas estiradas, las
garras fuera y una expresión de fiereza en la faz, cambió rápidamente de
dirección dejando al predador tumbado sobre el manto blanco que cubría el
suelo. Miró a su agresor un segundo y siguió corriendo hacia un lago helado de
la zona.
Una vez en la orilla, comenzó a saltar dificultosamente sobre la capa de hielo
que cubría el agua. Cuando estuvo en el centro, observó cómo la familia de
linces salía del bosque, despacio y observándolo. Eran siete en total: cuatro crías
que debían de estar aprendiendo a cazar, dos padres y el que sería el abuelo de
los cachorros. El conejo estaba atónito; acababa de escapar de una buena familia
de linces, los cuales, ahora le acechaban con más furia de la habitual,
devorándolo con la mirada. De repente, vio una gran figura pasar por debajo del
hielo a mucha velocidad; sin duda, un siluro gigante. Conocedor del peligro en
que se encontraba, salió disparado como una flecha hacia la punta del lago
contraria a la que estaban los linces. Cuando había alcanzado ya prácticamente
la orilla, un ataque del siluro hizo temblar el hielo y el pequeño animal se dio de
bruces contra la nieve. Pero no iba a quedarse ahí, con el hocico hundido en el
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manto que cubría el suelo. Se levantó y volvió a brincar, rumbo a su madriguera
para salvarse de esos pesados cazadores.
Corrió a través del bosque con grandes saltos, que con el cansancio, cada vez se
hacían menos continuos y largos. Al salir de un zarzal que daba lugar a un claro,
divisó su madriguera, un pequeño y profundo agujero situado en el recoveco de
un callejón de paredes de hielo que separaba el coto de caza legal del bosque
protegido. Para su desdicha, vio también seis felinos que le observaban
fieramente; sin embargo, lo que extrañó al conejo fue que él juraría que había
siete. Pronto tuvo su respuesta: el que faltaba saltó desde los matorrales que se
alzaban detrás de él, para caer sobre la ya casi derretida nieve que estaba
enfrente de la presa. Una vez más, derrotando al cansancio, volvió a zigzaguear;
los dejó a todos atrás y se introdujo en su madriguera.
Cuando ya creía estar a salvo, unas garras empezaron a escarbar en su
escondrijo, haciendo la entrada lo suficientemente grande como para que una
zarpa penetrara en el agujero, de forma que el conejo no tuvo más opciones que
dirigirse a lo que los hombres llamarían “salida de emergencia”, con la
consecuencia de acabar en la zona de caza de los humanos y con el riesgo de
acabar con un tiro en cualquier parte del cuerpo.
Al salir se encontró en un saliente muy amplio, de forma semicircular y con los
bordes escarpados por la fricción de la lluvia y el viento. Se acercó al borde y
cerró los ojos, sintiendo en sus párpados la calidez que el gran sol del mediodía
le proporcionaba. Un disparo a lo lejos le devolvió a la realidad y los abrió.
Recordó que antes su familia vivía en unas llanuras muy verdes en las que había
comida y agua en abundancia; lo único malo era que tenía que cruzar todo el
bosque, con los peligros que eso conllevaba. Un segundo disparo apresuró su
decisión y se lanzó por un pequeño camino de tierra, medio oculto entre las
rocas, que llevaba directamente a una estrecha vereda que cruzaba el bosque en
línea semirrecta. Avanzó a pequeños saltos por el camino sin percibir ningún
ruido ni movimiento, hasta que, de repente, oyó una rama crujir en unos arbustos
que estaban detrás de él. Segundos después, una bala disparada apresuradamente
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y con poca puntería, pasó a medio metro sobre la cabeza del animal. Aun así,
salió corriendo hacia los arbustos a considerable velocidad, mientras un hombre
con algunos kilos de más, se levantaba y soltaba a sus dos galgos de caza, los
cuales salieron disparados tras el conejo. El más rápido se puso a dos metros por
detrás de su presa en tan solo unos segundos. El pequeño animal pasó como una
flecha por debajo de un tronco caído, mientras su perseguidor lo pasaba por
encima, ladrando como si le fuera la vida en ello. El conejo se acercaba a un
riachuelo con la intención de que el perro se quedara estancado en el fango. Para
su fortuna así pasó; saltó sobre el agua mientras que su perseguidor, en un
intento de atravesarlo, se quedó con las cuatro patas metidas unos quince
centímetros en el barro.
El conejo miró atrás y paró, observando desde la distancia cómo su perseguidor
intentaba salir de la trampa forcejeando y, como de costumbre, ladrando.
Esta tregua no duró demasiado, ya que el segundo perro llegó por detrás del
primero y esquivó la trampa con un salto imponente. No aplastó a su presa
porque esta ya había salido a toda velocidad en dirección al río principal del
cual, el pequeño riachuelo, era afluente. Allí habría familias de conejos que le
ayudarían a enloquecer al canino, pero para llegar hasta allí, tendría que
atravesar el bosque esquivando árboles y saltando ramas como un loco.
Vio unos densos arbustos y se escondió en ellos en cuanto el perro apareció. Por
suerte, su pelaje estaba ya tan manchado, que el perro no distinguió bien su olor
y, dándolo por perdido, se fue en busca de su amo.
Pasados unos minutos, el conejo salió de su escondite y se dirigió hacia la ribera
del río. Pero cuando llegó, aquello no parecía un río, sino un vertedero sobre el
agua.
Había algunos peces muriéndose en las orillas ya que la superficie estaba llena
de latas, bolsas, restos de meriendas de algunos campistas de la zona del
camping, incluso cojines, colchones y algún tablón de madera y, probablemente,
por dentro estaría igual o peor. No daba crédito a lo que veía. Tan solo algún
animal valiente, muerto de sed, bebería de ahí. El conejo pensó en volver al
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riachuelo, pero creyó que era muy arriesgado, ya que el perro más rápido estaría
enfadado y ningún cazador se lo pensaría dos veces antes de meterle un tiro.
Decidió no pensar en ello y continuó adelante siguiendo el río. Pero al cabo de
un tiempo vio llegar unas nubes de un color extraño, ligeramente amarillo. Eso
le preocupó, y no solo por su extraño color, sino porque todos los conejos
corrían a protegerse a sus madrigueras y, algunos incluso ponían piedras para
evitar la entrada de agua. Se trataba de una lluvia ácida, una lluvia compuesta de
agua y de los compuestos químicos expulsados por las fábricas humanas.
Inmediatamente buscó una madriguera. Por suerte, había una, algo separada de
las demás, que estaba abandonada. No se lo pensó dos veces y empujó una
piedra que taponaba la entrada hasta esta. Se metió dentro y, en la oscuridad,
escuchó cómo la lluvia chocaba contra su piedra.
Había estado todo el día lloviendo y por la mañana, al salir, observó el desastre
máximo: el río había crecido y era altamente tóxico; por ello, ahora había
muchos peces muertos en las orillas flotando. Estaban tan intoxicados que ni
siquiera las aves se los llevaban para comérselos. Pero ahí no acababa la cosa;
toda la hierba se había marchitado y ya solo quedaba, prácticamente, tierra seca;
incluso las piedras más pequeñas habían sido talladas por las gotas. Tras verlo,
recordó a su familia y deseó que estuvieran bien. Así que salió disparado hacia
las colinas, más verdes y adecuadas para vivir. No tuvo percances en su camino,
pero al llegar a lo alto de la última colina que lo separaba de su familia,
contempló la segunda masacre: un grupo formado por diez cazadores y unos
treinta perros, estaban metiendo docenas y docenas de conejos de todos los
tamaños y colores en grandes sacos y bolsas tras aniquilarlos. Incluso lanzaron
uno para que los perros fueran tras él y se pelearan por un simple bocado, solo
para reírse a carcajada limpia. Para la desdicha del superviviente, el conejo
lanzado fue a caer a su lado, y todos los perros fueron hacia él como locos. Por
muy habilidoso y rápido que fuera, el animal no podía escapar de treinta perros
que se morían de ganas de destrozarle. Cuando estaba a punto de darse por
vencido, un señor alto y con bigote que conducía un jeep lo cogió y acarició con
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mimo. Al ver tanto perro junto, pidió refuerzos, subió el conejo al jeep y fue
hacia los cazadores. Informó de que no se trataba de uno o dos, por lo menos de
quince. Aunque su cálculo no fuera el mejor del mundo, los guardabosques
llegaron rápido al lugar y se llevaron a los cazadores y a sus perros. Habían
salvado la vida al conejo, pero no podían hacer ya nada con el resto de ellos.
Pasados unos días, el superviviente se sentía solo y volvió con los de la orilla del
río. Allí le acogieron como a uno más y, para mayor protección de la manada,
les guió hasta el pasadizo de hielo que él bien conocía. Como los guardabosques
habían detenido a la gran mayoría de los cazadores, el viaje se realizó sin
mayores percances; sin embargo, tuvieron que tomárselo con calma, ya que sin
agua que beber y con el calor que hacía durante la travesía, había que tener
cuidado. Al llegar al saliente que conducía al cobijo, el conejo se detuvo y
observó el callejón: ya solo se mantenían en pie dos paredes, haciendo que
pareciera una especie de pasillo. La tierra estaba fría y húmeda; era como si
alguien hubiera echado abajo el fondo del callejón y ahí se hubiera quedado
hasta descongelarse. A pesar de todo, se quedaron allí, a salvo; a fin de cuentas
era mejor vivir en zona protegida que al lado del río.
Pronto se hicieron con el terreno y a los dos días el viejo jefe murió, por lo cual
el conejo blanco tomó el poder la misma tarde de la muerte de su antecesor. La
noche siguiente, unas horas antes del alba, se alejó de las madrigueras y subió a
las laderas de las montañas ya que no conseguía conciliar el sueño. Se adentró
en el bosque por entre unos matorrales; lo atravesó relativamente rápido,
manteniéndose a distancia de un riachuelo no contaminado que desembocaba en
el río, sabiendo que ahí iban los predadores madrugadores a beber antes de salir
a cazar. Llegó a un claro desde el cual, con los primeros rayos de sol, casi
invisibles por las nubes, se vislumbraba toda la montaña, con abundante pasto y
rocas lisas por arriba, perfecta ocasión que el musgo no desaprovechaba para
crecer y expandirse. Entre algunas rocas formaban un pequeño arco, lo
suficientemente ancho como para que de él brotara el riachuelo. Sin embargo, en
unos segundos, toda su atención se concentró en un solo punto, justo delante de
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la salida del riachuelo. Subió por un camino formado por grandes rocas lisas que
daba directamente hasta lo alto del arco. Tumbado y con las orejas gachas, lo
veía todo y no era visto. Desde ese punto tan bueno, divisó unas cuantas figuras
riendo, charlando y tirando latas al suelo. Además tenían algunos bidones con un
símbolo negro y amarillo, dividido en triángulos y con un punto de ambos
colores en el centro. Los hombres eran empleados de una fábrica química que
estarían deshaciéndose de los residuos. Estaban sentados en círculo, alrededor de
un fuego, hablando entre ellos con los bidones detrás; de vez en cuando alguno
de ellos bebía y tiraba una lata de cerveza o de cualquier cosa al césped que,
poco a poco, cada vez parecía menos un campo y más un basurero. A pesar de
que las veía bien, no reconocía ninguna de las caras que tenía apenas a unos
cinco metros; eso le preocupaba, pero alguna vez se le ocurría que podían ser
buenas personas que estuvieran de paso; después veía la cantidad de basura que
dejaban y volvía a desconfiar. Al cabo de unos diez minutos, cuando se les
acabó la cerveza, se levantaron, cogieron los bidones y vertieron su contenido al
agujero del río. Al vaciar todos los bidones, se marcharon, pero no apagaron el
fuego. Al conejo le había entrado sueño, por lo que excavó en poco tiempo una
madriguera y se puso a dormir un rato.
Cuando unos ruidos chispeantes le despertaron, salió de su agujero entre
bostezos y ánimos de desperezarse y vio delante de él la perfecta recreación de
un infierno: todo el bosque estaba en llamas y ya algunos árboles estaban
completamente carbonizados en el suelo. Además, como era lógico, los últimos
animales vivos ya salían del bosque con el pelaje descolorido o cayéndoseles a
mechones. Y más de uno estaba tendido en el suelo mientras se ahogaba por el
exceso de CO2 inhalado. Cuando unos hombres vestidos de rojo, con cascos y
mangueras apagaron el fuego, el conejo se lanzó hacia el dantesco cementerio de
árboles en busca de su familia. Los fue encontrando, de uno en uno, durante
todo el día. Estaban todos muertos. De buscar entre las cenizas, su pelo adoptó
un color negruzco, pero no era un negro normal, sino uno que producía
escalofríos, un color que, de alguna forma, hipnotizaba y hacía que tus ojos
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quisieran quedarse ahí, mirando, y tus piernas ya quisieran estar a tres
kilómetros de distancia de ese punto. Intentó integrarse en otros grupos, pero no
le admitía ninguno, ya que le salía espuma blanquísima de la boca. Pronto lo
reconoció todo. Tenía el virus de la rabia por pasar horas rebuscando entre
animales muertos. Esos tipos raros de la pasada noche incendiaron el bosque a
propósito, y también contaminaron el río, en el cual ya no vivía nada, ni
tampoco podría vivir. Por supuesto nadie debía beber de ahí si no quería morir.
Su agua tenía un color que entremezclaba el verde botella y el amarillo limón.
Su superficie estaba llena de basura y por dentro, casi con toda seguridad, estaría
peor. A pesar de todo, en una mañana gris, tras una noche de lluvia en la que el
río estaba crecido, el conejo intentó beber de él, pero como si sentimientos
tuviera, un cajón viejo se lo llevó por delante y lo hundió en las profundidades.
Algunos dicen que murió pero otros afirman haber visto una silueta negra,
solitaria, echando espuma por la boca, de pelaje negro y piojoso y con la mirada
fulminante y llena de ira. Superaba en doble al tamaño de un conejo normal,
quizás le hizo efecto la radiactividad…
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