Una más en la familia Las carrozas pasaban lanzando toda clase de regalos que los chiquillos, y algunos no tan chiquillos, del barrio se disputaban a codazos y empujones. Manolín se había encabezonado en conseguir un pollito y su padre estaba dispuesto a darle el capricho. Cuando Manolín y Manolo llegaron a casa, bien orgullosos, con el pollito amarillo en las manos, la cara de Manoli, la madre, dejó bien a las claras que a ella no le hacía ni pizca de gracia la cosa. Lo que para ellos había sido un rato divertido, para ella era más trabajo: el bicho iría cagándose por todas partes; sin contar con que ella sentía una cierta aversión a las aves desde que, de pequeñita, vio 'Los pájaros', de Hitchock. Manolo prometió que buscaría una caja para ponerla en el balcón y el chico juró encargarse de limpiar, alimentar y cuidar al animalito. Además, Manolo guiñó el ojo a la mujer, ya verás que caldo hace en el cocido de Navidad. El hombre cumplió su promesa e instaló la caja en el balcón; a partir de ahí se desentendió. Manolín no tardó más de una semana en faltar a su juramento. Manoli se rebelaba, pues, como les recordaba cada día, ella era la que no quería animales en casa y no estaba dispuesta a que se la endosasen Ajeno a estas disputas, el pollo crecía y engordaba que daba gusto. En menos de dos meses se había convertido en Dalila, una gallina preciosa, que campaba por la casa a su antojo y se cagaba –– ¡ qué no vaticinará una madre!–– donde le daba la gana. Manolo se iba a trabajar al alba y volvía al atardecer más cansado que un burro muerto. Manolín, pasada la novedad, se olvidó de su pollito, y Manoli, tal y como había anunciado, se hacía cargo de todas las necesidades de Dalila. Llegó Navidad y, como era de esperar conociendo su pusilanimidad, Manolo no tuvo valor para cortarle el pescuezo. La gallina ya era una más 1 de la familia. Saltaba de silla en silla, les acompañaba a la hora de comer picoteando por la mesa, se enrollaba entre las piernas de Manoli mientras hacía las labores caseras y la observaba, encaramada al banco de la cocina, cuando guisaba. ¡Tan amigas se habían hecho! Como era imposible saber la fecha exacta, decidieron celebrar el aniversario de Dalila el día de San Pedro, ya que fue en las fiestas del santo cuando la recogieron. Manoli hizo una tarta para los humanos y a la gallina le pusieron doble ración de grano y, ¡claro que sí!, soplaron una vela y bebieron sidra. El segundo aniversario fue más triste. Acababa de morirse la abuela Manuela y la echaron en falta, sobre todo cuando llego el momento de soplar las velas, ya que ese honor se lo habían dejado a la yaya el año anterior. Para el cuarto, ya no estuvo Manolín. Tenía catorce años y prefería irse con la pandilla que asistir a una ceremonia que empezaba a resultarle ridícula. Pero no por eso la pareja dejó de agasajar a su amiga. Los años corrían y el matrimonio, como en casa solos se aburrían mucho, y a Manolo le había salido un poco de colesterol, se acostumbraron a salir a pasear cuando comenzaba a oscurecer. Pero cuando volvían del paseo observaban que Dalila estaba triste. Así que, pensado y hecho, cogidita con una correíta hecha a medida de su cuello, se la llevaban con ellos como a cualquier otra mascota. Daba gozo verlos a los tres juntos por las calles del barrio. Manolín, eso sí, se hacía el loco cuando los veía pasar, como si no los conociera. A pesar de todo, le tocaba aguantar las burlas de los amigos, que decían que sus padres estaban tocados del ala. Cuando Dalila cumplió los ocho años a Manolo ya casi no le quedaba pelo, Manoli se lo teñía y la pobre gallinita apenas tenía plumas, ni carne sobre el 2 hueso, pero aún así engulló la doble ración de grano e hizo un par de “cloc, cloc” al escuchar el “feliz, feliz, en tu día” cantado por el matrimonio. Lo de Manolo fue rápido e inesperado. Dalila se pasó la noche cloqueando y Manoli estuvo bastante preocupada pues pensaba que la gallina estaba entonando el gorigori (hacía poco que habían soplado once velitas, demasiadas para una gallina), pero, sorprendentemente, el que amaneció muerto fue su marido. La mujer, como es normal, quedó sumida en la tristeza, aunque, como decía a las vecinas: “afortunadamente me queda Dalila, que me hace mucha compañía”. Por ley natural esa compañía se estiró pocos meses. Entonces sí que el hundimiento de Manoli fue definitivo. Manolín, viéndola tan hecha polvo, le ofreció comprar una gallina joven, pero ella no quiso: ninguna otra podría sustituir a Dalila, argumentó. Entonces el joven decidió llevar a la fiel amiga al taxidermista, el cual le puso plumas, le enderezó la cresta y la colocó sobre un pedestal de madera. La viuda ha instalado a la amiga sobre el aparador y pasa las horas sentada frente a ella comentándole los cotilleos del barrio, las noticias dela televisión o los avances en los estudios de Manolín, que está de Erasmus en Colonia. “Tendrías que oírle hablar en alemán, ¡que gracia chica! Me ha dicho que te diga: ist bebstret, uns zu sehen”, que viene a ser algo así como que tiene muchas ganas de vernos. 3