la iglesia celeste

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OTTO SEMMELROTH, S.T.
LA IGLESIA CELESTE
En este artículo el autor quiere responder a la cuestión de qué debe entenders por
«Iglesia celeste». Se sirve de la Constitución sobre la Iglesia del Vat. II (LG). Presenta
los distintos estadios de la Historia de la Salvación entrecruzándose mutuamente en el
pasado, en el presente, y en el futuro.
Die himmlische Kirche, Geist und Leben, 38 (1965) 324-341.
El capitulo séptimo de la Constitución dogmática sobre la Iglesia (LG) lleva por título:
"Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celeste". En este
estudio intentamos esclarecer qué se entiende por "Iglesia celeste".
Nos detendremos en la historia del capítulo, después, en el carácter escatológico de la
Iglesia, y, finalmente, en la "Iglesia celeste".
I.-HISTORIA DEL CAPÍTULO SÉPTIMO
1. El capítulo séptimo como apéndice
El deseo de dedicar un capítulo a los santos y a su culto partió de círculos de la Curia
Romana. A primera vista parecía que no encajaba en una exposición doctrinal sobre la
esencia y estructura de la Iglesia, tema de la Constitución. Entretanto se escogía como
tema de un capitulo: "Universal vocación a la santidad en la Iglesia" y en la votación del
29-X-63 (con escaso margen de votos) se determinaba incluir el tema de María en la
exposición doctrinal de la Iglesia, más bien porque parecía conveniente para conseguir
una visión más completa de la Mariología, y no tanto porque pareciera exigirlo así la
Eclesiología. Con todo esto estaba. ya abierto el camino que invitaba a hablar de los
santos, máxime teniendo en cuenta las alusiones- al respecto del Papa Juan.
En la preparación próxima del capítulo de los santos, pronto quedó claro que no se
podía limitar a ellos y a su culto solamente. En efecto, en los santos la Iglesia ha llegado
a su consumación, luego se imponía ver con atención un elemento esencial de la Iglesia,
su carácter escatológico, que si bien no se había omitido, sí se había atendido demasiado
poco.
En resumidas cuentas, el deseo de un capítulo reservado a los santos, que al principio no
ilusionó demasiado a algunos, llevó a subsanar una laguna imperdonable en una
declaración dogmática sobre la Iglesia. Con ello se ha prestado un doble servicio: se ha
sacado al culto de los santos de su aislamiento, presentándolo como testimonio de la
vida de la Iglesia en su plenitud escatológica, y el mismo concepto de Iglesia, al
considerar este elemento escatológico, se ha visto liberado del peligro de considerarla
demasiado "de acá".
OTTO SEMMELROTH, S.T.
2. Difícil superación del individualismo
La Iglesia se nos presenta a un tiempo como terrena y celeste. Es la forma de existencia
que fluye en el tiempo ("de acá") del Reino de Dios ("de arriba"); es signo sacramental,
y por tanto terreno, de una realidad supramundana; es el despertar en el mundo de
aquello que tiene su término "arriba". Existe siempre el peligro de acentuar y vivir
unilateralmente esta o aquella cara. Así, si intentamos fundamentar y esclarecer el lado
visible y jurídico-institucional, fácilmente se escapará su misterio escatológico invisible,
y si pretendemos dar relieve de nuevo a este misterio, fácilmente correremos peligro de
atender insuficientemente a lo visible y concreto.
En los primeros trabajos se reparó ya ciertamente en el equilibrio que debía de haber
entre ambos, pero fueron necesarias algunas críticas y oposiciones para romper cierta
timidez y poder sacar consecuencias aceptables. Así, se hablaba de la realidad
escatológica de la Iglesia, pero de un modo tan individualista que propiamente no era
aplicable a la Iglesia. Se estaba dentro de la herencia secular según la cual más o menos
la salvación era negocio de cada uno; la Iglesia, como institución "de acá", estaba
destinada a ayudar a los hombres a alcanzar su salvación propia, no la de la Iglesia ni la
del mundo. Esta dirección se delataba en el título correspondiente a una redacción
anterior del capítulo: "El carácter escatológico de nuestra vocación en la Iglesia". La
Iglesia era algo así como el medio inmutable en el que y desde el que cada hombre
debía llegar a la realidad escatológica.
Siguiendo en esta línea llegaríamos a que no cabria hablar de "Iglesia celeste". En
efecto, la Iglesia sería y permanecería , Iglesia terrena, enraizada en la historia, acabada
la cual se acabaría la Iglesia, pues habría cumplido su tarea de preparar a los hombres
para su salvación eterna. Pero en la Iglesia, junto a esto, hay un plano superior: la
Iglesia terrena camina hacia la "Iglesia celeste". Como los hombres, la Iglesia de la
historia se acerca al final de su carrera y entonces es levantada a un estadio superior. Y,
ciertamente, es ella misma la que entrará en él, no solamente aquellos hombres, por
separado, que estuvieron en la Iglesia en la tierra. Así, no es la Iglesia como tal la que
acabará al concluir la historia, sino sólo el modo de su existencia histórico, su forma
terrena. Para poder afirmar esto nos basamos en que la Iglesia no es sólo la comunidad
de los cristianos, sino "el Cuerpo del Señor", el Cristo Total -Cabeza y Cuerpo-, como
una persona nueva, que al salir de la historia es llevada a la existencia celeste. Para
penetrar un poco más en el contenido del carácter escatológico de la Iglesia nos
detendremos en sus tres dimensiones: el pasado, el futuro y el presente.
II. - DIMENSIONES DEL CARÁCTER ESCATOLÓGICO DE LA IGLESIA
La escatología nos sitúa en lo último y definitivo, y, para nuestra manera de
comprender, en el futuro. Futuro que no es más que conclusión y plenitud perfecta del
pasado, en el cual está aprisionado nuestro presente actual. Así, poner la mirada en el
futuro, que ha comenzado ya, pero que hay que estar esperando siempre, es algo
incompleto. Hace falta volver la cabeza al pasado histórico-salvífico del que viene la
Iglesia en su dinámica hacia el porvenir. Y ambos, el futuro y el pasado, obligan a
nuestros ojos a fijarse en el presente, pues el misterio de la Iglesia peregrinante consiste
en conservar en sí misma la Historia de la Salvación e introducir el futuro eterno en la
historia de este mundo.
OTTO SEMMELROTH, S.T.
1. La Iglesia, como cumplimiento de las esperanzas de la Historia de la Salvación
En el capítulo segundo encontramos la escatología enfocada desde el pasado. La Iglesia
aparece descrita como el nuevo pueblo de Dios, como la realización de la promesa
hecha al pueblo de la Alianza del AT. Esta descripción de la Iglesia había caído casi en
el olvido desde los tiempos que siguieron a los "Padres", por más que la palabra griega
ekklesia, traducción que nos ofrecen los Setenta de la expresión hebrea kahal Yahwe,
podría haberla mantenido viva. La Iglesia primitiva se contemplaba a sí misma no sólo
como pueblo de Dios en oposición al "no-pueblo" (1Pe 2,10) de los paganos y del
mundo apartado de Dios, sino también como el pueblo nuevo de la Alianza con relación
a la Antigua Alianza de la preparación y de la promesa.
La Historia de la Salvación del AT es la historia del pacto de Dios con su pueblo. Los
libros de la Creación (Génesis) y de la salida (Éxodo) hablan de una alianza con Noé,
Abraham, y Moisés, elegidos todos ellos como representantes de todo un pueblo. Esta
teocracia no quedó suprimida por la dinastía davídica. No todos estos pactos están al
mismo nivel, pues la alianza radical fue concertada en el Sinaí, pero sí que todos ellos
están referidos a una alianza "nueva", definitiva y escatológica que se cerró "cuando
vino la plenitud del tiempo" (Gal 4,4), en Cristo, Cabeza del género humano y Cabeza
de un nuevo pueblo, la cual se renueva constantemente en el Banquete Sacrificial de la
Nueva Alianza.
Esto "nuevo" que ha venido con Cristo no será superado por una nueva Iglesia en la
tierra.
2. La Iglesia, en espera de su plenitud escatológica
La Iglesia podrá considerarse como la fase final de la Historia de la Salvación sin
peligros, de un triunfalismo p. ej., si además conserva viva la conciencia de que su faz
actual tendrá su fin y de que entonces aparecerá la plenitud perfecta celeste. ¿Quién
soportará sin daño el saber que todo está referido a él y que cuenta con la promesa de la
inmortalidad -lo cual había sido anunciado por los profetas de la Antigua Alianza como
señal de la plenitud del pueblo de Dios (cfr Is 60; 66, 18-24; Jer 3, 14-18)-si no constata
diariamente que está todavía en camino, que lo temporal en él está abocado a un
cambio, y que, ocurra lo que ocurriere, será alcanzado por la muerte? El Israel creyente
sabía que venía del desierto y experimentaba su historia como marcada por su carácter
errante. Así se levantó el "Nuevo Israel", aunque no es ya mera "sombra" de la realidad
ni mera "imagen" de lo futuro (cfr He 9,23s; 10, 1), sabe "que va avanzando en este
mundo hacia la ciudad futura y permanente (cfr. He 13, 14)" (LG 9). Al mismo tiempo,
pues, que la Iglesia se reconoce como cumplimiento de las promesas, todavía queda
algo por cumplirse. Así, pues, mientras camina como peregrino en tierra extraña está
siempre inquiriendo. El objeto de esta búsqueda es no sólo "la ciudad permanente
venidera", al otro lado de la historia, sino también, de algún modo, su misma existencia
"de acá", aun cuando su fundamento siga siendo inconmovible y su ser permanente.
Debe recorrer su camino por la historia buscando con fidelidad obediente los designios
de Dios en los signos de los tiempos y en la dirección interior de la gracia para ser, en
su forma terrena y visible, lo más perfectamente posible, signo, depósito y testimonio de
la plenitud perfecta celeste.
OTTO SEMMELROTH, S.T.
Algunos quieren que se dé un futuro más elevado de la Iglesia a la manera que ella es un
estadio superior con respecto de la Antigua Alianza y al Pueblo de Dios del AT. La
Constitución conciliar zanja la cuestión: "Y mientras no haya nuevos cielos y nueva
tierra en los que tenga su morada la santidad (cfr 2Pe 3, 13), (la Iglesia) en sus
sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la figura de este
mundo que pasa" (LG 48).
3. El presente escatológico de la Iglesia.
Sobre una situación histórica dada, gravitan el pasado y el futuro, y con más intensidad
allí donde la decisión del hombre se sirve de los acontecimientos y hechos pasados y
determina los futuros. Así, la Iglesia, realización última del pueblo de las promesas, y
por ello fue fundada como realidad histórica, no puede ser comprendida sin atender a la
historia y al carácter propio de este pueblo. Así, pues, p. ej., la Iglesia no sustituyó
simplemente a la Sinagoga, sino que ésta encontró en aquella su plenitud. Sobre la
Iglesia gravita la historia del pueblo judío. Nosotros llevamos a cuestas los pecados de
nuestros "padres" y somos herederos también de su obediencia fiel, de su confianza en
Dios y de su suspirar constante por el Reino que se acerca; Abraham es el padre de
nuestra fe (cfr. Rom 4, 11s; Sant 2,21); las Escrituras del pueblo judío son también para
nosotros Palabra de Dios; a una con sus grandes orantes dejamos escapar sus mismas
súplicas, y celebramos los grandes prodigios que Dios obró en Israel para todos
nosotros.
La Promesa, tal como fue dada al pueblo del AT consistía en una realización inicial de
aquello que, en sentido pleno, debía venir, y que fue elevado en la Iglesia a su realidad
plena. La historia de Israel se caracteriza por los pactos que unen al pueblo con Dios.
Ahora bien, en Cristo se da aquella unión humano-divina que constituye la forma más
rica de la alianza entre Dios y el hombre. Esta "Nueva Alianza" de la historia está
enraizada en la Iglesia, receptáculo sacramental de esta presencia de Dios en el mundo,
que contiene en su seno y continúa el misterio del Dios-hombre. La Iglesia, como todo
sacramento, es ciertamente también promesa, pero no hacia una superación interior
histórica, sino hacia su cumplimiento en la gloria. Y para alcanzarlo, antes debe acabar
este mundo y su historia.
Así como el pasado no es puro recuerdo, análogamente el futuro de la Iglesia no es puro
por-venir. El futuro del Reino de Dios cuya venida pedimos en el Padrenuestro es ya
presente aquí y ahora en la Iglesia: el futuro ha empezado ya. Santo Tomás ha
expresado este misterio en su famosa antífona eucarística: "Banquete sagrado en el que
Cristo es comido (=presente), se conmemora su pasión (=pasado) y se da la prenda de la
gloria futura" (=futuro): Así como Cristo, de modo sacramental, está realmente
presente, está también presente su pasión de modo que el comulgante puede tomar parte
real en ella; por fin, por la participación en el banquete sacrificial en el que Cristo está
presente se nos da una "prenda" que es algo más que mera prenda, es el futuro, el
éschaton, que, por la acción del Espíritu Santo, es comunicado ya al hombre como un
adelanto real (cfr. 2 Cor 1,22; Ef 1,14), puesto que está presente Cristo con su historia
que ha penetrado ya en la gloria en su Resurrección y Ascensión mediante su muerte.
Escatología significa, pues, que todavía gemimos en un cuerpo mortal y todavía
suspiramos por la revelación del Reino (cfr. Rom 8,1 Sss), pero es un gemir en el
OTTO SEMMELROTH, S.T.
Espíritu que habita en nuestro corazón y que no sólo nos enseña que somos hijos de
Dios, sino que nos da a gustar "el don celeste" y "las maravillas del poder propias de la
edad venidera" (He 6, 4s). Por tal vivencia de la fe sabemos que la Iglesia manifiesta y
conduce al Reino de Dios y que ella es este Reino en signo. Vivir con la Iglesia y de la
Iglesia es aceptar el Reino de Dios en la Iglesia visible edificada sobre la roca de Pedro.
III. - PRESENCIA CREÍDA Y FUTURO ANHELADO DE LA IGLESIA
CELESTE
1. Iglesia terrena y celeste.
Advertimos que en lo que sigue vamos a proceder dialécticamente. Iglesia celeste es una
realidad que -a lo menos en sentido total- no se da en la historia del mundo terreno. Aun
cuando la historia del mundo y de la humanidad debieran ir desarrollándose en un
progreso continuado, que quizá postulase incluso el Hombre-Dios (Teilhard de
Chardin), debe mantenerse firmemente que el estado final de la Iglesia en el cual no se
dará más historia queda más allá de este progreso. Hay un punto de discontinuidad. Las
estremecedoras palabras del fin del mundo impiden considerar "el nuevo cielo" y la
"nueva tierra" como resultado homogéneo con el desarrollo del mundo y de la Iglesia.
La Iglesia celeste contiene un "no" a la terrena, pues debe cesar su modo de existir
terreno para saltar a su glorificación. La Iglesia, mientras está de camino, necesita estar
distanciada del mundo; necesita de una ascesis, que en este caso significa confesar su
carácter provisional y en discontinuidad con la Iglesia celeste; necesita que acepte su fin
que exige el nuevo rumbo. Es un trazo esencial de la Iglesia peregrinante el estar
destinada a la desaparición, lo que, al mismo tiempo, es una llamada de la Iglesia celeste
a los creyentes: que realicen la dinámica escatológica hacia la Iglesia celeste presente en
ellos en un distanciamiento ascético de su configuración mundana.
Pero esto no es la verdad total. La Iglesia en la tierra es también Iglesia celeste. En
efecto, lleva en sí el éschaton, lo definitivo de la disposición salvífica de Dios, aunque
ciertamente, como semilla que se desarrolla hasta adquirir su configuración final
correspondiente destruyéndose (cfr. 1Cor 15, 36ss), de modo que ella misma, debido a
la fuerza divina recibida, resucitará a la forma de la Iglesia celeste. En este vigor
vitalizador, que es el Espíritu Santo enviado por Cristo, se fundamenta su santidad
indefectible; santidad que quiere decir unión con Dios. Y esto es ciertamente la Iglesia
en su perfección celeste.
Podría creerse que esto último difumina la diferenciación entre ambas, pero, de hecho,
la acusa más, pues la Iglesia terrena es realidad celeste sólo en la medida en que el paso
de la existencia histórico-terrena a la de la gloria celeste no es un paso más allá en su
desarrollo continuo, ni lib eración, sino resurrección. Esto significa que la comunidad
del pueblo de Dios lleva con la nueva dirección puesta por Cristo, en la cual vive su
historia, la fuerza vital que la apartará de su configuración terrena para alcanzar un
estado más alto, la plenitud celeste de la participación en la vida del Hombre-Dios, que
la transforma para siempre en el Cuerpo de Cristo y su Plenitud (plêrôma).
OTTO SEMMELROTH, S.T.
2. Iglesia celeste
En realidad ¿cabe hablar de "Iglesia celeste" o más bien sólo de "santos", es decir, de
miembros de la Iglesia (terrena) que por su medio han alcanzado la gloria? Aquí
topamos con la cuestión, ya vieja, sobre el valor del carácter bautismal. El bautismo, en
efecto, es signo eficaz de la elevación gratuita del hombre aislado, pero también es
signo de la pertenencia a la Iglesia bautizante. El que quiera hablar sólo de Iglesia
terrena, verá el cielo poblado sólo por individuos aislados, y el valor del sello bautismal
le quedará relativizado a sólo mientras existe este mundo, pues por el bautismo se
pertenece a la Iglesia. Por el contrario, quien admita la "Iglesia celeste" como la forma
perfecta de la Iglesia de Cristo creerá en el carácter totalmente indeleble del sello
bautismal, pues la comunidad, como tal, del pueblo de Dios alcanza su plenitud, y no
sólo los individuos aislados que fueron miembros de la Iglesia terrena. A su favor está
que el ser social es un existencial del hombre, que no puede faltarle, pues, en su estado
de perfección sobrenatural.
De hecho, la tradición de la Iglesia habla de "comunión de los santos". El Apocalipsis,
en la descripción de la Jerusalén celestial (Ap 21), nos ofrece un cuadro de la "patria
celeste" de que habla Pablo (Fil 3,20). "Comunión de los santos" dice en su origen
"comunión en el Santo", en la eucaristía, en el Señor presente en el Banquete Sacrificial.
"El significado eterno, para nuestra salvación, de la Humanidad de Jesús (K. Rahner) se
extiende por encima de la humanidad terrena y va mucho más allá". Por toda la
eternidad Cristo es la Cabeza del género humano. Los santos del cielo están en
comunión con Dios sólo en El, "en el primogénito entre muchos hermanos" y, por El, en
la comunidad de los hermanos. Aquí, en la gloria sin velos del Cuerpo Místico del
Señor, experimenta la Iglesia celeste su última realización.
3. Iglesia de la fe, de la esperanza y del amor
Claro está que puede mirarse a la Iglesia y a su acción con ojos naturales, pero entonces
se escapa la realidad total que descubre el que la mira con fe: ser el vaso sacramental de
la presencia de Dios en la historia. Lo que la distingue de las demás sociedades, que es
la acción gratuita del Espíritu, sólo puede "creerse", pues en lo más profundo de "lo
visto" late la gracia divina, origen invisible de su acción.
Cristo es el Amén prometido por Dios en el AT. "Dichosos los ojos que ven lo que veis.
Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis, y no lo vieron, y
oír lo que oís, y no lo oyeron" (Lc 10,23s). Pero este Amén no está sumergido en el
pasado como el sonido de una palabra humana ya pronunciada. Continúa sonando, y día
tras día es pronunciada por la Iglesia, comunidad de aquellos que reunidos en el Espíritu
de Cristo pueden ver y oír lo que los discípulos vieron y oyeron. El hombre, en un
constante amén, debe aceptar la presencia de Dios en ella para encontrar su salvación.
Es el mismo "amén" con que prorrumpieron los cuatro seres del Apocalipsis "ante el
que está sentado en el trono y ante el Cordero", y "los ancianos se postraron y rindieron
adoración" (Ap 5,13-14), que en primer lugar compete sólo a la Palabra de Dios, pero al
mismo tiempo en ello los bienaventurados del cielo se expresan a sí mismos, pues su
realidad celeste tiene su raíz en la realidad y fuerza de la Palabra que Dios, en Cristo y
en su Iglesia ha entregado al hombre.
OTTO SEMMELROTH, S.T.
También la Iglesia pronuncia este "amén" de la "Liturgia celeste" a la realidad de Dios
en sí misma. La fe de la Iglesia, por la que se afirma a sí misma como cumplimiento de
las promesas del AT, se apoya en la promesa ya cumplida, pero, precisamente porque es
fe, confiesa que este cumplimiento no se ha dado todavía de la manera como el hombre
desea ver, oír, y experimentar lo presente. Dicho de otro modo, es fe en esperanza. No
fe y esperanza yuxtapuestas, sino ésta como forma-de aquélla, porque es la Iglesia de la
fe (no de la visión). Fe y esperanza se implican mutuamente.
El AT y, sobre todo, el NT nos dicen que la historia está dirigida por Dios, y sus
acontecimientos nos hablan del amor de Dios. Sería una caricatura de la Escatología el
considerar la Plenitud de la Iglesia como un "Algo" impersonal- fatal. Creación e
historia son la palabra amorosa en la que Dios se comunica al hombre. Pero esta
manifestación muchas veces queda oscurecida debido a las preocupaciones y cuidados
de la vida cotidiana. Por medio de los profetas Dios buscó abrir los oídos de su pueblo
al verdadero sentido de la historia. Por la misma razón, su lenguaje sonaba extraño y
siguió siendo desoído. Entonces Dios, encarnándose, quiso allegarse al hombre en la
creación y en la historia.
Esta última manifestación, no sólo obra de Dios, sino Dios mismo, es Cristo, el cual
vive en la Iglesia, el éschaton celeste, participación inmediata del mismo Dios, de modo
que puede "ser comido" y "ser visto" ("gustad y ved cuán suave es el Señor", Sal 34,9;
visio, fruitio), está presente en la Iglesia, aunque encubierto bajo signo. El Espíritu
Santo, el don de Dios, que "el Padre del cielo da a aquellos que se lo piden" (Le 11, 13),
es el alma de la Iglesia. Por ello la vida en la Iglesia debe ser consumación del amor a
Dios en el Espíritu. Ello nos lleva a que la Iglesia, debiendo ser signo, no debe
abandonar su organización y estructura visible y palpable para hacerse expresión
sacramental en los creyentes de la entrega amorosa a Dios.
Se confirma lo que atraviesa el NT como una ley fundamental: el amor a Dios se
verifica amando a los hombres. En "el pasado" escatológico de la Iglesia, en Jesucristo
que "tomó nuestras flaquezas y llevó nuestras enfermedades" (Mt 8,17) se cumplió esta
ley. Bajo esta ley está también el presente de la Iglesia. Ésta, en efecto, no es ninguna
sociedad anónima. Consta de hombres que en ella son llevados a la comunidad del
pueblo de Dios. Si nos ofrece y hace visible al Dios del amor, entonces nuestro amor al
prójimo debe hacerse palpable y encontrar su forma concreta en el mismo modo de
expresión, en la Iglesia; forma que, por otra parte, debe corresponder a la comunidad de
hombres que se mueva en el amor, para poder realmente ser comunidad. Tenemos que
amar a Dios en el amor a los hombres con los cuales constituimos el pueblo de Dios.
Todo lo que desde fuera parece como estructura y organización en la manifestación de
la Iglesia, quiere ser, desde dentro, desde su última realidad ideal, la entrega
sacramental a todos de la corriente que fluye en la Iglesia del amor de Dios a los
hombres y del amor de los hombres a Dios en el amor al prójimo.
Si, de hecho, se viviera este amor, la Iglesia aparecería como "el cielo en la tierra". La
experiencia cotidiana nos muestra demasiado bien que esta "Iglesia celeste", hecha
realidad en el amor, es de carácter escatológico, experimentada ciertamente, pero de
modo incipiente; bajo el velo de las deficiencias terrenas, y que se nos aparecerá a
nosotros en la realidad total del "cara a cara", cuando la historia llegue a su fin.
OTTO SEMMELROTH, S.T.
Entonces "el nuevo cielo y la nueva tierra" estarán ante nosotros tan radiantes, que la fe
y la esperanza desaparecerán en el amor. Entonces la Iglesia terrena se abrirá y su
realidad propia, la Iglesia celeste, devendrá eternidad radiante en el vínculo del amor a
Dios, que une a los bienaventurados en la "comunión de los santos".
Tradujo y condensó: ERNESTO SANCLEMENT
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