El Deseo y la duda - unesdoc

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Organización
de las Naciones Unidas
para la Educación,
la Ciencia y la Cultura
INVESTIGACIÓN Y PROSPECTIVA EN EDUCACIÓN/UNESCO
CONTRIBUCIONES
TEMÁTICAS
03
Mayo 2012
El deseo y la duda:
¿Motores de la creatividad y
la racionalidad?
Jean-Pierre Aubin
Georges Haddad
Profesor emérito
Universidad de París – Dauphine
Francia
Director
Investigación y Prospectiva en Educación
UNESCO
RESUMEN
Los seres humanos interactúan unos con otros adoptando un conjunto de
comportamientos que les permiten vivir en su comunidad y sostenerla. Entre ellos
figuran la creatividad y la racionalidad, dos facultades que son complementarias pero
revisten características muy distintas. Por una parte, la creatividad utiliza procesos
cognitivos inconscientes y se nutre del deseo de comprender nuestro entorno a través
de una nueva visión, un nuevo esquema de pensamiento. Por otra parte, la racionalidad
ofrece a los seres humanos la capacidad de hacer una selección entre esos nuevos
conocimientos a fin de escoger los que corresponden a la realidad y eliminar los que
son meros productos de la imaginación. La utilización simultánea de esas dos facultades
es la que permite progresar en la comprensión del mundo que nos rodea, sin ahogarse
en una multitud de hipótesis erróneas. Ahora bien, creatividad y racionalidad también
tienen un punto en común: estriban en la duda y la disidencia, y ponen en tela de
juicio las principales creencias, aunque a través de medios de expresión diferentes.
Así, animadas por el deseo y la duda, sentimientos inherentes a todo ser humano, la
creatividad y la racionalidad están en el centro de la exploración y la comprensión de
la realidad humana.
ISSN: 2310-4694
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C
uando nace, el niño hereda un conjunto de
comportamientos legados por la filogénesis que
actúan como operadores del tipo “si…, entonces…”:
si percibe tal manifestación de su entorno, responde
de tal o tal manera. Se trata de comportamientos inducidos por
los mecanismos de impronta etológica descubiertos por Konrad
Lorenz.
Entre esos comportamientos figuran los más fundamentales
para la supervivencia de un organismo, por una parte, y para
la supervivencia de la especie (tratándose de las especies
sexuadas), por otra parte. Esta última exigencia requirió como
mínimo comportamientos sociales de coordinación colectiva
para que los futuros genitores pudieran encontrarse. Todos los
organismos han creado sus propios sistemas de comunicación
semióticos para que la colectividad de que forman parte
pueda crecer y prosperar.
Los comportamientos del organismo transforman el entorno,
ya sea físico, biológico, social o cultural, consumiendo recursos,
por ejemplo, y produciendo desechos. Todo comportamiento
parece estar asociado a un “contracomportamiento” (en
una situación simplificada en la que nos limitamos a las
dicotomías). Un mismo comportamiento puede ser viable a
corto plazo y nocivo a largo plazo si, entretanto, no se genera
un contracomportamiento para restablecer la viabilidad.
La utilización simultánea de un comportamiento y de su
exacto contracomportamiento podría conducir a un equilibrio,
o sea, un inmovilismo contrario al metabolismo que rige los
procesos vitales, exploradores pero perezosos, oportunistas
pero conservadores; y miopes, si se abandona el principio
teleológico arraigado en el cerebro humano apto para pensar
y actuar en función de metas que se asigna a sí mismo.
Los seres humanos heredaron naturalmente esos
comportamientos y, en particular, los que consisten en creer y
obedecer para vivir y hacer vivir a la comunidad (la “sociedad”)
a la que pertenecen, adaptándose a su entorno.
Desde la aparición del área cerebral de Wernicke durante la 27ª
semana de su gestación, los seres humanos adquirieron una
facultad cognitiva original, la de “pensar” y, desde la del área
de Broca, la capacidad de utilizar el lenguaje para comunicar
e intercambiar “pensamientos”. Sin olvidar la compleja
facultad de razonar y, en particular, de “matematizar”, o sea,
racionalizar, ya que etimológicamente “razón” se deriva de
“ratio”, el cociente (aunque los banqueros utilizan los ratios de
modo tan irrazonable). Si nacen locuaces, los seres humanos
nacen también matemáticos y, por ende, racionales.
Así pues, tanto el verbo como el número se convirtieron a la vez
en el mejor y el peor de los elementos: el mejor, para elaborar
planteamientos racionales en busca de verdades, el peor, para
mentir, mediante una utilización perversa del discurso y las
estadísticas.
En efecto, el lenguaje y las matemáticas lo cambiaron todo. El
cerebro humano ha recurrido a ellos para concebir metáforas
que permiten comprender un fenómeno observado en el
entorno, asociándole un pensamiento ya adquirido y validado
para explicarlo. Según Pierre Janet, el lenguaje permite la
manifestación de la conciencia, pensamiento interno gracias
al cual los seres humanos pueden escucharse a sí mismos y,
según Julian Jaynes, la conciencia es el relato de la percepción
de la acción realizada, la parte del lenguaje que se utiliza como
metáfora para comprender un fenómeno del entorno, ya sea
físico, biológico, social o cultural. Explica que la conciencia
no es la reactividad, no interviene en los fenómenos de
percepción. Es inútil en la acción, e incluso, la entorpece.
No interviene tampoco en los actos consistentes en hablar,
escuchar, leer o escribir. No registra la experiencia. No es
partícipe del aprendizaje, que permite juzgar o pensar. No es
ahí donde reside la razón.
La comprensión traduce la impresión de familiaridad, ya
sea individual o colectiva, innata o adquirida previamente
mediante la educación, impresión a raíz de la cual se
forja la íntima convicción de haber comprendido un
estado del entorno con ayuda de una metáfora.
La comprensión va de la intuición de una metáfora, esa
experiencia global hecha de una fusión de destellos que evoca
la de los místicos y poetas y es inmediata porque se imprime
en la mente y puede recordarse fácilmente, al razonamiento,
que exige reflexión, argumentos, etapas y teorías, o sea,
actuaciones sobre los pensamientos. Abarca desde la “visión
de la mente” (geistige Auschauung), característica del
romanticismo alemán, hasta la “razón” del Siglo de las Luces.
Así fue, probablemente, como aparecieron las metáforas,
entre los conceptos culturales y las deidades que las
“personificaban” bajo la forma de héroes, titanes, tótems,
animales, quimeras, otras creaciones imaginarias y
animales compuestos asociados a conceptos compuestos.
Los griegos, y posteriormente los gnósticos, multiplicaron las
metáforas entre conceptos abstractos y deidades. Esas fueron
las primeras etapas del largo camino hacia la abstracción, de la
que la humanidad puede sentirse tanto más orgullosa cuanto
que apenas ha progresado en el ámbito de la moral, tanto
individual como colectiva.
Esas deidades, al convertirse en símbolos de elementos
culturales imaginarios, aunque muy “vivos”, contribuyeron
a la formación del pensamiento abstracto antes de
que la aparición de la escritura permitiera materializar
esos elementos culturales y hacerlos menos volátiles.
La comprensión de las metáforas sigue evolucionando,
nunca entendemos del todo. La sensación de satisfacción
que produce la comprensión de una metáfora es efímera
y constantemente cuestionada por la adecuación de los
conocimientos a la adaptación al entorno (del que éstos forman
parte). La comprensión es un deseo que, al consumarse, hace
que el placer se desvanezca hasta que surge otro deseo y se
reinicia la búsqueda.
El malestar así generado suscita nuevos interrogantes que
conducen a buscar metáforas más sofisticadas, cuya validación
esté más asegurada. Ahora bien, hay que provocar ese
malestar, lo que los científicos se arriesgan a hacer mediante la
experimentación sistemática, cuando los ideólogos lo evitan y
se limitan a la evocación de un pensamiento mágico.
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Entre los comportamientos y contracomportamientos
cognitivos de los seres humanos figura la pareja creatividadracionalidad. Lo que distingue la creatividad de la racionalidad
es el uso de procesos cognitivos inconscientes.
El papel de la regulación cerebral global a través de las
hormonas es mayor en la creatividad que en la racionalidad, que
recurre en mayor medida a los neurotransmisores. Hormonas
y neurotransmisores son proteínas, a menudo similares, que
sirven de mensaje entre un emisor y un receptor, aunque su
función es diferente. En el caso de las hormonas, el receptor
está alejado del emisor y el ritmo de circulación es lento. Las
sinapsis que separan las neuronas presinápticas (el emisor) de
las postsinápticas (el receptor) miden menos de un micrón y
la propagación del impulso nervioso a través de las neuronas
es extremadamente rápida. El predominio de la acción de
las hormonas en el proceso de creatividad contribuye a las
manifestaciones emotivas que lo acompañan.
Según parece, la creatividad es una disposición previa al
lenguaje, o más bien “paralela”, ya que el cuerpo calloso,
que es una especie de cable de neuronas, comunica los dos
hemisferios cerebrales: el izquierdo, que está especializado en
el procesamiento analítico y alberga las zonas de Wernicke y
Broca, dedicadas al pensamiento y al lenguaje, y el derecho,
que es experto en el procesamiento global (holístico) de la
información a través de mecanismos de reconocimiento de
formas. El cuerpo calloso permite la colaboración permanente
entre ambos hemisferios, y es precisamente su sección en
los epilépticos lo que llevó a descubrir la lateralización, un
fenómeno bien estudiado en la actualidad.
Podría arriesgarse la hipótesis de que la lateralización del
cerebro humano induce una lateralización cognitiva de los
procesos de invención en la que el hemisferio izquierdo se
especializaría en la racionalidad (consciente), asociada a la
facultad lingüística de los seres humanos, mientras que el
hemisferio derecho seguiría ocupándose de la creatividad
filogenética. En la producción de nuevos conocimientos
convergirían procesos de creatividad y racionalidad. Podría
decirse con fines ilustrativos que el hemisferio derecho (el
creativo) propone y el izquierdo (el racional) dispone al clasificar
los nuevos conocimientos de manera más razonada y lógica. En
este proceso, la creatividad afloja el freno de la razón para dar
libre curso al instinto y al pensamiento mágico. Nada hay de
terrible en ello, siempre que se consiga pisar a tiempo el freno
de la razón para discernir lo verdadero (en sentido matemático)
o validable (por experimentación) en el cajón de sastre
de los saberes imaginarios. Estos comportamientos “agoantagónicos”, según la terminología de Elie Bernard-Weil,
pueden alternarse con rapidez o presentarse paralelamente,
por lo que resulta difícil distinguirlos. Incluso en matemáticas,
las demostraciones de aspecto racional también son fruto
de procesos creativos y exploratorios, aunque lo habitual es
silenciarlos y ocultar sus motivaciones, ¡cuando son estas lo
más interesante!
La creatividad y la racionalidad no son procesos continuos,
activos en todo momento. Por el contrario, la creatividad se
manifiesta de manera brusca y discontinua, solo en periodos
de hiperactividad relativamente breves y psicológicamente
agotadores, cuando el descubrimiento accede a la conciencia a
través del lenguaje, ya sea formal (como las matemáticas) o no.
La creatividad es las más de las veces la culminación de un largo
proceso de maduración, de una fase inconsciente de latencia
y consolidación. La creatividad pasa a primer plano cuando la
reflexión, por inercia, lleva a los límites de la comprensión y se
hace necesario encontrar una nueva dirección, una nueva vía,
una nueva manera de ver, desviando la mirada para despejarla.
Este deseo oportunista de inventar sin conocer por adelantado
el provecho que pueda sacarse de ello no se enseña, solo
puede detectarse, reconocerse y alentarse. La creatividad
surge de comportamientos exploratorios que se desvían de la
norma. La racionalidad entraña procesos mucho más lentos,
rigurosos y frustrantes, mientras que la creatividad busca eludir
caminos trillados.
En cada nivel de organización de la vida los organismos
se comunican entre ellos. Las proteínas comunican con las
proteínas, los seres humanos hablan entre ellos. Los mensajes
que circulan entre emisores y receptores utilizan todo tipo de
señales. Pueden ser elementos del medio ambiente, el entorno
físico, la biosfera o los medios semiótico, lingüístico y cultural:
iones y cationes, hormonas, feromonas, neurotransmisores,
señales bioquímicas intracelulares o emitidas entre las células
de los tejidos celulares y orgánicos, señales olfativas, sonoras,
visuales, ultrasónicas, cinéticas, relatos y textos, imágenes
y películas, y la lista es larga. De la semiótica molecular al
lenguaje y la escritura, de los circuitos de neurotransmisores
al habla y la escritura, la vida se despliega en un océano de
diálogos, o más bien de “multílogos”.
El lenguaje no solo ha servido para comunicar, con uno mismo y
los demás, sino también para componer relatos y perennizarlos.
El hombre ha introducido en el entorno componentes
culturales para adaptarse a él y comprenderlo mejor. Desde
que, a partir de los nueve meses, los niños señalan con el dedo
objetos que suscitan su interés mientras miran a sus padres
para comprobar que también los perciben, los seres humanos
no dejan de comparar sus percepciones y reflexiones en busca
de consenso. Los niños también nacen con la facultad de
instruir: educan a sus padres al tiempo que son educados por
ellos. Este es un buen ejemplo de retroacción.
¿Y si la realidad fuera el consenso que un grupo social
atribuye a un conjunto de pensamientos e interpretaciones
del entorno circundante? El lenguaje permite comprobar si las
metáforas de cada miembro son consensuales, vocablo que
viene del latín cum sensualis, comunidad de sentimientos y,
en general, de pensamientos. Así definida, la “realidad social”
no es un concepto absoluto, sino relativo a un grupo social
determinado, en evolución constante y cada vez más rápida,
una especie de función cuya variable sería el grupo social.
Sin consenso social no hay realidad social, este es el sentido
del título de la obra de Ernest Kahane La vie n’existe pas
[La vida no existe]. Para una sociedad reducida a la persona de
Ernest Kahane la vida sí existe, el autor ha dedicado muchas
páginas a asegurárnoslo, pero efectivamente no para el
conjunto de los biólogos, que no han alcanzado un consenso
en torno a la noción de vida.
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Esta definición chocará a los racionalistas, pues sitúa en el
mismo plano a grupos de fanáticos religiosos o políticos y a
grupos de científicos “racionales”. La realidad social difiere,
pero ello no implica que un grupo sea más racional que otro.
El flogisto tuvo existencia real para cierto grupo, pero ha
dejado de tenerla. Este es otro problema de validación de las
metáforas compartidas por un grupo social.
La racionalidad y la creatividad se asientan en la duda y la
disidencia, en el cuestionamiento de las convicciones que
conforman lo que los anglosajones denominan “mainstream”.
La actividad creadora se manifiesta a través de intuiciones,
como la actividad artística. La actividad racional, que reivindican
filósofos y científicos, le impone orden al clasificar los aspectos
fácticos, técnicos y cuantitativos. La actividad racional crítica
busca elementos regulares, los ordena y los articula, analizando
sus articulaciones, etc.
La racionalidad debe rechazar los problemas mal planteados
aplicando una especie de agnosticismo cognitivo, para utilizar
la excelente fórmula de Thomas Huxley. Debe rehusar en la
medida de lo posible la intervención de entidades míticas en
el control de variables que no pueden aprehender, como los
genotipos, los códigos culturales y el “mercado”. Los inversores
obedecen ciegamente a esta deidad contemporánea
convencidos de que siempre tiene razón, que la “mano
invisible” de Walras se ha convertido en la mano segura de esta
nueva deidad, sin percatarse de que no oye sus plegarias sino
que reacciona a sus actos. El cientifismo, que preconiza el uso
exclusivo de la racionalidad, tampoco escapa a esta condición
mágica, pues rechaza la duda, que está en la raíz misma de
la racionalidad. Así, por ejemplo, la teoría matemática de la
optimización (intertemporal) se utiliza de manera impropia
cuando se supone que un responsable de adoptar decisiones
conoce lo que es bueno y lo que es malo, por una parte, y el
futuro, por otra, por lo que es capaz de idear de entrada la
mejor decisión en el mejor de los mundos. Si bien es cierto
que esta técnica matemática propone metáforas válidas para
la ingeniería general y de control, e incluso para describir
ciertos comportamientos humanos, ¿es posible aplicarla a la
teoría de la evolución biológica para justificar ciertas formas
de creacionismo que resurgen bajo la engañosa denominación
de “diseño inteligente”? De ser así cabe esperar que, para
responder a las incertidumbres del momento, se rehabiliten la
astrología, la alquimia, la teoría del flogisto, la brujería y demás
quimeras. Concebir una “inteligencia” no humana dotada
de comportamientos humanos es una muestra inconsciente
de arrogancia, pues tal inteligencia ha sido creada a nuestra
imagen para dirigir un mundo que no entendemos.
Los seres humanos, con su capacidad de creer y obedecer,
tienden por naturaleza a conformarse a los consensos. Y
cuando no, hay sumos sacerdotes, inquisidores, profesores,
autoridades constituidas y, de ser necesario, fuerzas del orden,
que cooperan para mantener el estado de consenso entre
individuos que conforma la realidad de un grupo social. Pero este
consenso es cuestionado por profetas, sabios, contestatarios y
otros rebeldes contra el orden establecido. Aunque constan
casos de profetas convertidos en sumos sacerdotes, de sabios
que se hacen profesores y de revolucionarios que acceden al
poder e imponen una nueva ideología, el camino opuesto está
mucho menos transitado.
Esta afirmación debería convertirse en el principio de una
“termodinámica social”, por analogía con el segundo principio
de la termodinámica, relativo a la irreversibilidad de ciertos
procesos, que enunció Sadi Carnot, hijo de Lazare Carnot,
el gran “organizador de la victoria” de los sans culottes del
año II gracias a sus innovaciones militares, físico genial, autor
del Éloge de Vauban y admirador del poeta persa Saadi, cuyo
nombre puso a su hijo para rendirle homenaje.
¿El motor de la evolución de los seres humanos no es acaso
la forma última del deseo? Tres ideogramas Qiu(2) Zhi(1) Yu(4)
(求知欲), buscar, saber, deseo, bastan a los chinos para
resumir, en una fórmula tan concisa como comúnmente
utilizada, lo que nosotros entendemos por curiosidad, aunque
una curiosidad voluntaria y siempre insatisfecha. Pero se
necesita otro motor para comprender el mundo: la duda,
que es el contracomportamiento del deseo. La duda y la
desobediencia ponen en cuestión los pensamientos heredados,
modificándolos por suma, sustracción o combinación diferente
de otros pensamientos, lo que exige importantes esfuerzos
cognitivos.
Quitarle el velo a Isis, que se jactaba de que ningún mortal
lograría hacerlo, desvelar (la aletheia de Parménides) una
“naturaleza a la que le gusta esconderse”, como decía
Heráclito, consiste en partir de la percepción de un objeto que
suscita múltiples interpretaciones o de un concepto polisémico
por sus muchas propiedades, y a continuación dudar y superar
muchas vacilaciones antes de atenuar o despejar tímidamente
algunas de ellas para encontrar lo que hay de común en ellas.
Según Condillac, las nociones abstractas no son más que ideas
formadas con lo que tienen en común varias ideas particulares.
¿Acaso el concepto de “divinidad” no sigue siendo hoy para
muchos la metáfora última de lo no comprendido, el símbolo
de lo inexplicado? Los sabios intentan conquistar poco a poco
su territorio, pero a ritmo tan lento que este dios tiene grandes
probabilidades de seguir siendo eterno.
→→ L os autores agradecen a Jean-Pierre Kahane sus observaciones
y sugerencias.
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