Cervantes, el mito del aplauso tardío

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L MANCO de Lepanto, le decían. Tenía 24 años cuando ese
7 de octubre de 1571, Miguel de
Cervantes Saavedra, quien había nacido el 29 de septiembre
en Alcalá de Henares, España,
se vio al centro de un combate naval cerca de la ciudad griega de Návpaktos (Lepanto en italiano, y de ahí al español).
Se enfrentaban la armada del Imperio otomano contra la Liga Santa, una coalición católica encabezada por españoles fanáticos. Esa
tarde, 98 mil cristianos se impusieron ante sus
más de 120 mil rivales, liberando a 12 mil católicos y dejando a flote solo 30 de las 210 galeras enemigas que avanzaban intimidantes
por las aguas del Mediterráneo.
Hubo casi 8 mil muertos y centenares de heridos con la cruz pegada al pecho. Entre
ellos, el futuro novelista, poeta y dramaturgo español, quien años más tarde escribirá
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en 1605, título fundamental de la literatura española y universal, el mismo que
este año será homenajeado a cuatro siglos de
su muerte, el 22 de abril de 1616.
Durante la batalla, recordada varias décadas después por Cervantes como “la más
memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros”,
el autor recibió tres heridas de arcabuz, un
arma larga de fuego anterior al mosquete,
muy utilizada en infantería. El plomo de dos
disparos le fue a parar al pecho, dejándole
apenas un par de cicatrices, pero el tercero,
acaso el menos doloroso, le atravesó la mano
izquierda, inmovilizándola de por vida. Pasó
seis meses en un hospital mientras sanaba y
un grupo de médicos evaluaba si amputársela o no. Finalmente, nunca ocurrió.
Así se levantó uno de los tantos mitos en
torno a él, y que ahora se develan, entre festejos y homenajes tardíos, además de ese
cruel apodo que lo acompañó durante los 68
años que vivió. Otra falsa pista, se sabe hoy,
fue el retrato que el artista sevillano Juan de
Jáuregui pintó de Cervantes, y que lo muestra muy similar al Caballero de la mano en
el pecho de El Greco. Pero ese rostro enjuto
y quijotesco no fue el suyo, plantea el investigador Jorge García López en su biografía
Cervantes. La figura en el tapiz, una de las
más reveladores sobre la mítica figura del autor de La Galatea, que al fin asoma como una
verdad fragmentada y nubosa.
García López consigna además que Cervantes fue un hombre ni tan heroico ni desdichado, ni con tan mala suerte ni gran intelectual,
como se ha dicho. Más bien aparece como un
tipo alegre, cínico, meditativo y metódico, de
grueso carácter y gran autoestima. Y aunque
al final de sus días, sumido en la diabetes, lamentaba no haber sido considerado un gran
poeta y no haber podido seguir su carrera
como dramaturgo (muchos dicen que ensombreció bajo su contemporáneo, Lope de Vega),
se sabía un buen escritor. Tras la primera aparición del Quijote, Cervantes estaba convencido de que había creado una forma literaria
nueva, atípica y fresca.
En 1612, su novela ya circulaba traducida
al inglés y francés, y aunque para 1615 había
publicado una segunda parte (El ingenioso
caballero don Quijote de la Mancha), la escritura nunca le dio de comer. Ni siquiera le
alcanzó para reparar sus gafas de pinza, según le confesó por carta al mismo Lope de
Vega, esos viejos anteojos de lectura que debía usar desde que era joven.
El muerto que nadie quiere cargar
Cervantes, el mito del aplauso tardío
Por Pedro Bahamondes Ch.
El 28 de mayo de 1916, a 300 años de su muerte, el Director de la Biblioteca Nacional de España, Francisco Rodríguez Marín, pronunciaba un discurso que pasaría a la historia como
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