CON ISABEL DESHOJANDO MARGARITAS / Huilo Ruales

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CON ISABEL DESHOJANDO MARGARITAS /
Huilo Ruales
El pecho se hincha, se hunde, el trabajo de desgaste va por
buen camino, lo siniestro se extiende de arriba abajo, pronto
tendrá piernas, la posibilidad de arrastrarse.
S. Beckett, El innombrable
N
ada hay más monstruoso que salir a la calle
y ver a la gente moviendo sus dos brazos. Dos culebras colgando del
cuerpo y que se mueven con una independencia asquerosa. En el lado
derecho tengo un muñón y en el izquierdo un brazo común y corriente
que culmina en una mano. Al contrario de lo que se piensa –y han
pensado algunos ilusos de mí– cuando advertí mi diferencia no me sentí
anormal, insuficiente, minusválido. Un escalofrío inevitable me tiró a
la radiante y aterradora constatación de que me encontraba en un mundo que más bien era un charco de monstruos. Charco en el cual de
alguna manera terminé por adaptarme. Salvo en el asunto pareja
y como es comprensible nadie aceptó mi condición. Nadie, hasta que
llegó Isabel, que es enfermera oriunda de un sombrío pueblo de la sierra.
Noches enteras de reprimidos besos y largos tabacos pasamos
con Isabel discutiendo, con ese tono de primigenios padres en el
escogitamiento del nombre de su vástago número uno, sobre cuál de
sus dos brazos estaba en exceso. Partiendo de que ella y yo necesitábamos los brazos para lo prioritario que era el amor debíamos deshacernos
de su brazo derecho. Así mientras con mi brazo izquierdo le enroscaba
la cintura o la nuca, Isabel, con el suyo, no tropezaba del mismo lado,
pues estaríamos frente a frente. Luego del amor en cuyas caricias y
arrebatos bastan dos manos diestras y de distinto sexo, el cuerpo de
Isabel se torna para el costado de su muñón y yo me ensamblo como
un eco en su dorso, así como si fuésemos un solo cuerpo en reposo.
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Isabel, que tiene dos esmeraldas en vez de ojos, las humedece y,
gatunamente, opina que luego del amor ella preferiría que los rostros
se vieran, se besaran con ternura y en esa posición arribaran al sueño. En
la práctica le explico el auténtico relajamiento que se obtiene acoplándose con las rodillas plegadas, espalda de Isabel, pecho mío, fetalmente
acoplados, casi fusionados, casi repetidos. Isabel, muy delicadamente,
arremete por el flanco del hogar y grafica una salida de compras antes
del parto, etapa en la que necesitaría más ternura. El muñón suyo está
del costado de la pared, su brazo se balancea junto a mi muñón y por
último mi brazo se balancea para el costado de la calle. En cambio si su
futuro muñón está en el lado izquierdo, podríamos caminar dentro de
un tierno abrazo. Victoriosa, prosigue, que esa misma ventaja se extendería en el caso, anhelado por cierto, de que advinieran los hijos. Si era
uno los dos podrían tomarlo de sus manos (pese a la música armstrongniana un silencio espeluznante de un segundo y para abajo, como
puñalada, nos rodea ese plural: sus manos). Si eran dos, tres, cinco hijos
siempre resultaba mucho más conveniente, o si proyectábamos tener
un auto, conocer el mundo, etcétera. Y sus ojos, incomprensiblemente,
lloran cada vez más esmeraldas y sigue con su artillería, por ejemplo en
el trabajo resultaba más provechoso que usara su mano derecha en vez
de tener la ardua tarea de convertirse en zurda. Por último, y con sus
ojos lanzándome llamaradas, lo que yo era se llamaba Un Gran Egoísta
porque –recién– empezaba a darse cuenta de que yo iba en pos de mis
conveniencias y por eso mi propósito de privarle de su brazo más hábil y
entonces, como cualquier vulgar machista anhelaba sentirme superior
y yo era Un Simple Acomplejado y Un Cobarde que nunca había aprendido a aceptar mis limitaciones, camino único por el que hubiese podido superarlas, ahí tenía un mundo lleno de tuertos mudos jorobados
tullidos quienes no lo eran en el fondo porque veían a la gente a sus
diferencias con amor con generosidad y que por último mi carencia no
se ubicaba en mi costado derecho sino en mi cabeza la misma que estaba
suficientemente podrida como para pensar que el resto de la gente es la
anormal evidencia de que yo era Un Estúpido y basta.
El basta fue mío porque debía indicarle que yo, en tanto muñido,
había vivido esta escena exactamente una lluvia de veces y que, conse-
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cuentemente, conocía de las perversiones que cierto tipo de mujeres
poseen conmigo, al igual que los pederastas se nutren de niños y los
necrófagos de vaginas de muertas y que, justamente, detrás de la maravilla de sus ojos advertía que estaba empozado ese gusto sicópata por
el muñón, aunque era indispensable reconocer que no había tenido la
precipitación de acariciarlo clitorianamente como suelen en vano intentar un montón de pervertidas. Que la única razón por la que había
sido víctima de este engaño radicaba en su mirada, inocentona, en algún costado de su voz, zona en la que había encontrado una soledad
similar a la mía pero más honda y menos superable. Que la puerta estaba
completamente abierta, que todo estaba a tiempo y que hubiese sido
triple tragedia vivir con alguien que interpreta el sacrificio propuesto
como un drama vulgar con lo cual mostraba su carencia de sensibilidad
hacia la estética, hacia el erótico reto de impugnar la naturaleza, hacia
la poética alternativa de amarse entre dos cuerpos –incluidas las almas–
solamente por el precioso trabajo de dos manos.
Isabel ha vuelto a sentarse al borde de la cama. Una esmeralda
incomparable rueda por su mejilla derecha. Se encoge y se expande en
sollozos. Mete su moreno rostro en un pañuelo diminuto y, paulatinamente, se encamina hacia la puerta del departamento cuya hoja izquierda está sostenida por mi mano. Sus tacos han descendido cuatro escalones. Se acalla. Gira y en una sola carrera regresa, se mete en mi pecho y
como si hablara con él, con us flacura, pronuncia: me quedo con el
derecho, sí? Y no puede advertir desde su estatura que por primera vez
en mi historia los ojos se me anegan en llanto.
Tío El Manco murió el lunes, risueño por fin. Siempre
echaba una verde espuma y vociferaba: por qué no
fui cojo, y bamboleando su manga como una hélice,
concluía: a esta mierda no la puedo llenar de madera.
En el catafalco lo han dispuesto con las mangas en los
bolsillos. Viva la muerte, le digo en su oreja amarilla.
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