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PRIMERAS PÁGINAS
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1. La balandra Incertain
l teniente de navío Louis Quelennec, de la Marina
Imperial francesa, está a punto de figurar en los libros
de Historia y en este relato, pero no lo sabe. De lo contrario, sus primeras palabras al amanecer el 29 de vendimiario
del año XIV, o sea, el 21 de octubre de 1805, habrían sido
otras.
—Hijos de la gran puta.
La cubierta mojada de la Incertain se balancea bajo sus
pies en la marejadilla, unas treinta millas al sudoeste de Cádiz. Poco más o menos. Comparada con la que va a caer
de aquí a nada, la Incertain es una piltrafa náutica: una balandra de dieciséis cañones. Los ingleses la llaman cúter:
cortador. Pero ya se sabe que los ingleses siempre fueron
en exceso tajantes para sus cosas. Mejor balandra. Y encima, volviendo a lo de los cañones que artilla Quelennec,
a su balandra, o cúter, o como se diga, la han aligerado de
cuatro para que navegue más veloz. Aun así, la embarca-
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ción parece arrastrarse entre la niebla que gotea humedad
por la jarcia y los puños de las velas. Cric, croc. Crujiendo
al balancearse de banda a banda, como si gimieran sus
cuadernas doloridas. Apenas hay viento, y sólo una brisa
leve hincha a ratos las lonas que cuelgan como ropa sucia
del palo y los estays, o agita la bandera mercante portuguesa izada en el pico de cangreja. La pirula de la bandera
es normal. En el mar todos juegan sucio y mienten como
bellacos.
—Hijos de la gran puta —repite el comandante.
Lo repite en francés, naturalmente. Fils de la grande
putain, o algo así. Pero se le entiende. El timonel y el piloto, que están detrás, junto a la bitácora, se miran sin decir
ni pío. El ayudante del piloto, que también está cerca, no se
entera de nada porque es español. Como era de esperar,
se llama Manolo y es bajito, moreno, con una sola ceja
negra. De Conil de la Frontera, por más señas. Provincia
de Cádiz, o sea, de allí mismo. Por eso lo han embarcado de
ayudante sin preguntarle lo que opina al respecto. Por la
cara. Manuel Correjuevos Sánchez, patrón de pesca, contrabandista, padre de familia. Lo típico. Para los gabachos,
Manoló Coguegüevós. Cada vez que oye a uno de éstos llamarlo por su apellido, al ayudante del piloto le sienta como una patada en los mismos.
—Llámeme Manolo zi no le importa. Mezié.
Lo que no parece claro para el piloto ni para el timonel
es a quién se refiere el comandante Quelennec cuando jura
en arameo. El piloto, que se llama Kieffer, piensa tal vez
que el comandante alude a quienes le ordenan estar allí
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a tales horas, en el centro de aquella niebla matutina en la
que no se ve más allá del propio carajo. En cuanto al timonel, que en el año I de la República fue un jacobino distinguido por su celo revolucionario, quizá se incline a pensar
que su comandante se refiere a los cagatintas de los despachos del Ministerio de Marina en París, a los aristócratas
camuflados y a los emboscados que no saben del mar sino
que en él flotan barcos y hace olas, e incluso al almirante
Villeneuve y a su peripuesta plana mayor de la maldita
escuadra combinada, de la que la Incertain constituye instrumento de exploración y minúsculo apéndice. Aunque el
comandante puede referirse también a los aliados españoles, esos oficiales de marina aristócratas (a España le iría de
perlas una guillotina, opina), susceptibles y arrogantes, que
con muchas cortesías y pase usted primero, señor, faltaría
más, señor, llevan semanas tocándoles a todos las pelotas.
—Jodía niebla —dice el timonel para congraciarse con
el comandante. En francés, claro. Algo así como salope de
brouille, o algo por el estilo.
—Cierra el pico, mon garsón —ordena el piloto.
Por muy jacobino que haya sido, el timonel se mete la
lengua en el ojete. Una cosa es tirar al agua oficiales maniatados, en Brest, el año I de la República, y otra tener encima a tipos duros como Kieffer y Quelennec en el año I del
Imperio. El ayudante español del piloto, que no chamulla
ni peñazo de guiri pero ha adivinado el sentido del diálogo,
se rasca una ceja. O la ceja. Si a bordo de un barco español
a alguien se le ocurriera dirigirse al comandante sin que éste le pregunte o sin pedirle permiso, con el paquete que le
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metían iba a estarse jiñando de allí al apostadero de La Habana, Cuba. Justo al final de los alisios, pasadas las Azores,
según se llega a mano derecha. A estribor.
En realidad el comandante Quelennec piensa en la escuadra inglesa. Lo han mandado a la mar para encontrarla
como si tal cosa, vaya y búsquela y vuelva para contárnoslo, chaval; y la balandra lleva toda la noche navegando en
zigzag, bordo para arriba, bordo para abajo, viendo a veces
luces a lo lejos pero sin dar con ella, pese a que se estima
que los cabrones de la pérfida Albión andan cerca, como
una flota fantasma entre la niebla. Al menos eso señaló
ayer por banderas el navío Achille, asegurando haber visto
por lo menos dieciocho barcos enemigos al sudoeste de
Cádiz. Resumiendo: la cosa consiste en echar un vistazo,
contar palos y velas, y luego virar de bordo con mucha
prisa y largar todo el trapo antes de que las fragatas o las
corbetas, que son los cazadores de la escuadra británica,
le echen a uno el guante y lo envíen al fondo a cañonazos; o
lo que es peor, le hagan arriar la bandera y termine podrido
en un pontón del Támesis, contándose los chinches. Reconocimiento visual o descubierta, llaman a eso las ordenanzas navales. Toca joderse, lo llaman los interesados. Cada uno habla en la Marina según le va.
—Parece que hay algo devant, mon capitain.
Quelennec también ha oído el grito del vigía de proa
que le repite Kieffer, de modo que el guardiamarina Galo-
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pin, que viene con el aviso, se cruza ya al comandante a la
altura del bote, en la mediana, cuando aquél recorre a largas zancadas la cubierta resbaladiza de humedad. Antes
de moverse ha tenido tiempo de oír a Kieffer interrogar a
su ayudante español, quesquiliá ahí alant y todo eso, mon
amí Coguegüevós, de la mer o de la tege comme les pomes de tege, viendo a éste torcer negativamente la cabeza
antes de escupir un gargajo negro de tabaco, garps, a sotavento de la brisa antes de responder que ná de ná, mezié
(en boca del piloto, lo de mezié suena siempre a coña marinera, y posiblemente lo sea). Allí no hay otra coza que
guater, o zea, agüita de la fuente: Juan Vela, Hazte Afuera
y el baho de la Aseitera ehtán a levante cuatro legua. ¿Compranpá? Aun así, o tal vez precisamente por eso, Quelennec
siente un hormigueo de acojono cuando rodea la bomba
de achique, pasa bajo el palo mayor y sigue camino barco
adelante. Miedo. Canguelo. La trouille, dicen en su pueblo, que se llama Quiberon. No, ojo, a que de pronto le
peguen un sartenazo de treinta y seis cañones a bocajarro
(que son gajes del oficio), sino a meter la pata. A que la escuadra inglesa con gallardetes y con gaiteros tocando Hearts
of Oak, y con toda esa chorrada de Britania cabalgando
las olas y demás, le desfile por las napias, entre la niebla,
sin que él la huela siquiera. Miedo a volver a la escuadra
combinada haciendo el ridículo, y que los aliados espagnoles se le choteen en la cara, juas, juas, y que el almirante
Villeneuve, ese perro estirado, inseguro y esnob, le vuelva
la espalda sin dirigirle la palabra. Miedo a que el teniente
de navío Louis Quelennec vea esfumarse la posibilidad de
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cualquier ascenso, y que el mando de los navíos de línea
de setenta y cuatro cañones con los que sueña cualquier
oficial de marina comme il faut se lo den a los niños bonitos, a los enchufados y a los suertudos, y él se vea a cargo
de una miserable balandra de dieciséis para el resto de sus
días.
En fin. Eso es lo que tiene en la cabeza el comandante
de la Incertain mientras se dirige a proa. Y al pasar junto a
los cañones, cargados, firmes en sus trincas y asomando
por las portas, comprueba que las mechas humean, que
los baldes están listos y las balas limpias, engrasadas y dispuestas en las chilleras. Para ir más ligera en su misión de
reconocimiento, además de dejar en Cádiz dos piezas de 6
libras y otras dos de 8, la dotación de la balandra se ha
visto reducida a setenta y ocho fulanos tras desembarcar a
algunos artilleros, cuatro enfermos de sífilis y uno de gonorrea, el sargento y los diecisiete fusileros de infantería de
marina que figuran en el rol de a bordo. Grande poutade,
por cierto. O como se diga. Quelennec habría preferido
tenerlo todo y a todos allí, los sifilíticos y el de la gonorrea
incluidos; pero a menos peso más rapidez. Más espidigonzález, como dicen en Gibraltar. Y lo que se le exige si se
topa con los malos no es que combata, sino que ponga
pies en polvorosa. Que ice cuanto trapo pueda, y corra como quien se quita avispas del culo.
Algunos hombres de la guardia de estribor hacen grupos
mirando hacia la cortina de niebla; uno se ha encaramado
por fuera de la mesa de guarnición, agarrándose a los obenques, y Quelennec le ordena en voz baja al primer contra-
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maestre Tête-de-Mort que haga retirarse de allí a aquel
subnormal antes de que se caiga al agua. Luego sigue camino, oyendo al otro increpar al marinero, decirle cretín,
idiot y todo lo demás como pronuncian los franceses esas
cosas, con mucho acento circunflejo y la boca pequeñita
y redonda; todo lo contrario de los groseros suboficiales
españoles, que animan a su chusma mentándole a la madre, te quitas de ahí, tontolpijo, o te arranco los huevos
y me hago un llavero. Y así les va. El caso es que Quelennec sigue camino hasta la proa, donde el vigía está sentado a horcajadas sobre el palo macho del bauprés.
—Creí ver algo, mon capitain.
—¿Algo?... ¿Qué algo?
—Yenesepá.
Quelennec se apoya en el cabillero y pone toda su atención en la masa gris que la proa de la Incertain hiende.
Nada. Ni una silueta, ni un ruido salvo el de la roda que
bajo sus pies corta suavemente el agua. La bruma clarea
un poco a cuatro cuartas por la amura de babor. También
la brisa refresca, y la lona de los foques gualdrapea cada vez
menos. Amurada a estribor, la Incertain lleva izados el foque, el petifoque y la enorme cangreja; y en la gavia del
único palo el velacho se encuentra aferrado pero listo para
soltarlo con rapidez, por si hay que largarse cagando leches. Quelennec se hurga la nariz y levanta la vista a la cofa, oscilante sesenta pies sobre su cabeza y apenas visible
entre la bruma. No se atreve a gritarle al otro vigía que está
arriba, con toda aquella niebla alrededor que cualquiera
sabe lo que esconde; así que manda por los obenques al
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guardiamarina Galopin, que tiene catorce años y trepa como un simio. Un momento después Galopin se desliza de
nuevo abajo por el estay de la trinqueta, para llegar antes,
y comunica que desde arriba se ve menos que por el culo
de un muerto. Eso dice: el culo de un muerto. Le cul de
un palmé. Incluso para la Marina francesa post-revolucionaria, imperial desde hace media hora, la expresión es
demasiado libre. En otro momento, Quelennec habría reconvenido con dureza al joven Galopin, quesquesesá, monanfant de la patrí, demasiado suelto de una lengua que
tarde o temprano le traerá problemas si vive lo suficiente
para tenerlos; pero este amanecer otras cosas le ocupan la
cabeza. Por algún lugar entre la Incertain y tierra navega
una escuadra combinada francoespañola de treinta y tres
navíos de línea, cinco fragatas y dos bergantines, esperando que la balandra regrese con su informe, y lo cierto es
que lo del culo del muerto no es mala comparación. La
vieja idea vuelve a preocuparlo. Podrían estar navegando
por mitad de la flota inglesa, haciendo el cimbel y sin enterarse de nada.
—Hijos de puta —repite entre dientes.
—Nespá culpa nuestra, mon capitain —protesta el vigía de proa, creyéndose incluido en el paquete—. No se
ve una auténtique merde con esta niebla.
—Ne te hé parlé a tuá, Berjouan. Métete en tus afaires.
El vigía se calla, gruñendo por lo bajini. Quelennec, que
no necesita las Ordenanzas Navales para manejar a sus hombres, lo deja refunfuñar tranquilo. La brisa sigue refrescando, comprueba con alivio. No es supersticioso, pero sil-
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ba un poquito para darle ánimos al viento. Fiu, fiu, fiu. El
vigía lo mira de reojo, pero a Quelennec le importa un
nabo. Más ridículo sería arañar las burdas, como hacen
los ingleses, o rezar y persignarse como los españoles, que
hasta para tomar un rizo a las velas enrolan a Dios y le
rezan a San Apapucio y al copón de Bullas. Así que pasa
un ratito más haciendo fiu, fiu. Lo justo, calcula, para que
levante un poco aquella bazofia gris, se hinchen las lonas y él pueda cumplir con su obligación y con la Patrie,
echando un vistazo decente audesús de la melé. Que ya va
siendo hora.
—Está refrescando, mon capitain.
Es cierto. La brisa se hace más fresquita, entablándose
de poniente cuarta al noroeste, y la niebla empieza a moverse en jirones ante la proa. Ahora las velas pintan en todo
lo suyo, tirando de los garruchos que las sujetan a los estays;
las escotas se tensan y el avance de la balandra se hace más
perceptible y firme.
—Hay quelquechose devant —insiste el vigía.
Quelennec entorna los párpados, escudriñando la niebla, el oído atento. A veces se vuelve a observar de soslayo
al marinero, que sigue mirando entre la cortina gris, impasible. No está allí por casualidad. Berjouan es el mejor vigía de a bordo, y se diría que tiene un sexto sentido para
este tipo de cosas. Una vez, a la vuelta del Canadá y a unas
cien millas del cabo Farewell, descubrió un iceberg entre
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la niebla a dos cables de distancia. «Témpano», dijo (no era
muy parlanchín, el jodío), y a todos se les paró el corazón
mientras el timonel metía la caña a una banda y la Incertain
pasaba rozando aquel monstruo blanco. Berjouan había
olido el hielo, con un par, del mismo modo que a Quelennec le gustaría que hoy oliera a los ingleses.
—Vualá —dice el vigía.
Que se me caiga a pedazos, se dice Quelennec, si no tiene
razón este oncle. La brisa sigue refrescando y se lleva la
niebla, y entre las brechas que se abren en la cortina gris
empiezan a definirse luces doradas y sombras. Hay una
nube extensa y muy baja que recibe la luz por arriba y se
mantiene oscura por abajo; y a medida que la balandra
avanza ciñendo la brisa por la amura de estribor y se abren
más claros, la parte blanca de la nube parece fragmentarse
en formas trapezoidales, en docenas de cuadrados de tamaños diversos que un sol invisible a este lado de la niebla ilumina desde atrás. Entonces la Incertain avanza un
poco más, la brisa se vuelve viento, y la extraña nube se
fragmenta ante los ojos de Quelennec no ya en decenas,
sino en centenares de trapecios y triángulos que no son otra
cosa que velas. El grito del otro vigía suena alarmado arriba, en la cofa, justo cuando el de proa se queda tieso, incapaz como su comandante de articular palabra, viendo
cómo la parte baja y oscura de la nube se multiplica, se convierte en innumerables cascos de buques con franjas negras, amarillas y blancas, una escuadra inmensa, navíos de
línea de dos y tres puentes que navegan con rumbo sursudoeste y el viento de través, todas las velas desplegadas,
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flanqueados por las fragatas de observación que se mueven
en torno, como perros guardianes de un peligroso rebaño.
—Hijos de puta —confirma al fin Quelennec, cuando
recupera el habla.
Está inmóvil, los ojos muy abiertos. Nunca había visto
tantos barcos enemigos juntos en su húmeda vida. Y habría seguido así vaya usted a saber cuánto tiempo, si en ese
momento no hubiese aparecido un resplandor en el flanco de la fragata más cercana: un fogonazo silencioso cuyo
estampido llega un momento más tarde, a la vez que el
desgarrador crujido de una bala de cañón pasa haciendo
raaaaca por encima de la Incertain y va a perderse detrás,
donde aún persiste la niebla.
—¡Cuéntalos, Berjouan!... ¡A virar!... ¡Todos a virar!
Para entonces Quelennec ya se dirige a popa procurando no correr, gritando esas y otras órdenes, mientras los
marineros acuden a las brazas, los gavieros trepan por
los flechastes, los artilleros se agrupan junto a sus cañones,
y el teniente de fragata De Montety, segundo de a bordo,
asoma la cara soñolienta y desconcertada por el tambucho.
—¡Preparés pour largar le velaché!... ¡En cuanto vire!
Un segundo fogonazo de la fragata, y luego un tercero
procedente de uno de los navíos grandes que se encuentran
más próximos, a menos de media milla, envían dos nuevas
balas que hacen rugir el aire junto al palo de la Incertain.
Raaaaca. Raaaaca.
—Hihosdelagranputa.
Esta vez el comentario viene, obviamente, de Manoló
Coguegüevós, el piloto español, mientras se agacha tras el
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timonel. Uno de los cañonazos casi le ha hecho la raya en
medio del pelo antes de caer por la aleta, levantando una
columna de agua.
—¡Izad nuestra drapeau! —vocifera Quelennec.
El guardiamarina Galopin arría la inútil bandera mercante portuguesa, que apenas les ha concedido tres minutos de cuartelillo, e iza en su lugar el pabellón tricolor: Liberté, egalité, etceteré. De Montety, en mangas de camisa
y quitándose las legañas con una uña, ya está en su puesto
junto a la bitácora y grita órdenes de maniobra. El primero y el segundo contramaestres azuzan a los hombres en
cubierta, y el jefe artillero Peyreguy apresta la batería de
babor. Hay prisa y nervios; pero los hombres llevan año y
medio navegando juntos, y Quelennec sabe que todos conocen su oficio. De un vistazo calcula rumbo, viento y distancias, comprueba que ya hay gente en la banda de babor,
y que a estribor todos están atentos para tirar y amarrar
después de la virada.
—Allonsanfán —le dice a De Montety.
El segundo asiente y empieza a dar órdenes. Quelennec
manda al timonel que orce a la banda, y mientras éste gana velocidad metiendo adentro la caña, ordena largar las
escotas de los foques y acuartelar botavara. El siguiente
cañonazo de la fragata, que orza de modo inquietante y
empieza a virar también hacia ellos, cae al mar, corto esta
vez, cuando la Incertain ya se encuentra en plena virada
por avante, el viento abierto casi tres cuartas por la nueva
amura, los foques flameando sobre el bauprés y los marineros a punto de cazar escotas a la otra banda.
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—¡Diles aurevoir, Peyreguy! —le grita Quelennec al
jefe artillero—... ¡Una andanada por el emperador!
Peyreguy se toca el gorro con un saludo vagamente
marcial, comprueba que tres de los seis cañones de babor
ya están listos, se agacha tras el cascabel de uno cerrando
un ojo para apuntar, le quita de las manos el botafuego al
jefe de la pieza, sopla la mecha, espera a que la cubierta suba con el siguiente balanceo, y aplica la brasa al oído del
cañón. Bumb-raaas. No se ve dónde cae la bala, pero al
menos el cañonazo indica que la balandra está dispuesta a
escaquearse con la dignidad adecuada. La fragata inglesa,
más lenta de maniobra con sus tres palos y todas las velas
cuadras desplegadas, se va quedando primero por el través y luego hacia la aleta, con la lona dando zapatazos mientras busca el viento de la otra banda para iniciar la caza.
Aún les da la popa cuando, bum-raas, bum-raaas, los otros
cinco cañones de babor de la Incertain disparan a su vez,
levantando remolinos de humo negro en la cubierta y penachos de agua junto al inglés.
—Largad el velaché y la escandalosé —le dice Quelennec a su segundo.
La fragata inglesa ya queda por la popa, y la balandra
arriba proa al nordeste, alejándose. Mientras los hombres amarran a sotavento la maniobra de foques y botavara, los gavieros terminan de desplegar la gran vela cuadrada, que se extiende con restallar de lona al mismo tiempo
que, abajo, los de cubierta bracean las vergas y trincan escotas y brazas. Raaaaca. El siguiente cebollazo de la fragata inglesa, que todavía se encuentra a media virada, abre
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un agujero en el velacho, haciendo agachar las cabezas allá
arriba a los gavieros que ahora trabajan en desplegar la escandalosa. Apenas abierta, la vela triangular atrapa el viento y hace escorar más la balandra. Quelennec, de pie en la
popa, las manos en los bolsillos del casacón, consciente de
la ojeada furtiva que le dirigen el piloto, el timonel y Manoló
Coguegüevós, observa con fingida indiferencia la majestuosa escuadra británica que navega impasible, manteniendo
el rumbo sursudoeste como si la escaramuza de su escolta
con aquel inoportuno barquito no la afectara en lo más
mínimo. Luego piensa que ojalá Berjouan haya contado
bien el número de barcos, sin meter la gamba. Por si acaso, se vuelve hacia el guardiamarina Galopin y le ordena
que apunte cuántos navíos de tres y dos puentes pueden
verse, antes de que los pierdan de vista. Luego calcula mentalmente círculos, cuadrados y triángulos, catetos e hipotenusas: los movimientos de la fragata perseguidora, que
justo ahora termina de virar, y los de otra que, algo más al
norte, también parece querer unirse a la caza. La muy cochina. Pero la Incertain es rápida, y Quelennec se tranquiliza al sentirla navegar veloz y a todo trapo entre los últimos jirones de niebla, la botavara de la gran vela cangreja
bien abierta, la afilada roda macheteando el mar, y todo
eso al extremo de una estela de espuma blanca, larga y recta, en busca de la escuadra francoespañola. Con la noticia
de que sir Horacio Nelson acude puntual a la cita.
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