Dominación masculina y destino de lo femenino

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DOMINACIÓN MASCULINA Y DESTINO DE LO FEMENINO
Dominación masculina y destino de lo femenino
Lilia Esther Vargas Isla
RESUMEN.
El orden social de dominación-sometimiento entre hombres y mujeres data de
milenios atrás en la historia de la humanidad, y en la mayoría de las interpretaciones sobre sus
orígenes y causas, tradicionalmente realizadas por hombres, tal orden se ha atribuido a la
naturaleza. Desde entonces, los hombres se han considerado representantes de la especie
humana. También desde entonces, las mujeres fueron excluidas de la vida social y lo femenino
fue destinado a los espacios de lo mítico. Tales condiciones no pertenecen solamente a un
remoto pasado, y es necesario tenerlas en perspectiva como contexto para la comprensión de
las relaciones vigentes entre los sexos.
EL SISTEMA SOCIAL DENOMINADO “PATRIARCADO” o “cultura patriarcal” alude a un
orden cultural de dominio masculino sobre las mujeres, orden que se da por sentado,
que se supone acorde a una configuración naturalmente sexuada y jerarquizada de las
relaciones entre los sexos, y al que se asigna tan larga data, como la de la humanidad
misma. Pero sobre sus orígenes y causas hay diferentes posiciones teóricas, metodológicas
e ideológicas. Los estudios antropológicos, tradicionalmente realizados por hombres,
han interpretado todo rastro de antiguas culturas, con mentalidad masculina; los estudios
etnográficos, realizados a partir de hombres informantes, sencillamente han realizado
su trabajo escuchando, observando, explicándolo todo en tanto que hombres. Lo
masculino ha sido tomado como lo propio de la especie, como lo humano. Toda
presencia de las mujeres y lo femenino ha sido, cuando lo ha sido, mostrada como
meramente anecdótica o ha sido remitida a lo mítico y, salvo de esta manera, omitida
por innecesaria, por irrelevante, por obvia. La historia de la humanidad ha sido la
historia protagonizada y escrita por los hombres, y ello ha ejercido una influencia,
tácita o explícita, en todos los campos del conocimiento. La presencia de las mujeres en
ella, ha sido la “historia” de los ámbitos a los que se ha remitido a las mujeres y a lo
femenino. La historia no escrita de las exclusiones y de lo considerado ahistórico. En
ese sentido, la presencia de las mujeres en la historia ha dejado sólo tenues huellas,
presencias fantasmales y murmullos. A partir de determinadas concepciones de lo
femenino, los hombres han hablado acerca de las mujeres, se han inspirado en ellas,
las han representado de múltiples formas y les han atribuido grandes poderes, pero les
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quitaron la voz y la calidad de partícipes de la vida social. Por milenios y salvo
excepciones, las mujeres han sido lo que los hombres han querido que sean, las han
colocado donde han requerido que estén, han delineado y controlado sus destinos.
Teorías sobre la dominación masculina
El patriarcado, como sistema de dominación de los hombres sobre las mujeres, se ha
explicado y justificado con distintos tipos de argumentación. Es decir, sobre sus
orígenes y causas hay diferentes posiciones teóricas, metodológicas e ideológicas, por
lo que me planteo la necesidad de realizar un recorrido sobre ellas, a fin de someterlas
a un breve análisis.
Los efectos de la biología
En relación con las características y condiciones de vida de los primeros seres humanos,
muchos estudios antropológicos —que aquí se ejemplifican con uno de ellos—
parten de la hipótesis de que el homo sapiens es un individuo fuerte y agresivo,
dedicado a la cacería, lo que le da una mayor movilidad, dominio sobre su medio
ambiente y capacidad de exploración, así como la capacidad de proveer los principales
bienes de consumo, en tanto que la mujer de la especie es débil, dependiente, sedentaria y pacífica, a causa de su menor fuerza física y de las limitaciones impuestas por
la maternidad, y que, al estar confinada al refugio y sus cercanías, sólo participa en la
obtención de los bienes para la subsistencia mediante la recolección, como actividad más
local y secundaria. Según este punto de vista, a los hombres debe la humanidad la
evolución de la especie. A partir de su actividad, el cerebro de los hombres alcanza
mayor capacidad y se desarrollan más sus habilidades tecnológicas y artísticas, convirtiéndose en el autor, actor y de la magia, los mitos y los ritos sagrados y funerarios,
logrando un control creciente de su entorno natural y social y su dominio sobre las
mujeres. Al obtener y distribuir los bienes de consumo más valorizados, los hombres
suman poder a la fuerza física, establecen sociedades jerarquizadas y, también, una
psicología jerarquizada de los sexos. Edgar Morin propone al respecto:
Lo que emerge a través de la aventura cinegética de la hominización es una clase
de hombres solidarios, mientras que las mujeres siguen siendo una “capa” social
en la que la ayuda mutua se halla siempre subordinada a la fidelidad particular y
esencial a los hijos y, eventualmente, al macho. Surge, pues, una extraordinaria
diferenciación sociológica, que se acrecienta hasta convertirse en una clara
diferenciación cultural, entre la clase de los hombres y el grupo de las mujeres. Lo
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masculino y lo femenino desarrollarán cada uno por su lado su propia sociabilidad,
su propia cultura y su propia psicología, y la diferencia psicocultural agravará y
dará una mayor complejidad a la diferencia fisioendócrina [2000:79].
La perspectiva de estos estudios ha dado por sentado que el modelo de relación
dominación-sometimiento entre hombres y mujeres queda instaurado desde entonces,
y que, en sus caracteres fundamentales, sólo se ha ido reproduciendo hasta nuestros
días. Este tipo de teoría se supone histórica en tanto cronológicamente ubicada, es
decir, surgida en un periodo clasificado como “prehistórico” —previo a la historia
escrita—, posterior sólo al del predominio de los primates, antropoides y homínidos.
Sin embargo, es una teoría ahistórica de la dominación masculina en tanto que la
justifica con las diferencias de los cuerpos y sus funciones.
Las razones de la economía
Federico Engels hace un planteamiento distinto sobre el patriarcado. Basándose
principalmente en los estudios de Lewis H. Morgan, Engels no remite los orígenes
del sistema patriarcal a los de la humanidad. A partir de un análisis materialista de la
historia, plantea que su motor lo constituyen la producción de los medios de
subsistencia y la reproducción de la especie, es decir, el trabajo y la familia. A partir
de la clasificación de Morgan, señala tres grandes épocas para la historia de la
humanidad: salvajismo, barbarie y civilización, cada uno subdividido en etapas baja,
media y superior, relacionadas cada una de ellas con las formas de obtención de los medios para la subsistencia.
Durante la etapa denominada barbarie, el orden social está organizado bajo el
sistema de gens materna, que significa el reconocimiento, pertenencia y derecho de
herencia de los hijos por línea materna. Hacia la etapa superior de la barbarie y los
inicios de la civilización, con la domesticación de animales y el cultivo de tierras
irrigadas, la vida se facilita y se acumulan bienes que, junto con los medios para
producirlos, pasan a ser propiedad privada de los hombres. Pero los hombres no
pueden heredar sus bienes a sus hijos, así que consideran necesario abolir la filiación
y derecho materno de herencia, que en todo caso heredaba bienes de menor valor
económico, y se plantea entonces que todos los hijos pertenecerán a la gens o grupo
familiar de origen del padre. Con ello quedan abolidos la filiación femenina y el derecho hereditario materno, quedando sustituidos por la filiación masculina y el
derecho hereditario paterno. Esto representa, según Engels, la gran derrota histórica
del sexo femenino en todo el mundo (1972:75). Y como una necesidad de los hombres
derivada del nuevo régimen, puesto que quieren asegurarse de que es a sus hijos
biológicos a los que heredarán, surge la “familia” monogámica, que es en realidad la
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monogamia para las mujeres y que significa para ellas la exigencia de la fidelidad
sexual y la imposibilidad de disolver los lazos conyugales, conservando los hombres
el derecho a la infidelidad. Según Engels, esto representa el establecimiento de un
conflicto entre los sexos hasta entonces desconocido, la esclavización de un sexo por
el otro y el primer antagonismo y opresión de clases.
Una combinación de factores biológicos y económicos
Para Helen E. Fisher la pareja estable es rara en la naturaleza, por lo que hacen falta
condiciones especiales para que un macho llegue a viajar con una única pareja y la
ayude a obtener alimentos y a proteger a las crías. Sin embargo, plantea, la monogamia
para hombres y mujeres se establece tempranamente en la historia de la humanidad,
como una necesidad práctica de supervivencia. Argumenta que los primeros homínidos
bípedos eran nómadas, por lo que para cada hombre era imposible reunir y defender
los suficientes recursos como para varias mujeres e hijos, y que las mujeres debían
cargar a las crías, antes y después de nacer, durante los permanentes traslados. Sin
embargo, esta monogamia para hombres y mujeres como una necesidad de orden
práctico para hacer más probable la supervivencia, exigía estabilidad de las parejas,
apenas por el tiempo suficiente para que las crías salieran de la infancia.
Después, agrega, alrededor del 8 000 a.C., están ya establecidos el sedentarismo
y la obtención de bienes para la supervivencia con base en la agricultura y la cría de
animales, y ello constituye, señala, la piedra fundamental de la civilización occidental.
Junto con el sedentarismo, se afirma la monogamia, esta vez por razones económicas.
Las mujeres labran la tierra, los hombres cuidan de los animales. Es decir, los hombres
cuentan ahora con las mujeres para la producción de bienes, porque éstas ya no
deben ocuparse casi exclusivamente de trasladar a las crías. Pero alrededor del 3 000
a.C., se produce la invención del arado y, con ello, una revolución en las vidas de
hombres y mujeres y en las relaciones entre los sexos. Al respecto plantea:
Probablemente no hay una sola herramienta en la historia de la humanidad que
haya originado una revolución tan profunda en la vida de hombres y mujeres o
que haya estimulado la aparición de tantos cambios en los patrones humanos de
conducta sexual y en la concepción humana del amor, como el arado [1994:271].
Antes del arado, cuando la tierra se cultivaba con azada, las mujeres realizaban la
tarea de producir bienes básicos para el consumo, por lo que en muchas de esas
sociedades eran relativamente poderosas. Después, con el arado que facilitaba y
agilizaba la tarea pero que requería de mayor fuerza física, la labor del cultivo recayó
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en manos de los hombres. Con ello, las mujeres perdieron independencia, prestigio
social y libertad sexual. A partir de entonces, propone la autora, quedaron planteadas
las condiciones de la subyugación de las mujeres y de su vida sexual y social que, en
distintos grados y formas, se desarrollaron en Occidente. Respecto a cómo ocurrió
esto exactamente, y sobre la evolución de la subordinación femenina en el pasado de
Europa, menciona que han existido amplios debates durante los últimos cien años,
y hace un recorrido por las teorías modernas sobre el tema, señalando que en todas
ellas se puede encontrar la mención de la monogamia para las mujeres, para toda su
vida, y el establecimiento de relaciones jerárquicas entre los sexos. La lectura de la
autora se sintetiza de la siguiente manera:
Porque los pies de cada granjero estaban ahora metidos profundamente en la
tierra. Una mezcla de inmovilidad, funciones económicas asimétricas, monogamia
permanente, una incipiente sociedad de jerarquías, el florecimiento de la guerra y,
muy posiblemente, una peculiar combinación de testosterona y otros mecanismos
fisiológicos, pusieron en movimiento los sistemas patriarcales característicos de
las sociedades agrícolas. Con el patriarcado, las mujeres se convirtieron en una
propiedad que había de ser vigilada, guardada y explotada, lo que promovió el
desarrollo de preceptos sociales perversos a los que se alude colectivamente como
doble criterio moral o subordinación de la mujer. Estos credos fueron entonces
legados a todos nosotros [ibid.:281].
La condición del orden cultural
Aunque Claude Lévi-Strauss (1969) no se refiere específicamente a los orígenes del
sistema patriarcal, ni habla de dominación masculina, propone que la prohibición
del incesto constituye la fundación de lo humano, es decir, para él, el pasaje de la
naturaleza a la cultura. Utilizando como criterio metodológico el planteamiento de
que todo lo natural es universal y toda regla es particular y por lo tanto cultural,
encuentra que la única regla que tiene el carácter universal de lo natural es la
prohibición del incesto, entendida como reglamentación de la sexualidad. Es decir,
propone que el único ser vivo que reglamenta su sexualidad es el ser humano, y que
es ello precisamente lo que lo constituye en tal. A partir de esta teoría, desarrolla
ampliamente temas derivados, como las distintas relaciones de parentesco generadas
por las modalidades de determinación de lo que en las distintas culturas se han
considerado relaciones incestuosas, analiza y refuta las distintas propuestas
antropológicas que han explicado la universalidad de la prohibición del incesto a
partir de otros argumentos, propone una explicación la exogamia como organizador
de la circulación de las mujeres y la legitimación social de las relaciones de pareja
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mediante el ritual del matrimonio, la organización de la familia, y las causas de la
división sexual del trabajo.
Así, en la medida en que la circulación de las mujeres entre los hombres constituye
la exogamia, ésta es efecto de la prohibición del incesto, y tal prohibición es fundante
de lo humano, Lévi-Strauss implica en su propuesta que la sexualidad de las mujeres,
bajo el control de los hombres, es condición fundamental de la existencia misma de
la cultura.
Un producto histórico y simbólico
A partir de un análisis etnográfico y sociológico sobre la estructuración social y
subjetiva de los pobladores de la Cabilia (costa mediterránea de Argelia), cuyos
sistemas de pensamiento, comportamientos y discursos considera prototipos de la
modalidad paradigmática de falocentrismo y cosmología androcéntrica de las sociedades mediterráneas, Pierre Bourdieu analiza las estructuras históricas y la economía de
los bienes simbólicos que han determinado el orden de la dominación masculina en
toda sociedad. Bourdieu muestra que las relaciones entre los sexos han cambiado
menos de lo que una observación superficial podría hacer creer, se pregunta por los
mecanismos históricos responsables de la deshistorización y de la eternización relativas de
las estructuras de la división sexual y de los principios de división correspondientes (2000:8).
Al preguntarse sobre cómo es posible que se haya impuesto la dominación masculina
y cómo ésta ha sido soportada por las mujeres, señala que sólo es explicable como
efecto de la violencia simbólica que, amortiguada, insensible e invisible para sus propias
víctimas (ibid.:12), constituye una lógica de dominación compartida por dominador
y dominado, como una condición paradójica.
Para Bourdieu, el sistema de dominación es histórico pero no está particularmente
asociado a un periodo histórico, y encuentra una serie de invariantes que están más
allá de todos los cambios que haya podido tener la condición de sometimiento de las
mujeres en cada uno de ellos, por lo que se interesa en comprender los mecanismos
y las instituciones que han sostenido tales invariantes.
Propone también que el mundo simbólico humano se conformó de acuerdo a
una organización androcéntrica, en un periodo muy arcaico de la vida humana, lo
que conformó un inconsciente histórico. Hay que subrayarlo: no biológico y, antes que
psicológico, histórico, y por tanto susceptible de transformación a partir de la transformación de las condiciones históricas de su producción.
La organización androcéntrica a que se refiere Bourdieu no se limita a definir
significados para lo masculino y lo femenino como conjuntos de atribuciones
culturales asignadas a los cuerpos de hombre y de mujer, a la diferencia biológica de
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los sexos, sino a todas las cosas y actividades, sexuales en sí mismas o no, y que
construye el cuerpo como realidad sexuada y como depositario de principios de visión y de
división sexuantes (ibid.:22).
Para Bourdieu, la diferencia anatómica de los sexos es la justificación natural de la
diferencia socialmente establecida entre los sexos y, a partir de esta diferenciación
fundamental, se construye una cosmología que, bajo un sistema de categorías, opuestas
pero complementarias, ordenan el universo material y social y se naturalizan y
objetivan en los cuerpos, en los esquemas de pensamiento, en los mitos, en los
discursos y las prácticas, y, en un tiempo ancestral, fundan un inconsciente que,
apareciendo como parte de la “naturaleza” biológica y psicológica humanas, ha formado
parte fundamental de la constitución de subjetividades desde el desconocimiento
radical de sus determinaciones.
Una forma de organización social impuesta
Como una posición original y poderosa en sus fundamentos, Riane Eisler (1997)
muestra pruebas y destaca rastros del pasado remoto de la humanidad, del paleolítico
y especialmente del neolítico, y los interpreta, junto con otros antropólogos y
antropólogas, de manera coherente, sólida y distinta a como habían venido siendo
interpretados, y como periodos en los que las relaciones humanas eran radicalmente
diferentes a como se instauran después, en el sistema de dominación masculina.
Eisler reporta que en la década de los ochenta, bajo la dirección de James Mellaart,1
un equipo científico localizó dos sitios neolíticos que constituyeron un trascendental
descubrimiento arqueológico porque representaron la localización de una especie de
eslabón perdido entre el paleolítico y las posteriores edades del cobre y el bronce:
Catal Huyuk y Hacilar, en las llanuras de Anatolia, hoy Turquía. En ellos se encontraron
numerosas, inequívocas y variadas muestras de una religión ginocéntrica, es decir, de
adoración a la Diosa, y de una forma de organización construida en torno a un
principio femenino. Sobre estas culturas, la antropóloga Marija Gimbutas reporta
que no existen expresiones de actividad guerrera, hay total ausencia de rastros de
fortificaciones de protección de ataques enemigos y de daños causados por guerras.
Agrega que el testimonio arqueológico indica que el predominio masculino no era la
norma, que si bien había una división del trabajo, ello no implicaba superioridad de
un sexo sobre el otro, y que se trataba de sociedades no jerarquizadas, claramente no
patriarcales ni matriarcales, sí matrilineales, y en las que la participación de las mujeres
en toda la vida social, política, religiosa, deportiva y cultural, era igualitariamente
compartida con los hombres.
1
El Dr. Mellaart dirigió las excavaciones para el Instituto Británico de Arqueología en Ankara.
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También en la década de los años ochenta, y tras cincuenta años de búsqueda, el
arqueólogo Nicolás Platón realiza un verdadero hallazgo en la isla de Creta, sobre la
cultura minoica, perteneciente a la edad de bronce. Tal cultura se remonta al 6 000
a.C. Se trataba también de una cultura pacífica, con relaciones no jerárquicas entre
los sexos, con un gobierno no autocrático y que utilizaba cuatro tipos de escritura,
como lo atestiguan los vestigios encontrados: utensilios para la vida cotidiana, objetos
de alfarería en cerámica, múltiples producciones artísticas como joyas, miniaturas de
greda, mármol, hueso, cobre y oro, vasos rituales y estatuillas, frescos y restos
arquitectónicos de templos, altares, santuarios y tumbas, todos los cuales expresan
su concepción de la vida y su relación con la naturaleza.
Basándose, para el cálculo de la antigüedad, en las ya conocidas pruebas de
radiocarbono o C-14, y en nuevos métodos dendrocronológicos,2 la determinación
de las fechas ha dejado de consistir en meros cálculos y estimaciones. Así, el neolítico
y la revolución agraria que constituyó, ha podido ser ubicado entre el 9 000 y el 8 000
a.C., y, de acuerdo a la riqueza cultural encontrada en esas zonas y, sobre todo, en
Creta, hoy los orígenes de la civilización ya se remontan a milenios antes de lo que
hasta hace poco se suponía.
Estas culturas pacíficas que se extendieron en los fértiles valles mediterráneos de
la Europa sudoriental y las costas de Asia sudoccidental, no fueron sociedades ideales
o utopías, sino sociedades humanas reales, y en ellas, por milenios, como destaca
Eisler, Dios era una mujer. Los restos localizados en excavaciones de la zona, son
analizados e interpretados como “registros psíquicos” y testigos del temor que sentían
sus pobladores por los misterios de la vida y la muerte, y de la asociación de estos
misterios con la mujer. Todos estos rastros, plantea, están relacionados con la creencia
de que hay una sola fuente, una gran deidad femenina de la que manan las vidas
humana, animal y vegetal, que a su vez están integradas, formando parte de una
totalidad. Plantea que, visto a través de estos registros psíquicos primitivos, el temor
y el asombro ante los ciclos de la vida y el milagro del nacimiento, encarnado en el
cuerpo de la mujer, parece haber sido el tema central de los sistemas de creencias del
Occidente prehistórico.
Eisler cita, entre otros, los hallazgos realizados por el antropólogo André LeroiGourhan3 sobre conchas vulviformes de molusco, el ocre rojo en los sepulcros y las
figuras híbridas de mujer y animal —consideradas por otros autores como
monstruosidades— que son considerados como relacionados todos con una forma
de adoración a la vida, en la cual la mujer tenía un lugar central. Éstas son, considera
Eisler, las primeras manifestaciones de lo que después, ya en el neolítico, constituirá
2
La dendrocronología permite establecer fechas mediante la medición precisa de la antigüedad de los
anillos concéntricos que se forman en los troncos de los árboles.
3
En 1987, director del Centro de Estudios Prehistóricos y Protohistóricos de la Sorbona.
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DOMINACIÓN MASCULINA Y DESTINO DE LO FEMENINO
una compleja religión que venerará un principio femenino como manifestación de
naturaleza y de vida, que, dedicada al culto de la Diosa, sobrevivirá hasta periodos
históricos y que, aun desplazada, transformada y deformada, sigue presente en todas
las religiones actuales.
Pero alrededor del 4 000 a.C., estas pacíficas culturas comenzaron a ser invadidas
por los kurgos, bandas nómadas provenientes del nordeste asiático y europeo, y por
bandas semíticas de las regiones desérticas del sudeste de Asia, que trajeron consigo,
junto con sus dioses bélicos, una modalidad violenta de convivencia, una estructura
de dominio masculino y de estratificación y jerarquización de la vida social, una
mentalidad de autoritarismo y un interés centrado en el desarrollo de tecnologías
para la destrucción.
El proceso de dominación llevó siglos, pero fue implacable. Para el 1 100 a.C.,
dice Eisler, todo había terminado. Los grupos bélicos instauraron la cultura patriarcal
—que Eisler prefiere denominar androcracia— como una forma de organización
social caracterizada por la dominación, la jerarquía, el control, la guerra, la violencia,
la competitividad, la esclavización de hombres no guerreros, de las mujeres y los
niños, y la explotación de la naturaleza.
A partir de que se instauró el sometimiento de las mujeres y se empleó la fuerza
como forma de control social, fue necesario cambiar también los fundamentos que
sostenían el orden anterior. Los nuevos dioses, dioses masculinos, que “pedían” y
“avalaban” la invasión y la guerra —una basta cantidad de documentos, por ejemplo el
Antiguo Testamento, lo ponen en evidencia— debían imponerse también. Así, era
necesario acabar con la religión “femenina”, derrocar a la Diosa en todas y cada una de
sus presencias. Aunque este proceso también llevó siglos y se fue imponiendo en distintos
grados y modalidades, hoy podemos constatarlo en casi todas las religiones vigentes. A
partir de entonces, todas las formas de deidad femenina se eliminan o desplazan y
quedan convertidas en madres o esposas de los dioses, o bien, en diosas guerreras.
Un breve recorrido como éste, tiene el propósito de mostrar que hoy existen
lecturas distintas y hasta radicalmente opuestas sobre los orígenes y causas de los
lugares que han ocupado hombres y mujeres en sus relaciones, y que las lecturas
procedentes de la ciencia patriarcal, han deshistorizado —y adjudicado a la naturaleza
o a lo eterno y, por lo tanto, a lo socialmente inmodificable— el sistema de dominaciónsometimiento entre ellos. Y también tiene el propósito de precisar el contexto en el
que cobra sentido la “historia” de las mujeres y lo femenino. Porque a partir de la instauración del sistema de dominación, se inicia un proceso que conduce a la paradoja de
que lo femenino se disocie de las mujeres, para aparecer como una serie de representaciones del orden de lo mítico, lo sagrado o lo mágico.
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CULTURA Y TRADICIÓN
Destinos de lo femenino
De muchas maneras las mujeres son expulsadas de la historia y de la vida social pero,
como la Diosa ancestral, lo femenino sigue asociado a los misterios de la vida y la
muerte, y ello surge, de una manera u otra, en todas las culturas, a partir de imágenes
y representaciones poderosas y lejanas.
La imagen de lo femenino como poderoso, aparece en el panteón de la mayoría
de las culturas bajo la forma de diosa madre-virgen, es decir, tan poderoso que puede
engendrar dioses sin el concurso de lo masculino. Es así para las antiguas religiones
china, hindú, egipcia, céltica, para las de las culturas de la América prehispánica y
para la cristiana.
En relación con la forma como aparece el principio femenino en la cultura egipcia,
Mariam Alcira Alizade menciona el mito del ojo del dios Ra:
Es un ojo femenino y vagabundo que se le escapa al dios para pasear fugitivo por
el mundo. Cuando Ra lo reemplaza harto de esperar, la cólera del ojo es tan
intensa que para aplacarla Ra debe ponerlo sobre su frente. Bajo la forma de una
cobra hembra se transforma posteriormente en el símbolo de la potencia y de la
protección. Ella, también apodada “la lejana”, puede metamorfosearse en leona
furiosa y escupir fuego por sus ojos [1992:18].
La de la amazona es la representación de la mujer cazadora y guerrera, masculina,
feroz y autosuficiente, que encarna, para los griegos, el mundo opuesto a la cultura.
Sin fe ni ley ni hombre, vive en comunidades matriarcales y es la expresión del
salvajismo y la capacidad de destrucción del enemigo temido. Resulta muy significativa
la semejanza entre las características atribuidas por los griegos a las amazonas, y las
de las bandas de nómadas kurgas y semitas que invadieron a las culturas neolíticas,
semejanza que sugiere la idea de que la memoria colectiva recobrara en la amazona la
imagen amenazante de milenios atrás, sólo que desplazada a una figura femenina.
En cuanto a la imagen de la virgen, ella está en sí misma y más allá, en el ámbito
de lo imposible. Alizade dice:
Es la figura femenina ajena a la degradación. Sola conoce el bienestar y ejerce una
suerte de autoerotismo de sí, de sensualidad descarnada, de erotismo sin cuerpo...
Se disuelve con el estado de virgen el derecho ancestral de propiedad del hombre
sobre la mujer, el hombre no hará “suya” a una mujer, ella reivindica su pertenencia
a sí misma [1992:137].
En relación con otra de las representaciones temidas y odiadas de lo femenino y
citando a J. Michelet en La bruja, agrega:
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DOMINACIÓN MASCULINA Y DESTINO DE LO FEMENINO
La historia no parece haber conocido términos medios para considerar a la mujer.
En un extremo está la mujer adorada, la Sibila, la esfinge de Delfos ante quien
reyes y mendigos se posternan. Mil años después y en el otro extremo emerge la
bruja lapidada, deshonrada, infortunada, condenada a la hoguera, cazada como
bestia salvaje [1992:188].
La bruja medieval era la mujer transgresora porque buscaba el saber, y era
considerada maligna por sus pactos demoníacos y peligrosa por su seducción y su
erotismo sin freno. Mujer, demonio y carne son una y la misma cosa en la Edad
Media y, especialmente para la religión católica, en la bruja se reúnen, convirtiéndose
en la representación misma del mal.
La santa se encuentra en el otro extremo. En ella el cuerpo es tenue, el deseo se
sublima, las pasiones se controlan hasta desaparecer; lo terrenal se desvanece mientras
el espíritu se eleva más allá de lo humano.
Tales han sido algunos de los destinos de lo femenino y, desde tales imágenes
míticas, que representan un poder antagónico al de los hombres, se ha actuado en
consecuencia con las mujeres. Desde su expulsión de la historia, los hombres convertirán a las mujeres en sus musas, las pintarán, les dedicarán música y poesía,
emprenderán por ellas gestas y batallas, las amarán, temerán u odiarán pero, siempre,
a distancia. A la distancia necesaria para que no resulten amenazantes.
Y se decide que las mujeres de carne y hueso no pueden pensar, sólo saben sentir.
Los hombres determinarán qué deben ser las mujeres, dónde deben estar, qué deben
desear, qué pueden saber, las condenarán al silencio y la obediencia, las enclaustrarán
o denigrarán. El conocimiento no puede ni debe ser para ellas. Salvo a las prostitutas,
se les excluye de la vida pública. Sólo se les reconocen los espacios de la maternidad
y se les conceden los de la domesticidad, la privacidad y la emotividad. Su “historia”
será la historia de la vida privada, la del ámbito de lo que se pone a resguardo de la
mirada pública, el de la vida familiar, de lo íntimo, lo oculto y hasta lo secreto. Lo
privado será, en sus distintas acepciones, el espacio para relacionarse con las mujeres
y mantenerlas bajo constante control.
Toda la cultura patriarcal ha sido artífice y testigo de estos destinos. La historia de
las concepciones sobre lo femenino es, desde entonces y a pesar de todas las variaciones
que se producen con cada periodo histórico, una y la misma en lo fundamental, y
constituye una plausible explicación ante la pregunta acerca de las causas del temor
—al que se refieren varios autores— que los hombres sienten por las mujeres.
Georges Duby y Michelle Perrot apuntan:
Y ellas, ¿qué dicen ellas? La historia de las mujeres es, en cierto modo, la de su
acceso a la palabra. Mediatizada, en un principio y aún hoy, por los hombres que,
a través del teatro y luego de la novela, se esfuerzan por hacerlas entrar en escena:
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CULTURA Y TRADICIÓN
de la tragedia antigua a la comedia moderna, por lo general las mujeres no son
otra cosa que sus portavoces o el eco de sus obsesiones. Más que la emancipación
de las mujeres, la Lisístrata de Aristófanes o la Nora de Ibsen encarnan (con una
diferencia que permite la comparación e impide la asimilación) el temor que los
hombres sienten ante ellas [2000, I:24 y s.].
El psicoanálisis responde a la pregunta aludiendo al poder omnímodo que tiene
la madre durante los primeros años de la vida, y a la amenaza de castración que,
privada de pene-falo, ella representa. Pero tal vez, sólo tal vez, también porque en la
memoria colectiva se conserva un saber sobre el avasallamiento histórico de lo
femenino y la subyugación, exclusión y silenciamiento de las mujeres, que puede
alimentar la fantasía de una obscura amenaza de retaliación.
Por supuesto, es necesario reconocer que las cosas han cambiado significativamente
para las mujeres, y hasta podría decirse que mucho de lo dicho antes pertenece al
pasado o prevalece solamente en los textos sagrados y literarios. Pero a pesar de las
modificaciones que pueden observarse en muchos ámbitos de la vida de las mujeres
—en la de algunas de ellas en el mundo— hay un reducto altamente resistente al
cambio. Es, precisamente, el de los vínculos entre los hombres y las mujeres, espacio
en el que siguen operando los mitos. Mitos de lo femenino y lo masculino que
perviven en el imaginario social y toman cuerpo en las subjetividades. Mitos que no
pertenecen a un pasado remoto, que mantienen su presencia y vigencia en las
representaciones y significaciones que los hombres y las mujeres concretos asignan a
lo masculino y lo femenino, y que se convierten en realidades en la medida en que
operan en ellos, se reproducen en sus vínculos y determinan sus vidas.
Bibliografía
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