El presente texto se reproduce con fines exclusivamente

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Indicaciones y materiales para la enseñanza de la Constitución
Departamento de Derecho Político. UNED
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes,
para su uso por parte de profesores y alumnos
en el ámbito de la enseñanza de la Constitución
Antonio López Pina, Ignacio Gutiérrez Gutiérrez, Elementos de Derecho público,
Marcial Pons: Madrid/Barcelona, 2002.
Extractos
I. Parte I (“Desenvolvimiento histórico del Estado constitucional”)
del Capítulo II (“Poder público y orden social: aproximación histórica”), págs. 47-60.
La idea contemporánea de Constitución (...) no es unívoca. Sobre las tres grandes
corrientes espirituales, políticas y sociales del largo siglo XIX elaboró García-Pelayo
(...) una significativa tipología de los conceptos de Constitución (...) El concepto
racional-normativo parece tener mayor relevancia para el Derecho constitucional actual
(...)
La Constitución misma es la creadora del orden político, da vida a sus instituciones (...)
La Constitución así concebida resulta por principio intangible, como expresión de la
razón capaz de encauzar la vida; sólo podría reformarla quien la ha hecho, pero ese
sujeto histórico concreto desaparece con su obra: la Constitución sólo deja tras de sí
poderes constituidos, sujetos a ella. Ahora bien, ante la evidencia de la Historia (que
aparece así en el marco de este concepto), algunas Constituciones del momento optan
por racionalizar su propia revisión en unos procedimientos rígidos, que dotan de
estabilidad al texto constitucional, pero no impiden su modificación. En ausencia de
tales determinaciones, se acabará entendiendo no que la Constitución es intangible,
sino, como ocurrió a lo largo del siglo pasado, que cualquier Ley puede modificarla.
Mas esto último sólo puede ocurrir apoyándose en una concepción diferente de
Constitución, no puramente racional.
En efecto, en Europa la soberanía no era atribuida al pueblo, sujeto específico del
contrato social, sino a la Nación, que es una entidad ideal de textura histórica. La fuente
de autoridad de los representantes de la Nación en el Parlamento no es la Constitución,
sino la Nación misma: cualquier Ley tiene tanta autoridad como la propia Constitución,
y por ello puede reformarla. Esa permeabilidad de la soberanía a la Historia se refleja
asimismo en el reconocimiento doctrinario de la soberanía compartida de las Cortes con
el Rey, que aprueban la Constitución y a los que la propia Constitución encomienda
aprobar las Leyes. La Constitución limitará el poder presupuesto de las Cortes, que
representan a la Nación, o el del Rey, legitimado por el llamado principio monárquico;
pero no podrá oponer fuerza alguna frente al acuerdo de ambos. La Constitución queda
concebida como una Ley más, cuyo cometido específico es la ordenación de los poderes
del Estado, pero que ellos mismos, mediante acuerdo, pueden alterar. Frente a la noción
formal de Constitución como norma suprema, aparece una noción material, como norma
que regula el funcionamiento de los órganos del Estado y sus relaciones recíprocas. Su
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contenido ya no se vincula a la preservación de los derechos naturales del hombre,
porque tampoco son éstos el fundamento del Estado, sino la Nación.
Por lo demás, la Constitución racional-normativa, concebida en el marco ideológico de
los intereses de la burguesía, encierra dentro de sí una verdadera Constitución
sociológica (...) Todo su sistema está, en su concreto desenvolvimiento histórico y con
independencia de la perenne validez de los principios, al servicio de los intereses de la
burguesía. La Ley es votada por un Parlamento elegido mediante sufragio censitario; el
poder judicial se reserva a la burguesía. Los derechos considerados naturales son, junto
con la libertad religiosa, la libertad individual (habeas corpus) y de contratación, la
propiedad y la herencia; la seguridad, que es condición del comercio libre, se proyecta
de este modo sobre los intereses económicos y vitales de la burguesía; la libertad y la
igualdad se realizan plenamente sólo en cuanto condición formal de las relaciones de
mercado. La pretendida no injerencia del Estado presupone una intervención inicial para
consolidar como derechos privados las posiciones de poder económico e ideológico;
sólo después se abandonan las relaciones sociales a su libre desenvolvimiento, en el que
se imponen los sujetos con mayor poder real, mientras la renuncia al Estado-providencia
desampara a aquéllos a los que la libertad deja más indefensos e inseguros. El libre
juego social produce no equilibrio, sino desigualdades de hecho, y da lugar a una
sociedad de clases en cuanto se toma conciencia de la alienación. La Sociedad dejada a
su libre deriva no llega, en fin, al orden racional, sino que se predispone a un conflicto
de enormes costes.
La concreta constelación de intereses y problemas que subyace a la época del Estado
liberal de Derecho se pone de manifiesto desde mediados del S. XIX y hasta la II
Guerra Mundial. La perspectiva del conflicto se mostró en ese tiempo más fructífera y,
en cualquier caso, más ajustada a la realidad que la de la integración. Cada vez que las
tensiones estallaban, el capital prefería renunciar a los principios, forzando al Estado
para que asegurara ante todo el orden social necesario para el mantenimiento y la
expansión de los beneficios. Esa es la experiencia que cabe extraer de la imposición del
totalitarismo nazi o fascista y de los llamados regímenes autoritarios (Linz). De su
fracaso surge el Estado constitucional que nos es familiar, cuyo elemento determinante
es el postulado del Estado social (de Cabo).
Ya desde un principio, el Estado liberal no se limitaba a garantizar la propiedad privada
y la libre empresa, sino que suplía ciertas deficiencias estructurales del orden natural
con una acción subsidiaria en servicios generales (educación, beneficencia) y en el
desarrollo de las infraestructuras básicas, realizando una llamada política de fomento
para impulsar la economía nacional. Con el tiempo, se ve obligado a corregir
desigualdades materiales que, por ser directamente contrarias a la estabilidad del
modelo económico, no son compatibles con el seguro y pacífico desenvolvimiento del
orden social del que surgen. El Estado social (...) abandona así la pretensión de
neutralidad frente a la posición que el orden social asigna al hombre individual, y se
encomienda la tarea de procurar a cada uno un mínimo de condiciones materiales que le
permitan el disfrute efectivo de los derechos en sociedad: es lo que se conoce como
procura existencial, especialmente merced a una política fiscal (ingresos y gastos)
redistribuidora y a la dotación de servicios públicos universales (...) La propiedad y la
libre empresa, que sustentan la economía de mercado, se subordinan a los intereses de la
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economía general definidos públicamente, y se otorgan a los poderes públicos medios
de acción específicos para lograrlos (...).
Este género de acción del Estado sobre la Sociedad sólo es posible si dispone de cierta
autonomía frente al orden económico capitalista y si se otorga alguna primacía a la
política sobre la economía. Los modos de acceso al Estado de bienestar han sido
diferentes (...). Históricamente, las primeras medidas de política asistencial son
propiciadas por el conservador Bismarck en torno a 1.880, con una cierta Monarquía
social en la que la Administración asume tareas paternalistas en el marco del Estado
liberal. La vía alternativa es la democracia, esto es, el logro del Estado social a través de
la presión de las organizaciones y partidos de raíz obrera, que pactan su integración
política a cambio de prestaciones sociales. Con la creciente influencia de los
Parlamentos contemporáneos y con la extensión del sufragio se incorpora al Parlamento
el conflicto de clases (...). Se impone así la convicción general, no sin haber ensayado
antes el capital una crisis del parlamentarismo que desembocó en una guerra, de que la
mayoría social está en condiciones de compensar la presión de los intereses económicos
(...).
Las Constituciones de posguerra operan así como un pacto de clases, que al mismo
tiempo permite poner en pie el Estado social y limita el poder del Parlamento,
asegurando la pervivencia de elementos básicos del orden social y económico capitalista
(...) Ello determina el desarrollo de las garantías de la supremacía constitucional en
términos que resultan sustancialmente ajenos al constitucionalismo decimonónico. La
rigidez de la Constitución asegura que sus modificaciones respondan a la voluntad de
los mismos grupos que intervinieron en el pacto constituyente (...). La nueva
jurisdicción constitucional controla a las mayorías parlamentarias, que ya no se suponen
expresión de una nación homogénea, sino que representan a los grupos concretos
dominantes en cada legislatura. Pero, como cualquier juez, asume igualmente la tarea de
actualizar el contenido de las normas que aplica, en este caso la Constitución, en
función de las nuevas circunstancias, renovando permanentemente el contenido del
pacto constituyente de acuerdo con el desenvolvimiento sólo relativamente autónomo
del Derecho.
II. Apartado 1.4 (“La sujeción del legislador a los tribunales”)
del Capítulo III (“Creación y aplicación del Derecho”), págs. 81-86.
Para comprender las modificaciones de sentido que han afectado en los últimos dos
siglos al principio de constitucionalidad es preciso remontarse a la Declaración de
Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En su art. 16 afirma que “toda sociedad
en la que los derechos fundamentales no están establecidos ni la separación de poderes
garantizada carece de Constitución”. La llamada precisamente Monarquía constitucional
redujo en el siglo XIX la operatividad de ambos principios a la reserva de Ley: la
intervención del poder ejecutivo en los derechos fundamentales debe ser autorizada por
el Parlamento mediante una Ley previa. El legislador de la época, por cierto, podía
autorizar la intervención administrativa en los derechos con entera libertad; en cuanto
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representante de los ciudadanos titulares de los derechos, disponía sobre ellos como
sobre cosa propia. Ello, que excluye naturalmente todo control sobre la Ley, concordaba
con el art. 6 de la propia Declaración, que proclama la Ley como expresión de la
voluntad general, pero algo menos con los arts. 4 y 5, que imponen ciertos límites a la
Ley misma justo en el momento de reconocer el principio de legalidad.
El principio de constitucionalidad en sentido estricto, que permite el control de la Ley
con la Constitución como parámetro, desarrolla el Estado de Derecho. En efecto, si éste
postula la limitación del poder a través del Derecho, se llega ahora hasta el extremo de
limitar jurídicamente al legislador e imponerle el control de los Tribunales,
especialmente para que aquél respete también los derechos fundamentales. Ahora bien,
para ello es preciso asumir que la Constitución recoge la voluntad de un poder superior
al del legislador parlamentario, y se imputa su creación al mismo pueblo. Por eso la
teoría de la jurisdicción constitucional va indisolublemente ligada a la doctrina
democrática del poder constituyente, que costosamente se perfila al hilo de las
convulsiones del parlamentarismo liberal. Y también por ello la tarea de reformar la
Constitución queda diferenciada de la que es propia del legislador: la Constitución, que
debe ser rígida, sólo puede ser actualizada por el propio pueblo. Todo ello era
inconcebible en el momento en que dominan las teorías de la soberanía compartida del
doctrinarismo o, más aún, el principio monárquico.
Para articular el principio de constitucionalidad convergen la bisecular experiencia
americana con las que se originan en Austria en 1920 y en Italia y Alemania tras la
Segunda Guerra Mundial. Pero las tres deben ser diferenciadas.
En los Estados Unidos, la superioridad de la Constitución se desprende de un
razonamiento jurídico-práctico al que es forzado el aplicador del Derecho, encargado de
construir en cada caso la coherencia del ordenamiento jurídico. El presupuesto básico
consiste en considerar la Constitución no como una mera ordenación de los actores del
proceso político estatal, sino como una norma jurídica susceptible de ser aplicada, al
igual que cualquier otra Ley. En caso de contradicción entre la Constitución y otra
norma cualquiera, incluidas las Leyes aprobadas por el Congreso, el juez Marshall
entiende, ya en 1803, que la Constitución debe primar como norma superior, por ser su
creación imputada al pueblo. Mediante el sistema de recursos (...), tal inaplicación
singular puede convertirse en jurisprudencia sentada de manera estable por el Tribunal
Supremo. En cualquier caso, el solo hecho de que la esclavitud fuera abolida
tardíamente, y no ciertamente a través de una decisión del Tribunal Supremo, sino de
una guerra civil, muestra hasta qué extremo están alejados los criterios de normatividad
que entonces operaban y de legitimidad que ahora se atribuyen a aquella experiencia.
Debe observarse también que, en la práctica, el control del Tribunal Supremo sobre el
legislador no adquirió verdadero relieve hasta que se exacerbó frente a la política
reformista del New Deal, impulsada como respuesta a la crisis de 1929 en una dirección
próxima a lo que hoy conocemos como Estado social; se utiliza entonces el principio de
constitucionalidad como freno de las reformas políticas y sociales. Hay que esperar a las
Administraciones demócratas de los años sesenta, y con un amplio movimiento popular
a sus espaldas, para registrar cierto activismo judicial a favor de los derechos civiles.
La segunda tradición relevante parte de un problema de teoría del Derecho, el que
plantea la determinación de la validez de las normas jurídicas. Según la construcción
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kelseniana, cada norma funda su validez en el hecho de haber sido aprobada por el
órgano declarado competente por una norma de rango superior y de acuerdo con los
procedimientos previstos en ella. El problema teórico fundamental se plantea,
ciertamente, al suspender la cadena en un punto, que Kelsen sitúa en la Constitución,
por encima de la cual es preciso postular la célebre norma hipotética fundamental. Pero
será necesario también que un Tribunal pueda comprobar si la Ley ha sido
verdaderamente aprobada de acuerdo con el régimen de competencias y los
procedimientos constitucionalmente previstos. Tal tarea no es la de aplicar el Derecho al
caso concreto; el Tribunal Constitucional es más bien un legislador negativo que, en su
caso, desaprueba la Ley (...) La noción de Constitución como límite procedimental de la
Ley lleva, por ejemplo, a entender las violaciones de los derechos contenidos en la
Constitución como inadecuaciones del procedimiento; esto es, se anula la Ley
simplemente porque no ha seguido el procedimiento adecuado para suprimir los
derechos, que sería el de reforma de la Constitución (...).
La tercera raíz del principio de constitucionalidad prende en Italia y Alemania tras la
Segunda Guerra Mundial, y se extiende a Portugal, España o Grecia tras el ocaso de los
respectivos regímenes dictatoriales. Nace de un problema político de primera magnitud.
En efecto, son sociedades que, por razones históricas complejas, no han sabido destilar
la cultura política necesaria para que funcionen adecuadamente los principios políticos
del Estado constitucional, para que la tensión entre legislador y derechos fundamentales
se resuelva en una garantía efectiva de estos derechos, de la democracia y de la división
de poderes. Ello se pone de manifiesto de modo dramático, primero en Roma y a
continuación bajo la Constitución de Weimar; tras Auschwitz, la tradicional
desconfianza hacia el poder, incluso hacia el democráticamente legitimado en su origen,
cobra dimensiones radicalmente distintas a las conocidas, y del mismo modo se piensa
en nuevos modos de limitarlo. La incapacidad de estas sociedades para sustentar el
Estado democrático de Derecho es suplida mediante la juridificación de los procesos
políticos; la Constitución normativa aparece como sucedáneo de los principios políticos
del Estado constitucional, sustituidos por el principio jurídico de constitucionalidad.
Su articulación práctica, con algunas variantes, es la del modelo kelseniano, pero las
diferencias sustantivas son evidentes. Se trata, ciertamente, de garantizar la supremacía
de la Constitución sobre la Ley, el principio de constitucionalidad. Pero, en primer
lugar, también se incorpora la noción americana de Constitución, que supera su mera
identificación como límite de la Ley y la impone como norma directamente aplicable,
en particular en cuanto reconoce a los ciudadanos ciertos derechos. Ello fuerza un modo
de concebir la relación entre Constitución y Ley radicalmente distinto, marcado por el
valor de la jurisprudencia que emana del Tribunal Constitucional como intérprete
supremo de la Constitución; esta jurisprudencia forma con la Constitución un cuerpo
único, algo que tendrá enorme transcendencia en la vida efectiva del ordenamiento
jurídico. Y, sobre todo, la Constitución quiere garantizar frente al legislador no la
integridad de unos procedimientos, sino unos contenidos valorativos que se identifican
precisamente con los derechos fundamentales, y que se proyectan sobre todo el
ordenamiento jurídico. Al efecto, es relevante que en España como en Alemania se haya
instaurado un recurso específico para la tutela de los derechos que amplía el ámbito de
la jurisdicción constitucional más allá del control de las Leyes.
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Cabe considerar el elenco de competencias de la jurisdicción constitucional española
como síntesis histórica de los procesos aludidos. En particular, el control de
constitucionalidad de la Ley, a instancia de ciertos actores políticos o de cualquier juez
que estime que la Ley aplicable al caso es inconstitucional, y la garantía de ciertos
derechos constitucionales a través del recurso de amparo, suponen la plena consagración
del principio de constitucionalidad (...) A la luz de la práctica efectiva de la jurisdicción
constitucional, la Constitución, y especialmente los derechos consagrados en ella, han
cobrado un nuevo sentido (...).
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