LA ANTINOMIA DEL AMOR. PARA SIEMPRE | Genoveva Mora Toral

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LA ANTINOMIA DEL AMOR. PARA SIEMPRE | Genoveva
Mora Toral
Precisamente unos minutos antes de sentarme a escribir sobre esta obra, que se presentó en Malayerba en
octubre, había estado leyendo la carta que José Hernández le enviara, públicamente, a su amigo Javier Ponce,
donde, entre otros muy sentidos cuestionamientos, le recordaba que "el silencio hace temer".
Será por eso que el silencio de cada mañana es despertar y reconocerse... o desconocerse, antes de entrar de
lleno al día, un ritual que atraviesa por inesperadas anchuras, unas veces profunda y sentida, otras ligera y trivial;
muchas, pesada como el tiempo adobado de vacías repeticiones.
El silencio puede ser demoledor, por eso Liviana Angeloni y Santiago Baculima, certeramente dirigidos por Carlos
Gallegos, convertidos en personajes sin nombre y sin voz, nos arrastran en esa espiral de emociones que
adquieren una potencia impensada en la sutileza de un gesto que oscila entre la ternura y la violencia.
Lo había señalado anteriormente, Para siempre es poesía, sobre todo por la capacidad de condensación de
emociones trasladadas al cuerpo, donde la figura literaria preponderante pareciera ser el oxímoron, allí están
alineados contradicción y opuesto en la impecable exactitud del gesto corporal, capaz de llevarnos a impensados
abismos de dolor y felicidad.
Para siempre es poema escrito con el cuerpo, es ritual en dos tiempos, en dos intensidades, Ella es gesto
contenido a punto de explotar, Él es contención, ensimismamiento; es pensamiento que no repara en la náusea
que a Ella le produce vivir.
Una mesa, dos sillas, dos personas, dos sexos, dos amores que se agitan en el mismo andarivel de la costumbre
y la rutina, detrás... la música. Lo trágico, no poder mirarse, ojos que se encuentran y rehúyen, cada quien
enajenado en su neurosis, compitiendo en un gesto mínimo y feroz que en un momento dado estalla en el
paroxismo del llanto, la bofetada o la risa.
El piano, siempre el piano y su monótona melodía; la guitarra y un alegre brindis. La luz (diseño de Jorge Gutiérrez
y Gallegos), potente en su discreción para mostrar el paso de los días, para iluminar el coqueteo de unos pies que
en poética resolución se metamorfosean en cuerpos seductores; luz que define el estado de ánimo de los
personajes; y por encima de todo recurso, de cualquier historia que fabulemos, está el gesto imaginado.
La mesa como símbolo de un espacio que acoge y repele, invita a una lectura que enfila por otros derroteros,
porque si algo ha cambiado es la imagen de un techo que ampara por un objeto más bien frío, funcional, casi
vulgar en el que esta pareja se apoya cada día de su vida, es ahí donde encara el gesto, donde la danza de
manos y de rostros se van desdibujando en la incapacidad de entendimiento; esto y mucho más podemos leer,
inventar, desde la butaca mientras desciframos un discurso ausente de palabra.
Para siempre, una obra intensa y delicada, estática y llena de pasión. Su nombre, eterno y efímero como la
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antinomia del amor... otra noche más, unas manos que se tocan, cuerpos que despiertan, sentados en el abismo
de sus vidas, el silencio que ensordece para siempre...
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