Don Rodrigo y la pérdida de España

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Don Rodrigo y la pérdida de España
Cuenta la leyenda que Hércules fue fundador de la ciudad de Toledo, aunque esto no
está suficientemente probado. Lo que sí parece cierto es que en Toledo guardó Hércules sus
tesoros, en una enorme cueva llena de pasadizos que se alargaban bajo el río Tajo.
Para proteger la entrada de la cueva, Hércules construyó sobre ella un torreón con
unas fortísimas puertas cerradas por una enorme cerradura. Sobre la puerta hizo que se
grabase una inscripción en piedra para disuadir a quien pretendiese entrar. La inscripción decía
lo siguiente:
REY, ABRIRÁS ESTAS PUERTAS PARA TU MAL
Hasta la llegada de Don Rodrigo al trono de España, ningún rey se había atrevido a
desvelar los misterios que podían encontrarse tras aquellas puertas. Al contrario, cada rey
ordenó colocar una cerradura más en la vieja puerta, y este momento llegó a ser parte del rito
de coronación. Además, un guardia vigilaba permanentemente aquella entrada para
protegerla de cualquier allanamiento.
Durante toda su niñez, los misterios de aquel torreón habían despertado la curiosidad
de Don Rodrigo. Así, cuando llegó al trono, este rey, al que los narradores denominan “peste,
tizón y fuego de España”, se propuso desvelarlos. Y en lugar de añadir una cerradura más a las
veinticuatro que ya había en la puerta, Rodrigo ordenó a su herrero que, en lugar de colocarla,
descerrajase todas las que había.
La orden escandalizó a los consejeros, pues despreciaba la advertencia que había
colocada sobre la puerta. Sin embargo, Rodrigo, obsesionado, consideraba que la inscripción
era sólo un modo de espantar a los cobardes.
Romper todos los candados fue muy trabajoso. Al fin se consiguió, y las puertas se
abrieron con sonidos rechinantes, empujadas por muchos hombres. Pero en el interior del
torreón solamente había un arca, que no guardaba joyas, ni monedas, ni objetos preciosos,
sino un lienzo muy fino, cuidadosamente doblado.
Rodrigo ordenó que el lienzo fuera desplegado. Tenía muchos dobleces, y cuando
todos estuvieron deshechos, el lienzo ocupaba el suelo entero de la habitación. No había otra
cosa en el lienzo que pinturas de vivos colores, representando muchas figuras de guerreros a
caballo, vestidos con ropas musulmanas, propias de los pueblos que vivían al sur, en la otra
orilla del mar Mediterráneo. En la derecha del lienzo se veía un enorme ejército moro
avanzando, y en la izquierda, se veía una fortaleza arrasada y envuelta en llamas. Al pie de la
fortaleza había muchos guerreros cristianos muertos, armas tiradas, espadas y lanzas rotas, y
escudos partidos. En el centro, abatidos y rotos, guiones y banderas y unos blasones: los
guiones y las banderas del ejército de Don Rodrigo y el blasón del propio reino de España.
Aquella imagen era tan recurrente que Rodrigo ordenó a todos retirarse, sin que nadie dijese
una sola palabra.
Los problemas del reinado que empezaba hicieron de Rodrigo olvidase pronto aquellas
imágenes de malos augurios. No mucho tiempo después convocó a todos los gobernadores y
generales del reino para una gran reunión. Entre ellos estaba el conde Don Julián, gobernador
de Ceuta, que había viajado hasta Toledo acompañado de su hija Florinda, una doncella muy
hermosa.
Era verano, y Florinda iba a bañarse cada atardecer a una zona escondida del río.
Acompañada de sus siervas, la doncella reía entre los juncos, se arrojaba al agua desde las
peñas de la orilla y chapoteaba entre juegos y carreras.
El lugar estaba cerca de un torreón donde el rey solía retirarse algunas horas. Una
tarde, las risas de las muchachas llamaron la atención del rey Rodrigo. Éste descubrió la belleza
de Florinda desnuda y desde entonces la observaba desde un escondite cada tarde, y ya no
pudo pensar en otra cosa. Todo lo que hasta ese día le preocupaba (la caza, sus devociones
religiosas, su esposa Egilona, las intrigas que amenazaban su gobierno) perdió para él todo
interés.
Sus consejeros más cercanos percibieron enseguida que algo había cambiado en el
ánimo del rey, y buscaron la manera de que Rodrigo consiguiese recuperar la calma. Para ello
propiciaron un encuentro entre el rey y la doncella, asegurándose de que tanto las servidoras
de Florinda como los pajes de Rodrigo estuvieran ausentes.
Se dice que desde el primer momento surgió entre los dos una fuerte atracción, y
tuvieron amores apasionados. Pero estos amores no se mantuvieron en secreto, y al enterarse
Don Julián, juzgó a su hija deshonrada por el rey y decidió regresar con ella a Ceuta.
Sin embargo, una vez allí, su enfado no disminuía, sino que iba acrecentándose. Aquel
enfado llevó al conde a entrar en conspiraciones políticas, y a acabar facilitando la invasión de
la península por los ejércitos árabes bajo las órdenes del general Tariq ben Ziyad y de su señor,
Muza ben Nusayr.
El romancero ha relatado muy bien la melancolía del rey Rodrigo tras la batalla de
Guadalete, que duró ocho días, de domingo a domingo, y en la que las tropas españolas fueron
derrotadas por los invasores, cayendo el reino de España y todas sus riquezas en el poder de
los musulmanes:
Ayer era rey de España,
hoy no lo soy de una villa;
ayer villas y castillos,
hoy ninguno poseía;
ayer tenía criados
y gente que me servía,
hoy no tengo ni una almena
que pueda decir que es mía.
Después de la derrota de Guadalete el rey Rodrigo sólo se encontraron en el campo de
batalla su caballo Orelia, su corona, su ropa y sus zapatos. Luego se sabría que descalzo y
vestido con ropas simples se retiró a los montes y al fin tuvo que vivir hasta el final de sus días
en la misma cueva donde moriría, en compañía de una culebra prodigiosa que no dejaba de
torturarle.
Florinda, a quien los árabes llamaron “la Cava”, se suicidó ahogándose en el río Tajo,
en el mismo sitio en que sus baños habían provocado los deseos de Rodrigo. El lugar, donde
aún se pueden ver las ruinas de un antiguo torreón, es conocido hoy en día en Toledo como “el
baño de la Cava”. Durante mucho tiempo el espíritu de Florinda, lloroso, vagaba por las orillas
del río o aparecía entre sus aguas, pero unos adecuados exorcismos consiguieron calmarlo. Sin
embargo, cuentan que todavía pueden verse por las noches dos figuras luminosas, las de un
hombre y una mujer, en apacible compañía paseando por la orilla.
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