LA DEFENSA DEL VIRREINATO DE NUEVA ESPAÑA* El

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LA DEFENSA DEL VIRREINATO
DE NUEVA ESPAÑA*
Ma. del Carmen Velázquez
El Colegio de México
Hace algunos años, leía una propueta de investiga­
ción para una tesis doctoral con el título de “ El defensor
de las Indias” y lo primero que me vino a la cabeza fue el
recuerdo de fray Bartolomé de las Casas. Pero la
siguiente frase del escrito borró de mi pensamiento la
imagen del dominico, pues se trataba de las Indias
Occidentales, no de las indias mujeres o los indios
americanos y de una defensa militar, no ideológica. En­
tonces, divagando en mi lectura, quise recordar a algún
defensor de las Indias, esto es, de las posesiones espa­
ñolas y, para mi sorpresa, no pude recordar a nadie.
Com o quizá les suceda a muchos mexicanos nunca
supe que, durante la época colonial, hubiera habido
famosos héroes, defensores de las Indias. La historia
escolar nos enseña que hubo defensores de la patria
indígena, Xicotencátl en Tlaxcala, Caltzontzin en
Michoacán, Cuauhtém oc en México; también, cuando
niños, a la m ayor parte de los mexicanos, nos pusieron,
como ejemplo de acendrado a m o r a la patria, el sacrifi­
cio de los “ niños héroes”. Pero entre lo indígena y lo
nacional, hay un vacío de “heroicas hazañas” que nadie
parece interesado en rellenar.
En varias ocasiones he querido explicarme lo que
* Conferencia pronunciada el 23-VI1-1982 en El Colegio de M ichoacán
pensé m omentáneam ente sugerido de una frase extraña
para mí, en la literatura histórica.
Es evidente que, a España, la soberana, le intere­
sara defender sus dominios, como les interesó batallar a
los indígenas para retener los suyos y, a los mexicanos los
que adquirieron con la independencia. Es muy posible
que falten historias de los defensores de las Indias porque
a los españoles, después de perderlas, no les haya
interesado contar una historia que, al fin y al cabo, tuvo
un desenlace opuesto a la finalidad que le dio origen. Los
mexicanos, habitadores modernos de las Indias, por su
parte, posiblemente no hayan querido recordar una
época que no permitió que afloraran hazañas patrióticas
autóctonas.
La historia, sin embargo, pretende ser algo más que
materia prim a para la form ación cívica o los exámenes de
conciencia; es, ciertamente y en buena medida, la maestra
de la vida. Se va a ella para conocer la experiencia de
hombres del pasado, para tener ideas sobre la configu­
ración de sociedades a las que no pertenecemos, se
estudia y se lee con la esperanza de poder saber en dónde
estuvo el origen de los fracasos y de los éxitos que los
hombres tienen en sus vidas. C uando es disciplinada, es
recordación útil para entrever qué afanes han tenido los
hum anos y qué es lo que ha resistido el paso de los años o
lo que el tiempo ha hecho desaparecer.
Quizá sea difícil que los mexicanos nos alegráramos
de encontrar a un defensor de las Indias, quizá si lo descu­
briéramos, no lo aclararíam os pero es posible que tenga
alguna utilidad y significación saber cómo defendieron
los españoles sus dominios de las Indias, porque así como
heredamos de ellas la tierra, las riquezas del subsuelo,
muchos cultivos y bailes y canciones populares, quizá
hayamos heredado tam bién algunos conflictos con habi­
tantes de otras naciones.
Ultimamente me he acercado a este tema de la polí­
tica imperial española y un brevísimo resumen de lo que
creo fue la defensa del virreinato mexicano por la Corona
española es de lo que trataré en este ensayo.
Es una larga historia de tres siglos que va desde que
los primeros españoles “g a n a ro n ” las tierras americanas
para el rey de España, hasta el m omento en que otro rey
español las perdió a manos de los procreados en ellas. Es
importante empezar por advertir, que es una historia de
política exterior, que fue tom ando cuerpo con cierta
independencia de lo que sucedía en el interior de las
tierras americanas. No se originó por el encuentro de dos
mundos de diferente pasado, sino, en frase que me presto,
por la disputa europea del Nuevo M undo.
De acuerdo con las bulas de Alejandro VI y con el
Tratado de Tordesillas (1494), las Indias Occidentales
quedaron en posesión de los reyes de España y Portugal.
Los monarcas de estas dos naciones se apresuraron a
tomar posesión de sus tierras, en vista de que ni franceses
ni ingleses se sintieron obligados a respetar la decisión del
Papa ni tam poco los acuerdos celebrados entre las
coronas ibéricas.
Con el mismo ímpetu que los ibéricos enviaban
expediciones conquistadoras a las tierras americanas,
franceses e ingleses arm aban expediciones para ver de
qué se podían apoderar en el Nuevo M undo. Pronto
supieron los españoles que no era suficiente la prioridad
en los descubrimientos para poseer las tierras america­
nas; si querían conservar la exclusividad de las posesio­
nes americanas tenían que poblarlas y defenderlas de los
ataques de enemigos.
Los españoles establecieron la ruta de comunica­
ción con el Nuevo M undo pasando por las islas Antillas:
arribaban a Puerto Rico y luego seguían a Cuba. De esa
isla partían unos navios hacia la América del Sur y otros
hacia el Golfo de México, para llegar a Veracruz. Para el
regreso a Europa, el punto de partida era la H abana y de
allí aprovechaban los navegantes la corriente del Golfo,
pasando por el canal de las Bahamas para salir al A tlán­
tico.
Para evitar la entrada de enemigos al continente, esa
ruta española, que fijaron los marinos aprovechando
vientos y corrientes marítimas favorables, tuvo que ser
protegida en sus terminales. Así que, desde el siglo XVI,
los españoles empezaron a fortificar los puntos
estratégicos en el Caribe, en el Golfo de México y en la
Florida.
Mientras corsarios y piratas atacaban las fortalezas
en Puerto Rico, La Habana, Santo Dom ingo, Cartagena
de Indias, Campeche, Veracruz y San Agustín de la
Florida y robaban naves y tesoros españoles en sus inme­
diaciones, las huestes conquistadoras penetraban en las
tierras del continente.
Hernán Cortés conquistó el imperio azteca, llamado
algunas veces A náhuac y al que Cortés dio el nom bre de
Nueva España. Los segundos y terceros conquistadores
tuvieron que buscar tierras más al sur y al norte para
lograr sus ambiciones.
Francisco de M ontejo se fue al sureste y conquistó
Yucatán y allí se detuvo la penetración de los conquista­
dores de Nueva España, pues el grupo español que llegó a
Panam á, reclamó las tierras que los M ontejo querían
añadir a su conquista.
La expansión de los conquistadores de Nueva Espa­
ña se orientó, por tanto, hacia el norte, hacia las tierras
que parecían no tener fin, en donde, según decían los
esforzados andarines que primero las visitaron, se ocul­
taban inmensas riquezas. Unos buscaban un paso
acuático de la M ar del Norte a la del Sur para establecer
la comunicación con el Oriente, otros minas de plata.
En vista de la fuerza de la expansión española y de la
importancia y extensión de las tierras que se iban con­
quistando, el rey español nombró, en 1535, a un virrey,
quien, con más amplios poderes de los que se adjudicó
Cortés, gobernara la conquista del capitán extremeño y
vigilara la penetración a tierras nuevas.
En el siglo XVI, los españoles fundaron cuatro rei­
nos, uno tras otro al norte del de la Nueva España o de la
Mesoamérica indígena: el de la Nueva Galicia (1532), el
de la Nueva Vizcaya (1562), el Nuevo Reino de León
(1580) y el de Nuevo México (1598). A fines del siglo,
los conquistadores habían llegado, por el centro del vi­
rreinato, en un avance lleno de vicisitudes hasta el río
Grande del Norte o Bravo.
Las expediciones por la M ar del Sur para encontrar
la ruta hacia el Oriente, se fueron parando después de
que, en 1565, Andrés de Urdaneta encontró l.os vientos
favorables para el tornaviaje de las islas Filipinas a la
Nueva España y, Acapulco, en el reino de Nueva España,
se convirtió en el puerto de salida y arribo de los galeones
de Manila. A principios del siglo XVII, empezó la
construcción de la fortaleza de San Diego para proteger
el embarque y desembarco de las mercancías que entra­
ban y salían de Nueva España por ese puerto.
Franceses e ingleses, en guerra o rivalidad con los
españoles habían logrado también algunas posesiones en
el Nuevo M undo, en las tierras frías e inhóspitas del
Septentrión. Jacques Cartier fundó, en 1534 la Nueva
Francia o Canadá y, en 1608, los ingleses fundaron la
colonia de Virginia. Tenemos entonces, que desde el siglo
XVI, el continente americano no sólo estuvo poblado de
indios, españoles y portugueses, sino también de france­
ses, ingleses, holandeses, y africanos traídos al Nuevo
Mundo como esclavos.
Tanto franceses como ingleses “ham breaban lo
ajeno \ como dice don Carlos de Sigüenza y Góngora y
exploraban con escasos recursos, pero persistentemente
hacia el occidente y al sur en busca de un paso hacia el
océano Pacífico, que les permitiera, como a los españo­
les, establecer una ruta de comercio con el Oriente y para
apoderarse de las famosas minas de plata españolas.
Los ingleses reforzaban la colonia de Virginia con
nuevos grupos de colonos, que se iban acom odando
hacia el sur, en poblam iento de hecho, pero no de
derecho. Este proceso de asentamiento inglés en la Amé­
rica del norte, hizo crisis en 1670, cuando el rey español
Carlos II no tuvo fuerza para resistirse a la firma del
Tratado de Madrid o Americano, por el cual reconoció el
derecho del rey inglés a poseer perpetuamente y con
pleno derecho de soberanía las colonias que en ese año
tenía fundadas en las Indias Occidentales.
A su vez, los franceses recorrían los ríos y lagos en
busca de pieles finas y así llegaron hasta el nacimiento del
río Misisipí, cuya desem bocadura sólo habían explorado
los españoles en el siglo XVI. En 1682, Robert Cavalier
de La Salle tuvo la suerte de poder descender por el gran
río y llegar hasta su desembocadura. Tom ó posesión de
las tierras que cruzaba el río en nombre del rey de Francia
y les dio el nom bre de Luisiana.
Podemos decir entonces, que durante el siglo XVI y
buena parte del XVII, las fortalezas imperiales en las
costas españolas del continente, defendieron a los his­
panoamericanos de la penetración de enemigos
europeos. La situación sin embargo empezó a ser otra al
iniciarse el siglo XVIII, pues ¡os rivales ya no necesitaban
rendir las fortalezas para penetrar al continente: a espal­
das de éstas, por tierra, avanzaban los enemigos seguros,
hacia las posesiones españolas.
Otro desarrollo hay que m encionar en la historia del
siglo XVIII. En dos siglos de contactos y comunicación
con el Nuevo Mundo, Inglaterra había ido ganando
superioridad en el mar. Los barcos ingleses eran mejores
y más rápidos que los españoles y, a mediados del siglo de
las luces, en ninguna corte de Europa se dudaba de que la
Gran Bretaña se había convertido en “señora de los
mares”. Con guerra o sin ella los navios españoles eran
atacados por los ingleses, no era seguro el tráfico
marítimo y los retrasos y pérdidas de mercancías, bien
qué hubieran sido despachadas a América o bien que se
esperara recibirlas de las posesiones de ultramar, entor­
pecían el comercio y causaban trastornos que
inquietaban y producían confusión en la corte penin­
sular.
En los siglos anteriores, los barcos que com uni­
caban a España con las posesiones americanas
navegaban protegidos por una arm ada de guerra. Al
arribar a Puerto Rico, La H abana o Veracruz, la función
de la arm ada terminaba, pues el peligro de ataques, en
general estuvo en aguas cercanas a las grandes fortalezas.
Ya desde el siglo XVII, los ingleses y franceses no se
conform aron con la lucha en el mar, sino que se empeza­
ron a apoderar de pequeñas islas en el Caribe de escasa o
ninguna población -“islas inútiles” les llamaron los espa­
ñoles en el siglo X V I-en donde se preparaban, espiando y
robando, en espera del grueso de la fuerza europea para
atacar las Antillas mayores.
Los castillos, morros, baluartes, terraplenes y
demás construcciones militares de Puerto Rico, La
Habana, Veracruz y aun de San Agustín de la Florida
llegaron a dar la impresión de ser verdaderamente
inexpugnables, y, en verdad, salvo en contadas ocasiones
lograron rechazar los ataques de los enemigos.
Los soldados y militares que las guarnecían genereLí­
mente habían participado en batallas, pero precisameme
porque el enemigo necesitaba reunir una gran fuerza p.: \
lanzarse contra las fortalezas, ios aíaeueh no n ; n
frecuentes. La vida en las fortalezas imperiales era, como
toda vida de cuartel, dura y tediosa. El clima tropical
afectaba fatalmente a las guarniciones y la ociosidad y
pobreza en que vivían los oficiales les inclinaba a buscar
compensaciones en el contrabando. Ingenieros militares
peninsulares hacían frecuentes visitas de inspección a las
fortalezas y determinaban las modificaciones necesarias
en las construcciones militares y elaboraban los planes de
defensa.
La contribución de Nueva España para mantener
las defensas imperiales fue muy importante, pero pro­
saica: m andaba a las islas del Caribe la plata del situado,
esto es el dinero con que se pagaba a soldados y oficiales,
el que se necesitaba para el mantenimiento de las
construcciones y también hombres, generalmente vagos y
delincuentes, para trabajar en las obras de reparación o
para el reemplazo de soldados.
La efectividad de las fortalezas en “las llaves de las
Indias”, como designaban los españoles a Puerto Rico,
La H abana y a Cartagena de Indias, no pudo impedir que
la comunicación entre España y sus posesiones america­
nas se fuera deteriorando. Barcos viejos e inadecuados,
concesiones y tratados comerciales, estado de guerra casi
continuo, impedían que el rey enviara a América a los
militares de oficio que se necesitaban para la defensa de
las posesiones americanas. La falta de comunicación per­
judicaba tanto a España como al virreinato. A la penín­
sula no llegaba la plata y las mercancías del Nuevo
M undo y Nueva España carecía de azogue para benefi­
ciar las minas, papel sellado para los trámites adminis­
trativos, fierro, vino y otros productos europeos. H ubo
períodos en que ni en la corte peninsular se sabía lo que
pasaba en Nueva España, ni en el virreinato lo que suce­
día en la metrópoli.
El siglo XVIII empezó con una nueva dinastía en el
trono español, que propició, según muchos autores, la
renovación y modernización de la administración
doméstica e imperial de España. La debilidad de la
monarquía española para competir con las otras euro­
peas era notoria y se rum oraba en las cortes europeas que
la Gran Bretaña se aprovecharía del abatimiento de
España para quitarle sus posesiones americanas; propó­
sitos posibles de cumplir, pues ya había sucedido que
mientras en la península se reclutaba tropa y se reunía
armamento, los enemigos aprovechaban para caer sobre
las islas y el continente. Fue evidente entonces en los
consejos del rey, que había que adecuar el sistema
imperial de defensas a la nueva situación internacional.
Era necesario sí, robustecer las fortalezas, pero también
alistar tropa en las posesiones de ultram ar para que en los
virreinatos estuvieran los gobernantes en condiciones de
rechazar los ataques de los enemigos.
Asimismo les preocupó a los consejeros del rey que,
en las tierras del norte del virreinato de Nueva España,
por donde podían invadir ingleses y franceses tierras es­
pañolas hubieran aparecido unos indios bravos en guerra
continua con los españoles. En el Septentrión de Nueva
España no sólo am enazaban los enemigos europeos, sino
también otros llamados “caseros”, difíciles de rendir. La
conclusión a que llegaron en la corte peninsular fue que la
penetración a las tierras del norte ya no podía ser espon­
tánea, tendría que ser organizada, sistemática y dirigida
por individuos especialmente capacitados.
Con ánim o de reconsiderar su política defensiva
imperial, Felipe V m andó pedir informes sobre las
defensas del virreinato mexicano.
La política defensiva que España determinó para la
Nueva España formó parte de las novedades y reformas
que permiten hablar de un siglo ilustrado americano; sin
embargo hay que distinguir las características que tuvo el
gobierno ilustrado en las diferentes provincias del virrei­
nato mexicano, esto es, entre la situación de los antiguos
reinos, en donde, como apuntó Joseph Antonio
Villaseñor y Sánchez, en 1746, no había guerras, sus habi­
tantes vivían en paz y cultivaban las artes, y el Septen­
trión, en donde los presidios hacían frente a “la bárbara
gentilidad”, en los vastísimos dominios, en donde el
Soberano lograba solamente la posesión pero no el uso.
Ya desde el siglo XVII, los virreyes prestaron aten­
ción a las noticias que iban recibiendo en México sobre
los peligros a que se enfrentaban los pobladores, busca­
dores de minas y religiosos en su penetración a tierras en
donde habitaban indios desconocidos. No faltó quien los
tildara de unos “pobres indios descalzos”, pero las
noticias sobre violentos encuentros en los que morían
vecinos y misioneros y se colgaba y esclavizaba a los
indios eran sucesos nuevos y de cuidado.
P or supuesto que los indios no eran desconocidos
para los españoles; pero los indios bravos del norte les
sorprendieron por su vida primitiva y su agresividad. Era
muy difícil atraerlos al dominio y servicio de los espa­
ñoles, eran indios guerreros, pintados de cuerpo y cara,
que no hablaban “quedito y a espacio”, sino que parecía
que descalabraban con la palabra, como advirtió fray
Alonso de Benavides. Vivían de la caza y recolección y
guerreaban frecuentemente con otras tribus. Tenían
rancherías en los montes en donde escondían a sus muje­
res e hijos mientras los hombres salían de caza o a
guerrear. Su movilidad llegó a ser famosa; habían
logrado apoderarse de caballos mostrencos que m o n ta­
ban con gran destreza. Podían ser tarahum aras, to b o ­
sos, seris, tepehuanes o apaches, pero todos defendían
con fiereza los límites de sus correrías y atacaban con
violencia y astucia a los blancos que se les acercaban.
Los primeros misioneros que entraron en contacto
con los indios bravos del Septentrión se alegraron de po­
der tener por tarea convertirlos a la religión de Cristo,
pero en pocos años se dieron cuenta de que querer
atraerlos significaba el fin de la misión y casi siempre la
muerte.
No faltaron empero gambusinos y pobladores que
se aventuraran por tierras desconocidas, por lo que los
encuentros con indios bravos se fueron haciendo más fre­
cuentes y la lucha por la posesión de valles fértiles y
minas, más intensa. Padecían asimismo los indios
“dom esticados” o amigos, aquellos que sembraban la
tierra, cuidaban los ganados y trabajaban en las minas y
que se protegían con los españoles para librarse de las
arremetidas de los indios guerreros. Nuevamente se
habló, como en el siglo XVI, de la frontera india, ahora
como la frontera de “guerra viva”, imprecisa y peligrosa,
difícil de penetrar.
Los últimos virreyes del siglo XVII y los primeros
del siglo XVIII ya se habían preocupado por dar solución
a los problemas que se estaban generando en el
Septentrión. El conde de la Monclova y el de Galve
m andaron expediciones para echar a los franceses de las
tierras de Texas; el virrey Galve m andó a José Francisco
Marín a visitar los presidios de la Nueva Vizcaya, quizá la
provincia más castigada por los indios bravos, para que
informara sobre su estado.
Las defensas que se habían usado en el siglo XVI
para protegerse de los indios enemigos fueron los presi­
dios, llamados internos o de tierra. Generalmente los pre­
sidios estaban construidos de m adera o adobe, sin recin­
tos ni murallas. Quizá su deleznable condición como
fuertes, se debía a que se suponía que, como las misiones,
no serían permanentes. En cuanto una región estuviera
pacificada, el presidio debía desaparecer o mudarse a
otra región de indios no pacificados.
A veces media docena, dos o a lo más cuatro doce­
nas de hombres form aban la tropa presidial. De éstos, los
menos eran soldados de oficio, llamados veteranos, los
más, vecinos que tom aban las armas cuando los indios
caían sobre los pobladores o cuando salían los españoles
a “cazar piezas”, esto es, a hacer esclavos.
Cuando el capitán del presidio era español, podía
tener la profesión militar; si era criollo, experiencia en la
guerra de guerrilla que era con la que se combatía a los
indios bravos. Pero criollo o peninsular su actividad
principal era la de empresario o comerciante, pues gene­
ralmente era dueño de ranchos de labor, estancias de
ganado o minas y hacía negocios con la ropa y efectos que
repartía a los soldados, con el dinero que recibía para su
paga, con el de los gastos de guerra y de indios.
Desde que Felipe II ordenó que la penetración a
tierras nuevas fuera de poblam iento y colonización y no
de conquista guerrera, las órdenes religiosas empezaron a
establecer misiones en las regiones periféricas de la Nueva
España para atraer a los indios a la religión cristiana y al
servicio de los españoles. Se suponía que los frailes serían
los primeros agentes de la cristianización y castellanización de los indios gentiles. La misión se establecía por un
tiempo fijo, al cabo del cual, y una vez evangelizados los
indios, los misioneros buscarían nuevos indios a quienes
catequizar.
La orden de San Francisco, que se había interesado
por plantar misiones en el norte, había sufrido muchas
pérdidas de vidas de misioneros y le dolía el fracaso de su
obra. Comprendieron los franciscanos que para la
evangelización de los indios bravos necesitaban prepa­
rarse especialmente, por tanto, fundaron los colegios de
propaganda fide en Querétaro, Zacatecas y México
(1683, 1704, 1734) en donde reunían a los frailes
destinados a las misiones de la frontera india.
En 1697, el virrey concedió licencia a la Com pañía
de Jesús para fundar misiones en la Baja California, con
el objeto de catequizar a los indios y fom entar el pobla-
miento de la península, por cuyas costas navegaba el
galeón de Manila, siempre en peligro de ser atacado por
enemigos. Habiendo pobladores blancos en la península,
podrían socorrer al galeón en caso de necesidad.
Los misioneros de las tierras del norte se resistían a
que en las inmediaciones de sus misiones se avecindaran
cualesquiera clase de pobladores. Decían que el ejemplo
de mala vida que llevaban los españoles impedía que los
indios vivieran cristianamente. Pero entre indios bravos,
si el misionero no estaba protegido por soldados que se
enfrentaran a los indios guerreros su esfuerzo era inútil.
Es verdad que la penetración incontrolada a las
fronteras indias había propiciado que en ellas se refugia­
ran prófugos de la justicia, gente de mala vida y aventure­
ros sin escrúpulos, sin faltar gobernadores y capitanes
venales y abusivos, pero el aislamiento en que querían
vivir los misioneros, que en la península de California fue
extremo, era contrario a la necesidad que tenía la Corona
española de poblar las tierras nuevas para poder retener­
las bajo su dominio.
Ante la dura realidad, los misioneros del norte no
sólo aceptaron, sino clam aron por la protección que
brindaban los presidios. Sin embargo, este arreglo de
conveniencia dio pie, con el tiempo, a enojosas disputas
entre militares y religiosos, especialmente en Texas y en la
Alta California y, en general, en la segunda mitad del
siglo XVIII no fue bien visto por diferentes funcionarios
del virreinato.
Los informes, disposiciones y órdenes relativas al
Septentrión que se produjeron en las primeras décadas
del siglo XVIII, con bastante desorden y por motivos
c irc u n s ta n c ia le s, e m p e z a ro n a s is te m a tiz a rs e
durante el gobierno del virrey, marqués de Casafuerte
(1722-1734).
El fue quien por orden del rey envió al Brigadier
Pedro de Rivera a visitar los presidios del Septentrión. La
visita de inspección de este esforzado militar, que duró
cuatro años (1724-1728), produjo la primera información
de conjunto de las defensas internas del norte. Rivera
informó sobre el núm ero de presidios que había, sobre su
condición material, el núm ero de soldados que tenían las
guarniciones, la preparación y quehaceres de los
soldados y sobre los indios en cuyas tierras estaban plan­
tados los presidios.
Como resultado de la visita de Rivera, el virrey
Casafuerte elaboró, en 1729 el primer Reglamento y
Ordenanzas que norm aron la actividad de las fuerzas
presidíales.
A mediados del siglo XVIII, encontramos varios
críticos del avance tradicional a nuevas tierras por medio
de misiones y presidios. A diferentes funcionarios les
pareció que sería m ucho menos costoso y m ucho más
efectivo para atraer a los indios gentiles, que el rey
enviara pobladores a las fronteras, a quienes pro p o r­
cionara ayuda de costas durante los primeros años, para
que viendo los indios a los pobladores cultivar la tierra y
practicar las costumbres cristianas se fueran domesti­
cando.
En la primera mitad del siglo XVIII tuvieron lugar
dos penetraciones organizadas a tierras de indios
insumisos y rebeldes: una de guerra tradicional al Nayarit y otra m oderna de población a la Sierra Gorda.
En 1721, el rey concedió licencia a Ju a n de la Torre
para que penetrara con tropa a la sierra del Nayar. En
1723, Ju a n Flores de San Pedro pudo considerar termi­
nada la conquista. Se plantaron allí misiones de jesuítas
primero y de franciscanos después, pero ni el cr.rismático
fray Margil de Jesús logró la evangelización de los indios
nayaritas.
La colonización de la Sierra Gorda o Tam aulipas es
ejemplo de una empresa de poblam iento masivo. Tres
empresarios se disputaban la licencia para penetrar en esa
región con el objeto de abrir un camino del Nuevo Reino
de León a la costa del Golfo. El rey ordenó que se atendie­
ran las peticiones debido a que, por esos años, urgía que
hubiera vigilancia en las costas del Golfo. El virrey
nombró a José de Escandón, quien tenía experiencia
militar y en el trato con indios chichimecas, pames, y
otros grupos insumisos que habitaban en la sierra.
Entre 1748 y 1755, Escandón y su gente fundaron 23
pueblos con vecinos de las provincias del Nuevo Reino de
León, la Guasteca, Guadalcázar, San Luis Potosí,
Charcas y Coahuila.
Escandón repartió tierras a los colonos y les ayudó
con animales, semillas e instrumentos de labranza para
empezar a cultivar la tierra.
Congregó a los indios en pueblos y les proporcionó
misioneros que los fueran a catequizar. N om bró capita­
nes a guerra para las poblaciones que vigilaran el orden
público y protegieran a los misioneros. Dio el nombre de
Colonia del Nuevo Santander a las tierras que pacificó.
En la primera mitad del siglo XVIII, el gobierno del
virreinato iba por buen camino, siguiendo tradicionales
disposiciones, pero la rivalidad entre los monarcas
europeos, que había m antenido al Viejo M undo en
estado de guerra casi continuo durante el siglo, derivó en
guerra entre la Gran Bretaña y Francia, conocida con el
nombre de G uerra de Siete Años (1756-1763). Ese
conflicto fue la oportunidad de los ingleses para atacar
las posesiones americanas de España, aliada de Francia
por los pactos de familia.
En cuanto llegó a México el virrey Cruillas, en 1760,
trabajó duram ente para poner en estado de guerra al
virreinato. Vio que se form aran compañías de milicianos
para defender a Veracruz y las costas del Golfo; reunió las
pocas y viejas arm as que tenían los novohispanos,
nom bró oficiales que instruyeran a los milicianos, reunió
dinero, atendió al aprovisionamiento de las compañías,
envió socorro de miniestras y dinero a La H abana y se
trasladó a Veracruz para cerciorarse de que la fortaleza
de San Ju an de Ulúa resistiría los ataques enemigos.
C uando le llegó la noticia de que los ingleses habían
tom ado La Habana, en julio de 1762, festinó la concen­
tración de fuerzas militares en las costas del Golfo. En
una palabra, ejerció sus facultades de Capitán General
del virreinato con eficacia y tino.
Los ingleses no invadieron Veracruz, pero el peli­
gro estuvo muy cerca, por lo que, al firmarse la paz, en
1763, los funcionarios españoles se apresuraron a
ordenar se llevaran a cabo los cambios y reformas larga­
mente meditados. En 1764, el rey envió a Nueva España a
Ju an de Villalba para que organizara el ejército perm a­
nente del virreinato.
En Nueva España, como en todas las posesiones
españolas americanas no había habido hasta entonces un
ejército permanente. En el siglo XVI, los encomenderos
tenían obligación de acudir con arm as y caballos a los
lugares en donde hubiera alzamientos de indios. Al virrey
lo protegía una guardia de alabarderos, que se presentaba
en las ceremonias para lucimiento de la autoridad y el
Consulado de México organizaba compañías
de
comerciantes y artesanos para proteger las conductas de
mercancías y plata. Diferentes pobladores de las costas
tenían obligación de avisar a las guarniciones de
Acapulco y Veracruz si avistaban embarcaciones na­
vegando cerca de las costas.
La formación de un ejército en Nueva España trajo
muchos problemas a los funcionarios y a la población y
gastos considerables a la real hacienda. Fue una novedad
que costó trabajo y dinero introducir en el virreinato.
El ejército fue básicamente miliciano, reforzado con
unos pocos regimientos venidos de España, al m ando de
oficiales veteranos peninsulares que se desesperaban ante
la indiferencia y la oposición de los novohispanos para
prestar el servicio militar. Se gastó mucha tinta y esfuerzo
en planes y proyectos para determinar las zonas milita­
res, el número de las compañías, el tipo de uniformes y
armas que debían po rtar los milicianos, las constribuciones en dinero, caballos, armas, hospedaje y vituallas con
los que tenían que contribuir los vecinos y los ayunta­
mientos. Cuando el rey permitió que se com praran los
cargos de oficiales milicianos, un buen número de criollos
ricos vieron la oportunidad de adquirir influencia y
prestigio social, reclamando el fuero militar.
Al empezar el siglo XIX, había en la Nueva España
un ejército de tropa veterana y miliciana de más o menos
30 000 hombres y el virrey Iturrigaray se m ostraba
confiado y orgulloso de un ejército que no se había
probado contra algún enemigo.
Además de que Carlos III quería que Nueva España
pudiera resistir los ataques de enemigos, quería mejorar
la explotación de sus riquezas. P ara informarse del
estado de la administración de la real hacienda, Carlos III
envió al virreinato al visitador José de Gálvez. Este
controvertido personaje permaneció en Nueva España
siete años (1765-1772), durante los cuales, no ‘sólo
introdujo reformas en la administración del virreinato,
sino que aprovechó la ocasión para ocuparse de las defen­
sas del Septentrión. El fue el que se empeñó en convertir
las tierras septentrionales en una nueva jurisdicción y en
introducir el sistema de intendencias para reformar el go­
bierno y la distribución territorial del virreinato.
Gálvez creía, como los españoles del siglo XVI, que
el Septentrión ocultaba enormes riquezas con las que se
podría sostener una nueva jurisdicción, independiente
del virrey de México. A pesar de que viajó a California y a
Sonora vio con sus propios ojos lo primitivo de las
poblaciones, la belicosidad de los indios y la falta de
elementos y gente para explotar las tierras nuevas, no
cejó en su empeño de establecer la Com andancia
General.
de las provincias internas: se habían convertido en
frontera india de guerra, hacia la cual se acercaban no
sólo ingleses, angloamericanos y franceses, sino también
rusos por la costa del Pacífico. Desde la lejana capital del
virreinato era casi imposible atender al fomento de
ranchos de labor, estancias de ganado y explotación de
las minas y, al mismo tiempo mantener disciplinadas y
activas a las fuerzas presidíales.
Ju n to con Villalba habían llegado a México varios
jefes militares de alta graduación que venían a ayudar a
form ar el ejército miliciano. Entre ellos estaba el marqués
de Rubí, a quien el marqués de Cruillas m andó a las pro­
vincias internas a hacer una visita de inspección a los
presidios.
Al igual que Rivera, el marqués de Rubí describió el
estado de los presidios, el lugar en que se encontraban, la
tropa con que contaban, los indios belicosos y guerreros
que había que combatir, los vicios más arraigados de los
capitanes y gobernadores, las tensas relaciones con los
misioneros.
Propuso un nuevo ordenam iento de los presidios:
decía que una línea o cordón de quince presidios sería su­
ficiente para delimitar las tierras que “son verdaderos
dominios del Rey” de aquellas que estaban por conquis­
tar. Dos puntas de lanza, más al norte del cordón de
presidios, Santa Fe, en el Nuevo México y San Antonio,
en Texas, servirían de base para emprender nuevas con­
quistas. Había indios que eran susceptibles de ser so­
metidos, otros como los apaches, debían ser exterm ina­
dos, proposición sorprendente, contraria a la política
tradicional de indios.
Ese cordón de presidios iría desde la misión del
Altar, en Sonora hasta el presidio de la Bahía del Espíritu
Santo, en Texas. Se colocarían los presidios más o menos
a distancia de 60 leguas, uno de otro, en los pasos conoci­
dos por donde se deslizaban los indios de guerra a atacar
y robar los pueblos españoles. Desde El Paso hasta al
Golfo de México, la línea o cordón seguiría más o menos
el curso del río Bravo o Grande del Norte.
Cuando volvió a México el marqués de Rubí, en
1768, gobernaba el virrey Croix y éste y Gálvez
adoptaron las proposiciones de Rubí para elaborar una
Instrucción para form ar la línea o cordón de presidios.
En 1772 quedó listo el “ Reglamento e Instrucción para
los presidios que se han de form ar en la línea de frontera
de la Nueva E spaña”, que substituyó al reglamento de
1729 y que duró vigente hasta la época republicana.
Esta Instrucción y reglamento tuvo la novedad de
concebir la frontera de Nueva España como una “línea
continuada de m ar a m a r” que hiciera posible la “segura
comunicación con toda la / línea/ ”. Otra novedad im por­
tante fue que consideró a las fuerzas presidíales, soldados
de oficio, con derecho a los ascensos y preeminencias de
un ejército regular.
En 1776, las provincias internas se convirtieron en
una zona militarizada, segregada del resto del virreinato
con el establecimiento de la Com andancia General. El
primer C om andante fue Teodoro de Croix, sobrino del
virrey y amigo de Gálvez. Debía gobernar con los mismos
poderes que el virrey de México, en las cuatro causas:
guerra, justicia, policía y hacienda; además era vice-patrono como el virrey de México.
Cuando Teodoro de Croix llegó por fin a Arizpe la
capital de la Com andancia, se dio cuenta de que gobernar
Texas desde Sonora era tan difícil como desde México. A
pesar de que tuvo el apoyo incondicional de Gálvez, ya
ascendido a Ministro de Indias (1776), necesitó recurrir
constantemente al virrey de México en dem anda de auxi­
lios de dinero, armas y gente.
La Com andancia quedó form ada con las provincias
de Sinaloa, Sonora, Californias y Nueva Vizcaya y los
gobiernos subalternos de Coahuila, Texas y Nuevo
México. Desde luego Croix se rehusó a encargarse del
gobierno de las Californias, a las que sólo se podía llegar
por m ar desde el em barcadero de San Blas.
Croix informó a los virreyes de México y a la corte
peninsular de las dificultades que tenía el gobierno de la
Com andancia. Ningún dinero alcanzaba para cubrir los
gastos de la administración y los militares. En 1783, por
ejemplo, el virrey envió a la Com andancia 2,078,398
pesos, de seis millones que era el m onto de lo que se
presupuestaba para el sostenimiento del virreinato. En
las provincias de la Com andancia no había individuos de
quien echar m ano para los empleos administrativos que
se necesitaba crear. Las sublevaciones de los indios eran
más violentas y frecuentes mientras más se les combatía
y, pendiente el C om andante en dirigir la guerra, no podía
ocuparse del fomento de las provincias. Teodoro de
Croix dejó la C om andancia en 1783, cuando fue nom ­
brado virrey del Perú.
Después de él, el gobierno de la Com andancia Ge­
neral sufrió diferentes modificaciones, ninguna satisfac­
toria. Unas veces hubo dos comandantes, uno de Occi­
dente, otro de Oriente; la C om andancia fue independien­
te del gobierno del virrey unos años, otros dependiente.
Unas veces se le quitaron provincias, otras se le añadieron
regiones pacificadas y productivas. Bernardo de Gálvez,
cuando fue virrey de México, dio precisas instrucciones
para com batir a los indios, pero tantas modificaciones y
cambios no lograron darle a la C om andancia verdadera
autonomía.
En los últimos años del gobierno virreinal, los presi­
dios de la frontera que trazó el marqués de Rubí pudieron
contener las invasiones de enemigos europeos, pero ni
soldados ni misioneros consiguieron pacificar las tribus
de indios bravos.
Al empezar el siglo XIX, parecía que el virreinato
perdía dimensión: del otro lado de la línea de frontera, en
tierras que, como a puntó el marqués de Rubí “llamamos
con harta impropiedad dominios del rey”, luchaban
europeos y angloamericanos por apoderarse de tierras
nuevas. Por el Golfo de México y las costas del Pacífico la
navegación era insegura, por lo que la metrópoli decidió
abandonar la ruta de Filipinas por el Pacífico. La com u­
nicación con el Caribe también tom aba nuevas modali­
dades. Santo Domingo era, en parte, posesión francesa;
Jamaica inglesa y el comercio ilegal y legal que se efectua­
ba en las Antillas configuraba un m undo especial cuyo
principal interés era el negocio. Sin embargo, hasta el
momento de la emancipación de los mexicanos, España
pudo defender el virreinato mexicano de las invasiones
extranjeras. Quizá no hubo un defensor de las Indias,
sino muchos, cuyo recuerdo se fue perdiendo con el paso
de tantos años.
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