LA IMPRESIÓN DE LAS LLAGAS “Un icono actual para la familia franciscana” Como hermanos y hermanas de la gran Familia Franciscana celebramos el 17 de septiembre la “Fiesta de la Impresión de las Llagas”, celebramos aquel inaudito prodigio y el don concedido por Dios a Francisco en el monte Alvernia. Los ‘estigmas’ son el sello divino a aquel empeño de identificación radical con Cristo “pobre y crucificado” que el buscaba con todas las fuerzas desde el mismo día de su conversión. Nos narra el celanense: “¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros... Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo1”. Cristo le imprimió el último sello también en su carne. El amor había transformado, finalmente, al amante en el Amado, porque uno se convierte en aquello que ama. “Allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón2”, nos dice Jesús. EL PAPEL DE LOS DESEOS EN LA ESPIRITUALIDAD Los Padres de la Iglesia y los grandes maestros de espiritualidad señalan el papel de los deseos en la vida cristiana. Hablan del “deseo de perfección”, “deseo de Dios”, “deseo de bienaventuranza”. Se trata de un sentimiento profundo que reside esencialmente en la voluntad, pero que abarca a toda la persona. No aliena, sino que, al contrario, lleva al compromiso perseverante en busca de aquello que se desea. Nace de la caridad y se alimenta y crece en la caridad. Es la sede de la comunión íntima con Dios y también de la comunión fraterna. Buenaventura se refiere a Francisco como a “varón de deseo”. Atribuye al deseo la posibilidad de llegar a la contemplación: “Nadie, por tanto, estará en condiciones de llegar a la divina contemplación, si no es, como Daniel, varón de deseos (Dn 9, 23) 3“. Es por ello que debemos comprender la persona de Francisco, su obra y su enseñanza, también a partir de la realidad del deseo. Como bien lo afirma una de las escuelas mas importantes del psicoanálisis, el deseo constituye la dinámica fundamental y la fuerza motriz de la existencia humana. Todas nuestras acciones, conscientes e inconscientes, tienden fundamentalmente a satisfacerlo, aunque muchas veces no lo consiguen. El deseo no es malo ni bueno en sí mismo, y puede ser un excelente indicador para descubrir la voluntad de Dios en nuestras vidas. Dice Thomas Merton al respecto: “Es importante apreciar el papel que juegan los deseos como indicadores de la voluntad de Dios y ser honestos con ellos... ¡Un deseo santo, humilde y sincero puede ser signo de que Dios nos lo solicita!...Frustrar esta participación activa en el trabajo de Dios, es frustrar aquello que es más precioso para la voluntad de Dios4”. Por tanto, los deseos espontáneos de nuestros corazones constituyen valiosos indicios de la voluntad de Dios en nosotros. El deseo nos pone en movimiento y no nos da tregua hasta que lo hayamos saciado. Es la experiencia de Francisco del que se nos dice: “no podía hallar sosiego mientras no llevase a feliz término el deseo de su corazón5”. Es la misma experiencia de san Agustín, buscador incansable de la voluntad de Dios quien, habiéndola encontrado, exclamó: “Tu, Señor, nos hiciste para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti”. 1 1Cel. 115. Mt 6, 21. 3 Cfr. San Buenaventura, “Itinerario de la mente hacia Dios”, Pról.. 3. 4 Thomas Merton, Dirección y contemplación, Ed. Salamanca. pp. 30-33. 2 5 1Cel. 57. 1 FRANCISCO, VARÓN DE DESEO Todas las biografías de Francisco nos lo muestran como un buscador de lo absoluto, para él, ese absoluto, no era otro más que Cristo; “más que nada deseaba morir y estar con Cristo6”, nos dice su biógrafo. El deseo movilizó todas sus facultades, todas sus energías y todo su proyecto de vida: “Era, ciertamente, ferventísimo; y si en siglos pasados hubo quién lo emulase en cuanto a propósitos, no ha habido quien le haya superado en cuanto a deseo7”. Por todos es conocida la reacción de Francisco cuando escucha el Evangelio según san Marcos y la correspondiente explicación del sacerdote; allí nace su forma de vida: “Lleno del Espíritu Santo exclamó: ‘esto es lo que ardientemente deseo, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo de mi corazón deseo poner en práctica’8”. El deseo, finalmente, encontró su cause ‘evangélico’. He aquí otro relato que nos muestra lo que podríamos llamar ‘el corazón del deseo’ de Francisco: “Señor mío Jesucristo –decía Francisco– dos gracias te pido antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en mi vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores9”. Francisco deseaba una identificación plena con los sentimientos del Señor. “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús10”, nos dice el Apóstol. Otro gran deseo del Hermano muy relacionado, por cierto, con el deseo de identificación plena con Cristo pobre y crucificado, fue el deseo del martirio. Francisco ha deseado durante toda su vida de convertido ser martirizado por Cristo, fue la razón de su frustrado viaje a Marruecos. Finalmente no logró el martirio corporal, pero el Señor le reservaba otro martirio: el de su transformación en el Crucificado. Así se le concedía experimentar las dos gracias pedidas con tanta insistencia. Dice san Buenaventura que, el amigo de Cristo, Francisco “había de ser transformado totalmente en la imagen de Cristo crucificado no por el martirio de la carne, sino por el incendio de su espíritu11”. El “sello de su semejanza con el Dios viviente, esto es, con Cristo crucificado, sello que fue impreso en su cuerpo no por la fuerza de la naturaleza ni por artificio del humano ingenio, sino por el admirable poder del Espíritu del Dios vivo12”, lo configuró totalmente –interna y externamente– con el ‘tú’ de su amor infinito. Es el Espíritu Santo el verdadero artífice de tal transformación, del proceso de ‘cristificación’ o ‘divinización’, en la enseñanza de Clara. Aquí Clara y Francisco, con lenguajes diversos, aportan la misma enseñanza. La participación de la vida divina es, en Clara, un punto fundamental de su espiritualidad. En la carta tercera a Inés de Praga enseña que por la contemplación somos transformados/as en imagen de la divinidad13. Podemos concluir este capítulo sosteniendo que la impresión de las llagas son las señales exteriores de una realidad profunda ya vivida en la interioridad. Francisco se presenta a sus hermanos como un icono viviente, resultado final de una experiencia profunda, aquella que “experimentan los amigos cuando saborean la dulzura escondida, que el mismo Dios tiene reservada desde el principio para sus amadores14”. Solo nos queda contemplar y reverenciar, “y tal vez por eso tuvo que ser revelado en la carne lo que no hubiera podido ser 6 1Cel. 71. 1Cel. 93. 8 1Cel. 22. 9 Ll. 3. 7 10 Flp 2, 5. 11 LM 13, 3. LM, Pról.. 3. 13 Cfr. 3CtaI, 10-14. 12 14 3CtaI, 14. 2 explicado con las palabras. Hable, pues, el silencio donde falle la palabra, que también lo significado clama cuando falla es signo15”. SOLIDARIDAD CON LOS POBRES Y CRUCIFICADOS Corremos el riesgo de quedarnos sólo con el simple hacho anecdótico, o tal vez gratificados espiritualmente al contemplar piadosamente ciertas pinturas que retratan la impresión de las llagas. Para evitar caer en esta trampa, siempre latente, debemos esforzarnos por dar un paso mas, aquel paso que nos exige comprender este acontecimiento –las llagas– como consecuencia lógica de aquella opción existencial hecha por Francisco, su vehemente deseo de identificarse con Cristo pobre y crucificado, opción que lo sitúa, sin que fuera su motivación inicial, en un nuevo lugar social: el de los pobres y crucificados de su tiempo. En el rostro de éstos reconoce el rostro de Cristo sufriente. La pasión de Francisco por Cristo pobre y crucificado lo llevó, por una singular gracia del Señor, a descubrirlo en los pobres y crucificados de su tiempo y, como consecuencia, a convivir entre los mismos. Dice, al respecto, Juan Pablo II: “La acogida del pobre es signo de la autenticidad del amor a Cristo, como demuestra San Francisco que besa al leproso porque en él ha reconocido a Cristo que sufre16”. Encontramos al Señor en el rostro de los hermanos que sufren. Nos relata uno de sus biógrafos: “en todos los pobres veía al Hijo de la señora pobre llevando desnudo en el corazón a quién ella llevaba desnudo en los brazos17”. Según el mismo autor, el mismo Francisco repetía: “Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su madre pobre. Y mira igualmente en los que sufren, los sufrimientos que tomó él sobre si por nosotros18”. Decíamos que una de las consecuencias de reconocer en el pobre a Cristo pobre y crucificado fue ir a convivir entre los mismos y experimentar el gozo de tal convivencia: “Y deben gozarse –decía– cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos19”. La reflexión teológica de los últimos tiempos a partir, sobre todo, del Concilio Vaticano II, considera al pobre como “lugar teológico”, es decir como “epifanía de Jesús pobre y crucificado”. Pero han sido los obispos latinoamericanos reunidos en la Conferencia de Medellín quienes, fundamentados en un mensaje del mismo Papa Pablo VI, afirman que el “pobre es sacramento de Cristo”. Decía el Papa en aquel entonces: “El sacramento de la Eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino... Y toda la tradición de la Iglesia reconoce en los Pobres el Sacramento de Cristo20”. Siguiendo esta secular tradición de la Iglesia, los obispos argentinos nos recuerdan: “Encontramos al Señor en los rostros de los hermanos 15 2Cel. 203. 16 Juan Pablo II, Mensaje de Cuaresma de 1998. 17 2Cel. 83. 18 2Cel. 85. 19 1R IX, 2. 20 Homilía del Papa Pablo VI a los campesinos colombianos, agosto de 1968. Madre Teresa de Calcuta nos dice hoy: “Si comprendemos verdaderamente la Eucaristía; si la convertimos en el tema central de nuestras vidas; si nos alimentamos con la Eucaristía, no tendremos dificultad alguna en descubrir a Cristo, amarlo y servirlo en los pobres. En la Misa, Jesús se nos presenta bajo las apariencias de pan, mientras que en los suburbios vemos a Cristo y lo tocamos en los cuerpos desgarrados, lo mismo que lo vemos y tocamos en los niños abandonados”. 3 que sufren... En los pobres resplandece la dignidad absoluta del ser humano. Ellos, víctimas de las injusticias y del desamor, son sacramento de Cristo21”. Sacramento es presencia real y no simbólica. La persona viviente y operante de Cristo pobre y crucificado en los hermanos, es el “libro” en el cual Francisco aprende “el porque y el cómo vivir, amar y sufrir22”; entre ellos consigue “tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús23”, sentimientos que informan y condicionan toda su vida. Ésta fue la opción del Poverello. Hacer una opción de vida implica, necesariamente, asumir con responsabilidad las consecuencias de la misma; de lo contrario corremos el riesgo de paralizarnos ante las primeras dificultades. Optar por Cristo y su Evangelio, por lo menos a la manera de Clara y Francisco, es optar por su forma de vida, por su práctica liberadora y, en último término, por su mismo destino: la cruz. Francisco así lo comprendió, así lo vivió y así lo enseñó; los estigmas no son ni más ni menos que la ‘coronación’ de su fiel discipulado. Con anterioridad a este hecho puntual, su cuerpo ya había sido “marcado con las señales de la pasión de Cristo”, los prolongados y excesivos ayunos, los sufrimientos de la enfermedad, las consecuencias de vivir entre y cómo los pobres, las pedradas y burlas soportadas durante la mendicación y, sobre todas las cosas, aquellas heridas provocadas por el enfrentamiento entre los hermanos que ya ocurría en el seno de la Orden. Todas realidades que paulatinamente fueron marcando y deteriorando el ‘cuerpo y el alma’ de Francisco. Son las marcas soportadas con valentía por quienes, sin temor alguno, se aventuran a transitar decididamente el camino del Señor, dispuestos a cargar con la cruz de cada día; como dice el Apóstol: “Siempre y a todas partes, llevamos en nuestro cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo24”. Esta es la realidad de cientos de hermanos y hermanas nuestros que a lo largo de la historia, y aún en nuestros días, llevaron una vida signada por la cruz de Cristo. Ellos hacen de su existencia una ofrenda al Padre, una vida de total donación y entrega, asumiendo responsablemente, como decíamos, las consecuencias de tal compromiso. Así fue la vida de Francisco de Asís, una vida solidaria y, en el sentido que le da san Pablo, corredentora: “Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo que es la Iglesia25”. EL MISTERIO DE LA CORREDENCIÓN Clara, recordando a Inés de Praga la especial misión de la vida contemplativa en la Iglesia, nos hace comprender el ‘concepto’ de corredención: “Para servirme de las mismas palabras del Apóstol (1Co 3, 9), te considero colaboradora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable26”. Cuando profesamos creer en el misterio de la “comunión de los santos”, reconocemos que, en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, las acciones –buenas y malas– de cada uno repercute necesariamente en los demás. Este principio explica la realidad del “pecado social”27. 21 NMA 58. CC.GG. de la OFS, art. 10. 23 Fil 2, 5. 22 24 2Cor 4, 10. Col 1, 24. 26 2CtaI. 8. 27 Cfr. “Reconciliatio et Paenitentia, n 16” 25 4 En este sentido, y solo en el ámbito de la fe, podemos comprender el concepto cristiano de ‘corredención’. En cierto modo y en virtud de la vocación común a la santidad, todos estamos llamados a ser corredentores adheridos a Cristo, único Redentor. Esta misión, si bien es cierto que atañe de manera singular a la Madre del Redentor, la Virgen María, no es prerrogativa de la misma sino una exigencia de nuestro bautismo. Francisco, cual ‘otro Cristo’ y por la sola gracia de Dios, es presentado como el corredentor de los hermanos y hermanas de su familia espiritual. Así nos lo narra el siguiente relato: “¿Sabes tú –dijo Cristo– lo que yo he hecho? Te he hecho el don de las llagas, que son las señales de mi pasión, para que tú seas mi portaestandarte. Y así como yo el día de mi muerte bajé al limbo y saqué de él a todas las almas que encontré allí en virtud de estas mis llagas, de la misma manera te concedo que cada año, el día de tu muerte, vayas al purgatorio y saques de él, por la virtud de tus llagas, a todas las almas que encuentres allí de tus tres órdenes, o sea de los menores, de las monjas y de los continentes, y también de otros que hayan sido muy devotos tuyos, y las lleves a la gloria del paraíso, a fin de que seas conforme a mí en la muerte como lo has sido en la vida28”. El mensaje central de este relato edificante está en el don otorgado por Cristo a Francisco, de asociarlo a su obra redentora en virtud de las llagas de la pasión. Entendámoslo bien, esta gracia no es prerrogativa de Francisco, ni de María, como ya hemos dicho, es la vocación y la misión de todos quienes estamos llamados al seguimiento radical de Cristo según las exigencias del Evangelio. CONCLUSIÓN Dice Celano: “El hombre nuevo, Francisco, brilló por un prodigio nuevo y estupendo, pues apareció marcado con un privilegio singular, nunca concedido en los siglos pasados, es decir, fue distinguido con las sagradas llagas y conformado en su cuerpo mortal al cuerpo del Crucificado29”. Francisco aparece en el mundo como el primer estigmatizado en la historia de la Iglesia, don precioso del Señor dado a la Iglesia y al mundo, en un momento histórico de grandes transformaciones socioculturales y eclesiales. Francisco cataliza los anhelos más profundos de cientos de hombres y mujeres deseosos de vivir la “simplicidad del Evangelio” en el seno de una Iglesia jerárquica, poderosa y, por lo mismo, muy cuestionada. Hoy el hermano Francisco nos sigue invitando a hacer de nuestras fraternidades, cualquiera sea el grupo al que pertenecemos, una ‘zona franca’ en la Iglesia y en la sociedad, donde pueda ser realidad la fraternidad universal. Decía agudamente Francisco: “Reparemos todos los hermanos en el buen pastor, que por salvar sus ovejas soportó la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en el sonrojo y el hambre, en la debilidad y la tentación, y en todo lo demás; y por ello recibieron del Señor la vida sempiterna. Por eso es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de Dios que los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas, queremos recibir gloria y honor30”. Así como la verdadera grandeza de María no está dada tanto por su maternidad divina, cuanto por su fidelidad al discipulado de su Hijo (cfr. Lc 8, 19-21; 11, 27-28), la verdadera grandeza de los discípulos y discípulas del Pobre de Asís no consiste tanto en la filiación al Santo, sino en poner en práctica la “forma de vida” que a Dios y a él le prometimos. El axioma de Francisco: “tanto sabe el 28 Ll 3. 3Cel. 2, 2. 30 Adm. 6. 29 5 hombre cuanto pone en práctica31” viene a confirmar cuanto estamos diciendo. La espiritualidad francisclariana es esencialmente práctica, es por ello que Clara decía a una de sus hermanas antes de su muerte: “comprenderán lo que ahora les digo en la medida en que se los haga vivir Aquel que me lo hace decir”. Nos dice el Concilio Vaticano II: “Al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, (...) se nos muestra el camino mas seguro, conforme a propio estado y condición de cada uno, por donde podemos llegar a la perfecta unión con Cristo32”. Por eso es necesario que caminemos y hagamos nuestra propia experiencia de “aquel amor transformante”. “Que nadie me moleste en adelante: yo llevo en mi cuerpo las cicatrices de Jesús33”; yo, por mi parte, “he concluido mi tarea, Cristo les enseñe la de ustedes34”. PAZ Y BIEN Hno. Ricardo Mestre ofs 31 LP 105. LG 50. 33 Gal 6, 17. 34 2Cel. 32 6