Teorías críticas del Estado y la disputa por la educación superior en

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National Autonomous University of Mexico
From the SelectedWorks of Marion Lloyd
June, 2014
Teorías críticas del Estado y la disputa por la
educación superior en la era de la globalización
Marion Lloyd, National Autonomous University of Mexico
Imanol Ordorika, National Autonomous University of Mexico
Available at: http://works.bepress.com/marion_lloyd/25/
TERCERA ÉPOCA
VOLUMEN XXXVI
NÚMERO 145
Ángela Victoria Vera, Jorge Enrique Palacio y Luceli Patiño
Población infantil víctima del conflicto armado en Colombia
Lara López Hernáez y Antonia Ramírez García
Medidas disciplinarias en los centros educativos: ¿suficientes contra el acoso escolar?
Ángel Alberto Valdés, Etty Haydeé Estévez y Agustín Manig
Creencias de docentes acerca del bullying
María Cristina Núñez, Chantal Biencinto,
Elvira Carpintero y Mercedes García
Enfoques de atención a la diversidad, estrategias de aprendizaje
y motivación en educación secundaria
Albert Gras, Carlos Becerra, Andrés Fernando Reyes,
José Alejandro García y Manu Forero
Evidencias para la renovación de la enseñanza universitaria de Física
Francisco Javier Perales, Óscar Burgos y José Gutiérrez
El programa Ecoescuelas
•••
Imanol Ordorika y Marion Lloyd
Teorías críticas del Estado y la disputa por la educación superior
en la era de la globalización
María Paula Pierella
La autoridad profesoral en la universidad contemporánea
Belinda Arteaga y Siddharta Camargo
La organización de los archivos históricos de las escuelas Normales de México
y el aporte de su contenido a la historia de la educación
Santiago Pérez-Aldeguer
La música como herramienta para desarrollar la competencia intercultural en el aula
•••
Mario Rueda, Sylvia Schmelkes y Ángel Díaz-Barriga
La evaluación educativa
Teorías críticas del Estado y la disputa
por la educación superior en la era de la globalización
Imanol Ordorika* | Marion Lloyd**
Los autores de este trabajo hemos abordado, desde hace tiempo, el estudio del cambio en las instituciones de educación superior (IES) desde la
perspectiva de la sociología política, sobre la base de las teorías del Estado
y del poder. Es posible identificar una repolitización de las universidades que se debe, en gran medida, a las nuevas demandas contrapuestas
que generan tensiones estructurales: producir mano de obra calificada
para el mercado global, tomar un papel líder en fomentar la “economía
de conocimiento”, y democratizar el acceso para grupos desfavorecidos,
entre otras exigencias. En este contexto, argumentamos que es aún más
necesario analizar a las IES desde un marco teórico que tome en cuenta
las relaciones de poder, dentro y fuera de las instituciones. Finalmente,
proponemos una perspectiva analítica enfocada en la hegemonía, que
permite una mejor comprensión de los grandes cambios que enfrentan
las IES en la era de la globalización.
Palabras clave
The authors of this work have, for some time, addressed the study of change
in higher education institutions from a political sociological perspective, and
based on theories on the State and power. A re-politicization of universities can
be identified due, in large part, to the new competing demands that generate
structural tensions: to produce skilled manpower for the global market, to take
a leading role in promoting the “knowledge economy,” and to democratize access for disadvantaged groups, among other requirements. In this context, the
authors argue that it is even more necessary to analyze this institutions from
a theoretical framework which takes into account the power relations within
and without these institutions. Finally, an analytical perspective focused on
hegemony is proposed, which permits increased understanding of the major
changes facing higher education institutions in the era of globalization.
Keywords
Teoría crítica
Estado
Educación superior
Globalización
Hegemonía
Conflicto y poder
Critical theory
State
Higher education
Globalization
Hegemony
Conflict and power
Recepción: 15 de enero de 2014 | Aceptación: 10 de marzo de 2014
* Universidad Nacional Autónoma de México-Investigador titular del Instituto de Investigaciones Económicas.
Doctor en Ciencias Sociales y Educación, Universidad de Stanford. Líneas de investigación: Estado y políticas
educativas en México; poder, política y cambio en la educación superior; teoría social y educación. Publicaciones
recientes: (2014), “Governance and Change in Higher Education: the debate between Classical Political Sociology,
new institutionalism and critical theories”, Bordon, vol. 66, núm. 1, pp. 107-122; (2013), “Una nueva hegemonía:
gestación de la Ley Orgánica de 1944-1945”, en R. Domínguez-Martínez (coord.), Historia general de la Universidad
Nacional en el siglo XX. Un nuevo modelo de universidad. La UNAM entre 1945 y 1972, México, UNAM-Instituto de
Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE), pp. 23-41. CE: [email protected]
** Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinadora de proyectos de investigación en la Dirección General
de Evaluación Institucional. Maestra en Estudios Latinoamericanos, UNAM. Líneas de investigación: indicadores
sobre educación superior; educación comparada y educación superior. Publicaciones recientes: (2013, en coautoría
con I. Ordorika), “A Decade of International University Rankings: A critical perspective from Latin America”, en
P.T.M Marope, P.J. Wells y E. Hazelkorn (eds.), Rankings and Accountability in Higher Education: Uses and misuses,
París, UNESCO, pp. 209-231; (2012, en coautoría con J. Martínez Stack e I. Ordorika), Los académicos de tiempo
completo en México y Brasil: diferencias y semejanzas, un enfoque comparativo, México, UNAM-Dirección General
de Evaluación Institucional (DGEI). CE: [email protected]
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Perfiles Educativos | vol. XXXVI, núm. 145, 2014 | IISUE-UNAM
Introducción1
En el artículo “Aproximaciones teóricas para
un análisis del conflicto y el poder en la educación superior” (Ordorika, 2001) se planteó
la necesidad de abordar el estudio del gobierno y el cambio en la educación superior
desde la perspectiva de la sociología política,
a partir de un marco conceptual que tomara en cuenta la naturaleza del Estado y las
teorías sobre el poder. Se señalaba entonces
que, desde su aparición en Europa en el siglo XII, las universidades han sido escenario
de conflicto político y controversia, primero bajo el control de la Iglesia o la Corona,
y después como instituciones políticas centrales para el Estado moderno. Como tales,
son escenarios en donde se han expresado
exigencias sociales en conflicto: por un lado,
por acciones favorables a la acumulación de
capital y la reproducción de las estructuras
de clase existentes; y, por el otro, en demandas para incrementar el acceso y la equidad
social (Ordorika, 2003). A más de diez años
de distancia, resulta pertinente analizar estas
contradicciones en el marco de la lucha por
la hegemonía económica, política y cultural
que se ha intensificado en las últimas décadas, como resultado de las cambiantes dinámicas del poder en la globalización.
Entre las transformaciones fundamentales
que han afectado, desde fines del siglo XX, a las
instituciones de educación superior (IES), está
la mercantilización de la educación y de sus
“productos”, así como la reducción generalizada del compromiso social en la esfera de lo
público (Boggs, 1997; Pusser, 2011); éste ha sido
reemplazado por nociones prioritarias de responsabilidad individual y competitividad en
el mercado. También han impactado el énfasis
en la rendición de cuentas, la flexibilización y
las políticas de calidad; las importantes reducciones al financiamiento público; los intentos
de profundizar y dar prioridad a la vinculación con el mundo empresarial; así como la
demanda de trabajadores capacitados para la
economía global del conocimiento, entre otras
políticas.
Estos cambios, que han sido impulsados
a partir de una lógica hegemónica de gestión
orientada hacia el mercado, han provocado
resistencias tanto entre los grupos dominantes como en los subalternos (Jessop, 2000). El
conflicto resultante puede verse como una señal de la repolitización de la educación superior. Entre las nuevas esferas de confrontación
política están las disputas en torno a las medidas de acción afirmativa en Estados Unidos
y Brasil; las protestas contra la exorbitante
deuda generada por los préstamos estudiantiles en Estados Unidos, Gran Bretaña, Chile
y Colombia; así como las reacciones en contra
del paradigma de los rankings internacionales
de universidades en América Latina y otras
regiones. Los conflictos no se restringen a las
instituciones públicas, ya que las universidades privadas también se encuentran bajo la
influencia del Estado, dependen en muchos
casos del financiamiento gubernamental, y
llevan a cabo objetivos estatales más amplios
(Pusser, 2008; Pusser y Marginson, 2012).
Como instituciones del Estado, las universidades se han visto obligadas a responder
tanto a exigencias contradictorias de fuerzas
que operan en el mercado como a una amplia
gama de demandas sociales. Las configuraciones institucionales difieren dependiendo del
contexto regional e histórico, de las tradiciones universitarias y del tipo de instituciones de
que se trate, entre otros factores. Sin embargo,
las universidades en casi todo el mundo siguen patrones de comportamiento comunes.
Estos patrones revelan, entre otras cosas, que
las transformaciones de la educación superior
son, en gran medida, el resultado de dinámicas de poder internas y externas, con implicaciones que rebasan ampliamente los recintos
universitarios. En suma, el cambio en la educación superior es resultado de relaciones de
poder y de la política. Según Slaughter:
1 Los autores queremos agradecer a Simon Marginson, Humberto Muñoz, Brian Pusser y Roberto Rodríguez por
sus comentarios críticos y sugerencias que nos permitieron enriquecer este trabajo.
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Puede resultar necesario concebir al Estado
y a la educación superior como participantes de múltiples, y a veces enfrentadas,
funciones simultáneamente. Por ejemplo,
ambos, Estado y educación superior, son
sujeto y objeto de disputa. Son escenarios de
conflicto en los que diversos grupos intentan obtener la hegemonía ideológica; pero al
mismo tiempo, para los miembros de grupos contrincantes, son también recursos
para sus propósitos de movilización política
en escenarios externos (1988: 245).
De manera similar, Pusser sostiene que
la universidad debe ser entendida como “una
institución con valor político, tanto simbólico
como instrumental, en disputas más amplias
por el poder y la autoridad del Estado” (2004:
3). En su análisis de la decisión de la Junta de
Patronos (Board of Regents) de la Universidad
de California, que canceló el uso del origen
étnico como criterio de admisión en 1995,
resalta la diversidad de los actores políticos
participantes en el debate y las amplias repercusiones de la decisión. Tras décadas en que
la universidad fue vista como defensora de las
políticas de acción afirmativa, ésta fue incapaz de reconciliar su vocación y objetivos con
las presiones políticas externas:
Conforme las universidades públicas se
convierten cada vez más en escenarios de
disputa en torno a la asignación de los escasos fondos gubernamentales, resulta imprescindible entender los usos de la universidad como un instrumento en contiendas
políticas más amplias, así como el papel del
Estado en el suministro de la educación superior pública (Pusser, 2004: 2).
Nosotros sostenemos que las universidades
no sólo participan en el conflicto político con el
Estado, sino que en sí mismas son instituciones
políticas del Estado2 y que, como tales, desempeñan un papel fundamental en la disputa por
la hegemonía (Ordorika, 2001; 2003; 2004). “Las
organizaciones de educación superior deben
ubicarse en un contexto más amplio como instituciones del Estado y, en consecuencia, como
escenarios de la lucha de clases” (Ordorika,
2001: 83). Argumentamos además que estos
conflictos han adquirido una renovada intensidad en la era de la globalización. Siguiendo
líneas de reflexión análogas, en el contexto de
los rankings internacionales de universidades,
Pusser y Marginson sostienen que “las organizaciones postsecundarias de Estados Unidos
[y del resto del mundo] pueden ser convenientemente conceptualizadas como instituciones
políticas del Estado” (2012: 91-92).
Dicho énfasis en la naturaleza política de
la educación superior representa un distanciamiento de las corrientes predominantes
en este campo de estudio. A excepción de un
breve periodo entre finales de la década de
los años sesenta e inicios de los setenta, en el
que los movimientos estudiantiles en casi
todo el mundo centraron la atención en los
conflictos al interior de las universidades, las
perspectivas políticas han estado mayoritariamente ausentes en el estudio de la educación
superior (Ordorika, 2003; Pusser, 2004).3 En
cambio, desde principios de la década de los
años setenta los estudios han tendido a utilizar
2 En un sentido general se entiende al Estado como una condensación de relaciones sociales en estructuras, normas,
instituciones, culturas, creencias y percepciones en las que los individuos ceden algunas de sus libertades individuales a un ente complejo para que éste organice la convivencia armónica de la sociedad (Hobbes, 1980). Sin embargo,
el Estado no es un ente monolítico ni representa el “bien común” o a la pluralidad de la sociedad; a través de éste se
ejerce la dominación de clase, al tiempo que en él se expresa la confrontación entre las clases, entre grupos dominantes y subalternos (Poulantzas, 1978). De este modo, tanto la hegemonía de clase como la confrontación entre grupos
dominantes y subalternos se expresa en instituciones del Estado, en este caso en las universidades (Gramsci, 1971).
3 Distintos autores a los largo de casi dos siglos han hecho referencia al conflicto o analizado las relaciones de carácter político en las universidades. Entre otros podemos señalar a Kant y Ortega y Gasset; a reformistas latinoamericanos como Deodoro Roca, Mariátegui y Mella; y más recientemente a autores como Portantiero, Guevara y
Martínez della Rocca. Ninguno de ellos, sin embargo, se planteó como objetivo desarrollar conceptualizaciones
teóricas completas para el análisis de la educación superior desde una perspectiva política.
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planteamientos estructuralistas que minimizan el papel del Estado y otras fuentes de poder
institucional como impulsores del cambio al
interior de los centros de educación superior.
Las teorías predominantes tienden a ver
al Estado como fuente de financiamiento, o
como una entidad intrusa que interfiere con
el desarrollo de la formación profesional y
científica (Slaughter, 1988). Al mismo tiempo,
adoptan la noción implícita de que el Estado
es una institución pluralista que representa
los intereses de la sociedad en general, en vez
de los de los grupos dominantes (Rhoades,
1992). Esta perspectiva se sustenta en el poderoso mito de la naturaleza apolítica de la educación (Wirt y Kirst, 1972), que presenta a las
IES como organizaciones autónomas, políticamente neutrales, sustentadas en su capacidad profesional y comportamiento racional
(Ordorika, 2004; Rhoades, 1992). Por lo tanto,
los conflictos políticos universitarios son vistos como anomalías que alteran el statu quo
—supuestamente armónico, plural y en el
que no se reconocen la existencia de intereses
diversos— en vez de una parte fundamental
de la vida universitaria (Pusser, 2004).
Estas teorías han servido para reproducir
las relaciones de poder existentes en la educación superior. “La negación de la política es
discurso esencial para el ejercicio del poder
y la legitimación de los grupos dominantes,
además de elemento basal de la práctica política universitaria” (Ordorika y López, 2007:
478). En situaciones de abierto enfrentamiento, los grupos dominantes, dentro y fuera de la
universidad, frecuentemente recurren a esta
tradición de apoliticismo para descalificar y
denigrar a los actores y movimientos sociales
involucrados en los conflictos universitarios.
Éste fue el caso de los enfrentamientos entre
autoridades y sindicatos en la Universidad
Nacional Autónoma de México durante los
años setenta, cuando miembros del último
grupo fueron acusados de ser “políticos” y
“ajenos a la Universidad” (2007: 478). La misma caracterización peyorativa se aplicó a los
movimientos estudiantiles de 1986-1987 y de
1999-2000 (Ordorika, 2003).
La tendencia generalizada de ignorar al
Estado, posiblemente se ha visto fortalecida
por las teorías predominantes sobre los efectos de la globalización que postulan su debilitamiento o disolución (Rosecrance, 1999) y
la consecuente disminución de su capacidad
para formular políticas, incluyendo las referentes al nivel universitario. Las corrientes
teóricas predominantes son proclives a ver los
cambios estructurales actualmente en curso
en la educación superior, como consecuencia
inevitable de la globalización, sin tomar en
cuenta la naturaleza política de la drástica reducción del financiamiento público o la nueva
cultura de la evaluación, entre otros procesos.
Asimismo, tampoco reconocen los conflictos
generados por dichas políticas, particularmente entre los grupos sociales dominantes y
los subalternos (Weisbrod et al., 2008).
Sin embargo, nosotros sostenemos que
estas perspectivas simplifican excesivamente
las cambiantes dinámicas de poder generadas
por la globalización, en las que el papel del
Estado nacional se ha transformado, pero no
necesariamente ha disminuido.
En este contexto, consideramos que los enfoques políticos proporcionan un marco esencial para comprender los efectos de la globalización en la educación superior. Hoy más que
nunca, las IES desempeñan un papel crítico en
los esfuerzos del Estado por competir en la economía mundial del conocimiento, así como en
satisfacer la necesidad del sector productivo de
contar con una fuerza de trabajo globalizada.
Sin embargo, esa relación se complica por la
decreciente responsabilidad económica del
Estado ante la educación superior y la consecuente presión que enfrentan instituciones y
académicos para obtener fuentes alternativas
de financiamiento (Ordorika, 2004).
Según Slaughter, los conflictos en la educación superior se expresan en torno a los
“asuntos políticos fundamentales”: el acceso,
los usos sociales del conocimiento (formación,
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investigación y extensión) así como la asignación de recursos (1990: 30); cuestiones, todas
ellas, de una naturaleza profundamente política. De manera similar, Pusser (2004) sitúa el
origen de las tensiones en las exigencias contrapuestas para que las universidades impulsen el desarrollo económico y la competitividad, y al mismo tiempo amplíen el acceso de
grupos sociales históricamente marginados
En las últimas décadas algunos académicos han analizado la educación superior a
partir del desarrollo de perspectivas políticas.
Este enfoque, que intenta llenar un vacío clave
en dicho campo de investigación, incorpora
las teorías del Estado y la economía política
dentro de un análisis más amplio acerca de los
efectos combinados que ha tenido en las IES el
deterioro del Estado de bienestar y la entronización de la globalización. Esta perspectiva,
en particular, cuestiona la noción preponderante de que las universidades son instituciones apolíticas y autónomas, así como que
la academia es, de alguna manera, un espacio privilegiado exento de presiones externas
(Marginson, 2007; Pusser, 2006).
Este artículo pretende contribuir a la profundización de estas perspectivas teóricas,
centrándose en el papel que desempeñan las
universidades en la lucha por la hegemonía en
la era de la globalización. Iniciamos con un
breve resumen de la historia de las disputas
políticas al interior de las universidades, desde sus orígenes en Italia y Francia en el siglo
XII. Posteriormente, examinamos las teorías
predominantes sobre las relaciones de autoridad en la educación superior a partir de los
años setenta, haciendo hincapié en las limitaciones de esos modelos y perspectivas analíticas —en particular, la ausencia de teorías
explícitas sobre el Estado—. A continuación,
describimos los principios fundamentales de
la globalización y las teorías contradictorias
sobre sus repercusiones en los Estados nacionales y en las universidades mismas. Por
último, proponemos un modelo hegemónico
para el estudio de la política, el gobierno y el
126
cambio en la educación superior, que busca
contribuir a las teorías críticas del Estado y el
conflicto en la educación superior.
Perspectiva histórica de las
universidades y sus conflictos
Desde sus orígenes en Europa durante el siglo
XII, las universidades han ocupado una posición privilegiada en la sociedad. Sin embargo,
su potencial para conformar procesos culturales y económicos también las convierte en
escenarios de contiendas políticas. El término
universitates originalmente hacía referencia
a comunidades, asociaciones técnicas o corporaciones públicas que surgieron en Europa
(Rashdall, 1936) a través de un proceso que
emuló la organización de los gremios (Le
Goff, 1980). A fin de aprender un oficio, los estudiantes se relacionaban con profesionistas
de renombre, llamados doctores, lo cual condujo a la creación de la nueva relación maestro-aprendiz. La enseñanza gradualmente se
convirtió en una forma de vida particular,
a través de la cual los estudiantes buscaron
acuerdos corporativos especiales frente a la
Iglesia, las autoridades seculares y el resto de
la sociedad (Le Goff, 1980).
Las primeras universidades se fundaron en
Italia y Francia en el siglo XII, y a pesar de que
muy pronto se volvieron poderosas, no eran
completamente independientes de la Iglesia o el
Estado. La Universidad de Bolonia, una iniciativa encabezada en gran medida por estudiantes,
obtuvo grandes privilegios y potestades como
resultado del enfrentamiento entre el Papa y el
Emperador (Luna, 1987b). Mientras tanto, en
París, la universidad surgió a partir de las escuelas catedralicias de Notre Dame y mantenía
fuertes vínculos con la Iglesia, aunque los maestros ejercían un control considerable de la institución (Le Goff, 1993; Wences Reza, 1984).
A pesar de sus diferencias, ambas instituciones gozaron de un importante grado
de autonomía debido a la ausencia de una
fuente única y centralizada de poder en las
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sociedades medievales (Luna, 1987a). No obstante, las demandas universitarias para obtener libertades académicas y administrativas,
así como los esfuerzos de los distintos poderes
para ejercer un control externo sobre las instituciones, constantemente provocaron conflictos (Le Goff, 1993; Luna, 1987b). El resultado
fue la migración de profesores y estudiantes
hacia una segunda ola de universidades europeas (Brunner, 1990). Entre éstas estaban las
universidades de Vicenza (1204) y de Padua
(1220), ambas fuertemente influidas por el modelo laico y centrado en los estudiantes de la
universidad de Bolonia (Perkin, 1984).
Con el tiempo, el modelo italiano de universidad sucumbió a los controles externos del
Papa y la Comuna, pero dio nacimiento a una
fuerte tradición de participación estudiantil
(Perkin, 1997). Entretanto, el modelo centrado
en la Iglesia de la Universidad de París inspiró la creación de universidades en España y
Portugal, entre ellas, las de Salamanca, Alcalá,
Barcelona y Lisboa (Brunner, 1990), así como
las de Oxford (1167) y Cambridge (1209), en
Inglaterra. Finalmente, el modelo de París
dio origen a la tradición universitaria que
predomina hasta nuestros días, en la que los
académicos supervisan a los estudiantes y el
proceso de aprendizaje (Perkin, 1984).
Como institución, la universidad creció
aceleradamente a lo largo del continente europeo, en donde desempeñó un papel clave como
impulsora del cambio político y social. Sin embargo, este proceso no estuvo exento de conflictos, que se reflejaron al interior de las universidades durante la Ilustración y la Revolución
Industrial. Esto finalmente condujo a que el
control sobre la educación superior se desplazara de la Iglesia al Estado (Perkin, 1984; 1997).
En América Latina, donde las primeras
universidades se establecieron durante el siglo
XVI, las instituciones frecuentemente se vieron atrapadas en medio de los enfrentamientos Iglesia-Estado (Brunner, 1989; GonzálezPolo, 1983; Lanning y Valle, 1946), mismos que
continuaron a lo largo de los primeros años de
independencia. Uno de los conflictos más relevantes fue el movimiento por la autonomía
universitaria en Córdoba, Argentina, durante
1918 (Portantiero, 1978), que después tuvo réplicas a lo largo del continente.
En parte debido al rápido incremento de
la matrícula durante la posguerra, los conflictos políticos volvieron a estallar durante la
década de los años sesenta, con el surgimiento de movimientos estudiantiles en muchos
países (Ehrenreich y Ehrenreich, 1969; Lipset
y Altbach, 1969). Las revueltas estudiantiles
ocurridas en Francia, México y Alemania;
así como en Berkeley, Columbia y Kent State,
en Estados Unidos, hicieron que un buen número de académicos comenzaran a abordar
la naturaleza política de la educación superior a lo largo de la siguiente década (Mets y
Peterson, 1987). Sin embargo, estos enfoques
pronto perdieron influencia y dieron paso a
un nuevo énfasis sobre los aspectos gerenciales del gobierno y la administración universitaria, a partir de la década de los setenta.
Teorías predominantes sobre
el gobierno y el cambio en la
educación superior
A pesar de la existencia de ocho siglos de conflictos al interior de las universidades, las concepciones contemporáneas sobre el gobierno
y la autoridad universitaria tienden a minimizar los factores políticos en favor de enfoques
funcionalistas, los cuales, por un lado, se centran exclusivamente en las estructuras de gestión o, por el otro, sólo contemplan los procesos de toma de decisiones. Ambas vertientes,
que analizan sus objetos de estudio como relaciones causales deterministas entre sectores
sociales, constituyen enfoques que proporcionan análisis útiles, pero incompletos, de las
dinámicas de poder y cambio en la educación
superior (Ordorika, 2003; Pusser, 2008).
Los planteamientos sobre la autoridad más
frecuentes se ocupan primordialmente de las
funciones gerenciales de la universidad y los
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procesos de toma de decisiones (Ordorika,
2001), y postulan que las universidades cambian mediante respuestas racionales a cuestiones de ineficiencia interna, crecimiento
organizacional e incremento de la complejidad (Clark, 1983). Unos cuantos estudios también sugieren que las políticas internas y las
dinámicas del interés impulsan el cambio en
las IES, donde los líderes administrativos sopesan varios intereses al tomar decisiones
(Baldridge, 1971). Sin embargo, en la mayoría
de los casos, estas teorías tienden a exagerar la
homogeneidad y la armonía internas, y más
notablemente, no dan cuenta de los efectos
que los requerimientos externos tienen sobre
las universidades, ni de la naturaleza conflictiva de las exigencias internas y externas. En
realidad, el desarrollo organizacional de las
universidades con frecuencia responde a dinámicas que contradicen la racionalidad interna
de los acuerdos burocráticos o colegiados.
Otras posiciones contrastan con los enfoques organizacionales al presentar el cambio
como una imposición exterior. Éstas perciben
la dinámica universitaria como una función
de las estrategias internas adoptadas por las
instituciones para adaptarse o minimizar
la influencia de entornos mayoritariamente
hostiles o perjudiciales, como en el caso de
las respuestas organizacionales a los comportamientos del mercado (Massy, 1992). Por su
parte, las teorías de la dependencia de recursos sostienen que las universidades cambian
para incrementar sus probabilidades de supervivencia en contextos de escasez (Pfeffer y
Salancik, 1978; Slaughter y Leslie, 1997).
Sin lugar a dudas, tanto los mercados como
los recursos son elementos extremadamente
importantes en la transformación de la educación superior, particularmente en la era de la
globalización. Sin embargo, ofrecen muy pocas
explicaciones sobre la manera en que las universidades definen aquellos recursos que consideran clave, o las decisiones que toman para intentar obtenerlos. Además, estas teorías muestran
limitaciones para explicar por qué muchas
128
universidades han resistido, o permanecen
impasibles, ante las exigencias de los mercados
laboral y económico; preservan formas de organización y gobierno distintivas; y permanecen
altamente subsidiadas (Ordorika, 2003).
Otro conjunto de teorías resalta la importancia de la cultura y su influencia en las dinámicas organizacionales. Este enfoque se centra más en los procesos que en las estructuras
y enfatiza la relación entre el sujeto y la organización. Por ejemplo, los teóricos institucionalistas explican el cambio en la educación
superior como una respuesta a demandas
sociales y culturales que exigen conformidad
con sistemas establecidos de creencias compartidas (Clark, 1983; Meyer y Rowan, 1978).
En conjunto, estas perspectivas han aportado
una muy necesaria dimensión cultural al estudio de la educación superior.
Sin embargo, al igual que otros enfoques,
desatienden áreas de conflicto y disputa, tanto
al interior como al exterior de las instituciones;
y pasan por alto que los mitos institucionales y
las percepciones culturales definen, y a su vez,
son moldeadas por conflictos políticos en el
ámbito organizacional y en el de la sociedad.
Pusser y Marginson (2012: 96) señalan que “existe un conflicto no reconocido entre quienes detentan el poder y los intereses más amplios de
la sociedad civil”. Este conflicto se reproduce al
interior de las propias instituciones, provocando tensiones que han adquirido una renovada
importancia en la era de la globalización.
El debate en torno
a la globalización
Para analizar los efectos de la globalización
en las IES, comenzaremos por delinear las
principales características que definen a esta
última fase del desarrollo capitalista. Tanto
en el discurso cotidiano como en el de las
ciencias sociales, la globalización se ha convertido en una noción que abarca tanto, que
en su búsqueda por ser un concepto inclusivo, oscurece un conjunto de procesos, ideas,
Perfiles Educativos | vol. XXXVI, núm. 145, 2014 | IISUE-UNAM
I. Ordorika y M. Lloyd | Teorías críticas del Estado y la disputa por la educación superior…
políticas y estructuras. Al igual que la noción
de industrialización, la globalización describe un periodo caracterizado por dinámicas,
ideologías, formas e instituciones singulares.
La vaguedad y ambigüedad del concepto
mismo explican la multiplicidad de definiciones, perspectivas y discusiones sobre la
globalización (Altbach y Balán, 2007; Carnoy
y Rhoten, 2002; Castells, 1996; Marginson et
al., 2010; Putzel, 2005; Sen, 2002; Stiglitz, 2002).
Entre los intercambios más destacables al respecto están: las discusiones en torno al grado
en que este fenómeno constituye una novedad, a la luz de otras instancias históricas de
internacionalización económica y cultural
(Lechner y Boli, 2000); los debates sobre la
magnitud en que la acumulación de capital
ha trascendido a los Estados nacionales para
convertirse esencialmente en un fenómeno
supranacional o transnacional (Carnoy, 1993);
o la polémica acerca del papel y el poder de los
Estados nacionales frente a la globalización
(Evans 1997; Jessop, 2000; Marginson et al.,
2010; Rosecrance, 1999; Stiglitz, 2002; 2006).
En general, un buen número de autores
coincide en que la esencia de esta fase del desarrollo capitalista radica en el hecho de que
los procesos económicos, las interacciones
sociales, la política, la cultura, e inclusive las
relaciones individuales, trascienden las fronteras nacionales (Muñoz, 2011). Estos intercambios suceden a un ritmo prácticamente
instantáneo, en un mundo que se ha vuelto
más pequeño debido a las tecnologías de la
información, las comunicaciones digitales y
los medios de transporte modernos. El espacio y el tiempo son redefinidos por interacciones que ocurren en tiempo real y a escala
planetaria (Castells, 1996).
Por otra parte, en la literatura sobre la
globalización encontramos pocas explicaciones sobre sus múltiples dimensiones. Manuel
Castells (1996; 1997; 1998) identifica cuando
menos tres esferas significativas: la económica, la social y la cultural. Para muchos autores
la globalización es esencialmente un nuevo
orden económico (Castells, 1996), una “fuerza
que está reorganizando la economía mundial” (Carnoy y Rhoten, 2002: 1). Por lo tanto,
el conocimiento, la información y la comunicación simbólica se han convertido en las
principales fuentes de productividad y ganancia económica (Appadurai, 1996). Estos cambios transcurrieron paralelamente a la crisis
del petróleo de la década de los años setenta
y la formación de coaliciones neoconservadoras en Estados Unidos y Gran Bretaña, mismas que transformaron los fundamentos económicos e ideológicos del Estado de bienestar.
Así, surgió una nueva economía que, a su vez,
impulsó un nuevo discurso, una nueva filosofía pública (Harvey, 2005; Wolin, 1981).
A pesar de las definiciones compartidas de
globalización, existe muy poco consenso en
torno a sus efectos sobre el Estado y, en particular, acerca de si el Estado nacional está destinado a desaparecer o dar cauce a un Estado
global unificado. En opinión de Rosecrance,
el Estado nacional tradicional se ha visto remplazado por la “nación virtual”, definida como
“basada en la movilidad del capital, la fuerza
de trabajo y la información”. Asimismo, señala que “las naciones se están contrayendo,
no en tamaño geográfico, sino en lo referente a sus funciones” (1999: 3). Esta idea supone
la reducción del Estado en la conducción de la
política interna, incluyendo el ámbito de
la educación superior, la cual se considera a
merced de las exigencias del mercado (Pusser
et al., 2012). “A pesar de que inicialmente la
educación postsecundaria se mantuvo relativamente autónoma con respecto a los niveles
inferiores, subsecuentemente ha perdido el
control de su pacto con el diablo, al abrirse a la
comercialización en nombre de la responsabilidad pública” (Morrow, 2005: xvii).
Sin embargo, tales cambios no son una
señal de la ausencia del Estado, sino más
bien de su papel cambiante en el orden mundial. Bajo la globalización, el Estado continúa promoviendo los intereses capitalistas,
aunque de un modo más multifacético. El
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grupo privilegiado ya no es únicamente la
industria nacional; éste se ha ampliado para
incluir corporaciones e instituciones multinacionales, tales como la Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económico y
el Banco Mundial, bajo el principio rector de
la promoción de la competitividad a escala
global. Jessop, ampliando el análisis premonitorio de Poulantzas sobre los paradigmas
económicos cambiantes de la década de los
años setenta, describe la era posfordista como
un “régimen postnacional schumpeteriano
de workfare” (2000: 10),4 en el que el Estado
promueve “la flexibilidad y la innovación permanente en economías abiertas, al intervenir
del lado de la oferta e intentar fortalecer lo
más posible la competitividad de los espacios
económicos relevantes”. En este contexto, la
competitividad depende mayormente de “penetrar el ámbito micro social persiguiendo intereses de valorización” (Jessop, 2000: 11).
En este proceso, las IES desempeñan una
doble función: la creación de conocimiento
y la provisión de capacidad técnica para el
mercado global. Sin embargo, las decisiones
sobre los tipos y usos del conocimiento, así
como del perfil ideal del trabajador, en gran
medida se determinan en el exterior, y más
tarde son internalizadas a través de políticas
nacionales e institucionales (Rhoads y Torres,
2006). Si bien es posible que el papel de las universidades para estimular el crecimiento y el
desarrollo económico nunca haya sido mayor
que en la actualidad, las IES están padeciendo
un decreciente apoyo financiero del Estado.
Esta aparente contradicción se refuerza en el
hegemónico
…mensaje central neoliberal: que la educación superior es un mercado competitivo
en el sentido económico, que fundamentalmente genera beneficios privados más que
comunitarios, y que las organizaciones de
educación superior —que deben proveerse
sus propios recursos— primordialmente se
enfocan al cuidado de sus propios intereses
(Pusser y Marginson, 2012: 104).
Estas tendencias no significan que el
Estado ya no sea necesario, sino más bien que
sus prioridades han cambiado en conformidad con el modelo hegemónico. El Estado “no
sólo es un actor importante en muchos mecanismos individuales de gobierno, también
retiene la responsabilidad de supervisar el
balance del conjunto de las fuerzas de clase y
la preservación de la cohesión social” (Jessop,
2000: 13).
Nosotros coincidimos con Jessop en que
más que una reducción del papel del Estado
en la era postfordista, se trata de una transformación en su naturaleza y del ejercicio de
sus funciones. Sin embargo, no concebimos
al Estado como plural o cohesionador, sino
más bien al servicio de los intereses capitalistas frente a los de las clases subalternas, particularmente en contextos como el de América
Latina (De Souza Santos, 2006; Ordorika,
2003). También funge como un escenario de
lucha entre grupos y agendas confrontadas.
En el caso de la educación superior, el Estado
desempeña una función clave en la promoción de los valores hegemónicos, así como en
la conformación de políticas diseñadas para
alinear a las instituciones con los dictados del
mercado global, a pesar de que estos procesos
no transcurren sin resistencia. Por ejemplo,
en años recientes, los estudiantes de Canadá,
Chile, Colombia, Gran Bretaña y Estados
Unidos, entre otros países, han participado
en protestas masivas en oposición a las políticas gubernamentales de financiamiento
de la educación superior, mismas que han
generado deudas muy elevadas por créditos
estudiantiles. De manera implícita, los gobiernos de esos países han intentado orientar,
4 Combinación de los términos work (trabajo) y welfare (asistencia social). Se trata de un sistema asistencial en el
130
que se condiciona la ayuda a los beneficiarios a cambio de que trabajen cierto número de horas o participen en
programas de capacitación laboral.
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implícita o explícitamente, a la educación
superior como un bien privado en vez de público, trasladando la carga financiera de las
colegiaturas, del Estado hacia los estudiantes
y sus familias.
En este contexto resulta útil recordar
cómo Slaughter y Leslie (1997) identifican dos
procesos diferenciados mediante los cuales la
globalización se hace presente en la educación
superior: a través de la reducción del dinero
público para las IES, y de la aparición de nuevos mercados para productos e instituciones
de este nivel educativo. La adopción de comportamientos orientados hacia el mercado o,
inclusive, propios de éste, son rasgos característicos de la educación superior contemporánea (Slaughter y Leslie, 1997). Al mismo
tiempo, la competencia internacional obliga
a los gobiernos a expandir la producción de
conocimiento y la capacitación de una fuerza de trabajo calificada para atraer capital
extranjero. “Los gobiernos, asimismo, se han
dado cuenta de que la ciencia y la tecnología
son las que conducen la competitividad internacional, al mismo tiempo que ha surgido un
mercado a escala global para el conocimiento
y sus aplicaciones” (Muñoz, 2011: 24).
Entre las manifestaciones de la globalización se encuentra el incremento de los
proveedores de educación superior con fines
de lucro, los cuales normalmente son operados por corporaciones con sede en Estados
Unidos. Actualmente, el sector con fines de
lucro atiende a la mitad de la matrícula total de educación superior en Brasil (Lloyd,
2013) y está incrementando su participación
en otros países, principalmente debido al
consentimiento y la patente promoción por
parte del Estado, así como al respaldo legal
de organizaciones mercantiles internacionales, tales como la Organización Mundial del
Comercio. Sin embargo, la ostensible naturaleza mercantil del modelo con fines de lucro,
así como su agresivo modelo de negocios,
han desatado una acalorada controversia
en muchos países, como Estados Unidos y
Chile. Estudios recientes comisionados por
el Senado y el Departamento de Educación
estadounidenses concluyeron que las universidades con fines de lucro han adoptado
tácticas de reclutamiento cuestionables como
parte de sus esfuerzos por incrementar su
matrícula (Lloyd, 2012). En Chile, entretanto,
una investigación gubernamental realizada a
principios de 2012, determinó que por lo menos siete IES estaban operando ilegalmente
con fines de lucro —una acusación frecuentemente planteada por el movimiento estudiantil— (Gibney, 2012).
Otra cuestión generadora de disputas y
controversias son los rankings internacionales de universidades, los cuales surgieron en
2003 y se han extendido hasta convertirse en
una de las formas de medición del desempeño
institucional dominantes a escala global. A
pesar de lo cuestionable de sus metodologías
(Lloyd et al., 2011; Marginson, 2012), estas clasificaciones jerárquicas han sido ampliamente
adoptadas para justificar reformas radicales a
los sistemas de educación superior por parte
de los gobiernos de Rusia, Francia, Malasia y
Dinamarca, entre otros. La popularidad de
los rankings refleja la creciente penetración
de la cultura de la rendición de cuentas en las
agendas políticas, así como la demanda social
de acceso a la información, tanto en la esfera
pública como en la privada. De acuerdo con
la lógica de los rankings, existe la necesidad
de restablecer el principio de jerarquía académica, el cual se ha visto debilitado por la
masificación y la diseminación indiscriminada del conocimiento a través de la Internet
(Ordorika et al., 2008). A su vez, la metodología responde a exigencias, planteadas desde
una perspectiva de mercado, para clasificar
a las instituciones en beneficio de los consumidores potenciales. Asimismo, los rankings
también reflejan la evolución de la disputa
global por el control del flujo del conocimiento (Marginson y Ordorika, 2011).
Sin embargo, muchas de estas tendencias
han provocado posiciones contrarias que
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desafían la hegemonía cultural del modelo
globalizado de educación superior. Una señal de ello es la fuerte reacción en contra de
los rankings por parte de los académicos de
muchos países, quienes ven la imposición de
un modelo anglocéntrico único de educación
superior, a expensas de las prioridades de
desarrollo locales y nacionales (Ordorika et
al., 2009). Otros actores advierten que las instituciones están siendo obligadas a participar
en una costosa y arriesgada “carrera armamentista académica” (Dill, 2006; Ehrenberg,
2004) en detrimento de prioridades de
desarrollo locales o nacionales más urgentes.
En América Latina, por ejemplo, los críticos
señalan el fracaso de los rankings para valorar las amplias contribuciones de sus instituciones a la sociedad como “instituciones
constructoras de Estado” (Ordorika y Pusser,
2007), una tradición regional sin equivalente
en el mundo angloparlante (Muñoz, 2009). El
debate refleja la creciente resistencia, al interior de las instituciones, a la imposición de
modelos globales, lo cual constituye uno de
los muchos ámbitos de disputa en torno a las
políticas de educación superior.
El nuevo énfasis en la competencia también condena a las universidades a entrar en
conflicto con las demandas comunitarias
de equidad social. Un ejemplo es el debate
en torno a las políticas de acción afirmativa
en Brasil, ya que, a diferencia de la creciente
oposición a este tipo de medidas que existe
en Estados Unidos, los gobiernos de Brasil
recientemente adoptaron las medidas más
radicales de acción afirmativa del hemisferio
occidental. Estas políticas, que fueron adoptadas por primera vez en 2003, son parte de
los esfuerzos para contrarrestar las desigualdades raciales en Brasil, nación que fue la
última del hemisferio en abolir la esclavitud,
en 1888. Sin embargo, la acción afirmativa
continúa siendo el centro de intensos debates
en Brasil y otros países, por lo que también
constituye un ámbito de lucha de poder entre sectores enfrentados de la sociedad y el
132
gobierno, con enormes implicaciones para
las universidades.
Teorías críticas del Estado y
el conflicto en la educación
superior
Ninguno de estos acontecimientos que tienen
lugar en el ámbito de la educación superior
puede ser explicado sin tomar en cuenta las
dinámicas del poder internas y externas, fenómeno al que, en nuestra opinión, las teorías
del Estado brindan la mejor explicación. Para
desarrollar nuestro marco conceptual para el
estudio de la educación superior, nos nutrimos de teorías críticas del papel del Estado y
de este nivel educativo en particular. Muchas de
estas perspectivas ven al Estado, de una forma
u otra, como la representación de los intereses
de la clase económica en el poder.
Estas posiciones varían esencialmente en
dos áreas: la primera es el grado de autonomía o captura del Estado por la clase capitalista, y la segunda es el peso de la estructura
económica frente a la superestructura en el
proceso de dominación (Ordorika, 2003). En
el presente análisis adoptamos los conceptos
de hegemonía y del Estado como espacio de
disputa, en la forma expresada por Gramsci
(1971) y Poulantzas (1978). Estas concepciones permiten la comprensión del Estado
capitalista como una institución dinámica,
producto de la evolución histórica de las relaciones entre clases confrontadas en la sociedad. Asimismo, resaltan la importancia del
desarrollo de las ideologías dominantes (hegemónicas), al tiempo que proporcionan una
teoría del cambio social como producto de la
confrontación entre sectores dominantes y
subalternos de la sociedad. Por último, y de
manera crucial, sitúan a las organizaciones de
educación superior en un contexto más amplio, como instituciones del Estado.
Al igual que en muchas disputas sociales, la
naturaleza de la educación superior como espacio de conflicto es, en gran medida, producto
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de las demandas contrapuestas para incrementar la acumulación de capital, por un lado, y
lograr la igualdad social y la democratización,
por otro. Sin embargo, los conflictos políticos
al interior de las universidades adquieren una
forma diferente a los que tienen lugar en otras
instituciones del Estado (tales como las legislaturas o los partidos políticos). En la educación
superior, los objetos de conflicto incluyen: el
acceso al conocimiento y sus usos sociales (de
los estudiantes a la universidad y de la sociedad a sus acervos y productos); la asignación
de los recursos necesarios para la producción
y distribución del conocimiento; así como la
participación de los actores universitarios en la
toma de decisiones. Además, las universidades
sirven como la “conciencia crítica de la nación”
y participan en diversos procesos sociales y políticos (Ordorika y López, 2007: 479).
Entre los diversos terrenos en disputa en
la educación superior, el acceso quizás constituye el punto más conflictivo y politizado,
ya que está determinado por los objetivos
encontrados de: regular la reproducción de la
fuerza de trabajo capacitada, por parte del gobierno y la industria; y las demandas sociales
de educación superior como mecanismo de
ascenso social (Labaree, 1997). La regulación
del acceso tradicionalmente se sustenta en
una ideología meritocrática que en ocasiones
parece reflejar los argumentos de un cierto
darwinismo social. A su vez, el proceso de
certificación premia
…actitudes y capacidades que son poseídas
en abundancia por la clase media —alfabetismo cultural, capacidad de manejo de
números, perseverancia, confianza en sí
mismos, asertividad adecuada y modales
sociales agradables— que no se encuentran tan frecuentemente entre inmigrantes,
la clase obrera, o los trabajadores pobres
(Slaughter, 1990: 31).
Otra área en que la educación superior
sirve para reproducir las estructuras de clase
existentes es la organización jerárquica entre, y
al interior de, las distintas instituciones de ese
nivel. Por ejemplo, en Estados Unidos, existe una fuerte correlación entre el tipo y nivel
de prestigio de la universidad y la condición
socioeconómica y racial de los estudiantes
(Carnevale y Strohl, 2013). Tal situación persiste a pesar de varias décadas de políticas de acción afirmativa, que buscan mejorar el acceso
para los miembros de grupos desfavorecidos a
las universidades de élite, y que han sido blanco de fuertes batallas legales en ese país.
La asequibilidad y los patrones relacionados de asignación de recursos —las fuentes de
financiamiento y la proporción de los costos
que se transfieren a los individuos y sus familias— constituyen otra fuente de conflicto,
tanto dentro como fuera de las universidades.
Ejemplo de ello son las grandes protestas en
Chile y Estados Unidos, entre otros países,
en contra del modelo de financiamiento de la
educación superior con base en préstamos estudiantiles, que han dejado a millones de personas con deudas masivas (Waissbluth 2011).
Así mismo, la cambiante división del trabajo entre las jerarquías académica, administrativa y burocrática genera fuertes tensiones
dentro de las instituciones. Los requerimientos administrativos están produciendo cambios en los componentes autónomos y autorregulados del trabajo académico (Rhoades,
1998). La nueva “cultura de la evaluación”
(Ordorika, 2001) está reemplazando a la colegialidad por la competencia, al tiempo que
permite la aparición de una nueva clase de
burócratas de la educación superior altamente influyentes, cuya principal tarea es la obtención de recursos gubernamentales o privados
para la investigación y otras actividades prioritarias (Acosta, 2010).
Por último, otro ámbito de disputa involucra a los estudiantes. Tradicionalmente, las
organizaciones académicas han sido caracterizadas como instituciones para el “procesamiento de personas” o “centradas en los
estudiantes”. Individuos —en este caso los
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estudiantes— con necesidades específicas
entran a la organización desde su entorno,
la organización actúa sobre ellos y éstos son
devueltos a la sociedad (Ordorika, 2003: 26).
Sin embargo, la naturaleza de la participación
estudiantil —anteriormente una parte fundamental de la dinámica del poder en las universidades— ha cambiado dramáticamente
en la era de la globalización. En la mayoría de
los países se exige que los estudiantes soporten una creciente carga financiera, pero se les
excluye mayoritariamente de los procesos de
decisión institucional. Esto es particularmente notorio en los programas para la obtención
de grados en línea, en los que los estudiantes
tienen muy poco contacto con sus profesores y menos aún con los administradores. La
consecuente exclusión de los estudiantes de
los procesos de reforma universitaria ha generado protestas en Europa, Canadá y América
Latina, en las que se exige el regreso de la educación superior pública y gratuita.
En la raíz de muchos de los conflictos están las exigencias para cambiar rápidamente
el papel y la naturaleza de las IES en la era de la
globalización. En el ámbito interno, los académicos y estudiantes reaccionan en contra de las
percepciones acerca del papel de la institución,
así como sobre los derechos y prácticas establecidas; mientras que en el ámbito externo,
el Estado y las organizaciones internacionales
presionan para que se realicen cambios acordes
con las nuevas prioridades económicas y culturales. Tomados en conjunto, estos ámbitos de
conflicto demuestran las complejas dinámicas
del poder presentes en la universidad, como escenario y como instrumento de la disputa.
Una perspectiva analítica
enfocada en la hegemonía
Hemos señalado lo que a nuestro juicio son
las deficiencias de los marcos conceptuales
históricos y contemporáneos para el estudio
del cambio y los procesos de gobierno en la
educación superior. La más importante es la
134
carencia de una teoría analítica explícita del
Estado, a través de la cual puedan observarse
las relaciones de poder (Pusser, 2008; Rhoades,
1992). Otra más es la tendencia a dar por sentada la naturaleza pluralista del Estado, inclusive
al estudiar la educación superior en contextos
como el de América Latina y otras regiones, en
los que las democracias son débiles o inexistentes. Una tercera deficiencia es la propensión a
distinguir entre gobierno, administración y liderazgo, con lo que implícitamente se restringe
el espacio del poder a una limitada noción del
gobierno como toma de decisiones (Ordorika,
2003). Dicha distinción se basa en el supuesto de
que la universidad es una institución esencialmente técnica. Por último, muy pocas teorías
definen a las universidades como instituciones
políticas del Estado (Pusser, 2004), en vez de caracterizar la lucha política como una anomalía
generalmente contraproducente.
La falta de una comprensión del Estado y
la posición de las IES dentro de la sociedad, en
conjunción con la falta de perspectivas teóricas que expliquen los procesos de cambio, se
manifiestan en el limitado éxito que han tenido los académicos de la materia en comprender la compleja relación entre los procesos
“internos” y “externos” en la educación superior. Por lo tanto, sostenemos que es necesario
incorporar temas más amplios de economía
política y las relaciones de fuerza dentro y
fuera de las organizaciones de educación superior, a fin de comprender las dinámicas de
poder y cambio en este nivel educativo.
Para este marco conceptual, la siguiente
hipótesis es esencial: como instituciones del
Estado, las organizaciones de educación superior son espacios de disputa por la hegemonía
cultural y económica. Tradicionalmente, esta
disputa se manifiesta a través de proyectos de
reforma contrapuestos, particularmente durante periodos en que tienen lugar transformaciones profundas y rápidas, como es el caso
de la actual era de la globalización. Sin embargo, del mismo modo en que la educación
superior tiene la capacidad de reproducir las
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desigualdades existentes, también puede ser
un espacio de igualación y democratización
(Carnoy y Levin, 1985). El desarrollo de una
teoría política del conflicto en la educación
superior se basa en el análisis de las luchas por
el poder, entendido como la capacidad potencial para determinar resultados (Hardy, 1990).
En este proceso, resulta esencial el esfuerzo
para comprender las fuerzas de las que emana la hegemonía cultural —la conformación e
incorporación de percepciones, cogniciones
y preferencias en una ideología dominante—
(Gramsci, 1971; Lukes, 1974). El resultado depende de la resolución de las demandas generadas tanto interna, como externamente.
Este enfoque conceptual incrementa
nuestra comprensión de los procesos de cambio en la educación superior y proporciona los
fundamentos para una teoría política del gobierno universitario al:
•enmarcar las disputas políticas en la
educación superior como confrontaciones en torno a concepciones ideológicas y la asignación de recursos;
•permitir la comprensión de las estructuras de toma de decisión en la educación como un producto histórico de
la relación entre grupos dominantes
y subalternos en el espacio educativo y
en el Estado en su sentido amplio;
•explicar la dinámica de las transformaciones en las IES como resultado de
demandas enfrentadas por la producción de la ideología y la capacitación,
por un lado, y las luchas por la transformación social y la igualdad, por el otro;
•establecer los vínculos entre disputas
políticas, internas y externas, como un
paso esencial para comprender la constitución de nuevos espacios de contiendas y reformas educativas.
En conjunto, estas perspectivas analíticas
fortalecen nuestra comprensión de la compleja relación entre fuerzas internas y externas
en la educación superior, así como entre el
Estado y las propias instituciones. Sin embargo, las dinámicas de poder al interior de las IES
también están conformadas por la naturaleza
específica del sistema político en cuestión.
Así, para ubicar las formas de gobierno y las
decisiones de política educativa en su contexto, existen cuatro características centrales que
deben ser tomadas en cuenta (Ordorika, 2001):
la extensión y límites de la disputa política; la
naturaleza de la ideología dominante; los grados de movilización política o participación
ciudadana; y las características del liderazgo
político (el papel de los partidos y otras instituciones formales del Estado). Estos elementos tienen un impacto significativo al interior
de las instituciones del Estado, incluyendo las
relativas a la educación superior. El reconocimiento de las complejas interacciones entre el
Estado en sentido amplio y sus instituciones,
es un proceso clave para comprender las fuerzas tras las transformaciones y el gobierno de
la educación superior.
Conclusiones
En el presente artículo enunciamos las principales limitaciones de las teorías predominantes del gobierno de la educación superior;
asimismo, propusimos alternativas críticas
para enriquecer nuestra comprensión de las
dinámicas internas y externas que afectan a
las instituciones en el contexto de la globalización. Argumentamos que el estudio de la
educación superior requiere de enfoques teóricos alternativos que se centren en los procesos políticos, desde los orígenes del concepto
de universidad, hasta los modelos actuales
del siglo XXI. Entre los procesos clave que
afectan a las instituciones postsecundarias
destacamos el nuevo énfasis en la rendición
de cuentas y la eficiencia; la cultura de la evaluación; el decreciente financiamiento público de la educación superior, como parte
de una degradación progresiva de la esfera
pública; la mercantilización de la educación
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superior; así como la priorización de la capacitación de la fuerza de trabajo para la economía global del conocimiento.
Estas tendencias son impulsadas por los
modelos hegemónicos de educación superior que dividen a las universidades en dos
grupos absolutamente desiguales: “la universidad elitista de investigación, autónoma y
enfocada en el conocimiento y el prestigio”,
cuyo modelo principal es Harvard, “y el de las
instituciones de capacitación masiva, heterónomas y enfocadas en los montos económicos y las ganancias” (Marginson y Ordorika,
2011: 106), ejemplificado por el nuevo modelo de institución de educación superior con
fines de lucro. “La lógica binaria bourdiana
del sector global... se trata de la brecha entre
el poder del conocimiento y la mercantilización de la educación superior, y el gran abismo entre inclusión y exclusión” (Marginson y
Ordorika, 2011: 110).
Tales extremos son característicos de las
crecientes desigualdades socioeconómicas
presentes a escala global —el legado de décadas de aplicación de políticas neoliberales
y las dinámicas de la globalización—. Las
universidades desempeñan un papel central
tanto en la propagación de la agenda de las élites económicas, como en la organización de
la resistencia ante ella, a través de la oposición
de los grupos subalternos. Por lo tanto, existe
la necesidad de volver a politizar el estudio de
la educación superior reconociendo su función dentro del aparato del Estado. Al definir
a las universidades como instituciones políticas del Estado, estamos resaltando su papel
en la disputa por la hegemonía cultural en el
ámbito global.
Esta perspectiva teórica integra distintos
niveles de análisis y procesos, desde el estrato
más general del Estado hasta los espacios más
particulares de las IES. La integración de estos
niveles de análisis con perspectivas teóricas
críticas constituye una poderosa herramienta
para alcanzar una comprensión holística de
un amplio esquema de actores, normas, agendas y puntos de vista culturales sobre los que
se sustenta la dominación en las IES. Sólo mediante la recuperación de un modelo crítico
de la política y el conflicto en el nivel educativo postsecundario, podremos comprender
cabalmente el desarrollo de las relaciones de
poder que están conformando la educación
superior en la época de la globalización.
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139
La autoridad profesoral
en la universidad contemporánea
Aportes para pensar las transformaciones del presente
María Paula Pierella*
En la actualidad, el tema de la autoridad constituye una zona problemática, cuya indagación permite rastrear y pensar la articulación entre la
condición juvenil (como territorio de experiencias en el que se pueden
observar tensiones en los procesos de trasmisión y herencia cultural) y
la institución universitaria. En este artículo se realiza un desarrollo teórico de dicho concepto, recuperando en primer término los debates que
tienen lugar a partir de la modernidad, entendida como una particular
condición de la historia en que los modos tradicionales de entender la
autoridad están siendo cuestionados. Abordaremos luego las transformaciones en torno a la autoridad observadas en las instituciones educativas
del presente. Consideraremos, por último, las visiones de estudiantes de
la Universidad Nacional de Rosario sobre la autoridad de los profesores,
teniendo en cuenta sus interpretaciones sobre los vínculos, caracterizados por la asimetría en materia de conocimiento.
Palabras clave
At present, the issue of authority is a problem area whose research allows
tracking and thought on the link between juvenile status (as a territory of
experiences in which tensions can be observed throughout the processes
of transmission and cultural heritage) and the university institution. This
paper presents a theoretical development of the concept, firstly recovering
discussions which initiated with the start of modernity, understood as a
particular condition of history that questions the traditional ways of understanding authority. Then, the transformations regarding the authority
observed in present-day educational institutions are covered. Finally, the
paper puts forward considerations regarding the vision of the students from
the National University of Rosario on the authority of the teaching staff, taking into account their interpretations on the relationship between students
and teaching staff, characterized by the asymmetry in the field of knowledge.
Keywords
Autoridad
Educación superior
Reconocimiento
profesional
Relación estudiantesprofesores
Autonomía
Authority
Higher education
Professional recognition
Student-teacher ratio
Autonomy
Recepción: 4 de julio de 2012 | Aceptación: 17 de septiembre de 2012
* Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Becaria Posdoctoral del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en el Instituto Rosario de Investigaciones en Ciencias de la
Educación (IRICE). Publicaciones recientes: (2014), La autoridad en la universidad. Vínculos y experiencias entre
estudiantes, profesores y saberes, Buenos Aires, Paidós; (2014), “La figura del otro. Relatos estudiantiles acerca de la
autoridad de los profesores en la Universidad Nacional de Rosario”, en Sandra Carli (comp.), Universidad pública y
experiencia estudiantil. Historia, política y vida cotidiana, Buenos Aires, Miño y Dávila, pp. 199-234. CE: pierella@
irice-conicet.gov.ar / [email protected]
140
Perfiles Educativos | vol. XXXVI, núm. 145, 2014 | IISUE-UNAM
El vínculo de la autoridad está formado por imágenes de fuerza y debilidad; es la expresión emocional del
poder… La palabra “vínculo” tiene
un doble sentido. Se trata de una
conexión; también constituye, en el
sentido “vinculatorio”, una imposición. Ningún niño podría madurar
sin el sentimiento de confianza y
protección que procede de su fe en
la autoridad de sus padres, pero en la
vida adulta se suele temer que la búsqueda de los beneficios emocionales
de la autoridad convierta a la gente en
esclavos dóciles.
Richard Sennett, 1982.
Introducción1
Estudiar el tema de la autoridad es iniciar un
recorrido complejo. Estamos frente a uno de
esos conceptos respecto del cual todos tenemos alguna idea pero que no resulta simple
definir. Muchas veces se lo asimila a la noción
de poder, otras tantas a la de dominación y en
ocasiones a la violencia. Se utiliza para hablar
tanto de relaciones centradas en el respeto y la
admiración, como de situaciones en las que
imperan rasgos arbitrarios; se le asocia al temor y a la habilitación, a la autorización y al
autoritarismo.
Podemos comenzar afirmando que hablar
de la autoridad implica, inevitablemente, desde el origen de la constitución del sujeto, hablar de las dependencias necesarias respecto
de otros, en la medida en que el ingreso del
ser humano a la cultura está siempre mediado por la intervención de otros “reconocidos”.
La indefensión primaria y la incapacidad de
obtener por sí mismo seguridad, protección
y cuidados, coloca en primer plano una necesidad respecto de los otros en los cuales es
vital depositar confianza. Sin embargo, también sabemos que el exceso de autoridad tiene consecuencias negativas para la esperada
emancipación del ser humano respecto de sus
sujeciones primordiales, necesarias, constitutivas, pero deseablemente transitorias. Quizás
esto es lo que hace que la autoridad sea en ocasiones autorizadora y otras veces autoritaria;
que, tal como se plantea desde el psicoanálisis,
sea fundante en el proceso de constitución
subjetiva y al mismo tiempo que sea necesario desprenderse de ella para poder instaurar
un proyecto propio. Desde la perspectiva de
Zizek (2009) esto es lo que ocurre con la ley
en sentido amplio, en la medida en que se
erige como la posibilidad de constitución de
la subjetividad, a la vez que como su principal
obstáculo.
Si esto lo pensamos desde el punto de vista
de las relaciones pedagógicas, encontramos
también, como punto de partida, una paradoja: pensar implica dejar de creer ciegamente en
lo que dicen las autoridades. El pensamiento
puede desplegarse en tanto los “razonamientos de autoridad” declinan. Pero, al mismo
tiempo, creer en ciertas figuras y autorizar su
palabra, es aquello que posibilita la transmisión de las herencias culturales a partir de las
cuales puede tener lugar algo nuevo.
Sobre la base de estas consideraciones iniciales, en este artículo nos interesa abordar el
problema de la autoridad de los profesores en
la universidad contemporánea. En el marco
de un trabajo de investigación centrado en las
experiencias estudiantiles en torno a la cuestión de la autoridad, nos interesa recuperar
las visiones de los jóvenes sobre las relaciones
intersubjetivas, caracterizadas por la asimetría en materia de conocimiento. El trabajo se
centró principalmente en el análisis de entrevistas individuales y colectivas a estudiantes
próximos a graduarse de diferentes facultades de la Universidad Nacional de Rosario,
Argentina. Pero antes de remitirnos a ellas
realizaremos un desarrollo del concepto de
autoridad desde el punto de vista teórico. Este
1 La investigación sobre la cual se basa este artículo dio como resultado la tesis doctoral titulada Figuras de la auto-
ridad y transmisión del conocimiento universitario. Un estudio centrado en relatos de la experiencia estudiantil en la
Universidad Nacional de Rosario. Doctorado en Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de
Buenos Aires (UBA), 2012, bajo la dirección de la Dra. Sandra Carli.
Perfiles Educativos | vol. XXXVI, núm. 145, 2014 | IISUE-UNAM
María Paula Pierella | La autoridad profesoral en la universidad contemporánea
141
recorrido nos conduce a la modernidad —entendida como una particular condición de la
historia en que se cuestionan los modos tradicionales de entender la autoridad— y que tiene en cuenta, asimismo, las transformaciones
y desplazamientos observados en las instituciones educativas del presente.
La autoridad
Ese problema moderno
Intentamos abordar un problema que se encuentra en el corazón de los debates de la
modernidad, cuya interpretación es resumida por Nietzsche en la breve frase “Dios ha
muerto”. Esta declaración pone en evidencia
no la desaparición de la autoridad en sí, sino la
apertura de los fundamentos, carentes ya de la
solidez que había logrado la figura de un creador divino, en términos de eficacia simbólica
(Heidegger, 1996).
Teniendo en cuenta que todas las sociedades idearon formas de transmitir la cultura a
las nuevas generaciones, y que esto de alguna
manera asegura cierta continuidad entre las
mismas, podemos decir que durante un largo
tiempo la forma privilegiada radicaba en el
valor que se le otorgaba a la sabiduría de los
antiguos, de los más viejos; y esto no sólo por
valorarse la experiencia de los años vividos,
sino también porque los ancianos se consideraban como más cercanos a los antepasados,
en una concepción del tiempo —y de la vida
en general— que atribuía una gran importancia a los mismos en la determinación de la
vida presente. El relato y la experiencia vivida
representaban, en ese contexto, la forma clave
de la transmisión, el grupo de reglas sobre las
que se asentaba el lazo social.
Hannah Arendt, en un artículo hoy clásico titulado “¿Qué es la autoridad?”, plantea
en la década de los cincuenta no la disolución
de la autoridad en general, sino de una modalidad histórica que la ligaba a la tradición.
La autora hace referencia, así, a una crisis de
autoridad no sólo evidente en el plano de lo
142
político, sino incluso en espacios desde su
punto de vista pre-políticos, como la familia
y las instituciones educativas; y de este modo
preconiza en su escrito algunos aspectos de
la revolución cultural de los años sesenta.
Es a partir de ese momento que la juventud
va a plantear una diferenciación radical con
el mundo adulto y un corte con la autoridad
ligada a la experiencia, al “saber más” como
correlato de “haber vivido más”. A partir de la
constatación de una serie de transformaciones históricas que se remontan a principios
del siglo XX, Arendt recurre a los sentidos
etimológicos de la noción de autoridad: “El
sustantivo auctoritas deriva del verbo augere: ‘aumentar’, y lo que la autoridad o los que
tienen autoridad aumentan justamente es la
fundación” (Arendt, 1996: 101).
Los romanos significaban la fundación
de su ciudad como un acontecimiento único,
singular, de instalación de la “piedra angular”
que daría inicio, a su vez, a la fuente legítima
de la autoridad: el “hacer crecer” la fundación. Las fundaciones subsiguientes debían
enlazarse al inicio primordial en un encadenamiento dirigido, lineal, planeado. Y en este
sentido los mayores se encontraban autorizados para actualizar la autoridad depositada
en la fundación. Aquí, autoridad y tradición
se encuentran profundamente entrelazadas,
como las dos caras necesarias de un modo
histórico privilegiado de gobierno, de conservación y transmisión.
En este marco tradicional, signado por la
idea de la Historia Magistrae Vita (el pasado
enseña), la condición de “sabio” está estrechamente ligada a la idea de haber transitado un
recorrido vital más amplio y de haber capitalizado ese recorrido de modo tal de poder
transmitirlo a otros.
Max Weber teorizó acerca de la tradición
y su capacidad para erigirse como autoridad,
así como también acerca del proceso de su
declive, y para ello construyó categorías clave para la sociología moderna. Este pensador
define a la autoridad tradicional como uno
Perfiles Educativos | vol. XXXVI, núm. 145, 2014 | IISUE-UNAM
María Paula Pierella | La autoridad profesoral en la universidad contemporánea
de los tipos ideales de dominación legítima.
Recordémoslos brevemente:
•La legitimidad tradicional, que descansa en la creencia cotidiana en la santidad de las tradiciones que rigieron desde lejanos tiempos, y en la legitimidad
de los señalados por la tradición para
ejercer la autoridad.
•La legitimidad fundada en el carisma,
“que descansa en la entrega extracotidiana a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones por ella creadas o reveladas...”.
•La legitimidad racional, “que descansa
en la creencia en la legalidad de las ordenaciones estatuidas y de los derechos
de mando de los llamados por esas
ordenaciones a ejercer la autoridad”
(Weber, 1992: 172).
En un marco de declive de las tradiciones,
la forma moderna “típica” de legitimidad sería para Weber la racional-legal. La razón se
erigiría, de este modo, como la gran figura de
autoridad de la modernidad.
El surgimiento y organización de los
Estados modernos, las transformaciones en
la organización y gobierno de la población,
las luchas religiosas, la revolución industrial,
la ciencia moderna y el capitalismo incidirían, en términos de Weber, en la progresiva
racionalización y burocratización de las sociedades, y en la consolidación de la forma
de legitimidad racional-legal como fuente de
dominación legítima en las sociedades modernas, cada vez más complejas y conflictivas.
Gradualmente, las antiguas distinciones
sostenidas en el privilegio heredado comienzan a ser reemplazadas por los procedimientos de ascenso social basados en la carrera
abierta al talento, lo cual sería conocido con el
término “meritocracia”.
El advenimiento de una época racional
se hace evidente tanto si consideramos la
burocratización de las sociedades, cada vez
más complejas y desencantadas, y las transformaciones sociales concomitantes, como si
tenemos en cuenta los cambios en el plano del
pensamiento político y filosófico.
El pensamiento ilustrado del siglo XVIII es
una expresión cabal de este proceso que comienza a sistematizarse en el siglo anterior y
que albergaría los principios fundamentales
de los grandes paradigmas y relatos sobre los
que se construyen nuestras instituciones modernas. La Ilustración se configuró exaltando
la libertad de pensamiento basada en la razón
autónoma, en contraposición de la autoridad
como aquello que viene dado por otro, lo indiscutible, lo inapelable.
Sin embargo, lejos de lo que podría llegar
a pensarse, lejos de producirse la desaparición
de la autoridad, lo que surgió fue una suplantación de figuras. Y es a partir de esto último que
es posible entender el lugar asumido por el ser
humano en su carácter de “creador”, de “autor”,
condición que durante siglos, en Occidente,
había sido patrimonio del dios bíblico.
Este no era un problema que hubiera pasado desapercibido a los primeros intelectuales
del siglo XII, el siglo de las universidades, profundamente involucrados en los debates relativos a las fuentes válidas de orientación del
pensamiento: la autoridad declarada y asentada en la tradición o la razón del hombre. En
esos tiempos precedentes, pero preparatorios
de los grandes movimientos corporativos de
maestros y estudiantes, puede observarse una
reivindicación de la posición de autor, incipiente y convencida por la confesión pública
que se hace de ella y por la forma con que se le
piden cuentas al dogma, pero vacilante e irónica por la ausencia de expectativas sobre un
público preparado para escucharla.
A un tradicionalista que le propone una
discusión sobre los animales, le responde
Abelardo de Bath:
Me es difícil discutir sobre animales. En
efecto, aprendí de mis maestros árabes a
tomar la razón como guía, en tanto tú te
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María Paula Pierella | La autoridad profesoral en la universidad contemporánea
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contentas, como cautivo, con seguir la cadena de una autoridad basada en fábulas.
¿Qué otro nombre darle a la autoridad que
el de cadena? Así como los animales estúpidos son conducidos mediante una cadena, y
no saben ni a dónde se los conduce, pues se
limitan a seguir la cadena que los sujeta, así
también la mayoría de vosotros sois prisioneros de una credulidad animal y os dejáis
conducir encadenados a creencias peligrosas por la autoridad de lo que está escrito
(citado por Legoff, 1986: 63).
Aquí observamos uno de los sentidos
que asume la noción de autoridad: el de ser
cadena que ata, que aprisiona; vínculo de
imposición que generaría sujetos dóciles a
los mandatos exteriores. Concepción que el
movimiento ilustrado cuestionaría,2 y que en
Latinoamérica sería particularmente impugnada por los reformistas cordobeses de 1918.
En relación con lo anterior, cabe una apreciación histórica sobre la institución en la
que se enmarca este trabajo. La Universidad
Nacional de Rosario, fundada en 1968, hunde sus raíces en la Universidad Nacional del
Litoral que, al crearse en 1919, se consideró
como “hija de la Reforma”. En efecto, el primer estatuto de esta última consagró la participación estudiantil. Allí, estudiantes y jóvenes profesores que comenzaban a hacerse
cargo de algunas cátedras se embarcaron en
la crítica del magister dixit como principio de
autoridad propio de otro ciclo.
La primera posguerra europea, la desilusión de los jóvenes respecto del carácter
iluminador de la cultura europea y las expectativas que generaba la revolución soviética
constituyeron el trasfondo de esos ímpetus de
renovación que condujeron hacia un giro en
la mirada al interior del continente americano (Kandel, 2008). La idea de “juventud americana”, que recoge el legado de Rodó, fue representada en el “Manifiesto liminar”3 como
“heroica”, portadora de autoridad cultural
para señalarles a los representantes políticos
los problemas de la institución universitaria,
acosada por la crisis de autoridad y el anacronismo de su régimen (Carli, 2006).
Se pretendía eliminar todo asiento de la
autoridad sobre las bases del mando, la imposición y la “tiranía”, para hacerla recaer en el
amor a la enseñanza y el cuidado, en el marco de un vínculo espiritual entre profesores y
estudiantes. La universidad era proclamada
por los reformistas como un ámbito de experiencia en sí misma, ya que éstos consideraban
que el encuentro con verdaderos “maestros”
sería un factor clave para dar contenido a dicha experiencia. La noción de “maestro”, en
oposición a la de profesor, se reiteraba en esos
tiempos, resaltándose con ella la relación de
índole subjetiva y moral entre el discípulo y el
docente universitario (Kandel, 2008).
Reconocimiento,
legitimidad y creencia
Partiendo de la idea de que la autoridad no
sólo puede pensarse evocando la imagen de
una cadena, podemos comenzar a recorrer
otros sentidos.
Como se expresa en el epígrafe con el que
iniciamos este artículo, la autoridad es, ante
todo, un vínculo, una relación. Si admitimos
entonces que la autoridad es una relación social e intersubjetiva, en la que es preciso que
existan por lo menos dos personas, sostendremos seguidamente que ésta no es algo que se
localiza en un sujeto en particular, algo que
2 Kant en ¿Qué es la Ilustración?, la define como la salida del hombre de su autoculpa de minoría de edad, presen-
tando tres ejemplos de esto que llama “minoridad”: cuando un libro ocupa el lugar del entendimiento, cuando un
director espiritual ocupa el lugar de la conciencia y cuando un médico decide por nosotros nuestro régimen. A
partir de aquí la Ilustración es definida por la modificación de la relación preexistente entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón (Foucault, 1996a).
3 Sobre el tema se puede consultar: http://www.unc.edu.ar/institucional/historia/reforma/manifiesto (consulta: 6
de febrero de 2012).
144
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se tiene o no. En este sentido, la autoridad no
implica solamente atributos o principios, sino
principios reconocidos. Se necesita, por ende,
del reconocimiento, la confianza, la creencia,
para que se constituya a alguien como autoridad, para que una persona adquiera esa fuerza
que la coloca en un plano superior. Y en este
sentido, las interpretaciones de esos otros
ocupan un lugar central. Dice Sennett:
Cabe decir de la autoridad, del modo más
general, que se trata de una tentativa de interpretar las condiciones del poder, de dar
un significado a las condiciones de control y
de influencia mediante la definición de una
imagen de fuerza. Lo que se busca es una
fuerza que sea sólida, garantizada, estable
(1982: 87).
A partir de aquí vemos que la autoridad es
una cuestión de vínculos y de formas de interpretación de esos vínculos atravesados por
el poder, pero un poder un tanto extraño, podemos añadir, en la medida en que descansa
en un derecho, el derecho a la legitimidad, al
reconocimiento (Ricoeur, 2008).
En la búsqueda de un criterio que relativice la imposición jerárquica siempre presente,
según su criterio, en una relación de autoridad, Ricoeur prioriza la siguiente definición
del diccionario Le Grand Robert de la langue
française: Autoridad, “el derecho a mandar, el
poder (reconocido o no) de imponer la obediencia” (Ricoeur, 2008: 87).
Aquello que adquiere centralidad en esta
definición es la expresión “derecho a…”, de
la que se desprende que no existe autoridad
si no se le concede a alguien el derecho de ser
reconocido; derecho que legitima a la autoridad y reconocimiento que dignifica la experiencia del que autoriza. A su vez, cuando se
dice “poder reconocido o no”, por este “o no”
se insinúa la duda en el corazón mismo de la
definición (Ricoeur, 2008).
De este modo, el reconocimiento, basado
en la creencia en que otro es superior en algún aspecto, o en que algunas normas, leyes o
principios merecen ser respetadas, atemperaría el carácter autoritario que puede desprenderse de toda relación jerárquica o de toda
imposición; esto en la medida en que la intervención de la fuerza para influir sobre otros
implica la ausencia de autoridad.
Como lugar de reconocimiento, la autoridad es limitada, temporal y siempre implica
el riesgo de perderse. La autoridad asume la
fuerza y la fragilidad de todos los fenómenos
asentados en la creencia. En este sentido, autoridad y libertad no son cuestiones antagónicas sino aspectos de un mismo proceso, imbricados en ese haz de relaciones de poder en
los que se detiene Foucault, atento a las oposiciones, resistencias e inestabilidades propias
de las relaciones intersubjetivas.
En relación con el tema que estamos tratando nos interesa rescatar la distinción realizada por dicho autor entre las relaciones de poder y los efectos de dominación. Así se refería:
El poder no es el mal. El poder son juegos
estratégicos… Fijémonos por ejemplo en la
institución pedagógica, que ha sido objeto
de críticas, con frecuencia justificadas. No
veo en qué consiste el mal en la práctica de
alguien que, en un juego de verdad dado y
sabiendo más que otro, le dice lo que hay
que hacer, le enseña, le transmite un saber
y le comunica determinadas técnicas. El
problema está más bien en saber cómo se
van a evitar en estas prácticas —en las que
el poder necesariamente está presente y
en las que no es necesariamente malo en
sí mismo— los efectos de dominación que
pueden llevar a que un niño sea sometido a
la autoridad arbitraria e inútil de un maestro, o a que un estudiante esté bajo la férula
de un profesor abusivamente autoritario
(Foucault, 1996b: 121).
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145
La autoridad en las instituciones
educativas. Transformaciones
de las coordenadas modernas
Ahora bien, ¿qué es lo que ocurre cuando tenemos que dar cuenta de la autoridad de los
profesores? ¿Podemos explicarla recurriendo
a argumentos racionales?
En parte sí. Se puede decir que la autoridad está en la posesión de un saber especializado, en la forma en que se produce la enseñanza, en rasgos de la personalidad, pero en la
medida en que las relaciones pedagógicas están atravesadas por aspectos transferenciales,
siempre hay algo irreductible a la explicación
racional (Antelo, 2008).
Fundar entonces la autoridad solamente
en la razón no parece ser el camino más acertado. Pascal (1982) sostenía que los magistrados habían entendido bien esto último. Las
togas, los palacios, los ornamentos, todo ese
aparato era necesario para darle materialidad
a un fundamento de carácter “místico”.
Toda la estructura monumental con que
fueron pensados los edificios que expresan el
poder y la superioridad de unos sobre otros se
asienta sobre la necesidad de garantizar una
fuerza estable. En las universidades, dispositivos materiales como los estrados cumplían
esa función de señalar y reforzar cuál era el
lugar donde se localizaba la autoridad, dónde estaba el saber y el poder, quiénes serían
los encargados de mediar entre lo universal (ciencia, verdad, valores) y los individuos
particulares.
Es sabido que una de las primeras decisiones para desestabilizar el orden de las posiciones, en todos los tiempos, es destruir los
símbolos que las representan, y por supuesto,
generar otros.
En la actualidad, cuando los estudiantes
sostienen que a algunos de sus profesores
“hay que bajarlos del pedestal”, o formulan
la pregunta “¿quién se cree que es?”, la autoridad queda desenmascarada. Sin el soporte
de la creencia en ella, sin un reconocimiento
146
efectivo, muchas de las prácticas que bajo el
imperio del reconocimiento podrían ser consideradas autorizadas, son asociadas a posiciones de arrogancia, maltrato, falta de respeto
o abuso de poder. Les falta aquello que las hacía creíbles, carecen de esa fuerza que sea sólida, garantizada, estable.
Estas expresiones no pueden pensarse al
margen de las transformaciones que han tenido lugar en las últimas décadas, tanto en el
discurso social más amplio como en el campo
de la educación.
En las instituciones educativas modernas
la transmisión del conocimiento se ordenó sobre una serie de premisas básicas que pueden
sintetizarse en aquello que Dubet (2006) llamó “programa institucional moderno”. Este
programa considera que la educación, como
trabajo sobre el otro, es una mediación entre
los valores universales y los individuos particulares; afirma que el trabajo de socialización
es una vocación; cree que la socialización se
dirige a inculcar normas que configuran a los
individuos y los vuelven autónomos.
Hoy en día estos elementos se estarían
desintegrando: los valores han perdido su
unidad, la vocación choca contra los requerimientos de eficacia profesional, y la creencia
en una continuidad entre socialización y subjetivación ya no resulta tan evidente (Dubet,
2006).
Ahora bien, el programa institucional
moderno también se amparaba en una serie de principios que asumieron el rango de
legítimos:
•La separación entre las instituciones
educativas y el resto de la sociedad: su
estructura arquitectónica manifestaba,
en su condición de templos del saber,
esa posición excepcional y sagrada, y
tendía a expresar que lo que se desarrolla allí no pertenece al orden habitual
de las relaciones sociales (Dubet, 2006).
La herencia monástica de las universidades enfatiza esta idea.
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•Un principio genealógico que indica
la tensión entre tradición e innovación pero le da un lugar central a los
mayores, a los sabios, en la función de
ser mediadores entre los valores universales y los individuos particulares
(Antelo, 2005). Frente a esto, Carli (2001)
plantea que si bien la relación entre generaciones siempre está atravesada por
la discontinuidad, en la educación, la
ilusión de un lazo que ligue a sujetos
nacidos en distintas épocas connota
una ilusión de continuidad.
•Una idea de asimetría (temporaria)
entre las posiciones: así como el niño
devendría un ser maduro y autónomo
luego de un proceso de dependencia
respecto del adulto, el estudiante, en
términos generales, era pensado como
aquel que recibía, más o menos pasivamente, el saber por parte de los profesores, para poder liberarse, luego de una
etapa de formación, de su condición de
estudiante (Bourdieu y Passeron, 2003).
Sin embargo, las coordenadas anteriores
muestran claros signos de transformación.
En primer lugar, dada la separación espacial,
la estructura precaria de muchas de las instituciones educativas contemporáneas y su
inserción en los espacios urbanos, distan de
ser identificadas como “templos del saber”.
Las instituciones no están precisamente separadas de la escena social, su espacialidad no
puede asimilarse a las ideas de delimitación
y protección respecto de un afuera, sino que
se encuentran atravesadas por los conflictos
y las demandas de las sociedades de las que
forman parte. Por otra parte, sobre todo en
Latinoamérica, la crisis de las instituciones
públicas en las últimas décadas ha dejado
huellas visibles en el deterioro de los espacios.
En segundo lugar, en relación con el principio genealógico, si bien cuando la discontinuidad propia de la relación entre generaciones se expresa en conflicto, puede resultar
productiva en la medida que propicia el cambio cultural; y ese cambio sólo puede ser posible a partir de una trasmisión respecto de la
cual se planteen rupturas (Carli, 2001).
En las últimas décadas se evidencian procesos de individualización que ponen en tensión a la noción misma de trasmisión cultural
tal como aquí la entendemos, asentada en un
vínculo entre individuos diversos y entre generaciones sucesivas; en un traspaso de conocimientos, herencias y legados que habilita su
transformación por parte de aquellos que lo
reciben. Un mundo en el que habitarían sujetos que se hacen a sí mismos pone en cuestión
tanto la idea de trasmisión como operación
iniciada por otros, como la importancia de estos otros en tanto autorizados para trasmitir.
Lejos de lo que podemos llegar a intuir, estas transformaciones no han devenido en una
desaparición de la autoridad pedagógica, sino
que han dado lugar a cierta resignificación de
la misma. Así, tal como plantea Dubet (2006),
es posible observar el pasaje de formas de autoridad sostenidas por instancias exteriores
autorizadas (instituciones, normas, posiciones consagradas, etc.) a otras en las cuales la
personalidad ocupa un lugar privilegiado.
Si bien las conclusiones a las que arriba
Dubet se desprenden de investigaciones realizadas en instituciones europeas, encontramos
que sus planteos pueden ser considerados para
pensar algunos aspectos de los escenarios
educativos latinoamericanos. Constatamos
en este sentido, entre otros fenómenos, una
tendencia entre los jóvenes a concebir la autoridad de los profesores en términos individuales, como un atributo que poseen o no
determinadas personas, con lo cual se pierde
de vista su carácter relacional. La autoridad
parece provenir entonces más del profesor en
su carácter de ejecutor de una performance
determinada, que como actor inmerso en una
trama institucional y sostenido por ella.
En estrecha relación con las mutaciones
en el principio genealógico, la idea de asimetría también es cuestionada. Se desdibuja
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147
así la relación asimétrica entre adultos y no
adultos, que en el terreno psíquico se liga con
las diferencias entre la sexualidad infantil y la
sexualidad adulta (Galende, 1994), y en el terreno pedagógico con el vínculo entre prestigio y
permanencia en el tiempo y con la articulación
entre el saber y la experiencia (Antelo, 2005).
Las posiciones antiautoritarias y antiinstitucionales, surgidas a mediados del siglo XX, a
partir de las cuales se aboga por la destitución
de todo tipo de jerarquías, han dado lugar a
un ciclo en el que la autoridad tiene que validarse y justificarse constantemente, y en el
que experiencia y autoridad quedan dislocadas. Dubet plantea que durante la generación
de mayo del 68 la palabra “institución” evocó
el asilo de Goffman y el sistema panóptico
de la prisión de la Ilustración exhumada por
Foucault. “En ambos casos, la institución
quedó reducida a sistema de control total de
los cuerpos y de las almas, a sistema de puro
adiestramiento cuyo objetivo es destruir toda
subjetividad autónoma” (Dubet, 2006: 43).
Considerando una dimensión cultural,
cabe también tener en cuenta el impacto que en
el borramiento de la asimetría tuvo el desarrollo creciente de los medios de comunicación
en el proceso de socialización de las infancias
y adolescencias y la expansión del mercado de
productos para niños y adolescentes.
En el presente, los adolescentes y jóvenes
—“nativos digitales”— reciben de manera directa la influencia de las nuevas tecnologías y
aquello que para las generaciones anteriores
es novedad, para ellos es un dato más de su
existencia cotidiana (Urresti, 2008). Esto supone una alteración fundamental en la consideración del lugar de procedencia de los saberes
válidos para orientarse en la vida social.
Por otra parte, el discurso mediático, y
especialmente el discurso publicitario, produce una construcción de la infancia y la
adolescencia desligada de los mandatos de los
adultos, pero fuertemente dependiente de las
propuestas del mercado. Observamos así una
interpelación hacia los niños y adolescentes
148
como consumidores que pueden decidir autónomamente e incluso inducir al consumo
de sus propios padres, independientemente
del sector social de pertenencia.
Complementariamente con lo anterior,
pero atendiendo otro registro, debemos tener en cuenta que a partir de los años ochenta
tuvo lugar una psicologización de los discursos pedagógicos. Esto ha tenido un mayor
desarrollo en los niveles primario y medio del
sistema educativo, pero atraviesa en la actualidad los debates sobre pedagogía universitaria.
En esa expansión de la cultura psicológica, la
consigna será “seducir”, “motivar”; y la autoridad tendrá entonces que ganarse.
Puede concluirse que en el presente es
evidente la reticencia para reconocerle a alguien esa superioridad que está en la base
de la autoridad. Todo parece indicar que, tal
como expresa Sennett, “la ratificación de la
desigualdad ofende a las sensibilidades modernas” (2003: 216). Si esto lo pensamos desde
el punto de vista del conocimiento, podemos
decir que la dimensión vertical asociada a la
oposición entre expertos y no expertos, o más
sabios y menos sabios, parece contrastar con
el principio de horizontalidad reivindicado
desde aquellos discursos que conciben que
toda relación desigual, en la cual el poder está
necesariamente presente, es sinónimo de autoritarismo o dominación.
Los estudiantes frente
a la autoridad profesoral
Las transformaciones mencionadas no deben
hacernos perder de vista que en la universidad
es posible afirmar la presencia de especificidades que dan forma a un tejido complejo en el
que se ponen en juego diferentes modos de
interpretar la autoridad.
En las instituciones universitarias, si bien
en general el principio de representación
es desigual a favor de los docentes, desde el
punto de vista de la ciudadanía universitaria
no existe un corte drástico entre profesores y
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estudiantes (Naishtat, 2004). Esta característica ya estaba presente en la universidad medieval. En la Universidad de Bolonia, la más
antigua, apenas anterior a París y Oxford, los
primeros estudiantes dedicados a lo que hoy
conocemos como educación superior contrataron los servicios del maestro y conformaron
un grupo bien identificado y diferenciado de
los otros gremios, por lo que muy pronto integraron su propia corporación, su universitas
(Naishtat, 2004).
A su vez, no nos encontramos frente a
posiciones necesariamente diferentes desde
una variable generacional. Los estudiantes
universitarios, desde una perspectiva cronológica, es decir, considerando etapas evolutivas, son jóvenes y adultos; incluso algunos de
ellos pueden ser mayores que sus profesores.
Es decir, a diferencia de la institución escuela,
en la cual se configura un vínculo asimétrico
entre adultos y niños, en la universidad el vínculo entre profesores y estudiantes puede ser
pensado como simétrico en tanto iguales en
el sentido de que ambos pueden ocupar la posición de adultos. Ahora bien, considerando
la relación con el conocimiento y las responsabilidades institucionales diferenciales, ese
vínculo no puede ser sino asimétrico. Se trataría de un vínculo entre iguales, pero inscrito
en una estructura de diferencias (jerárquicomeritrocráticas) (Carli, 2008). Y es dicha asimetría la que puede sostener a las posiciones
en una estructura de lugares diferenciados;
estructura que es transitoria y temporal y que
se inscribe en un orden de reconocimiento
recíproco.
Dentro de ese marco, recapitulando el
recorrido realizado pudimos arribar a algunas conclusiones sobre las concepciones de
autoridad esbozadas por los estudiantes de
la Universidad Nacional de Rosario. Éstas,
signadas por la ambivalencia entre el reconocimiento de algunos aspectos de las figuras
profesorales y su desacralización, serán presentadas en los puntos que siguen. En ellos incluimos ciertos fragmentos de entrevistas que
consideramos significativos, y que remiten a
las experiencias singulares de algunos sujetos,
pero tienen el valor de condensar una serie de
sentidos que se presentaron recurrentemente
en la investigación.
1)
El fenómeno de la autoridad se presenta de
modo ambivalente. Es decir, la noción de autoridad es utilizada para hacer referencia a
los profesores reconocidos como referentes
en el plano de la formación; docentes que
habilitaron el aprendizaje y la producción de
pensamiento, como de aquellas figuras caracterizadas por imponer temor y producir sentimientos de inhabilitación.
En relación con la primera acepción,
es significativo el siguiente fragmento de
entrevista:
Con este tipo vos te encontrabas con algo
groso, yo nunca había tenido un docente
así. Un tipo que podés respetar más o menos, pero como dijo él en un seminario:
hay una precondición para el aprendizaje,
que es que vos le reconozcas una autoridad
al tipo que te va a enseñar (estudiante de la
Facultad de Humanidades y Artes, 1 de septiembre de 2009).
Personas “grosas”, “maestros”, “genios”,
“capos”; estas palabras ocuparon un lugar central en los relatos para caracterizar a ciertas figuras autorizadas.
En contraposición, la noción de autoridad
también fue utilizada para hablar de relaciones intersubjetivas signadas por la “violencia”
o el “maltrato”: los profesores “mandones”
que, desde la perspectiva de los estudiantes,
utilizan su posición dentro de la institución
para ejercer su poder.
En este sentido, muchas de las manifestaciones e intervenciones que los profesores
consideran propias de las responsabilidades
implicadas en el rol, devienen para los estudiantes en expresiones diversas de maltrato.
“Maltrato” que sólo presenta cierta cercanía
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149
con la autoridad cuando aquellas personas de
las que proviene se encuentran previamente
reconocidas; es decir, cuando ya ha recaído
sobre ellas la eficacia simbólica de la creencia.
Asimismo, tal como se pone de manifiesto en la siguiente cita, suele suceder que
el concepto de autoridad sea asimilado al de
violencia.
—Vos me decías la problemática de la violencia cuando hablamos, ¿no?, me parece, o
algo así…
—De la autoridad…
—Sí, de la autoridad. Yo lo relacioné más
con lo violento de algunos profesores. En el
1º año común leímos un texto que se llama
“La violencia que no se ve”. Bueno, ese texto
es muy interesante, habla de la violencia que
no se ve. La violencia que se ve es cuando
una mujer es golpeada, digamos, la violencia
física. Hay otra violencia que no se ve. Por
ejemplo, que un profesor te diga que va a venir a una consulta y no viene, eso es violencia. Que una clase tiene que empezar a una
hora y no empieza, eso te genera violencia
(estudiante de la Facultad de Humanidades
y Artes, 20 de octubre de 2009).
La autoridad y su articulación con la violencia pueden estar aludiendo a formas del
trato, a faltas de responsabilidad, a intervenciones profesorales no legitimadas desde el
punto de vista estudiantil. Cabe considerar
aquí el modo en que se refería a este tema una
profesora de la carrera de Letras; su comentario nos remite al fenómeno señalado en el
apartado anterior respecto de las dificultades
encontradas en la época para reconocer la
superioridad de unos sobre otros, como así
también para identificar autoridad y poder
con dominación o maltrato:
La palabra maltrato me ha perseguido desde que doy clases… Una vez, constatando
150
que nadie leía planteé que un estudiante de
Letras al que no le gusta leer es como un
estudiante de Medicina al que le da asco
la sangre. Después de eso, un grupo que se
sintió afectado elevó una nota acusándome de haberlos maltratado. En otra oportunidad, en un examen planteé con todo
cuidado: estudiaste, pero no comprendiste
bien el tema, y esta alumna elevó una nota
a Jurídica aduciendo maltrato (profesora de
la Facultad de Humanidades y Artes, 6 de
diciembre de 2011).
Es así que la ambivalencia permite identificar fenómenos de autorización del otro al
mismo tiempo que escenas de desautorización. Estas últimas tienen lugar fundamentalmente cuando los jóvenes se sienten “violentados” (lo cual, en el contexto antijerárquico
del presente abarca, como dijimos, cada vez
más situaciones), pero también cuando descubren que el profesor no sabe aquello que
intenta trasmitir, cuando se encuentran ante
la situación de tener que enseñarles algo a sus
docentes o cuando sienten que el respeto o el
reconocimiento no es algo recíproco. Decía
una joven entrevistada:
Si no te ganan, vos no los reconocés. Es difícil si no le das autoridad a alguien, sos un
poco escéptica… He escuchado decir barbaridades que socavan su autoridad… Yo
tendría que poder ponerla por encima de
mí y no puedo. No puedo creer que diga lo
que diga con esa formación (estudiante de
la Facultad de Ciencias Exactas, Ingeniería y
Agrimensura, 16 de octubre de 2009).
La ambivalencia también se pone de manifiesto por parte de los estudiantes al expresar satisfacción por haber alcanzado mayores
niveles de autonomía, al mismo tiempo que
deseos de regulación por parte de las autoridades. Respecto de esto último observamos
cierta dificultad entre los jóvenes para hacerse cargo autónomamente de las cuestiones
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que involucra una trayectoria universitaria.
De cualquier modo, creemos que aquí también tiene lugar un reclamo de hospitalidad
frente al desconocimiento de las nuevas normatividades establecidas en el nuevo espacio
institucional.
Frente a la constatación de esta serie de dificultades, las instituciones universitarias participan de diferentes modos en el debate entre
afianzar aquellas prácticas impersonales que
acrecientan la sensación de incertidumbre
pero promueven prácticas más “adultas”, y la
incorporación de nuevos actores y espacios
institucionales, como tutorías y demás formas
de acompañamiento, que procuran acercarse
a las identidades juveniles pero corren el riesgo de prolongar rasgos propios de la infancia
o la adolescencia. Cuando se radicaliza la primera posición se trata de preservar una idea
del estudiante universitario como sujeto maduro y autónomo, pero se suele contribuir a la
expulsión de quienes no se adaptan a ella. En
el segundo caso, de tanto intentar reconocer
las características de los jóvenes contemporáneos a los que se intenta incluir, puede correrse el riesgo de dificultar la potencia de lo
inédito para provocar marcas en los sujetos.
2)
Los estudiantes interpretan a la autoridad
como una relación entre posiciones desiguales.
Esta interpretación puede sostenerse como
tal en la medida en que esté basada en el reconocimiento recíproco entre las partes, y en
tanto opere la creencia en la legitimidad de
los fundamentos sobre los que se asienta la
distinción.
De este principio general se derivan varias
cuestiones. Por un lado, la idea de reciprocidad implica la pretensión de recibir algo a
cambio de la delegación de autoridad: respeto,
atención, reconocimiento. Respeto al profesor
si éste me respeta, lo reconozco simbólicamente y en consecuencia le otorgo autoridad
si el reconocimiento es recíproco, expresarían
estos jóvenes. No se evidencia aquí un deseo de liberarse de las autoridades, sino una
demanda de respeto y reconocimiento teñida
del reclamo de ser tratados como iguales y
de generar vínculos de confianza. Habría de
este modo una impugnación de las relaciones
jerárquicas, un reconocimiento de aquellos
profesores que los tratan en términos de paridad y que se colocan en el lugar de ser “uno
más” en el plano vincular, pero una asimetría
que sigue siendo necesaria en el plano del
conocimiento.
Lo anterior en muchas ocasiones viene
acompañado de una demanda de borramiento de los signos que indican diferencias jerárquicas y del deseo de ser tratados “de igual a
igual”.
Así, la aceptación de una diferencia necesaria en el plano del conocimiento y su
trasmisión se combina con una resistencia
para admitir que dicha diferencia se traduzca bajo el significante de la superioridad. Y
en este sentido, se resaltan aquellas figuras
que, portando un saber y un saber hacer que
los vuelve distinguidos, se las ingenian para
ocultar las marcas o signos de su posición en
el trato con los demás. Dicha resistencia pone
de manifiesto el malestar generado por la idea
de superioridad de unos sobre otros y que expresa además la articulación entre autoridad
y libertad que puede intuirse de los planteos
foucaultianos.
Por otro lado, lo anterior nos permite
pensar en otra articulación que parece disonante, aquella que liga autoridad e igualdad
y sobre la cual el pensamiento de Rancière es
esclarecedor.
Hace ya unos años, en la década de 1980,
este filósofo rescataba del olvido una figura particular, la de Jacotot, pedagogo francés, revolucionario de 1789 y exiliado en los
Países Bajos en tiempos de la restauración
monárquica, que realiza en la Universidad de
Lovaina una suerte de experimento: la de enseñar francés a estudiantes a pesar de no saber
holandés, es decir, sin la posesión de una lengua que actuara como mediadora. En esa empresa, un texto clásico de la literatura francesa
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151
—el Telémaco, que en ese entonces se había
publicado en Bruselas en una edición bilingüe— funcionó como el tercero en cuestión.
Pero más allá de la experiencia en sí, lo
que nos interesa destacar es que con la figura del “maestro ignorante”, que le inspirara
el maestro Jacotot, Rancière (2007) trastoca
la relación de asimetría, que es algo así como
la piedra angular de la autoridad pedagógica
tal como la hemos entendido hasta ahora. Sin
embargo, esto no lo hace desarmando a la autoridad. Desde su perspectiva, la voluntad del
que enseña, como “fuerza de decisión”, ocupa
un lugar privilegiado; él parte del reconocimiento de las voluntades razonables. Jacotot
había dejado a sus alumnos solos con el texto;
únicamente les había dado la orden de transitar un camino que él mismo ignoraba. El resultado es que habían aprendido sin maestro
explicador. ¿Qué es lo que ignora este maestro? El principio de desigualdad de las inteligencias. Había demostrado algo inquietante:
que el saber del maestro no era lo que instruía
al alumno y que nada impedía que enseñara
una cosa diferente de su saber. Es así que comenzó a enseñar piano y pintura —materias
que desconocía— portando el método de la
igualdad, que no era sino el de la voluntad. Se
podía enseñar, entonces, sin maestro explicador, mediante la tensión del propio deseo o la
exigencia de una situación (Rancière, 2007).
¿Cómo opera, desde esta perspectiva,
una autoridad sobre la base de la igualdad?
Interrumpiendo la continuidad de un orden
que impone un posicionamiento estático prefijado de lugares. Instruir, dice Rancière, puede significar dos cosas exactamente opuestas:
Confirmar una desigualdad en el acto mismo que pretende reducirla o, a la inversa,
forzar una capacidad, que se ignora o se
niega, a reconocerse y desarrollar todas las
consecuencias de este reconocimiento. El
primer acto se llama embrutecimiento, el
segundo emancipación (2007: 9-10).
3) Modelos de autoridad centrados en la expe-
riencia. Estos modelos tienen lugar al mismo
tiempo que la impugnación de la antigüedad
como marco regulatorio que garantiza la permanencia en el sistema. Es decir, si bien se observa una valoración del saber obtenido a través del paso del tiempo, se detectan también
críticas relativas a la falta de adecuación de los
docentes a los cambios tecnológicos o al cansancio percibido en algunos profesores. No
hay planteos esencialistas sino juicios críticos,
situados, en los que obtiene reconocimiento
tanto aquel profesor “viejo” que “forma escuela”, que deja un legado, como aquellos jóvenes
entusiastas que pese a tener cargos simples u
honorarios se comprometen con la tarea.
Desde la perspectiva de los estudiantes no
siempre las posiciones de poder ocupadas por
sus docentes (manifestadas principalmente
en los cargos y dedicaciones) tienen un correlato en el mérito de éstos. La impugnación de
los profesores como no merecedores de ocupar dichos lugares se asienta en general sobre
la base de nociones meritocráticas, que son las
que priman en los concursos docentes.
Cabe tener en cuenta que en la Universidad
en la que se centró nuestro trabajo el porcentaje de docentes que obtuvieron su plaza mediante concurso es bajo.4 Frente a esto, podemos pensar que si el concurso abre un espacio
de legitimación de la autoridad profesoral basado en el funcionamiento de un conjunto de
reglas instituidas y en actores que ocupan sus
cargos por estar más calificados que otros, su
escasa presencia plantea un serio desfasaje entre la autoridad institucional (como fuente de
legitimidad para los que ejercen autoridad en
su ámbito) y la autoridad simbólica (el poder
4 Según el último dato obtenido, correspondiente al año 2009, en la Universidad Nacional de Rosario sólo 39.2 por
152
ciento de los docentes ingresó por concurso. Si este dato se desagrega entre profesores (titulares, asociados y adjuntos) y auxiliares de docencia (jefes de trabajos prácticos), se desprende 43.7 por ciento en el primer caso y 35.9
por ciento en el segundo. Fuente: Informe de evaluación externa del Comité de Pares de la CONEAU, febrero de
2009, en: http://www.coneau.edu.ar/archivos/evaluacion/UNR .pdf (consulta: 14 de octubre de 2011).
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de un enunciador para producir creencia); y
ello, a su vez, condiciona tanto la exaltación
del componente personal de las figuras autorizadas, como la puesta en duda por parte de
los estudiantes de la legitimidad del cuerpo
docente.5
El relato que sigue pone de manifiesto
estas cuestiones, es decir, tanto el descrédito
estudiantil respecto de ciertas personas en
particular, como su escepticismo sobre la legitimidad de los mecanismos institucionales
que regulan las formas de acceso a la carrera
docente:
Tendrían que ponerse las pilas con los
profesores que ponen. Yo no sé si es todo
por concurso, pero hay muchos profesores
que dejan mucho que desear y hay muchos
profesores importantes que están ahí abajo
que podrían ser jefes de cátedra. (estudiante de la Facultad de Ciencias Económicas y
Estadística, 12 de noviembre de 2009).
4)
La personalidad de los profesores es un aspecto de peso en el proceso de delegación de su
autoridad. En esta clave, la autoridad no es definida en términos de imposición, sino, como
ya se dijo, de seducción. Esto se expresa en los
relatos de los estudiantes a través de términos como “motivación”, “enganche”, docentes
“copados” y “piolas”. También se pone de manifiesto en los modos en que se habla acerca
del “saber enseñar”, como si éste fuera algo
individual, una especie de “don” o talento que
sólo algunos profesores poseyeran. Es común,
en este sentido, que se piense a la autoridad en
términos individuales, como si fuera un atributo que poseen o del cual carecen algunas
personas en particular, sin considerar que, en
general, los individuos actúan como soportes
de determinadas instituciones.
Nos interesa señalar que en la medida en
que la actividad de los profesores está basada
en gran parte en una cuestión enunciativa o
discursiva, la personalidad y el carisma siempre han sido componentes a tener en cuenta
a la hora de hacer referencia a su autoridad,
más allá de la legitimidad que puede dar el rol
que ocupen. Ahora bien, creemos que también debe considerarse la tesis de Dubet (2006)
—que esbozáramos en el apartado anterior—
según la cual la fuerza del carisma tiende a
aumentar como fundamento de la autoridad,
cuando las instancias exteriores muestran
signos de debilidad. Esto implica formas de
legitimidad más inciertas, desprovistas del
apuntalamiento de la autoridad institucional
y, por ende, más sujetas a la negociación entre
las partes involucradas. Así, dicho autor advierte que cuando la autoridad ya no apuntala
el poder, este último no desaparece, sino que
tiende a ser reducido a un carisma personal
que es al mismo tiempo agotador y aleatorio.
En relación con lo anterior, la autoridad es
interpretada por los estudiantes no como algo
que los profesores poseen, producto de su investidura, sino como aquello que adviene tras
un proceso de lucha por ella. La noción de “ganancia” —propia de un juego, de una batalla o
de una inversión económica— nos recuerda la
fecundidad de la noción bourdiana de “campo”. Como en todo campo, en la universidad
se ponen en juego diferentes intereses, y aquel
que sale a jugar invierte las “fichas” para poder
conservar o transformar su posición en una
red de relaciones. La disputa en torno al capital simbólico en cuestión (y en ocasiones también respecto del capital económico) coloca a
los miembros de cada campo en posiciones
diferenciadas según el prestigio y reconocimiento alcanzados (Bourdieu, 2006).
Por parte de los estudiantes, la posición de
los profesores dentro del campo es interpretada, en ocasiones, como una cuestión de peso.
En este sentido, aquellos profesores que ya
cuentan con cierto reconocimiento entre los
pares entran a las aulas con un cierto “plus” de
autoridad ya adquirida, o más precisamente,
5 Para profundizar en las categorías de autoridad institucional y autoridad simbólica remitimos al trabajo de
Ricoeur, 2008.
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“ya ganada”. Pero en la mayoría de los casos, los
estudiantes pondrán más énfasis en las disposiciones de los sujetos para lograr la autoridad
que en la propia posición de éstos en el campo.
No obstante esto, no sólo el carisma y la
personalidad son atributos destacados. Así,
tendrán muchas oportunidades de ganar la
autoridad quienes expresan un conocimiento
cabal de los temas a tratar y un saber acerca
de su transmisión. Del mismo modo que la
autoridad, el saber no se entiende aquí como
algo que se lleva a cuestas, sino que en cada actualización que se hace de él, el profesor tiene
la posibilidad de salir a conquistar o a seducir
nuevas audiencias.
Los estudiantes interpretan el saber sobre
la enseñanza, el sentido práctico de las estrategias puestas en juego en la transmisión, y
la relación establecida con ellos como sujetos
en ese intercambio pedagógico, como aspectos clave de las figuras autorizadas. Aquí se
pone en juego entonces, además de un saber
conceptual, una experticia docente, un “saber
enseñar” que va a estar en el centro de las críticas hacia aquellos profesores que no tienen
en cuenta este aspecto como importante en la
enseñanza en la universidad.
A modo de cierre
En este artículo planteamos el carácter paradójico y ambivalente de la autoridad, siempre
tensionada entre estar ausente o resultar excesiva. Y es que el establecimiento del lazo social
es al mismo tiempo posibilidad de desenlace.
Concebir que alienación primaria a la autoridad y posibilidad de separación respecto de
ésta constituyen dos caras inseparables del
proceso de subjetivación, implica entonces
negar la posibilidad de acceder a un contacto directo con uno mismo, sin ese otro que es
constitutivo de toda identidad.
Vimos que esta supuesta oposición entre
autonomía y autoridad fue una de las tensiones con base en la cual se construyó el pensamiento político y filosófico moderno. Si
154
hay un fenómeno que puede caracterizar a la
modernidad es la multiplicación o apertura
de los fundamentos posibles de ser erigidos
como autoridades, a partir de la desarticulación entre autoridad, religión y tradición.
Apertura que si bien tras la “muerte de Dios”
pudo permitir la existencia de autoridades en
plural, plantea la paradoja de vivir, pensar, actuar, decir, sin los reaseguros que aportaban
las tradiciones.
En ese marco inscribimos la problemática
de la transmisión de los saberes; desde las tensiones presentadas a los primeros pensadores
surgidos a la luz del “siglo de las universidades”, cuando la autoridad de la verdad revelada, trasmitida a partir de las claves de la autoridad del pasado y de la tradición, comenzó a
verse cuestionada por la razón humana.
Lo anterior no fue un obstáculo para la
construcción de nuevas verdades, ni impidió la construcción de nuevos sistemas de
creencia y nuevas figuras de la autoridad que
se harían cargo de la trasmisión del legado
cultural. Reconocimos de este modo que
somos herederos de un modo de pensar la
autoridad que está atravesado por las coordenadas propias de la modernidad, al mismo
tiempo que por las transformaciones que en
torno a éstas tuvieron lugar a lo largo del siglo XX. Fundamentalmente desde la segunda
mitad de dicho siglo en adelante, la autonomía como ideal trascendió las fronteras del
debate público para extenderse hacia otros
ámbitos más sujetos a la dependencia normativa, como las relaciones en la familia, en el
trabajo y en las instituciones educativas. Una
serie de transformaciones socio-culturales
tuvieron lugar en las sociedades occidentales
e impactaron sobre los principios básicos que
estructuraron el programa institucional moderno. El principio genealógico, la asimetría
entre las posiciones de la cadena generacional
y entre las partes de la relación pedagógica,
así como la direccionalidad de la transmisión cultural, presentan mutaciones significativas que no implican la desaparición de la
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autoridad, sino su resignificación en el tiempo presente.
Varios autores, algunos de los cuales
orientaron gran parte de nuestro recorrido,
como Zizek o Sennett, señalan las consecuencias de vivir en un mundo en el que las
posiciones entre los sujetos se han visto dislocadas, lo cual conduce a admitir profundas
diferencias entre los distintos ciclos históricos
en el plano de la formación y la trasmisión del
conocimiento. Las experiencias culturales y
educativas de sucesivas generaciones hasta
bien entrado el siglo XX estaban centradas
en una jerarquía de posiciones en la cadena
generacional, en el claro establecimiento de
los lugares de lo prohibido y lo permitido, el
saber y la ignorancia, la experiencia y la impericia. Y el reconocimiento de esa diferencia
de lugares era lo que llevaba a imaginar o a
organizar su trasgresión. Contrariamente, los
procesos de desinstitucionalización e individualización propios de las últimas décadas
del siglo XX, nombraron una serie de mutaciones estructurales que impactaron profundamente sobre la configuración subjetiva, el
vínculo con la autoridad y los sentidos asignados a la producción del conocimiento y su
trasmisión.
En el recorrido planteado señalamos los
diferentes sentidos que pueden desplegarse a
partir de esta noción compleja y polisémica:
la autoridad ligada a la idea de mandar o imponer; la autoridad basada en el reconocimiento y la creencia en otro que opera como
sostén; la autoridad en condiciones de igualdad y reconocimiento recíproco de las voluntades razonables.
Lejos de pensar el devenir histórico de estas formas de autoridad como una sucesión de
modelos que fueron desplazándose, nos interesa plantear la superposición y convivencia
compleja de estas figuras y sentidos entre los
estudiantes universitarios del presente.
La consideración de esa perspectiva nos
presenta algunas de las aristas del problema
de la autoridad en la universidad, entre ellas,
la necesidad de reconocimiento y cuidados en
una institución que en ocasiones se presenta
como excesivamente hostil y que puede conducir a la búsqueda de seguridad bajo la forma
de una actitud dependiente (infantil) respecto
de algunas figuras. Y “el creer que esa búsqueda se puede consumar es verdaderamente una
ilusión, una ilusión peligrosa. Con un tirano
basta”, dice Sennett (1982: 186). Pero creer que
no debiera procederse a ninguna búsqueda de
la autoridad, bajo el ideal de la autonomía absoluta, también es peligroso. Porque desconoce el valor de admirar a otro, de reconocerlo
en el proceso de formación de las identidades,
tanto desde el punto de vista subjetivo como
académico y profesional.
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