Discurso colación Filosofía Junio 2016 -Buenos días. En primer lugar, quisiera agradecer la posibilidad que me dio la Facultad de hablar en un acto como éste; una invitación a decir –reproduzco los términos de la propuesta- “lo que sea”. Un “lo que sea” que, casi inmediatamente, se transformó para mí en un desafío o una responsabilidad: la de decir algo. Y decir algo significa, como mínimo, reflexionar sobre alguna cuestión. Quizás, las características de un decir de esa clase no se hagan presentes en lo que sigue. Pero va, al menos, un intento. -Egresados de la Universidad Pública; egresados de Filosofía y Humanidades; protagonistas de un mundo que insiste en querer convencernos del fin de la Historia: una suerte de “triple condición” que compartimos todos y sobre la cual debiéramos reflexionar más seguido; ¿cuáles son los límites, pero también las potencialidades de esa condición?; ¿de qué manera Universidad, Humanidades y Mundo se relacionan? Para empezar, creo que de una manera poco transparente, es decir, que no podemos dar por sentada. Por eso las preguntas no pierden su vigencia, porque el presente nos reclama siempre nuevos interrogantes, e imaginación para inventar nuevas respuestas. -“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmite el pasado”. Lo dijo, lo escribió Marx y a todos nos sonará la cita. Si la traigo a colación, es porque creo que su productividad no se agota. Incluso más, nos marca el punto de partida fundamental para pensarnos aquí, hoy. Podríamos decir, quienes nos reunimos ahora hicimos parte de nuestra historia, pudimos ejercer nuestra libertad de elección para estudiar en la Universidad Nacional de Córdoba, bajo circunstancias que nos lo permitieron. -Una de ellas: la gratuidad. Seguramente, esto vale para la mayoría de nosotros: de no ser por la gratuidad, sencillamente, no estaríamos acá. O dicho en otros términos, a nosotros, la gratuidad, puede bastarnos. Es un derecho conquistado y hay que defenderlo, claro. Pero no nos exime de apuntar a otro problema: universidad gratuita no es sinónimo de universidad pública, al menos en el sentido en que estoy intentando pensar lo público. Esto por varios motivos, aunque hay uno que parece imponerse sobre los otros: el ingreso gratuito será ingreso libre sólo cuando todos aquellos que quieran ejercerlo, puedan hacerlo. Y esto, hay que decirlo, no sucede. Que todo el que quiera pueda no significa que el camino que nosotros elegimos sea el único posible para alcanzar algo así como una realización personal compatible con la felicidad colectiva. Hay muchos; se trata de que sea, sí, un camino posible. -Tampoco es una mera fórmula liberal. Al contrario, creo que contiene los elementos de mayor potencialidad política y emancipatoria que puede proporcionarnos el lenguaje de los derechos; un lenguaje distinto, por definición, al de las libertades. Porque, en última instancia, estoy intentando pensar a la Universidad como un derecho, y a la universalidad contenida en los derechos, como un movimiento que no tiene límites; como la posibilidad, casi infinita, de universalizar. -La universidad pública es también un territorio de saberes que tiene que ser defendido en su calidad científico-crítica y en su apertura democrática. Si acaso algo nos diferencia de las universidades privadas es que la pregunta por el afuera debiera ser constitutiva de nuestra propia condición. Y esta pregunta lo cambia todo. Mejor dicho, tiene la potencia para cambiarlo todo, siempre y cuando esté formulada en un tono crítico, cuestionador de lo existente. Y me sigo refiriendo a la distancia que nos separa de las instituciones privadas. No haríamos mal en reconocer que la capacidad de preguntarse a sí misma e interrogar a la sociedad no es una cualidad inherente a la intelectualidad, tal como hoy la conocemos. La incógnita gira, entonces, sobre qué hacemos con nuestras herramientas intelectuales en la sociedad en que vivimos. Cuando hablo de intelectuales lo hago en un sentido por definición abierto, que incluye -y de manera central- a todos los profesores que hoy nos recibimos. Gramsci nos lo sugería hace mucho tiempo cuando ampliaba la condición de intelectual a todos quienes trabajan con las palabras, las imágenes, los símbolos. -Creo que no hay motivos para dejar de dialogar con la sociedad. Para escucharla, para producir los conocimientos que consideramos necesarios en la construcción permanente de una ciudadanía activa, autónoma de poderes, con deseos emancipatorios. Conocemos el impacto latinoamericano de la Reforma Universitaria, sabemos qué ocurrió cuando ese vínculo traspasó las fronteras de las aulas y aún de la Ciudad Universitaria, para estrecharlo con el mundo obrero y popular. Sabemos, también, lo que aprendieron las generaciones que nos preceden de esa experiencia. -Lo que planteo deriva de cierta preocupación personal, sí, pero tengo pistas para pensar que no es sólo mía. Tiene que ver con las limitaciones que porta cualquier aspiración intelectual solitaria. Y la tarea de pensar el ejercicio de una manera alternativa se vuelve dificultosa, en gran medida, debido a la propia práctica universitaria y académica que todos conocemos y a la que nos acostumbramos demasiado rápido: ambiciones de reconocimiento, excelencia, competencia, adoptadas casi siempre como fines en sí mismos; objetivos tradicional y conservadoramente universitarios que desactivan cualquier radicalidad. Hay una palabra que las reúne a todas: meritocracia. Un camino individual que no es otra cosa que la forma de reproducción específicamente capitalista de nuestras profesiones. Por eso práctica intelectual y universidad no son necesariamente sinónimos; incluso pueden ser antónimos cuando se impone el peso de la razón académica. -Las circunstancias que eliminaron la elaboración de una cultura crítica en beneficio de otra que la neutraliza, la academicista, tiene momentos y fechas concretas en nuestra historia. Fue cuando el capital empuñó la espada y actuó en consecuencia. Cuando nuestras expectativas como sociedad se aplanaron en un egoísmo consumista y competitivo. Cuando nos conformamos con el precepto liberal, y aún progresista, de la libertad de oportunidades. ¿Hasta qué punto las marcas de estos momentos regresivos sobreviven en nuestra autoconciencia universitaria? -El objetivo más ambicioso bien puede ser entender la autonomía universitaria como autonomía crítica del sistema social existente. “Independencia” todavía puede sonarnos a ingenuidad. Tampoco sabemos con precisión con qué nombre llamar lo que queremos que venga. Pero tenemos la certeza de que no es el nombre del sistema actual. Porque actuamos en relaciones institucionalmente destinadas a reproducir prácticas sociales existentes, uno de los terrenos a problematizar, tensionar, romper si es necesario, es el de las formas de producir y transmitir conocimiento que predominan en las universidades, con proyecciones más ambiciosas, más públicas, más políticas. -No se trata de un “anti-intelectualismo” que minimice nuestra condición de profesionales egresados de la universidad. Ya dijimos que podríamos estar en cualquier otra parte, pero por algo estamos acá. Habrá que escribir buenos libros, hacer buenas películas, componer buenas canciones y dar buenas clases en las escuelas. Pero tendremos que exigirnos, también, pensar de qué modo nuestra posición aporta en algo a la proyección de una sociedad en la que la universidad sea para todos un mundo conocido y posible de ser habitado. -Para esto -y lo que sigue vale especialmente para ese conjunto amplio que llamamos “humanidades” o “ciencias sociales”- sería importante que superemos la conocida oposición entre el viejo ideal del “intelectual universal” que opera en el terreno abstracto del saber total, y el ideal aparentemente más democrático del “intelectual específico”, portador de un saber particular, para situaciones que lo demandan. Podemos investigar, enseñar, intervenir educativa y culturalmente sobre un tema que nos interese particularmente. Pero para imaginar nuevas realidades no podemos perder de vista las preguntas generales, someterlas a crítica y reformularlas a la luz de los saberes con los que nos familiarizamos. ¿Cuáles son las exigencias económicas, políticas, sociales de una sociedad libre?, ¿cuáles son los sentidos comunes a interpelar?, ¿cómo es, cómo debería ser, nuestra relación con el Estado y los gobiernos? -Para terminar, y porque la apreciación pesimista no es la única posible, podemos pensarnos, por qué no, generación. No en el sentido “fuerte” de la palabra, al que nos tiene acostumbrados la historia y que no siempre supo evitar cierto elitismo. Tampoco la edad es determinante. Juventud no es sinónimo de originalidad histórica. De lo contrario, ¿para qué indagar sus contenidos? La pertenencia generacional, en todo caso, podría surgir de una común actitud ante la historia, una crítica del presente y un intento por inventar nuevas respuestas a viejas preguntas. Común no significa igual. Significa territorio compartido con fronteras difusas y móviles, poblado por ideas que discuten, disienten, acuerdan; vuelven a discutir, vuelven a acordar. Rodolfo Mondolfo fue profesor de nuestra facultad a mediados del siglo pasado. Si entiendo bien la cita, él escribió con mejores palabras algo de lo que intento decir: “En la situación histórica o en la concepción dogmática en la cual una ortodoxia, que tenga exclusivamente ella derecho a la expresión, se opone a las 'herejías' que deben acallarse y ser condenadas a priori, no hay lugar para (...) la formación de una sociedad en donde el libre desarrollo de cada cual sea condición para el libre desarrollo de todos”. -Lo que intenté proponer es sólo una posible respuesta a la pregunta inicial. Decía: ¿de qué manera Universidad, Humanidades y Mundo se relacionan? Si algo define a una generación, es que se trata de un hecho colectivo. Universidad y Humanidades no son sin el Mundo. Gracias por escuchar. Gracias a las familias, los amigos, los compañeros, los profes.