las cartas profeticas de san josé maría escrivá de balaguer

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LAS CARTAS PROFETICAS DE SAN JOSÉ MARÍA ESCRIVÁ
DE BALAGUER
LAS CARTAS PROFÉTICAS de Las TRES CAMPANADAS de San Josemaría Escrivá.
Antes de morir el Fundador del Opus Dei envió tres cartas – entre 1972 y 1974 - a los fieles de la
Prelatura y que no han perdido ni un ápice de actualidad.
Entre los años 1972 y 1974, el Fundador del Opus Dei envió a los fieles de la Prelatura tres
cartas importantes que se las conoce por las Tres Campanadas.
No estaban destinadas al publico en general, sino para uso restringido de los miembros de la ,
aunque su contenido se fue dando a conocer poco a poco a través de la predicación y formación
interna de la Obra. No es ningún secreto, pero en ellas San Josemaría ponía en guardia a todos
sus hijos del peligro que corría la Iglesia con la infiltración de una serie de corrientes que
afectaban claramente a la doctrina.
Solamente se conocen públicamente dos de ellas, de las cuales Luis Eduardo López Padilla
comenta algunos de sus párrafos. Pero todas son conocidas por la Autoridad competente en la
Iglesia, ya que se incorporaron como documento en el Proceso de Canonización. Como señala E.
López Padilla existe una aceptación por parte de la Autoridad Máxima de la Iglesia de estas
opiniones del Fundador del Opus Dei como legítimas, que más allá de ser opiniones son una
denuncia de los abusos que se llevaron a cabo en el postconcilio, y que, por desgracia, no han
perdido actualidad.. Muchas de estas denuncias van más allá del peligro ya anunciado en su día
por Pablo VI. Ofrecemos el comentario que este autor hizo hace un año, con motivo del
aniversario de la muerte de San Josemaría. Se destacan en letra negrilla las palabras exactas
contenidas en estas Cartas, llamadas Campanadas.
Tiempo de prueba son siempre los días que el cristiano ha de pasar en esta tierra. Tiempo
destinado, por la misericordia de Dios, para acrisolar nuestra fe y preparar nuestra alma para la
vida eterna.
Tiempo de dura prueba es el que atravesamos nosotros ahora, cuando la Iglesia misma
parece como si estuviese influida por las cosas malas del mundo, por ese deslizamiento
que todo lo subvierte, que todo lo cuartea, sofocando el sentido sobrenatural de la vida
cristiana.
Llevo años advirtiéndoos de los síntomas y de las causas de esta fiebre contagiosa que se
ha introducido en la Iglesia, y que está poniendo en peligro la salvación de tantas almas...
Convenceos, y suscitad en los demás el convencimiento, de que los cristianos hemos de
navegar contra corriente. No os dejéis llevar por falsas ilusiones. Pensadlo bien: contra
corriente anduvo Jesús, contra corriente fueron Pedro y los otros primeros, y cuantos —a lo largo
de los siglos— han querido ser constantes discípulos del Maestro. Tened, pues, la
firme persuasión de que no es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos,
sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador. Hoy, en la Iglesia,
parece imperar el criterio contrario: y son fácilmente verificables los frutos ácidos de ese
deslizamiento. Desde dentro y desde arriba se permite el acceso del diablo a la viña del
Señor, por las, puertas que le abren, con increíble ligereza, quienes deberían ser los
custodios celosos...
Es hora, pues, de rezar mucho y con amor, y de pedir al Señor que quiera poner fin al
tiempo de la prueba.
No podemos dejar de insistir. No buscamos nada para cada uno de nosotros, por interés
personal; buscamos la santidad, que es buscar a Dios. Y Él espera que se lo recordemos con
insistencia. Se están causando voluntariamente heridas en su Cuerpo, que va a ser muy
difícil restañar. Nos dirigimos a la Trinidad Beatísima, Dios Uno y Trino, para que se digne
acortar cuanto antes esta época de prueba. Lo suplicamos por la mediación del Corazón
Dulcísimo de María; por la intercesión de San José, nuestro Padre y Señor, Patrono de la Iglesia
universal, a quien tanto amamos y veneramos; por la intercesión de todos los Ángeles y
Santos, cuyo culto algunos intentan extirpar de la Iglesia Santa...
Resulta muy penoso observar que —cuando más urge al mundo una clara predicación—
abunden eclesiásticos que ceden, ante los ídolos que fabrica el paganismo, y abandonan
la lucha interior, tratando de justificar la propia infidelidad con falsos y engañosos
motivos. Lo malo es que se quedan dentro de la Iglesia oficialmente, provocando la
agitación. Por eso, es muy necesario que aumente el número de discípulos de Jesucristo que
sientan la importancia de entregar la vida, día a día, por la salvación de las almas, decididos a no
retroceder ante las exigencias de su vocación a la santidad...
La lucha interior —en lo poco de cada día— es asiento firme que nos prepara para esta otra
vertiente del combate cristiano, que implica el cumplimiento en la tierra del mandato divino de ir y
enseñar su verdad a todas las gentes y bautizarlas (cfr. Matth. XXVIII, 19), con el único bautismo
en el que se nos confiere la nueva vida de hijos de Dios por la gracia.
Mi dolor es que esta lucha en estos años se hace más dura, precisamente por la confusión y
por el deslizamiento que se tolera dentro de la Iglesia, al haberse cedido ante
planteamientos y actitudes incompatibles con la enseñanza que ha predicado Jesucristo, y
que la Iglesia ha custodiado durante siglos. Éste, hijos míos, es el gran dolor de vuestro
Padre. Éste, el peso del que yo deseo que todos participéis, como hijos de Dios que
sois. Resulta muy cómodo —y muy cobarde— ausentarse, callarse, diluidos en una ambigua
actitud, alimentada por silencios culpables, para no complicarse la vida. Estos momentos son
ocasión de urgente santidad, llamada al humilde heroísmo para perseverar en la buena doctrina,
conscientes de nuestra responsabilidad de ser sal y luz.
Hemos de resistir a la disgregación, cuidando sobrenaturalmente nuestra propia entrega y
sembrando sin desmayos, con decisión, con serenidad y con fortaleza, la doctrina y el espíritu de
Jesucristo.
Considerad que hay muy pocas voces que se alcen con valentía, para frenar esta disgregación.
Se habla de unidad y se deja que los lobos dispersen el rebaño; se habla de paz, y se
introducen en la Iglesia —aun desde organismos centrales— las categorías marxistas de la
lucha de clases o el análisis materialista de los fenómenos sociales; se habla de emancipar
a la Iglesia de todo poder temporal, y no se regatean los gestos de condescendencia con
los poderosos que oprimen las conciencias; se habla de espiritualizar la vida cristiana y se
permite desacralizar el culto y la administración de los Sacramentos, sin que ninguna
autoridad corte firmemente los abusos —a veces auténticos sacrilegios— en materia
litúrgica; se habla de respetar la dignidad de la persona humana, y se discrimina a los
fieles, con criterios utilizados para las divisiones políticas.
Toda esa ambigüedad es camino abierto, para que el diablo cause fácilmente sus
estragos, más cuando se ve que es corriente —en todas las categorías del clero— que
muchos no prediquen a Jesucristo y, en cambio, parlotean siempre de asuntos políticos,
sociales —dicen—, etc., ajenos a su vocación y a su misión sacerdotal, convirtiéndose en
instrumentos de parte y logrando que no pocos abandonen la Iglesia...
No se puede imponer por la fuerza la verdad de Cristo, pero tampoco podemos permitir que, con
la violencia de los hechos, nos dominen como ciertos y justos, criterios que son una patente
deserción del mensaje de Jesucristo: esta violencia se comete por algunos, impunemente,
dentro de la Iglesia. Sería una deslealtad y una falta de fraternidad con el pueblo fiel, no resistir
al presuntuoso orgullo de unos pocos que han maleado ya a tantos, sobre todo en el ambiente
eclesiástico y religioso.
Comprended que no exagero. Pensad en la violencia que sufren los niños: desde negarles
o retrasarles el bautismo arbitrariamente, hasta ofrecerles como pan del alma catecismos
llenos de herejías o de diabólicas omisiones; o en la que se actúa con la juventud, cuando
—¡para atraerla!— se presentan principios morales equivocados, que destrozan las
conciencias y pudren las costumbres. Violencia se hace, también diabólica, cuando se
manipulan los textos de la Sagrada Escritura y se llevan al altar en ediciones equívocas,
que cuentan con aprobaciones oficiales. Y no podemos dejar de ver el brutal atropello que
se impone a los fieles, y en los fieles al mismo Jesucristo, cuando se oculta el carácter de
sacrificio de la Santa Misa o cuando el dinero de las colectas se malgasta en propagar
ideas ajenas al enseñamiento de Jesucristo. Hijos, míos, nunca se ha hablado tanto de
justicia en la Iglesia y, a la vez, nunca se ha empleado tanta injusta opresión con las
conciencias...
Nos sentimos obligados a resistir a estos nuevos modernistas —progresistas se llaman ellos
mismos, cuando de hecho son retrógrados, porque tratan de resucitar las herejías de los tiempos
pasados—, que ponen todo en discusión, desde el punto de vista exegético, histórico,
dogmático, defendiendo opiniones erróneas que tocan las verdades fundamentales de la
fe, sin que nadie con autoridad pública pare y condene reciamente sus propagandas. Y si
algún pastor habla decididamente, se encuentra con la sorpresa —amarga sorpresa— de
no ser suficientemente apoyado por quienes deberían sostenerlo: y esto provoca la
indecisión, la tendencia a no comprometerse con determinaciones claras y sin equívocos.
Parece como si algunos se empeñaran en no recordar que, a lo largo de toda la historia, los que
guían el rebaño han tenido que asumir la defensa de la fe con entereza, pensando en el juicio de
Dios y en el bien de las almas, y no en el halago de los hombres. No faltaría hoy quien tachara a
San Pablo de extremista cuando decía a Tito cómo debería tratar a los que pervertían la verdad
cristiana con falsa! doctrinas: increpa illos dure, ut sani sint in fide(Tit. I, 13); repréndelos con
dureza —le escribía el Apóstol—, para que se mantengan sanos en la fe. Es de justicia y de
caridad, obrar así.
Ahora, sin embargo, se facilita la agitación con un silencio que clama al cielo, cuando no se
coloca a los saboteadores de la fe en puntos neurálgicos, desde los que pueden sembrar la
confusión «con aprobación eclesiástica». Ahí están tantos nuevos catecismos y
programas de «enseñanza religiosa» testimoniando la verdad de lo que afirmo.
Hijos de mi alma, pidamos a Nuestro Señor que ponga término a esta dura prueba...
No podemos dormirnos, ni tomarnos vacaciones, porque el diablo no tiene vacaciones
nunca y ahora se demuestra bien activo. Satanás sigue su triste labor, incansable,
induciendo al mal e invadiendo el mundo de indiferencia: de manera que muchas gentes
que hubieran reaccionado, ya no reaccionan, se encogen de hombros o ni siquiera
perciben la gravedad de la situación; poco a poco, se han ido acostumbrando.
Esta carta es como una tercera invitación, en menos de un año, para urgir vuestras
almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la dura prueba que soporta la
Iglesia...
Os escribo para que estéis prevenidos ante los asaltos del diablo, que ataca a la hora
undécima quizá, casi al fin de este caminar de aquí abajo…
No olvidéis el particular empeño que pone en estos tiempos el demonio, para lograr que los
fieles se separen de la fe y de las buenas costumbres cristianas, procurando que pierdan
hasta el sentido del pecado con un falso ecumenismo como excusa. Deseamos, tanto como
el que más lo desee, la unión de los cristianos: y aun la de todos los que, de alguna manera,
buscan a Dios. Pero la realidad demuestra que en esos conciliábulos, unos afirman que sí y
—sobre el mismo tema— otros lo contrario. Cuando —a pesar de esto— aseguran que van de
acuerdo, lo único cierto es que todos se equivocan. Y de esa comedia, con la que
mutuamente se engañan, lo menos malo que suele producirse es la indiferencia: un triste
estado de ánimo, en el que no se nota inclinación por la verdad, ni repugnancia por la
mentira. Se ha llegado así al confusionismo: y se aniquila el celo apostólico, que nos
mueve a salvar la propia alma y las de los demás, defendiendo con decisión la doctrina sin
atacar a las personas...
Se escucha como un colosal non serviam! (Ierem. 11, 20) en la vida personal, en la vida familiar,
en los ambientes de trabajo y en la vida pública. Las tres concupiscencias (cfr. 1 Ioann. 11,
16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de
lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de
riquezas. Toda una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales...
En una palabra: el mal viene, en general, de aquellos medios eclesiásticos que constituyen
como una fortaleza de clérigos mundanizados. Son individuos que han perdido, con la fe, la
esperanza: sacerdotes que apenas rezan, teólogos —así se denominan ellos, pero
contradicen hasta las verdades más elementales de la revelación— descreídos y
arrogantes, profesores de religión que explican porquerías, pastores mudos, agitadores de
sacristías y de conventos, que contagian las conciencias con sus tendencias patológicas,
escritores de catecismos heréticos, activistas políticos.
Hay, por desgracia, toda una fauna inquieta, que ha crecido en esta época a la sombra de la falta
de autoridad y de la falta de convicciones, y al amparo de algunos gobernantes, que no se han
atrevido a frenar públicamente a quienes causaban tantos destrozos en la viña del Señor.
Hemos tenido que soportar —y cómo me duele el alma al recoger esto— toda una lamentable
cabalgata de tipos que, bajo la máscara de profetas de tiempos nuevos, procuraban ocultar,
aunque no lo consiguieran del todo, el rostro del hereje, del fanático, del hombre carnal o del
resentido orgulloso...
El cinismo intenta con desfachatez justificar —e incluso alabar— como manifestación de
autenticidad, la apostasía y las defecciones. No ha sido raro, además, que después de
clamorosos abandonos, tales desaprensivos desleales continuaran con encargos de enseñanza
de religión en centros católicos o pontificando desde organismos para-eclesiásticos, que tanto
han proliferado recientemente.
Me sobran datos bien concretos, para documentar que no exagero: desdichadamente no me
refiero a casos aislados. Más aún, de algunas de esas organizaciones salen ideas nocivas,
errores, que se propagan entre el pueblo, y se imponen después a la autoridad eclesiástica como
si fueran movimientos de opinión de la base...
Por desgracia, se observan también en la Iglesia sitios —cátedras de teología, catequesis,
predicación— que deberían alumbrar como focos de luz, y se aprovechan —en cambio—
para despachar una visión de la Iglesia y de sus fines totalmente adulterados. Hijos míos, es
un grave pecado contra el Espíritu Santo, porque precisamente el Paráclito vivifica con su gracia y
sus dones a la Iglesia (Catecismo Mayor de San Pío X, n. 143), establece allí el reinado de la
verdad y del amor, y la asiste para que lleve con seguridad a sus hijos por el camino del
cielo(ibid.).
Confundir a la Iglesia con una asamblea de fines más o menos humanitarios, ¿no significa
ir contra el Espíritu Santo? Ir contra el Espíritu Santo es hacer circular, o permitir que
circulen sin denunciar sus falsedades, catecismos heréticos o textos de religión que
corrompen las conciencias de los niños, con enseñanzas dañosas y graves omisiones…
Errores y desviaciones, debilidades y dejaciones he dicho ya: y ahora —como siempre— el mal
se envuelve diabólicamente en paños de virtud y de autoridad: y así resulta más fácil que
se fortalezca y que produzca más daño. Porque aparecen gentes con una falsa
religiosidad, saturada de fanatismo, que se oponen desde dentro a la Iglesia de Jesucristo,
dogmática y jurídica, haciendo resaltar —con increíble desorden, cambiando por los del
Estado los fines de la Iglesia— lo político antes que lo religioso.
Todo coopera al desprestigio general de la autoridad eclesiástica y a que no se corrijan
con oportunidad y energía los desórdenes: los desatinos heréticos, la inestabilidad, la
confusión, la anarquía en asuntos de fe y de moral, de liturgia y de disciplina. A esta
situación la llaman algunos —defendiéndola— aggiornamento, cuando es relajación y
menoscabo del espíritu cristiano, que trae como consecuencia inmediata —entre otros
efectos— la desaparición de la piedad, la carencia de vocaciones sacerdotales o religiosas,
el apartar a los fieles en general — ya lo dije— de las prácticas espirituales. Y, por tanto,
menos trabajo en servicio de las almas, al paso que los eclesiásticos —al verse ineficaces— se
muestran desgraciados y abandonan el proselitismo, porque piensan que procurarán también la
infelicidad a otros...
No se relee sin gran dolor lo que San Pío X describió en su encíclicaPascendi, cuando exponía
las características del modernismo, que en ese documento definía como compendio de todas las
herejías. Todo aquello que entonces el Magisterio universal de la Iglesia intentó atajar con
penetrante visión y energía sobrenatural, aparecía ya con su enorme gravedad, pero era todavía
un mal relativamente limitado a algunos sectores. En nuestros días ese mismo mal —idéntico
en su inspiración de raíz y con frecuencia en sus formulaciones— ha resurgido violento y
agresivo, con el nombre de neomodernismo, y en proporciones prácticamente universales.
Aquella enfermedad mortal, antes localizada en unos pocos ambientes malsanos, y
contenida dentro de esas fronteras por prudentes medidas de la Santa Sede, ha alcanzado
aspectos de epidemia generalizada. Su extensión ha facilitado su virulencia y la
manifestación de efectos monstruosos en cantidad y en calidad, que quizá ni siquiera
hubiésemos podido imaginar ante los primeros brotes del modernismo.
Lo que inicialmente se mostraba sólo, aunque ya fuese muy grave, como la reducción de las
Verdades dogmáticas a la simple experiencia subjetiva, conservando algún matiz espiritual, se ha
degradado aún más: las hondas exigencias del alma —y aun las de la misma gracia divina—
quedan disueltas en la horizontalidad sin relieve de lo mundano: identificando el amor de
Dios con las aspiraciones o deseos más inmediatos del hombre-masa, sometido a los
determinismos de la planificación materialista y atea, y a la de los instintos animales.
La soberbia de la vida (I Ioann. II, 16) presenta su vanidad total en la exteriorización de
la concupiscencia de los ojos, ambición de poder y de bienes terrenos, sin mesura; y de
la concupiscencia de la carne,sensualidad sin freno y degradación libertina. Es como la
descomposición entera de un cuerpo, después de haber perdido el alma...
Si, para combatir eficazmente los males del modernismo, San Pío X —como de modo análogo
había hecho antes León XIII— señalaba, entre los más importantes remedios que urgía poner, el
fiel seguimiento de la filosofía y de la teología de Santo Tomás, es patente que ahora se
impone como nunca el estricto cumplimiento de esa disposición. Con el Motu proprio Doctoris
Angel ici, San Pío X traducía, en normas disciplinares concretas, lo que había sido una constante
recomendación de sus antecesores en la Sede de Pedro, desde el año 1325.
No me parece ocioso transcribir aquí algunas de las afirmaciones de ese documento
pontificio: se deben conservar santa e inviolablemente los principios filosóficos establecidos por
Santo Tomás, a partir de los cuales se aprende la ciencia de las cosas creadas de manera
congruente con la Fe, se refutan los errores de cualquier época, se puede distinguir con certeza lo
que sólo a Dios pertenece y no se puede atribuir a nadie más, se ilustra con toda claridad la
diversidad y la analogía existente entre Dios y sus obras.
Y añade: por lo demás, hablando en general, estos principios de Santo Tomás no encierran otra
cosa más que lo que ya habían descubierto los más importantes filósofos y Doctores de la Iglesia,
meditando y argumentando sobre el conocimiento humano, sobre la naturaleza de Dios y de las
cosas, sobre el orden moral y la consecución del fin último. Con un ingenio casi angélico,
desarrolló y acrecentó toda esta cantidad de sabiduría recibida de los que le habían precedido, la
empleó para presentar la doctrina sagrada a la mente humana, para ilustrarla y para darle
firmeza.
Los puntos más importantes de la filosofía de Santo Tomás no deben ser considerados como
algo opinable, que se pueda discutir, sino que son como los fundamentos en los que se asienta
toda la ciencia de lo natural y lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se
seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el
significado de las palabras, con las que el Magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados
por Dios. Por eso quisimos advertir a quienes se dedican a enseñar la filosofía y la sagrada
teología, que si se apartan de las huellas de Santo Tomás, principalmente en cuestiones de
metafísica, será con gran detrimento.
Así, entre otras determinaciones, San Pío X exhortaba: pondrán en esto un particular empeño los
profesores de filosofía cristiana y de sagrada teología, que deben tener siempre presente que no
se les ha dado facultad de enseñar, para que expongan a sus alumnos las opiniones personales
que tengan acerca de su asignatura, sino para que expongan las doctrinas plenamente
aprobadas por la Iglesia. Concretamente, en lo que se refiere a la sagrada teología, es Nuestro
deseo que su estudio se lleve a cabo siempre a la luz de la filosofía que hemos citado.
¡Cuánto dolor se hubiese ahorrado a la Iglesia y cuánto daño se hubiese evitado a las
almas, con la fiel obediencia a esos mandatos de San Pío X! Pido ahora a mis hijas y a mis
hijos, precisamente en este año en el que se conmemora el VII centenario de la muerte del Doctor
Angélico, que sigan delicadamente esas indicaciones de la Iglesia en el estudio y en la
enseñanza de la doctrina filosófica y teológica, seguros de que también así contribuiremos a que,
por la misericordia divina, las aguas vuelvan a su cauce...
LUIS EDUARDO LÓPEZ PADILLA
26 DE JUNIO DEL 2011
Fuente:
uncioncatolica.blogspot.com.es/2011/07/las-cartas-profeticas-de-las-tres.html
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