Muías, hatajos y arrieros en el Michoacán del siglo XIX Gerardo Sánchez DIH-Uniuersidad Michoacana A la memoria de Salvador Díaz Espinoza (.1900-1983) La arriería, eficaz medio de transporte El oficio de la arriería fue hasta el siglo pasado uno de los pilares más importantes de la econo­ mía mexicana. Por ese medio las mercancías lle­ gaban hasta los rincones más apartados del te­ rritorio nacional; gracias a los arrieros, los ha­ bitantes de las tierras frías podían intercambiar productos con los de las zonas cálidas y costeras. De esa forma, las muías y los burros, como ve­ hículos de transporte, eran el motor del movi­ miento comercial y origen de numerosas fortunas. El conjunto de animales que se utilizaba en el traslado de mercancías se conocía como recua o hatajo si se integraba por bestias mulares, o se le daba el nombre de chinchorro si era conforma­ do por burros; “el término viene del muy castizo ‘chinchorrerío’ que significa pesadez, aflojeramiento, lentitud, características muy apropia­ das de los sufridos animales, tan útiles como me­ nospreciados”.1 El hatajo lo integraba un grupo de cincuen­ ta o sesenta muías, manejadas en grupos de diez en diez que eran controladas por un número de­ terminado de arrieros; en algunas ocasiones el número podía ser mayor, pero nunca llegaba a pasar de doscientas. Por lo general los arrieros eran cuidadosos con sus muías y era raro ver a éstas lastimadas;2 ya no representaban única­ mente una inversión de capital, sino un medio de trabajo que dejaba grandes ganancias.3 Por otro lado hay que hacer notar que “una muía no olvi­ da por mucho tiempo los malos tratam ientos... cuando se hace arisca y pateadora es peligrosa para el que la maneja”.4 Los hatajos y chinchorros cargados de mer­ cancías eran considerados los eslabones que unían la economía regional con el mercado nacional, pudiendo afirmarse que la arriería no sólo cons­ tituía un gran negocio para quienes se dedicaban a esa actividad en forma directa, sino que de ella se desprendieron muchas actividades que se de­ sarrollaron a sus expensas, sobre todo la talabar­ tería, la fustería, la fabricación de jarcias, la he­ rrería, etc. El florecimiento de mesones y fondas a lo largo de los circuitos comerciales dependió en gran medida del tránsito de los arrieros. Algunos impresores pueblerinos también hacían su agos­ to con la impresión de estampitas y oraciones a San Pedro, protector de caminantes y arrieros, sin contar las numerosas canciones y grabados de corridos famosos o versos satíricos que tam­ bién se vendían como pan caliente, en los merca­ dos frecuentados por los arrieros.5 Los hatajos El hatajo podía estar conformado por distintas clases y colores de muías, todo dependía quien fuera el dueño. Un caso que resulta interesante, en este sentido, es el de Francisco de Velarde, “El Burro de Oro”, rico hacendado del occidente michoacano de quien se cuenta que en uno de sus frecuentes viajes a Guadalajara “se encontró con una magnífica recua de cincuenta magníficas muías, todas ellas alazanas; encantado por aquel hermoso conjunto, se encaró con el que la hacía de jefe y trató de comprarlas, mas el arriero, a pesar de las tentadoras ofertas, se negaba a ven­ derlas; molesto Velarde le preguntó por el dueño de las muías, a lo que el arriero contestó ‘pos la mera verdá mi amo, yo no sé cómo se llama mi patrón, sólo sé decirle que lo conocemos como el Burro de Oro’, lo que ocasionó una fuerte car­ cajada del patrón y que el atribulado arriero reci­ biera un montón de pesos fuertes”.6 Se dice que el hacendado algunas veces llegó a comprar mulas de sus propias recuas. Sin embargo la fuerza, el tamaño y color de las muías no era un obstáculo para que algunas no fueran mañosas, si no se tenía la precaución de que recibieran desde el principio una buena formación. En su fase de preparación requerían de una seyera vigilancia, de lo contrario podrían adquirir modales no muy satisfactorios para sus futuros conductores,7 por eso “se les daba un tra­ tamiento especial en el espinazo a base de m asa­ jes y fomentos para endurecérselos y evitar que se les hiciera pando; y por fin calzarles adecua­ damente sus herraduras; entonces estaban lis­ tas para ingresar al transporte organizado de carga a gran distancia”.8 De no ser así podían adquirir las mañas de tirar la carga, o de conver­ tirse en echonas. Entre otros modales que apren­ dían las muías, y de los que amargamente se que­ jaban los arrieros, eran los de aquellos animales llamados zorreros “que al estarlos cinchando in­ flaban tanto la panza que al ponerse en camino y volverla a su estado normal les quedaba flojo el aparejo, se les corría y se les desnivelaba la carga a los pocos pasos. Pero como para uno que madru­ ga hay otro que no se acuesta, los arrieros sabían el remedio para ese mal. . . y consistía en que cuando estaban listas para cinchar, uno de aque­ llos le daba un fuerte piquete en las verijas; ante el inesperado y repentino estímulo el animal echaba un fuerte pujido y fruncía la panza, mo­ mento que aprovechaban para trincarle la tarria a su máximo, burlando así la astucia de la zorre­ ra; además se demostraba el principio de que pa­ ra todo hay cataplasmas sabiéndolas aplicar”.9 Por otro lado, cuando alguno de los animales por cualquier insignificante motivo o por simple eu­ foria primaveral empezaba a corretear o a echar reparos tratando de liberarse de la carga, el re­ medio resultaba muy simple y sólo bastaba con ponerle entre los tercios un sobornal de cualquier cosa para que la bestia volviera a lo suyo que era caminar y caminar dejando sus juegos para cuando terminara la jornada. En la memoria de los viejos arrieros siempre estaban presentes los correctivos para cada anomalía que se presenta­ ra en el hatajo. Las muías de silla recibían una formación distinta: se amansaban al igual que los caballos, aunque su educación requería de menos esmeros; los jinetes se contentaban con que fueran obe­ dientes, tuvieran buena rienda y andadura, cuali­ dades que dependían directamente del am ansa­ dor, ya que de no tener ese cuidado podían resul­ tar respingonas y testarudas, situación que era un constante peligro para el montador.10 Dentro del hatajo la yegua caponera desem­ peñaba un papel muy importante, ya que de ella dependía en gran medida el buen funcionamien­ to de la recua durante los recorridos. “La capone­ ra era siempre la que iniciaba la marcha y nin­ gún animal se atrevía a ponerse en camino antes que ella; primero se podían morir en serie los arrieros que pretendieran tal cosa. Pero una vez comenzando a andar, entre pujidos, empellones y atropellamientos aquella columna animal iba tomando cierto acomodo, que en todos los viajes era el mismo; lo que resultaba era un grupo de bestias muy pegaditas a la yegua, y éstas eran las consentidas, y en el camino se encontraban cerca de ella, las demás marcharían en un acostum­ brado lugar de la recua”. 11 Una vez que los arrieros conocían las cos­ tumbres de las muías les era muy fácil localizar a alguna de ellas, estableciendo una clasificación que les ayudaba a mantener una mayor vigilan­ cia, se llamaban rezagadas a las que se quedaban atrás, galvanas a las que iban en medio y chiquiadas a las de adelante que viajaban junto a la caponera. Se daba el caso de que si la yegua mo­ ría en el trayecto de algún viaje, el deceso era muy sentido por las muías, ya que se negaban a acep­ tar, durante algún tiempo, otra que les diera ór­ denes, con las consabidas consecuencias para los hatajadores. El personal que conducía los hatajos lo cons­ tituían el mayordomo que era el dirigente, el que mandaba, aunque no siempre fuera dueño de al­ gunas muías; el hatajador cuya función era la de ir siempre a la vanguardia de la recua dirigiendo la yegua caponera, también tenía los encargos de conseguir pastura para los animales, y de prepa­ rar los alimentos para sus compañeros; le se­ guían los sabaneros que aparte de ajuaratar las muías antes de la salida se encargaba de llevar­ las al potrero al terminar la jornada; era obliga­ ción de todos participar en la carga y descarga de las bestias.12 El arriero, por su origen, era casi siempre hijo de otro arriero o gañán de alguna hacienda en la que existían o se ocupaban varios hatajos. Un autor del siglo XIX nos hace saber que “el arriero es charlatán y mentiroso como todo vi­ viente que ha viajado, aunque en sus incursiones sólo haya tenido contacto con muías, comercian­ tes y mesoneros”.13 Por lo general el carácter del arriero reflejaba también el de los animales con los que lidiaba; podía ser violento y recio si era conductor de muías, o apacible si manejaba a pa­ cíficos jumentos; esto no quiere decir que nunca renegara de las hazañas y la flojera del chinchorro. Un viajero inglés que recorrió nuestro terri­ torio en la primera mitad del siglo pasado nos des­ cribe la calma con que caminaban los arrieros y sus hatajos, pero que para la incomunicación de aquel tiempo eran los únicos portadores de las novedades que sucedían en otros lugares.14 La vestimenta del arriero generalmente se formaba de un cotón de manta, sin cuello, con la manga hasta el puño, calzón de la misma tela, muy ajustado a las piernas, atado a la cintura por el clásico ceñidor azul o rojo, todo dependía del gusto. El atuendo, que se complementaba con la pechera de cuero, a veces llevaba gabán de la­ na; también era muy indispensable el uso de rodi­ lleras o “calzón de cuero” abierto a media pierna para evitar raspaduras al descargar; el sombrero era de ala ancha; algunos traían zapatos o botas de vaqueta, otros, los menos ricos, apenas usaban guaraches muy simples.15 Las mercaderías Eran muy variadas las mercancías que se tras­ ladaban de un lugar a otro gracias a la arriería: fundamentalmente azúcar, aguardiente, almi­ dón, arroz, ajos, anisado, alpiste, café, cacao, cal, camarón seco, cebada, cominos, frijol, garbanzo, harina, oro, plata, ropa, vaquetas y vinos.16 De la Costa y Tierra Caliente de Michoacán salían añi­ les, arroz, cueros, frutas, plátano pasado, queso y sal. Los arrieros del occidente michoacano sa­ caban productos agrícolas y ganaderos de todos los pueblos comarcanos y los depositaban en va­ rios mercados dentro y fuera del Estado. Los arrieros zamoranos y de Purépero a me­ diados del siglo XIX hacían incursiones al cen­ tro y norte del país llevando garbanzo, piloncillo, sebo, lana y cueros; ese negocio reportaba varios miles de pesos en ganancias.17 Destacaban tam­ bién los arrieros cótijeños que en ese tiempo trafi­ caban con 1 300 muías transportando mercan­ cías a Jalisco, Guanajuato, México y Veracruz.18 Algunos viajaban a Tabasco, de donde volvían con cargamentos de cacao que distribuían en los principales mercados del centro y occidente del país.19 De la hacienda de La Huerta, ubicada en el municipio de Apatzingán, los arrieros tierracalenteños sacaron en 1866, 1 820 arrobas (20 930 kgs) de queso que se vendieron en Uruapan, Morelia, Colima, Guadalajara, San Luis Potosí, Chi­ huahua y el Paso del Norte; también trasladaron cargamentos de arroz, añil y piloncillo a Morelia, La Piedad, México y Guadalajara. En cambio introdujeron a la región sarapes, mantas, velas, papel de oficina, clavos, herramientas agrícolas y zapatos.20 Los arrieros de Ario de Rosales y La Huacana, por lo general, también se dedicaban al tras­ lado de los productos agrícolas de las haciendas a Pátzcuaro, Morelia y algunos pueblos de Gue­ rrero, aunque algunos se ocupaban como flete­ ros de los productos del diezmo, ganando dos rea­ les (25 centavos) por cada carga que trasladaran a las bodegas que se tenían instaladas en la cabe­ cera parroquial.21 A mediados del siglo XIX, existían en la Tie­ rra Caliente alrededor de 3 810 muías dedicadas al transporte de productos agrícolas de las ha­ ciendas de la Pastoría, Araparícuaro, Santa Ifigenia y La Orilla. Para el último tercio del siglo el número de muías en la misma región se había elevado a 4 170, además se registraban 525 bu­ rros destinados al transporte. Las recuas produ­ cían anualmente 24 028 pesos por fletes en tanto que los burros daban una entrada de 7 896 pesos.22 En el siglo pasado, Cotija era considerada como el centro más importante de la arriería em­ presarial ya que “llegó a haber cerca de doscien­ tos hatajos que salían ordinariamente cada seis meses para comerciar con distintos lugares, prin­ cipalmente con Veracruz, Tabasco y Chiapas. Algunas veces se pasaban a Guatemala y a otros países de Centroamérica”.2;i Desde la víspera de la partida la población se ponía en movimiento, se armaba un gran barullo, animales y arrieros pululaban por las calles, el alboroto se prolonga­ ba toda la noche, hasta la madrugada del siguien­ te día, cuando “a las cuatro de la mañana se cele­ braba la misa, misa de despedida, se daba la ben­ dición con el Santísimo y al canto del Alabado co­ menzaban a partir los hatajos cargados, entre besos, lágrimas y bendiciones de los que se iban y los que se quedaban”.24 De esa forma principiaban los largos viajes, en los que los arrieros se enfrentarían a mil pe­ nalidades, a los malos y polvorientos caminos, a los rigores del clima, pero sobre todo a las ban­ das de asaltantes que en algún lugar espiaban a los arrieros para quitarles el dinero, mercan­ cías, o incluso la vida. Por tal motivo los hatajos siempre partían al mismo tiempo, los arrieros debían ir bien armados, previamente encomen­ dados a la sombra de San Pedro a quien invoca­ ban antes de salir: Líbrame Pedro divino por tu caridad y amor hoy salgo al camino gran apóstol del Señor. Cuando ya al camino salga y me asalte un malhechor ahí tu nombre me valga en el nombre del Señor. La oración generalmente se llevaba en el sombrero o en alguna bolsita colgada al cuello como reliquia, y era muy usual que toda la fami­ lia la rezara arrodillada antes de partir.25 Los asaltos eran muy comunes en todos los caminos, pero sobre todo en las regiones serranas de Pátzcuaro, Uruapan y la Tierra Caliente, como lo atestigua la señora Calderón de la Barca que re­ corrió esos parajes, a mediados del siglo pasado.26 La vida de los arrieros, en sus largos reco­ rridos por caminos pedregosos o llenos de lodo, no era nada envidiable; dichos sufrimientos queda­ ron plasmados en las canciones am eras tal como se ve en la siguiente estrofa del “Camino Real de Colima”: Tomo la pluma en la mano para escribir en el mar los trabajos que pasé por ese camino camino real. A pesar de eso, los arrieros no pueden ser concebidos sin el gusto por los refranes y los can­ tos populares que entonaban por el camino; era como imaginarlos sin sus hatajos de bestias.27 Las jornadas comenzaban al despuntar el día y terminaban entre las dos o tres de la tarde. Los parajes de descanso estaban señalados por costumbre en los poblados, en el campo o en los mesones establecidos a lo largo del camino; casi siempre a la misma hora arribaban las recuas que transitaban por una misma ruta. La primera operación consistía en descargar los animales; una vez hecho eso se les quitaba el aparejo, luego se les revisaba el lomo para ver si no habían su­ frido alguna raspadurá o pasmada, si así era, se procedía a practicar la curación con salmuera caliente a veces mezclada con algunas yerbas de la farmacopea arrieril. Una vez desmantelada la recua se llevaba a un potrero cercano en donde pastaría y descan­ saría durante la noche. Si no había pastura fres­ ca había que conseguir rastrojo; “el pago por este servicio al mesonero era propiamente su negocio con los arrieros, pues el techo que ofrecía a ellos y sus mercancías no costaba nada; no sucedía así con los viajantes a los que se les vendía el hospe­ daje, la comida y el forraje para sus animales.”28 Durante la noche, los arrieros acostumbra­ ban contar sus aventuras, a veces llenas de fan­ tasía; muchos platicaban que habían visitado París, Londres, o China, de los que decían mil maravillas ante los embobados curiosos que los escuchaban.29 Al amanecer, después de haber dado una competente ración de maíz a las muías, los arrieros iniciaban de nuevo el desfile de sus hatajos. En la década de los ochentas del siglo XIX, la arriería michoacana empezó a decaer debido al tendido de las primeras vías férreas; muchos arrieros cotijeños empezaron a quedar sin cham­ ba y no les quedó otro camino que vender sus mulas para dedicarse a otras actividades. Muchos enfilaron para la Tierra Caliente a meterse de ganaderos y comerciantes, de esa forma los pue­ blos de Buenavista, Tepalcatepec, Aguililla y Coalcomán se vieron invadidos por los Morfín, Mendoza, Guízar, González, Valencia, Ochoa, etc., quienes, según uno de sus paisanos, fueron los introductores del “progreso y la civilización” a la región ya que “hasta construían o reparaban iglesias. . . al mismo tiempo que se enriquecían, aumentaban el comercio de su tierra natal y pro­ pagaban la civilización cristiana”.30 Sin embargo, lo cristiano y civilizado no fue un obstáculo para que con el tiempo se con­ virtieran en voraces usurpadores de la región, en cazadores de “indios ignorantes” para quedar­ se con sus tierras.11 Al decaer la arriería en los Altos del Estado, la única región en donde siguió rigiendo esta ac­ tividad fue la Costa y la Tierra Caliente; el creci­ miento de la producción arrocera en Lombardía y Nueva Italia hizo que se concentraran los hata­ jos en esa región de donde se trasladaban gran­ des volúmenes del producto a la estación ferro­ viaria de Uruapan, inaugurada en 1899.32 Para 1900, solamente 5 363 personas en todo el Estado se dedicaban al oficio de la arriería, la mayoría se ocupaban de transportar los produc­ tos agrícolas de las haciendas a las estaciones del ferrocarril o los diversos centros que confor­ maban el mercado regional.33 Finalmente podemos decir que la arriería no constituyó únicamente el origen de las grandes fortunas que amasaron unos cuantos con base en la especulación comercial, sino que es también una fuente importante del folklor y del conoci­ miento de la geografía y los recursos naturales de nuestro país. Los arrieros no transportaron úni­ camente mercancías, sino que también fueron portadores de buenas y malas nuevas; a veces también ocuparon un papel muy importante en los movimientos revolucionarios de la indepen­ dencia, la resistencia republicana durante las invasiones francesa y norteamericana y en la revolución de 1910 ya que proporcionaban infor­ mes de los movimientos del enemigo. La arriería también fue un medio de trabajo y de vida no sólo para quienes se dedicaron a ella, sino para todos los que tuvieron alguna relación con el transporte organizado de la producción mediante recuas, hatajos y chinchorros. Y, como dice el viejo refrán, arrieros somos y en el camino andamos. . . NOTAS 1. Urzúa Orozco, Roberto, “El Camino Real de Colima siglo XIX” en Trilogía Histórica de Colima, Colima s/e, 1979 pp. 56-57. 2. Ruxton, George, Aventuras en México, México, Ed. El Caba­ llito, 1974, p. 92. 3. Leal, Juan Felipe y José Woldenberg, La clase obrera en la his­ toria de México. Del Estado liberal a los inicios de la dictadura porfirista,México, Siglo XXI, 1980, p. 66. 4. Baca, Cástulo, Cría de muías, México, Imp. de la Secretaría de Fomento, 1914, p. 29. 5. Ortiz Vidales, Salvador, La arriería en México. Estudio folkló­ rico, costumbrista e histórico, México, Ed. Botas, 1941, p. 173. 6. Cerda Hernández, Bertha G., Francisco de Velarde. El Burro de Oro. Un hombre y su época, México, Librería de Manuel Porrúa, 1975, p. 83. 7. Baca, Cástulo, op. cit., p. 29. Véase, Anónimo, El cuidado de las muías, s.p.i., pp. 2-4. 8. Urzúa Orozco, Roberto, op. cit., p. 65. 9. Ibid.t p. 64. 10. Rincón Gallardo, Carlos, El libro del charro mexicano, México, Ed. Porrúa, 1977, pp. 45-46. 11. Urzúa Orozco, Roberto, op. cit., p. 57. 12. Rivera, José María “El arriero” en Los Mexicanos pintados por sí mismos. México, Imprenta de Murguía, 1854, pp. 153-154. 13. Ibid., p. 150. 14. Ruxton, George, op. cit., p. 95. 15. Rivera, José María, op. cit., p. 152; Roberto Urzúa Orozco, op. cit., p. 67. 16. Ortiz Vidales, Salvador, op. cit., p. 178. 17. Piquero, Ignacio, “Apuntes para la Corografía y la Estadística del Estado de Michoacán”, Boletín del Instituto Nacional de Geografía y Estadística, Tomo I, No.5, México, Tipografía de R. Rafael, 1849, p. 88. 18. Ibid., p. 89. 19. García, Crescencio, “Noticias históricas, geográficas y estadís­ ticas del Distrito de Xiquilpan, formadas por el prefecto. .. en 1873“. Boletín del CERM Lázaro Cárdenas de Jiquilpan. Oc­ tubre de 1978, p. 19. 20. Sánchez Díaz, Gerardo, Una hacienda michoacana en el con­ cierto económico de México en el siglo XIX. Ensayo que se pu­ blicará próximamente. 21. Archivo “Manuel Castañeda” (Casa de Morelos), Diezmos, Leg. 891. Diezmatorio de La Huacana. Cuentas del manejo de don Joaquín Jaurrieta 1850. 22. Sánchez Díaz, Gerardo, El suroeste de Michoacán. Estructura económico-social 1852-1910. Tesis para optar al título de Maes­ tro en Historia de México, UNAM, 1982, pp. 531-532. 23. Romero Vargas, José, Cotija, cuna de trotamundos, México, Ed. Progreso, 1973, pp. 152-153. 24. Ibid., p. 53. 25. Ortiz Vidales, Salvador, op. cit., p. 175. 26. Calderón de la Barca, Madame, La vida de México durante dos años en ese país, (Col. Sepan Cuantos No. 74) México, Ed. Porrúa, 1978, p. 370. 27. Ortiz Vidales, Salvador, op. cit., p. 162. 28. Urzúa Orozco, Roberto, op. cit., p. 62. 29. Rivera, José María, op. cit., pp. 150-152. 30. Romero Vargas, José, op. cit., p. 327. 31. Sánchez Díaz, Gerardo, op. cit., pp. 332-333. 32. Cusi, Ezio, Memorias de un colono, México, Ed. Jus, 1969, pp. 26 y 132; Mauricio Magdaleno, Cabello de elote, (Col. Escrito­ res Mexicanos No. 85), México, Ed. Porrúa, 1966, p. 44. 33. Censo General de la República Mexicana. El Estado de Mi­ choacán, 1900, México, Imprenta y Fototipia de la Secretaría de Fomento, 1905, p. 279.