Capítulo del libro Ser judío en los años setenta.

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4. La DAIA y los de­saparecidos
Entrevista del presidente de la DAIA, Nehemías Resnitzky, el titular
de la AMIA, Mario Gorenstein, y otros dirigentes judíos con el
primer ministro de Israel, Menajem Beguin, en Jerusalén en 1977
(gentileza de Mario Gorenstein).
La DAIA es la entidad que, por su actuación durante la última dictadura militar en relación con los de­saparecidos, genera la
mayor de las polémicas hasta el día de hoy. La institución fue creada
en 1935 como reacción a las expresiones locales de movimientos antisemitas surgidos en Europa. Su principal misión es luchar contra
toda forma de racismo, algo que fue moneda corriente durante la
última dictadura militar en las cárceles y los CCD.
Hubo épocas en las que esta entidad fue un bastión contra la discriminación de los judíos y llegó a aunar a la colectividad local casi
sin cuestionamientos, por ejemplo, durante la década de 1960 tras
el descubrimiento de la presencia de jerarcas nazis en nuestro país,
en especial la de Adolf Eichmann. Pero ¿a qué se debe este fuerte
debate en torno a su actuación entre 1976 y 1983? ¿Acaso podría
deberse a que sus directivos no hicieron lo suficiente para intentar
salvar a los detenidos-de­saparecidos de origen judío, incluso a sabiendas de lo que estaba ocurriendo en el país? ¿Podría afirmarse,
sin incurrir en un error de interpretación, que la entidad y sus dirigentes se mantuvieron en un apacible silencio durante esos años?
¿Que rechazaron las denuncias de antisemitismo que recibían, especialmente, de las organizaciones judías con sede en los Estados
Unidos? ¿Cabría acaso pensar que la DAIA podría haber logrado lo
que no pudieron otros grupos religiosos o comunidades?
Desde el inicio de la dictadura y hasta el presente, los reclamos no
han cesado. Los familiares, las víctimas que sobrevivieron y los investigadores del tema tienen una mirada crítica sobre la dirigencia de
aquellos tiempos y apuntan a dos situaciones diferentes relacionadas con la DAIA: la inacción y el maltrato.
Por un lado, le reprochan no haber hecho lo necesario para salvar
a los judíos que habían sido secuestrados por los grupos de tareas
de las Fuerzas Armadas; paralelamente le recriminan la humillación
98 Ser judío en los años setenta
y el dolor de no haber sido cobijados y contenidos en un momento
de tamaña de­sesperación. También alegan que sus directivos raramente levantaron la voz en público para denunciar lo que ocurría
en el país y que, cuando lo hacían, era en el ámbito de asambleas
comunitarias a las que concurría sólo la prensa judía, por lo que sus
palabras eran desconocidas por el resto de la población.
Otra de las críticas que recaen sobre el accionar de la DAIA es
que cada vez que los organismos judíos del exterior, en especial
los estadounidenses, denunciaban el antisemitismo que se vivía en
la Argentina, sus directivos los de­sautorizaban argumentando que
toda declaración al respecto debía ser primero consensuada con
ellos, porque consideraban que eran los únicos que sabían lo que
verdaderamente estaba pasando y debían velar por la seguridad y la
continuidad de la comunidad local.
De esta forma se silenció casi por completo una multiplicidad
de voces que podrían haber ejercido una presión aún mayor sobre
Washington, el Capitolio, el Departamento de Estado y la prensa internacional con el objeto de frenar la brutal represión que se llevaba
a cabo en el país.
Otra de las acusaciones que le hacen los familiares de detenidosdesparecidos judíos a la DAIA es que, en las pocas oportunidades en
que fueron recibidos, se les sugirió que la presentación de hábeas
corpus ante la justicia podía perjudicar a sus seres queridos. Esta indicación provocó un fuerte de­sencuentro entre el presidente de esa
entidad, Nehemías Resnizky, y el rabino Marshall Meyer, ya que este
alegaba enfáticamente que ese instrumento legal podría contribuir
a salvarles la vida.
A todo esto se añade un factor que los propios dirigentes encuentran indefendible y muy difícil de contrarrestar: el desprecio que
mostraron los empleados de la entidad hacia los padres o familiares
de detenidos-desaparecidos que acudían a pedir ayuda para encontrar a sus hijos. Todos los testimonios coinciden en señalar lo mal
que los atendían Naum Barbarás, director de Relaciones Públicas de
la DAIA, y su operador político, Bernardo Fain, cuando se presentaban en las oficinas ubicadas en la calle Pasteur al 600.
“Había una falta de sentimientos hacia uno, nos atendían mirando el reloj, parecía que los minutos de ellos valían mucho más que
la vida de un de­saparecido”, afirma Fanny Bendersky, madre de un
de­saparecido.
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María Gutman, Madre de Plaza de Mayo, coincide con Bendersky
y agrega: “Mi hermano fue a la DAIA a hacer la denuncia cuando
de­sapareció mi hijo y le dijeron: ‘Lo hubiera traído antes, así se lo
sacábamos a Israel’”.
El propio Fain sostuvo en una entrevista, realizada por Guillermo
Lipis para su libro Zicaron-Memoria, que “la DAIA no era un consultorio de psicoanálisis, no era una institución de contención de las
personas que pierden a sus seres queridos. Su función era tomar
nota para evaluar si el ataque era esencialmente antijudío, pero no
oficiar de contenedor”.
El ya intenso malestar se profundizó cuando los miembros de la
comunidad se enteraron de que Marcos Resnizky, hijo del presidente de la entidad, había de­saparecido el 27 de julio de 1977, y
supieron de buena fuente que su padre había utilizado todos sus
contactos para rescatarlo con vida y enviarlo a Israel. Desde entonces, los familiares afirman públicamente que para la colectividad
organizada había “de­saparecidos de primera y de segunda” y que el
titular de la DAIA debía haber dejado su cargo para evitar las presiones del gobierno y no quedar condicionado en su accionar después
del “favor” personal que le habían hecho los militares.
Ciertos sectores de la prensa y de partidos políticos comunitarios
le reclamaban lo mismo. Sin embargo, de­soyendo las observaciones,
Resnizky redobló la apuesta y fue reelecto en su cargo por un período más (1978-1980). Las críticas a su gestión fueron tan intensas,
especialmente con la vuelta de la democracia, que el propio Resnizky reconoció antes de su fallecimiento que “quizá debería haber
renunciado” a la conducción de la institución para descomprimir
la situación.
Pero los golpes más duros que recibió no provinieron de los familiares de de­saparecidos sino de un viejo conocido suyo, el periodista
Jacobo Timerman, quien después de haber sido secuestrado y torturado lo acusó de complicidad con las juntas militares.
No obstante, los referentes judíos que lucharon por los derechos
humanos durante la última dictadura sostienen que esta imputación
a Resnizky y a otros dirigentes comunitarios resulta impropia.
“La palabra complicidad es muy fuerte para endilgársela a la dirigencia comunitaria judía; creo que fundamentalmente lo que tenían era miedo y además una diferencia de enfoque”, asegura el
rabino Meyer en una entrevista concedida al periódico Nueva Presen-
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cia. “Yo no creo en la diplomacia silenciosa en épocas de aguda crisis, y tampoco pienso que sólo con gritos en la calle se puede hacer
mucho. Las dos formas de lucha tienen que complementarse para
lograr un buen resultado. La complicidad, más que a la dirigencia
judía, le cabe al pueblo argentino, a los millones de argentinos que
sabían muy bien lo que pasaba”.
Las diferencias de opinión respecto a la actuación de la entidad y
su presidente quedaron plasmadas en la época en un artícu­lo escrito por el periodista Herman Schiller y publicado en Nueva Presencia
el 20 de junio de 1980.
“Esta década en la que Resnizky fuera presidente o ejerciera otros
cargos de importancia tuvo luces y también sombras. En cualquiera
de las dos categorías, no se puede soslayar la opinión de las madres
de de­saparecidos, quienes después de haber golpeado muchas puertas denunciaron que la DAIA no luchó lo suficiente por ellos. Otros,
en cambio, aseguran todo lo contrario y añaden que un organismo
representativo de los judíos no puede hacer más de lo que hacen la
Iglesia, los ex presidentes o los representantes de la fuerzas vivas”.
Vale la pena señalar que, lamentablemente, al igual que gran parte de la sociedad argentina, los miembros de la entidad se sintieron
tranquilos y hasta esperanzados con la llegada de los militares. Los
dirigentes de la DAIA tenían la expectativa de que ellos terminarían
con la ola de antisemitismo que se había de­satado durante el fallido
gobierno de María Estela Martínez de Perón, especialmente por la
actuación de la Triple A.
Según una encuesta de la consultora Aresco, dirigida por Julio
Aurelio y Enrique Zuleta Puceiro y publicada en noviembre de
1983, el 32,30% de los argentinos sentía “alivio” ante la llegada del
nuevo gobierno de facto; el 14%, “entusiasmo”, y el 24,20%, “indiferencia”. En cambio, el 15,80% mostraba “desconfianza” y el 13,70%,
“rechazo”.
Las autoridades de la DAIA aseguraban haber realizado gestiones
ante las Fuerzas Armadas para pedir por los jóvenes israelitas secuestrados, pero nunca las hicieron públicas ni tampoco las comunicaron a los familiares de las víctimas, lo que lógicamente provocó
todo tipo de sospechas y opiniones. En las distintas reuniones que
sus directivos mantuvieron con los ministros del gobierno de facto,
especialmente con el del Interior, ex general Albano Harguideguy,
presentaron listas en las que solicitaban información tanto de perso-
La DAIA y los desaparecidos 101
nas que estaban detenidas a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) como de de­saparecidos.
Con los primeros lograron ciertas concesiones, como el permiso
para que los rabinos pudieran acceder a las cárceles para visitarlos y
prestarles apoyo espiritual y, en algunos casos, hasta obtuvieron su
liberación. En cambio, la suerte de los de­saparecidos fue muy distinta. A través de sus oficios, exceptuando el caso de Marcos Resnizky,
no pudieron salvar a ninguna otra persona. En los archivos de la
DAIA se guardan los pedidos de información sobre las víctimas, que
siempre recibieron el silencio por toda respuesta.
“Impulsados exclusivamente por los sentimientos de piedad y misericordia que integran nuestro legado espiritual, y siempre respondiendo a requerimientos de sus familiares, hemos transmitido a las
autoridades nacionales nuestra preocupación por los de­saparecidos
y detenidos judíos, sin abrir juicio sobre sus responsabilidades. Seguirá siendo esta una inquietud de la entidad representativa, en la
inteligencia de que la clarificación de este delicado problema contribuirá a la pacificación de la República” –sostuvo Resnizky en la
Convención de la DAIA realizada en la ciudad de Córdoba el 8 de
junio de 1979. “Ni negación de la crisis ni sometimiento, sino enfrentamiento lúcido y responsable de la crisis. Serviremos así a nuestro país y a su comunidad judía”.
Podría decirse que la entidad tenía víncu­los con la APDH a través
del rabino Roberto Graetz, quien les servía de nexo para intercambiar información sobre los de­saparecidos. A su vez, en los primeros
tiempos de la entidad, Resnizky ayudó a conseguir fondos para funcionar, hasta que pudieron obtenerlos directamente en el exterior.
Este víncu­lo habría existido entre 1976 y 1979, año en que el religioso dejó la Argentina y se radicó en Brasil.
Los defensores de la institución sostienen que sus dirigentes hicieron todo lo posible para tratar de salvar gente, especialmente en
conjunto con la Agencia Judía y la Embajada de Israel, sacando del
país a quienes corrían riesgo de de­saparecer.
“Creo que un individuo tiene incluso el derecho de transformarse
en mártir de una causa si quiere, de poner hasta la cabeza para que
se la corten. Es un derecho individual y si él quiere demostrar con
intensidad los valores por los que se juega, tiene hasta el derecho
del martirologio”, sostuvo Graetz en una rueda de prensa en 1984,
después de haber prestado declaración ante la Conadep en Buenos
102 Ser judío en los años setenta
Aires. “Pero una institución no tiene ese derecho, porque tiene que
cubrir otros intereses simultáneos. Entonces debe hacer las cosas
con un cierto cuidado, porque no tiene el derecho al martirologio,
ya que debe continuar existiendo cuando el proceso se invierte”.
La entidad trató de manejarse de puertas hacia afuera con cautela, a la hora de enfrentar al gobierno por las violaciones a los derechos humanos, e intentó evitar cualquier tipo de confrontación
con las Fuerzas Armadas, sostienen sus defensores. Bernardo Fain
argumenta, incluso, que cada vez que la DAIA debía tomar una decisión importante, los miembros de su Comisión Directiva repetían
la misma frase: “Hay que ver qué es lo que opina Arroyo”.1
Por cierto, esta expresión induce un enorme interrogante: ¿existió alguna estrategia coordinada o es simplemente una excusa dada
por el funcionario de la entidad a posteriori? Resulta arriesgado dar
una respuesta concluyente al respecto.
Otro argumento que esgrimen los directivos de la época para justificar su silencio público es que lo hicieron para salvaguardar la seguridad y la continuidad de la vida comunitaria: los colegios, clubes,
templos y movimientos juveniles judíos debían seguir funcionando
como si nada fuera de lo normal ocurriera en el país.
“Teníamos que asegurar la educación y la asistencia social, y trabajar para quienes querían optar por salir a Israel”, explica Mario
Gorenstein, presidente de la AMIA entre 1973 y 1978 y de la DAIA
entre 1980 y 1982. “Ese era nuestro objetivo, y con todo lo oprobioso
que fue, en el caso de aquellos que tuvieron la suerte de sustraerse al
peligro prácticamente no tuvimos impedimentos para que salieran.
Con los que ya estaban cuestionados, teníamos que hacerlo de una
forma no del todo legal”.
Lo cierto es que buena parte de la población judía local se refugió
en las diferentes instituciones en un intento por protegerse individual
y colectivamente e intentar desligarse de cualquier tipo de vinculación que pudiera ponerlos en peligro. Fueron años de florecimiento
de los countries y las entidades vinculadas al Movimiento Conservador, liderado por el rabino Marshall Meyer, que nucleaba a sinagogas
como Bet El, Benei Tikvá, Nueva Comunidad Israelita, entre otras, y
al Seminario Rabínico Latinoamericano (véase capítulo 5).
1Alusión a la Embajada de Israel, que tenía su sede en esa calle.
La DAIA y los desaparecidos 103
Algo similar pasó en el Uruguay, donde la dirigencia de la colectividad judía permaneció en silencio frente a las torturas y de­
sapariciones, con la intención de resguardar la vida comunitaria.
“Todo era pasible de ser interpreado como una reunión subversiva.
Por ello, los judíos debían intentar ser harto cuidadosos, especialmente focalizando su atención en ‘no hacer olas’ que pudieran despertar una desconfianza adicional que pusiera en riesgo el normal
funcionamiento del entramado comunitario –resalta el ex diputado
nacional uruguayo Fernando Amado en su libro Mandato de sangre–.
La mayoría de los judíos entrevistados coincide en que una de las
claves para lograrlo fue no manifestarse políticamente contra el régimen y evitar cualquier tipo de confrontación, aunque ello significara ir contra valores sagrados e innegociables del judaísmo como
son la libertad y la democracia”.
El intento de autoprotección no era vano. Existen datos históricos concretos de que, desde el comienzo del gobierno militar, se
incrementaron los ataques antisemitas contra entidades de la colectividad que incluyeron pintadas con lemas nazis y explosivos en
templos, colegios, clubes y hasta restaurantes y comercios en los porteños barrios de Once y Villa Crespo.
Cada uno de esos atentados provocó el reclamo de la DAIA ante
las autoridades nacionales y la Policía Federal, que se comprometieron a investigar el tema; pero nunca hubo ningún detenido por esas
causas. Además, en aquellos años hubo dos episodios antisemitas
especialmente delicados por su trascendencia pública: la proliferación de literatura nazi a través de las editoriales Milicia y Odal, y la
emisión de un programa televisivo en un ciclo llamado Videoshow,
conducido por el periodista Enrique Llamas de Madariaga.
En el primero de los casos, la DAIA reclamó a los dictadores por la
publicación y distribución de los libros de esos sellos. A partir de las
acusaciones, el gobierno decretó la prohibición de su publicación y
distribución. En el segundo caso, la cuestión fue más compleja porque Llamas de Madariaga dedicó toda la audición del 27 de octubre
de 1980 a entrevistar al ingeniero Jaime Rosemblum, a quien presentó como “un judío común y corriente” y le realizó una cantidad
de preguntas que rozaban el antisemitismo, algo pocas veces visto
en la pantalla chica argentina.
La DAIA protestó ante el interventor del canal y otras autoridades
nacionales, pero todo quedó en la nada. A pesar de esto, la diri-
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gencia comunitaria prefirió no avanzar más sobre el tema porque,
al mismo tiempo, estaba negociando la transmisión de la serie televisiva Holocausto –que la dictadura había “prohibido”–, cosa que
finalmente consiguió. Los militares, con su prejuicio raigal, consideraban subversiva la lucha de los partisanos durante la Segunda
Guerra Mundial.
Ante el silencio público y la falta de reacción por la emisión de Videoshow, el rabino Meyer y el director del periódico Nueva Presencia,
Herman Schiller, decidieron organizar un acto en el templo de la
Nueva Comunidad Israelita (NCI), en el barrio porteño de Belgrano. En aquella oportunidad, Gorenstein fue invitado a participar,
pero prefirió no asistir al evento (véase el capítulo 8).
Más allá de esto, la entidad había tenido que afrontar el problema
suscitado por la decisión del Ministerio de Educación de imponer
el estudio de la materia Formación Moral y Cívica en los colegios secundarios en 1979. Esto implicaba incluir contenidos confesionales
católicos dentro del plan curricular, lo que interfería con la libre
profesión del culto judío y de otras confesiones que se practicaban
en el país. La DAIA salió a confrontar públicamente con el gobierno
y lo presionó para que anulara la medida. Esta acción contó con el
apoyo de toda la prensa comunitaria, que desde sus páginas reflejó
las palabras de los directivos y editorializó sobre el tema.
La escalada del rechazo alcanzó tal grado de virulencia que el jefe
del I Cuerpo de Ejército, ex general Guillermo Carlos Suárez Mason, afirmó públicamente que aquellas críticas contrarias a la instauración de la asignatura “constituían métodos solapados y sutiles de
subversión ideológica”. Sin embargo, la dictadura militar cedió a los
reclamos y, si bien no dio marcha atrás, modificó el plan curricular
incluyendo, entre otros textos, el libro El humanismo judío, escrito
por Jaime Barylko especialmente para la ocasión.
Tres años más tarde se de­sató la guerra de Malvinas y decenas de
soldados conscriptos argentinos que profesaban esa fe fueron movilizados hacia las islas y la Patagonia argentina. La DAIA y el rabino
Marshall Meyer presionaron al gobierno para que aceptara el envío
de rabinos para asistir espiritualmente a los reclutas. Luego de varias
semanas de negociación, el Estado Mayor Conjunto dio el visto bueno y Baruj Plavnick, Efraín Dines y Tzví Grunblatt viajaron al sur del
país para cumplir con esas funciones. Sin saberlo, los tres religiosos
se convertirían en los primeros capellanes no católicos de la historia
La DAIA y los desaparecidos 105
argentina, que tiempo después serían relevados y reemplazados en
esa misión por sus colegas Felipe Yafe y Natán Grunblatt.
Ninguno de ellos fue autorizado a llegar a las islas, pese a que
Plavnick tenía como destino Puerto Argentino. Más allá de que se
vieron impedidos de cruzar, prestaron sus servicios en Río Gallegos,
Comodoro Rivadavia, Trelew y Rawson, donde se encontraban asentados los conscriptos que aguardaban para ir a la guerra o estaban
defendiendo el continente de posibles incursiones británicas.
La tensión dentro de la comunidad se fue agudizando hacia el
final de la dictadura militar, especialmente cuando Schiller y Meyer
decidieron fundar el Movimiento Judío por los Derechos Humanos y organizar una marcha frente al Obelisco el 24 de octubre de
1983 para protestar por el antisemitismo que se vivía en la época. La
DAIA se opuso activamente al acto, lo que aumentó la disidencia y
la antipatía que existía entre los familiares y las entidades centrales
(véase el capítulo 8).
Pero la gota que rebalsó el vaso y que terminó por alejar para
siempre a los padres, madres y amigos de los de­saparecidos fue el
“Informe especial sobre detenidos-de­saparecidos judíos”, redactado
por Barbarás y el periodista Ariel Plotshcuk, y que la institución publicó en enero de 1984, cuando la democracia retornó a la Argentina. En ese texto, la DAIA explicó su accionar sin siquiera condenar
al régimen recién finalizado.
A su vez, el escrito presentaba un listado con 210 nombres (en
un comienzo eran 190) sobre los que tenía información por las denuncias recibidas en esos años, a sabiendas de que diferentes organismos israelitas en el exterior daban una cifra mucho mayor. Pero
aquel listado incluía no sólo los datos de la persona y la fecha y el
lugar de su secuestro sino también su filiación política, lo que exasperó e indignó a los parientes de las víctimas, que sentían que era
una forma de justificar lo que les había ocurrido.
A manera de respuesta, ese mismo año los familiares emitieron
un documento titulado “Réplica al informe especial sobre detenidos y desaparecidos judíos publicado por DAIA”, en el que destacaron punto por punto las diferencias que tenían con la entidad.
El cisma se había producido y, pese a los distintos intentos de mea
culpa que con el correr del tiempo propusieron las sucesivas comisiones directivas de las instituciones centrales judías, las madres y los
padres de las víctimas aún guardan en sus corazones el profundo y
106 Ser judío en los años setenta
doloroso sinsabor por el destrato recibido cuando más contención y
comprensión necesitaban.
Creemos que, con sus aciertos y sus errores, Nehemías Resnizky,
el más cuestionado de los presidentes de la DAIA (1974-1980), fue
superado por los acontecimientos cuando pretendió afrontar la
problemática de los de­saparecidos. Además, tuvo que soportar los
embates de ciertos sectores reaccionarios de la comunidad y, en especial, el del aparato burocrático de la institución que le tocó conducir, que públicamente denostaba a los familiares.
Esto hizo que la DAIA dejara de ser, para ellos, una alternativa
posible a la hora de buscar contención y ayuda para enfrentar el
drama. Sabían que si iban a ver a los rabinos Meyer o Graetz, o bien
al periodista Herman Schiller, recibirían acompañamiento, calidez,
palabras de apoyo e ideas para seguir buscando a sus seres queridos.
Se jugaba la ecuación del maltrato frente al buen trato, primordial
en situaciones tan angustiantes.
Por eso, no es de extrañar que la DAIA haya sido una de las instituciones que menor cantidad de denuncias de de­saparecidos judíos recibió en esos años. Esto queda claro en su informe de 1984,
cuando en la misma época el embajador de Israel, Dov Shmorak,
sostenía que la colectividad contaba con, al menos, 1500 víctimas.
¿Pero esto sólo se debió a la humillación o también a la falta de
representatividad simbólica que terminó demostrando la DAIA a los
ojos de las víctimas? No olvidemos que la APDH, por ejemplo, corroboró más datos de israelitas secuestrados que la propia institución.
Por todo lo mencionado, es pertinente seguir preguntándose
desde una perspectiva ética: ¿por qué la entidad, sabiendo lo que
sabía sobre la cantidad de de­saparecidos judíos, no actuó como se
hubiese esperado que lo hiciera? ¿Es posible seguir creyendo que su
actitud fue parte de una estrategia o simplemente una muestra más
del miedo que reinaba en esos tiempos?
Por cierto, somos conscientes de que no nos corresponde ser jueces de nadie. Ni tampoco querríamos serlo. Lejos estamos de calificar
a las personas, porque, como dice el Talmud: “No juzgues a tu prójimo hasta que no estés en su lugar”. Es preciso comprender la complejidad de las circunstancias y hasta las sensaciones que entonces le
tocó atravesar a cada individuo, activista, empleado, familiar, etcétera.
Desde nuestro lugar, estudiamos los testimonios que, a la distancia, contienen y adquieren potencia. Sabemos que la historia no sólo
La DAIA y los desaparecidos 107
debe analizarse o interpretarse atendiendo a las grandes épicas sino,
en una misma y equivalente proporción, a través de los pequeños
gestos que se hicieron o se omitieron en la cotidianidad. Pero esa
brecha de tiempo que nos separa de los acontecimientos analizados
nos autoriza a creer que el accionar de los dirigentes pudo haber
sido otro: vale decir, que pudieron haber ofrecido un marco de resistencia mucho más firme y tenaz de lo que fue. El rabino Roberto
Graetz nos ganó de mano cuando lo dijo de manera directa en una
entrevista: “Estaría más orgulloso si la DAIA hubiese actuado con un
poco más de bolas”.
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