Cuentos y Leyendas Mayas Maien Ipuinak eta Elezaharrak

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Maien Ipuinak eta Elezaharrak
Cuentos y Leyendas Mayas
Maíz
En tiempos remotos nuestros antepasados mostraban un gran respeto al maíz, ya que lo
consideraban como a una madre.
He aquí la historia de un campesino con el maíz.
Un día de madrugada decidió realizar un viaje para ir a ver su trabajo, que quedaba en una aldea
llamada Nub’ila’. Le dijo a su esposa que le preparara un poco de comida para llevar ya que tenía
que caminar todo el día. Su esposa así lo hizo. Cuando apareció la estrella que siempre sale de
madrugada, el campesino desayunó. Al terminar se preparó para el viaje.
Ya a medio camino se encontró con una joven muy bonita que le preguntó para dónde iba.
El campesino le respondió:
-Voy a ver mi siembra de café que ya se está perdiendo. Es mi única siembra, y le doy la mayor
importancia porque de ella saco dinero y comida. Sin ella a saber qué sería de mí.
La joven le preguntó:
-¿El café es lo que te da de comer?
Y el señor le respondió:
-Sí, es el único producto que me da comida, y dedico mi tiempo a cuidarlo y sembrarlo.
La joven le dijo:
-Muy bien, cuídese entonces.
Y el señor siguió su camino.
Cuando llegó el momento de almorzar, el señor buscó un lugar donde hacerlo. Al sacar su
almuerzo, se dio cuenta que no tenía que comer; únicamente encontró el morral lleno de café. El
maíz desapareció por no darle mucha importancia al cuidado de este producto, y por no
sembrarlo.
Él no se percató de que la joven con la que había hablado en el camino era el corazón del maíz; y
que ésta se decepcionó y se entristeció por no darle mucha prioridad a un alimento tan preciado.
Nuestros antepasados le tenían mucho respeto al maíz. Consideraban que el corazón del maíz es
una mujer. Por eso le decían madre maíz.
La historia de las 13 cosas (complemento)
Cuentan los abuelos, que el cielo, y todo lo que habita sobre él, es sostenido por Ch’man (volcán
Tajumulco). También decían que allí habitaban los dueños de todo lo que existe en el universo, la
vida misma había nacido en sus entrañas.
Un día claro, con pocas nubes que pasaban a saludar a las montañas, unos ancianos vieron como
un pájaro carpintero traía alimentos desde el cerro. Pensaron, que siguiéndolo encontrarían
alimentos en abundancia, y así se encaminaron a subir el cerro.
Antes de iniciar el ascenso, pidieron permiso a los señores del cerro, dueños de todas las cosas,
para que los dejaran entrar a sus territorios. Caminaron por largo rato, la jornada era agotadora,
pero gran gozo sentían en sus corazones al ver desde lo alto las tierras que se extendían hasta
donde alcanzaban ver sus ojos. Verdor infinito cubría las laderas de los altos cerros, y algunas de
las negras cimas se vestían con una corona blanca, misteriosa y fría.
Ahí estaban, bien atentos, los horcones del
cielo, desde el Tacnahuyú (Volcán Tacaná)
hasta
Xkanul (volcán Santa María),
rodeados de ríos y más cerros y montañas.
Pero el cerro que ascendían los ancianos,
que estaba en medio de aquellas exquisitas
tierras era el más alto, el más antiguo, el
más sabio. Por eso le llamaban, Ch’man.
Los ancianos siguieron buscando hasta
entrar la noche y decidieron descansar. Sus
cuerpos comenzaron a perder el calor
producido por el esfuerzo realizado, y el
viento frío lograba penetrar sus carnes.
Recordaron que los señores del cerro eran
buenos, regalaban venado al cazador y
peces al que buscaba en los ríos el
alimento; pidieron entonces a lo señores
que los protegieran del frío, y apareció un
fuego que los calentó.
La mañana siguiente, el fuego se había apagado, dieron gracias a los señores por cuidarlos
durante la noche, y continuaron su camino. Llegaron al sitio donde creían que el hábil volador
escondía su tesoro, pero no había nada más que rocas en un terreno árido y solitario. Esperaron a
que apareciera el pájaro carpintero para ver dónde estaba su escondite. De pronto, vieron como el
ave entraba misteriosamente en las entrañas del cerro, y al cabo de un rato, salió volando con un
poco del sagrado maíz.
Sorprendidos, se acercaron para buscar la entrada pero no encontraron ninguna. Buscaron por
largo rato, hasta que se percataron que de una sólida roca salían muchos zompopos, a los cuales
no les habían prestado atención antes.
Decidieron romper la gran piedra, y grande sería su sorpresa cuando se toparon con el Corazón de
las Trece Cosas. Primero sacaron mazorcas de maíz y vieron que era buena, después siguieron
sacando el resto de las cosas: fríjol, chile, cacao, semillas, plantas medicinales, metates, pom,
animales, jarros, agua, aire, y al final, el fuego que los había salvaguardado toda la noche.
Volcán Atitlan
“Hubo en un siglo un día que duró muchos siglos”
*Texto de Miguel Ángel Asturias, Leyendas de Guatemala
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que
venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les
veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.
Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de
maravillas.
Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a
morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.
Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol,
y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre
las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.
Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.
Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.
Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras
perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos,
micoleones, garrobos y mapaches.
Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos
que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.
Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los
tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos,
porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre
de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.
-¡Nido!...
Pió Monte en un Ave.
Uno de los del viento volvió a ver y sus
compañeros le llamaron Nido.
Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y
su padre, bestia color de agua llovida que
mataron en el mar para ganar la tierra, de
pupilas doradas que guardaban al fondo dos
crucecitas negras, olorosas a pescado femenino
como dedo meñique.
A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo
en el paisaje de la playa, que tenía cierta
tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y
lejanos los bosques, las montañas, el río que en
el panorama del valle se iba quedando inmóvil... ¡La Tierra de los Árboles!
Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la
coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed,
vieron caer tres hombres al agua.
Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin
poder hablar.
-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos
podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para
ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!
La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con
trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.
Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en
cada reptil, en cada flor, en cada insecto...
La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de
víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los
plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.
Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.
Dos montañas movían los párpados a un paso del río:
La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y
levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.
Y la incendió.
La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.
El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por
cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos
como los árboles sobre la tierra tibia.
En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como
exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte,
torpes, con las pupilas cenicientas.
Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo
escalofrío...!
Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los
tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los
pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.
Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las
cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El
silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y
allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.
Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la
mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los
topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puerco espines, las moscas, las
hormigas...
Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas
muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la
sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de
los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río
hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza
de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo
que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.
Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua
arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando
estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.
Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.
-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino...
Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.
Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en
su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.
Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra
le llamaba una voz muy honda.
Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se
alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.
Anduvo y anduvo...
Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:
¡Nido! ¡Nido! ¡Nido! ¡Nido! ¡Nido! ¡Nido! ¡Nido!
Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la
trinidad le recibía. Y oyó:
¡Nido, quiero que me levantes un templo!
La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del
santo y sonrisas en la boca del niño.
Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus
entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido,
que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino
para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.
Agua
Cuenta el sacerdote Guillermo Bilbao Zabala en su libro Santos, Brujos y Cofrades de Patzununá,
que llegó a San Pedro La Laguna (Patzununá) en los años 60, era un pueblo enclavado en las
mismas murallas que bordean el volcán San Pedro, sus calles eran bastante inclinadas tanto que
costaba mantener el equilibrio.
Algo que le llamó la atención desde un principio fue que las mujeres tenían el oficio de bajar hasta
el lago para transportar agua en tinajas de barro sobre sus cabezas hasta sus casas, algunas en
las calles más altas del pueblo. Pero se sorprendió más cuando vio que en el pueblo existía una
red de tubería para el servicio de agua en varios hogares, pero no solo no funcionaba sino parecía
que a nadie le importaba, y no hacían nada por arreglarlo.
Guillermo invirtió recursos para hacer funcionar el sistema, y una vez arreglado hizo una pequeña
inauguración, a ella asistieron pocas personas. Solo un par de días más tarde se dio cuenta que el
sistema tenía fallos y el agua volvía a desaparecer de la cañería. Con algunos comunitarios
estuvieron revisando por largo tiempo y la falla no aparecía. Finalmente la encontraron, pero de
pronto se volvió a estropear.
Al cabo de varias semanas, a Guillermo finalmente se le ocurrió preguntar a uno de sus ayudantes
de mayor confianza el porqué de esa situación, su ayudante parecía saber más y le escondía cierta
información. Finalmente le sacó la verdad, y su ayudante le hizo ver que en el pueblo no les
interesaba el agua llegara hasta casa.
-¿Porqué? -pregunto el sacerdote.
Y su respuesta fue que, a las mujeres jóvenes no las dejaban salir a la calle, únicamente salían
para ir a traer el agua en el lago. Eran los momentos en que las y los jóvenes aprovechaban para
enamorarse. Eran las mismas mujeres quienes les pedían a sus parejas que estropearan las
tuberías, de lo contrario no podrían salir de casa.
*Esta historia sirve de moraleja para mostrar que las ayudas al desarrollo no deberían interferir en la cultura o tradiciones de
los pueblos.
La pedida
pedida
Antes
todas las personas vivían juntas bajo un techo: los padres, abuelos, abuelas,
nueras, nietos, hermanos.
El abuelo era el jefe de todos. Los niños les tenían mucho respeto a sus abuelos y abuelas. El
abuelo rezaba ante la cruz por el bienestar de todos con el deseo de que la familia completa
estuviera junto a él al envejecer.
Cuando se hacía la pedida de la nuera, los padres del muchacho iban con el adivino para saber
quién sería la mujer indicada para su hijo, que ya tenía trece o catorce años.
No era el muchacho el que pedía esposa, sino los padres de él. Éstos sólo se lo comunicaban a su
hijo, y el mismo no podía negarse. El adivino les decía quién era la mujer indicada e iban a
pedirla. La pedida se hacía sólo al anochecer, nunca en el día. Además, a la pedida debía ir el
abuelo o la abuela si estaban vivos.
Cuando los padres del muchacho llegaban a pedir a la nuera los hacían pasar a la casa, se
saludaban con la familia de la misma, y tomaban asiento en círculo. Después explicaban el motivo
de la visita. El papá del muchacho ponía su sombrero en medio del círculo, y encima de éste una
ficha de 25 centavos. Los padres de la muchacha ya sabían de qué trataría la conversación. Si los
padres del muchacho eran aceptados por los de la muchacha dejaban dicho cuando llegarían de
visita otra vez, y cuántas veces iban a hacer la pedida. Además, tenían que preguntarle a la
muchacha qué opinaba su familia. Sus abuelos influían sobre la decisión, al igual que sus padres.
Si los mismos estaban de acuerdo, ella no podía negarse.
Si se arreglaba todo para el último pedido, finalmente se señalaba qué día se realizaría el
concierto. El papá de la muchacha recogía la ficha que se había puesto encima del sombrero e
indicaba a los padres del muchacho cuánto dinero les faltaba para completar el precio a pagar por
ella.
Este dinero se utilizaría el día del concierto. Se pagaba una determinada cantidad de quetzales
teniendo en cuenta los gastos que la muchacha les ocasionó a sus padres durante su crianza.
También se indicaba cuántos años el yerno tenía que servir a sus suegros.
Cuando llegaba el día, se le compraba ropas a la muchacha: corte, huipil, listón, y se llevaba con
la comida: carne, tamalitos, bebida con cacao, y varios tercios de leña para cocinar todo en la
casa de la muchacha.
Al anochecer se juntaban todos los familiares del muchacho. Se llevaban sus cosas, e iban todos
con ocote encendido. El dinero, o sea, el resto del pago acordado, se llevaba envuelto en un
pañuelo rojo. Al llegar en la casa de la muchacha el dinero se colocaba ante la cruz. Se hacía
fuego para cocinar carne, los tamalitos, y se servía la bebida. Era una fiesta de dos familias.
Después de que todo se cocinaba había baile. Durante la cena se servía primero la comida a los
padres de la novia, después a los del novio. Además de los alimentos se brindaba cusha,
aguardiente puro, y cigarros.
Todo terminaba al amanecer. La pareja se iba a la casa del novio, donde también había fiesta,
baile, comida, etc. Luego, el muchacho regresaba a la casa de sus suegros para cumplir con los
años de servicio acordados anteriormente.
Hoy todo es diferente.
Maximón
Cuenta la historia, que en Santiago Atitlán hace muchísimo tiempo, existieron unos “atitecos”
provenientes del País del Agua, quienes eran capaces de profetizar y adivinar muchas cosas, pero
sobre todo, la llegada de las lluvias.
Estos eran seis hombres que poseían poderes sobrenaturales muy extraños y mantenían inquietos
a todos los pobladores de la región, quienes creían que eran seres malignos enviados por los
españoles para controlar a la población.
Un día, se unieron para realizar cierto ritual sagrado para controlar el agua y vengarse de quienes
habían traicionado a su pueblo y los habían mandado a un exilio forzoso a la tierra de Atitlán.
Estos verdugos de los seis hombres eran los colonizadores españoles.
Estando a orillas del lago de Atitlán, realizaron su magia y la recién fundada ciudad de Guatemala
asentada en el valle de Almolonga, fue reducida a escombros por una enorme torrentada de agua
que estos señores enviaron para cobrar venganza. Desde entonces la paz se respiró nuevamente
en la región sololateca de Atitlán, pues los seis señores demostraron que su intención era proteger
sus tierras.
Estos hombres, iban muy seguido a la ciudad de Santiago de los Caballeros, hoy Antigua
Guatemala, ya que el lugar era el mejor punto para poder comercializar sus cosechas. En uno de
esos viajes de trabajo, a uno de los seis hombres le dijeron que su esposa se encontraba en su
casa y que mantenía relaciones amorosas con otro hombre. El señor no se inquietó con la noticia
y agradeció la información con un amigable saludo y un trago de ron.
El hombre decidió regresar a su casa antes de lo estipulado para poder sorprender a su mujer. Y
así fue, al llegar la esposa se sorprendió tanto y le dijo a su enamorado que se escondiera debajo
del tapesco.
Cuando el esposo de la infiel mujer entró a su casa, le dijo:
-No te preocupes mujer, así como el creador nos perdona los pecados, así perdono yo la
imprudencia que están cometiendo los dos.
Diciendo esto, el hombre gracias a sus poderes sobrenaturales pudo darse cuenta que el amante
de su esposa estaba escondido debajo del tapesco y le dijo:
-¡Sal amigo! No tengas miedo, que yo te perdono al igual que a mi esposa, ven y acepta esta
comida que tengo para ustedes.
El hombre llevaba en su morral, pan, licor y chocolate para compartir con ellos una cena amistosa.
El amante no salía de su escondite, pero ante la insistencia del amigable hombre, por fin salió.
Degustó de la comida que amablemente le fue brindada por el hombre mágico y se retiró.
Ya cuando iba a algunos pasos de su casa, el hombre salió a gritarle:
-¡No te preocupes amigo, eres libre de venir cuando quieras a mi casa, eres mi amigo y siempre
serás bienvenido! Y así terminó el agitado día.
Pasó el tiempo y todo seguía transcurriendo en su habitual armonía, hasta que un día cuando
regresaron los seis hombres de sus acostumbrados viajes comerciales, fueron alertados por todos
sus vecinos de que tuvieran cuidado porque sus mujeres, todas, estaban con otros hombres en
sus casas.
Ellos respondieron:
-Gracias, ya lo sabíamos y esta vez sí vamos a hacer algo.
Los seis hombres ya reunidos, pensaron en crear un vigilante para sus tierras y sus mujeres.
-Debemos crear un santo, un vigilante que cuide nuestros aposentos mientras nosotros no
estamos; debe ser un santo, pero un santo que hable, como los santos de nuestros antepasados
lo hacían; y que camine, como los santos de nuestros antepasados lo hacían.
-¿De qué material lo hacemos? ¿De pino? ¿De ciprés? ¿De gravilea?
-¡De cedro! El cedro es una madera mágica y perdurable, por eso todos los santos están hechos
de cedro.
Entonces se dirigieron al cerro Kalshaum, que no estaba lejos de Santiago y buscaron a un
ancestral y robusto árbol de cedro. Cortaron con sus afilados machetes el cedro y con cada
machetazo que le daban, rezaban y hacían rituales sagrados mayas.
Hicieron una figura con pies, manos y cuerpo. Lo vistieron y le colocaron una máscara. Haciendo
esto le dijeron: “Serás tú, creación nuestra, quien se quedará aquí y cuidará de nuestras tierras y
nuestras mujeres. Caminarás y andarás con nosotros como si fueras uno más”.
Desde entonces, se veía caminar a la figura entre
la gente a veces como hombre y a veces como
una hermosa mujer de pelo rubio que era
molestada
siempre
por
los
piropos
y
enamoramientos de los hombres de la comarca.
Cuando era mujer y se acostaba con un hombre,
éste aparecía muerto al día siguiente o enfermaba
hasta morir.
Cuando era hombre, salía por las noches y seguía
a las mujeres que le eran infieles a sus maridos y
las castigaba cruelmente con enfermedades
incurables o una trágica muerte. Los habitantes
de Santiago Atitlán empezaron a darse cuenta de
las cosas que hacía la figura y decidieron
destruirla cortando la cabeza del palo de cedro,
pero nunca pudieron, el santo ya era demasiado
poderoso.
Después de todo esto para evitar cualquier
represalia de la figura, los seis hombres
decidieron darle el rostro de Judas y los
habitantes lo comenzaron a llamar “Maximón”.
Desde ese entonces su día se celebra el miércoles santo y protege las siembras, las cosechas y la
pureza del lago. Protege también a las mujeres fieles y a las infieles las castiga.
Se dice que si se le pide el amor de una persona, Maximón se lo concede. Pero si existe algún acto
de infidelidad, castiga cruelmente. Es común que los habitantes de Santiago Atitlán le regalen
camisas, como en la antigüedad lo hacían los tzutuhiles. Si la camisa se la regala alguien que esté
cometiendo actos de infidelidad, ésta se destruye quedando inservible.
Desde su hogar, la cofradía de Santiago Atitlán, Maximón protege a sus habitantes, quienes le
realizan a diario cientos de ofrendas.
Hombres de maíz
Al principio todo era un gran vacío sin vida, pero un día dos dioses, Tepeu y Kukulkán, decidieron
que era el momento de crear el mundo. Crearon así la tierra y el mar, dejando paso a la
vegetación. Surgieron los árboles y también la tierra para poder cultivar alimentos, flores
y plantas.. Estos primeros pasos llenaron el mundo de olores nuevos y gran colorido.
Posteriormente, una vez creado el entorno, decidieron que era el momento de tener seres que
pudieran venerarlos como creadores del mundo. Fue en este momento cuando hicieron a los
animales, grandes y pequeños, de todas las clases y colores. No obstante, cuando terminaron su
faena pidieron a estos que los alabaran, y cuando descubrieron que solo eran capaces de emitir
sonidos inteligibles se enfadaron y dijeron:
-¡Que seres tan ingratos e inútiles que no son capaces de venerar a sus creadores!
Decidieron por tanto castigarlos y a partir de ese momento se matarían y alimentarían los unos
de los otros.
Los dioses decidieron crear entonces nuevos seres capaces de hablar y de recolectar lo que la
tierra podría ofrecerles. Pero estas nuevas criaturas debían ser capaces de rendir homenaje a sus
creadores.
Es así que formaron el cuerpo del primer hombre con lodo. Lo modelaron con minuciosidad, sin
olvidar ningún detalle.
Desgraciadamente, el resultado fue deplorable: sin dientes, los ojos vacíos, sin ninguna gracia,
estos muñecos no podían mantenerse de pie y se desintegraban bajo el agua.
Sin embargo, el nuevo ser tenía el don de la palabra, una voz armoniosa, jamás oída en este
mundo. Pero no tenía conciencia de lo que decía.
A pesar de todo, los dioses decidieron que estos seres frágiles vivirían. Deberían luchar para
sobrevivir, multiplicarse y mejorar su especie, esperando que unos seres superiores no los
reemplazaran.
Las nuevas criaturas fueron fabricadas en madera para que ellas pudieran marchar bien derechas
sobre la tierra.
Se unieron entre ellas y tuvieron hijos. Pero estos seres no tenían sentimientos. No podían
comprender que debían su presencia sobre la tierra solo a la voluntad de los dioses.
Deambularon sin saber adonde iban, tales muertos vivientes. Cuando hablaban no había ninguna
emoción en sus voces.
Vivieron muchos años hasta que los dioses decidieron condenarles a muerte: una lluvia de cenizas
se abatió sobre estos seres imperfectos. Después el agua fluyó tanto que alcanzó las cimas de las
montañas más elevadas. Todo fue destruido.
Los dioses crearon entonces nuevos seres. Pero ellos no correspondieron tampoco a sus
esperanzas. El pájaro Xecot Covah les reventaba los ojos, mientras que el felino Cotzbalam los
destripaba. Los sobrevivientes afrontaron las acusaciones de todos los seres y objetos que se
creían sin alma: las piedras de moler, las marmitas,
los cántaros, los perros, todos se quejaban de los
malos tratos que habían recibido y amenazaban
ahora a los hombres.
Estos tuvieron miedo, huyeron, subieron sobre los
techos que se desplomaron. Entonces se refugiaron
en los árboles. Pero las ramas se rompieron.
Intentaron encontrar refugio en las grutas; pero las
paredes se derrumbaron.
Los pocos sobrevivientes se transformaron en
monos. Es por eso que los monos son los únicos
animales que evocan la forma de los primeros seres
humanos de la tierra Quiché.
Entonces los dioses se reunieron una vez más a fin de crear un nuevo ser hecho de carne y hueso,
y dotado de inteligencia. Esta vez se sirvieron del maíz; modelaron su cuerpo con esta pasta
blanca y amarilla y les introdujeron pedazos de madera para que sean más rígidos.
Rápidamente, los nuevos seres humanos hicieron prueba de inteligencia: comprendieron el mundo
que los rodeaba. Estos seres se llamaban Balam Quitzé, Balam Acab, Ma Hucutah e Iqui Balam.
Entonces los dioses interrogaron al primero de ellos:
- Habla en tu nombre y de los otros, y dinos cuáles son tus sentimientos. ¿Eres consciente de tus
poderes?
Balam Quitzé les respondió:
- Ustedes nos han dado la vida y gracias a eso sabemos lo que sabemos, somos lo que somos;
hablamos, marchamos y comprendemos lo que nos rodea. Sabemos ya dónde reposan los cuatro
rincones del mundo, los cuales marcan los límites de todo lo que nos rodea.
Pero los dioses no apreciaron que los nuevos seres supieran tantas cosas. Los nuevos seres no
deberían comprender todo lo que les rodeaba. Sino sus hijos percibirían aún mejor las realidades
del mundo hasta saber tanto como los dioses, y creerse dioses ellos mismos.
Faltaba remediar este peligro que sería fatal para el orden fecundo de la creación.
Entonces los dioses limitaron el campo de sus conocimientos.
A fin de que estos seres no estuviesen solos, los dioses crearon las mujeres. Durmieron a los
hombres y ubicaron cerca de ellos a las mujeres, desnudas y apacibles.
Cuando se despertaron, vieron con alegría
lo bellas que eran. Para distinguirlas les
dieron nombres que evocaban la lluvia
según las estaciones.
Las parejas se formaron y tuvieron hijos
que comenzaron a poblar la tierra.
Algunos de ellos eran más dotados que
otros. Por esta razón los dioses los eligieron
para
que
fueran
Adoradores
y
Sacrificadores, sacerdotes en las funciones
más elevadas.
Los primeros seres engendrados eran tan
bellos como su madre, tan fuertes como su
padre y supieron adivinar el misterio de sus
orígenes.
Es así que Balam Quitzé y los otros ancianos fueron los generadores de los seres humanos que
vivieron, se desarrollaron y formaron las tribus del Quiché. Estos primeros hombres se propagaron
sobre la tierra, en la región del oriente.
Maltiox!
Maien Ipuinak eta Elezaharrak
Eskerrik asko!
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