Historia del hombre que en el alto cielo amó a una estrella, y

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Historia del hombre que en el alto cielo amó a una
estrella, y fue por ella abandonado
Eduardo Galeano
Había robos pero no había ladrones en el valle del Cuzco. Los robos ocurrían durante la
noche, en el huerto que tenía las mejores papas. El dueño vigilaba, toda la noche
pasaba sin pegar los ojos, pero en algún momento se le caían los párpados, y en ese
instantito desaparecían las papas dejando agujeros recién escarbados en los surcos.
Una noche, el hombre mintió. Se acostó a pata suelta, en medio del plantío, y
roncando espiaba con un ojo. Y así pasaron las horas, y cuando no mucho faltaba para
el amanecer, un violento resplandor lo hizo saltar.
EI susto de tanta luz lo dejó ciego.
No eran ladrones: eran ladronas.
A manotazos consiguió atrapar a una. Las demás huyeron en ráfaga hacia el cielo y allá
en lo alto quedaron, encendiendo el fin de la noche.
La estrella prisionera prometió devolver todas las papas, y suplicó:
—No me obligues a vivir en la tierra.
Pero él no la soltó. Cubrió con ropa de lana su luminosa desnudez y la encerró en su
casa.
Al tiempo, tuvieron un hijo, que murió al nacer.
Y un atardecer, en un descuido, la lumbrera escapó a las alturas. Gracias al cóndor, el
hombre subió tras ella.
El hombre y el cóndor iban envejeciendo en la larga travesía, y tenían siglos de edad
cuando el viaje culminó. Pero no bien llegaron, se sumergieron en el lago del tiempo, y
nadaron y emergieron jóvenes.
Y entonces él se lanzó a recorrer la resplandeciente bruma de la Vía Láctea. Y en la
peregrinación, reconoció a su estrella. Y le suplicó que lo dejara estar.
En un escondite del cielo, vivieron juntos. Cada atardecer, ella se iba con sus
hermanas, a iluminar la noche del universo. Y cada amanecer volvía, y traía alimentos
terrestres que encontraba deslizándose en los graneros del sol y de la luna.
Así fue lo que fue, hasta que ya no fue.
Una mañana la estrella no llegó, y nunca más llegó, y el hombre deambuló por la fría
neblina del cielo, hambriento y solo, llamándola a gritos. El cóndor lo devolvió a la
tierra, y en la tierra murió de pena.
Nada alcanzó a contar.
De su boca, que no
abría ni para comer,
no
salió
palabra.
Quizás porque había
quedado embobado,
estrellado; o quizás
porque presentía que
aquí en la tierra
tomarían su historia
por evidente mentira o
alucinación de un
pobre
mortal
creyéndose dios en el
trono del reino de la
noche.
En cuanto a ella, los estrellólogos no coinciden. Hay quien dice que se le desamoró el
amor y hay quien dice que no hay por qué llamar amor a lo que fue lástima o
curiosidad.
Algunos sostienen que ella echó al hombre porque no quiso verlo morir. Según estos
especialistas, las estrellas no entienden nuestra costumbre de vivir nada más que un
ratito, y tampoco entienden nuestras ganas locas de subir al cielo: nada saben las
estrellas del humano morir, pero sí saben que más allá de las nubes no puede la gente
renacer en los hijos que tiene, ni en las papas que planta, ni en los amores que deja.
Otros opinan que fue un adiós obligado. El sol y la luna habrían advertido a la estrella
que debía buscarse otra galaxia donde vivir con el intruso. Así, no se podía seguir: en
cada pelea conyugal, el hombre envejecía cien años y
ella quedaba completamente a oscuras. Es verdad que
después, cuando los dos se perdonaban la estupidez de
odiarse, él recuperaba el siglo gastado y ella multiplicaba
su esplendor; pero la paz del firmamento no podía
permitirse aquellos sobresaltos. Y fue entonces, al
parecer, que los amos del cielo decidieron renunciar a
las papas, que tanto les gustaban, y el camino hacia la
tierra fue borrado por siempre jamás.
La estrella se arrepintió de haber obedecido la
orden que la condenaba a la soledad. Así lo
afirma un estudioso que se ha pasado la vida
fotografiando a las estrellas fugaces. Él está
seguro, y dice tener pruebas: las estrellas
fugaces son todas iguales, porque todas son
una. Esa única luz, errante y mojada, es la
estrella que una vez conoció el peligro y la fiesta
del abrazo humano, y se asustó y huyó y fue
perseguida y encontrada. Desde entonces su
cuerpo mudo, que por el hombre cantó, supo que había nacido para ser dos o ninguno;
y ahora anda volando locamente, a través de la noche, en busca del perdido camino de
este mundo.
GALEANO, Eduardo. Las palabras andantes. Argentina, Ediciones Catálogos, 2001. (Grabados
de J. Borges.) Pág. 178-181
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