LA TIENDA ITINERANTE 1 Aquella mañana de finales de julio lo supe

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LA TIENDA ITINERANTE
1
Aquella mañana de finales de julio lo supe; ya no había ninguna duda: mi vida, hasta lo que podía recordar, era simplemente un transcurrir lento y exasperante de los días, sin mayores deseos que esperar al siguiente amanecer, un poco más viejo, un poco más cansado, cada vez más cerca de la muerte. Estaba cansado de esperarla, así que sentí la obligación de salir en su busca.
2
Corría el rumor que, en algunas épocas del año y en ciertos lugares de la ciudad de Barcelona, podías encontrar una tienda de hechizos, pociones y supercherías varias. La propietaria, contaban, era una mujer muy anciana que siempre parecía tener la misma edad; apenas podía hablar y si lo hacía era mediante extraños acertijos que casi nadie comprendía. Nadie estaba realmente seguro dónde se podía encontrar la tienda con exactitud, porque al parece cada año abría en un lugar diferente y, al cabo de un corto espacio de tiempo, cerraba.
Debía reconocer que aquello era realmente intrigante. Jamás le hubiera prestado atención de no ser por lo que explicaban algunos clientes que habían entrado en la tienda: la existencia de una poción milagrosa que ofrecía el poder de la muerte indolora para quien la ingiriera. Aquello, para alguien como yo sentenciado a una vida aburrida y sin amor, era probablemente la solución a todo. En aquellos días yo buscaba la muerte porque, simplemente, me había cansado de esperarla: deseaba abandonar este mundo pero era un cobarde. Aparte del temor al dolor de morir, juzgaba importante no entristecer a mi familia. Sabía que mis padres se atormentarían por mi muerte, y aquello no me dejaba conciliar el sueño. Quería desaparecer para siempre, salir de este mundo, como si jamás hubiera nacido, junto con todas mis posesiones, mis recuerdos, mis experiencias, todo. Todo fuera, nada debía permanecer aquí. Y nadie debía recordarme, nadie en absoluto.
Consideré que aquello, si fuera posible, podía ser una solución perfecta para mis deseos de suicidio. Pues bien, los rumores y comentarios de aquellos que ya habían entrado en la tienda parecían revelarme, por fin, la existencia de dicha poción que, entre sus muchas propiedades mágicas, conseguía borrar para siempre del recuerdo de familiares, amigos, conocidos, compañeros de trabajo, etc, al sujeto que la bebiera, junto con sus posesiones físicas. ¡Era perfecto! Durante días no dormí; estaba excitado ante la posibilidad de salir de este mundo de una vez por todas sin remordimientos, sin egoísmos, sin tormento para los que me sobrevivieran (que, aparte de mis padres, un hermano y dos o tres amigos, eran más bien pocos).
Empecé a buscar entre los vecinos de mi barrio alguien que pudiera contarme más sobre la tienda, que por aquel entonces ya se conocía por el nombre de la Tienda Itinerante. Una mañana de finales de julio, poco después de mi revelación, estaba sentado en un bar cuando escuché una conversación entre un cliente y el propietario del local. Al parecer, hacía unas pocas semanas este hombre había entrado en la tienda y comprado un libro sobre rituales mágicos. Parecía excitado; vestía como un motorista y lucía una larga melena de pelo negro.
Me acerqué a él para preguntarle sobre la dirección de la tienda. El hombre me contestó que era inútil; aquella tienda ya no estaba allí: en su lugar, un cartel viejo anunciaba la próxima apertura de un locutorio en aquel mismo local, casi como si aquel cartel siempre hubiera estado ahí antes y la Tienda Itinerante hubiera sido una especie de sueño.
­ Verá, amigo – comenzó el hombre­ no se si me creerá o no, pero lo cierto es que algunos de mis amigos me contaron algo semejante a lo que yo voy a contarle a usted: la Tienda Itinerante no se busca; simplemente aparece. ­ dicho esto, pareció sumirse momentáneamente en sus más profundos recuerdos, viendo imágenes que solo él, lógicamente, podía ver. Al rato, pareció despertar de su ensoñación y añadió, casi en un susurro:­ Es pura magia.
­ ¿Quiere decir que la Tienda aparece cuando uno la necesita?
El hombre me miró con afecto. Estaba bebiendo una cerveza directamente del casco; la apuró de un último trago y la dejó sobre la barra del bar con un golpe seco. Luego pidió otra al propietario del bar y esperó pacientemente a que se la sirviera. Bebió un par de tragos y volvió a mirarme con un afecto casi fraternal. Entonces decidió contestar a mi pregunta:
­ Es posible. Lo único que es cierto es que es imposible buscarla o saber donde abrirá la próxima vez.
­ ¿Cómo la encontró usted?­ era lo más lógico que podía preguntarle.
El hombre lo meditó largo rato. Parecía querer responder varias cosas diferentes al mismo tiempo, porque intentó darme varias respuestas que descartó casi de inmediato, tras apenas pronunciar diez o doce palabras cada vez. Finalmente, pareció encontrar la respuesta más coherente y exacta que explicara los hechos:
­ Yo necesitaba algo que nadie podía proporcionarme; entonces, una noche de hace unas semanas, mientras iba con mi moto por la ciudad, la ví.­ en este punto dejó la segunda botella de cerveza sobre la barra y se miró las palmas de las manos con tristeza.­ Estaba abierta, y una mujer muy anciana emergió de su interior, mirándome con una macabra sonrisa pintada en sus arrugados labios.
­ ¿Dónde fue eso?
­ ¿Qué importa ya?­ replicó el motorista.­ Ya le he dicho que ya no hay nada en ese lugar; de hecho, creo que nunca lo ha habido.
Volvió a su cerveza, dándome la espalda. Era evidente que deseaba darme a entender que nuestra pequeña conversación había acabado. Suspirando de desilusión, desistí de intentar convencerle para que me diera la dirección de la última aparición de la Tienda Itinerante, así que pagué mi cuenta y salí del bar.
Sabía que la Tienda no sería fácil de encontrar, si acaso existía. Era posible que todo fueran rumores, desvaríos de locos, de gente atormentada por la mala suerte, las deudas, la bebida, las drogas, el desamor, la enfermedad. Gente como yo, al fin y al cabo, que se aferraban a ideas que podían ofrecerles algo de esperanza en aquel mundo cruel; acaso un poco de luz en aquel oscuro túnel que era igual de largo pero diferente para cada uno; despejado para la mayoría pero repleto de obstáculos para unos pocos desgraciados como yo.
¿Era cierto todo aquello? Si la Magia existía, si era algo palpable, ¿por que era tan difícil de encontrar? ¿Por que no podía manifestarse a cada momento, a cada instante, en cualquier lugar, donde se la necesitara? ¿Qué sentía yo en aquellos momentos de tristeza, de esperanza, de miedo, de congoja? Miraba más allá de todo y de todos; podía ver un aparador viejo y sucio, en un callejón de la ciudad, rodeado de contenedores de basura y de ratas grandes como conejos; dentro, rodeada de libros tapizados en carne humana y escritos con sangre, a la luz tenue de unas velas a punto de consumirse, se encontraba una anciana decrépita, en los huesos, vestida con harapos sucios y amarillentos, jorobada, medio ciega, completamente calva con una expresión de franca maldad en sus ojos, enfermos de cataratas.
Necesitaba encontrarla. Si otros antes que yo lo habían hecho, yo también podría. Siempre que fuera real, claro. Decidí que la mejor manera de ponerse en marcha era buscando a otras personas que ya hubieran estado y que fueran menos reacias a contarme la verdad. Tal vez en cada lugar en donde la Tienda Itinerante aparecía, quedaba alguna pista sobre su próxima ubicación. Era algo lógico, después de todo era una tienda y estaba convencido que su propietaria, bruja o no, criatura demoníaca o no, le interesaba, como a la mayoría de tenderos, crecer en ventas. Como cualquier otro establecimiento, cuando se mudaban siempre dejaban algún cartel durante un tiempo indicando su nueva dirección. Era algo innegable en una sociedad como la nuestra. ¿Que tienda no deseaba darse a conocer?
Di un largo paseo por las calurosas calles de Barcelona hasta la Ronda de Dalt, a la altura de la Avinguda del Tibidabo. Allí pasé un tranquilo y agradable rato de lectura en el recién inaugurado Parc de Teodor Jové, a la sombra de un pino blanco. Antes de morir quería finalizar algunos de los libros que se amontonaban en mi biblioteca privada, como aquella La Novela de Genji, en dos tomos, de la novelista japonesa de finales del siglo X, Murasaki Shikibu.
3
Podría definir mi vida como una sucesión de días insulsos y solitarios. Era ese, y no otro motivo, el que me impulsaba a buscar La Muerte. Nací en Esplugues de Llobregat el 21 de diciembre de 1977, en una clínica que actualmente se había transformado en un Hospital de Día, La Clínica Guadalupe. Mi infancia fue, probablemente, la única época realmente feliz de mi existencia: mis padres eran (son) maravillosos, cuidaban de mi y de mi hermano con amor y ternura, y podíamos considerarnos una típica familia feliz. Quizá parte de mis añoranzas del pasado se deban a aquellos hermosos días, cuando despertarse un domingo por la mañana era sinónimo de alegría. Todavía puedo sentir las sensaciones que recorrían mi cuerpo algún domingo justo después de despertar, tumbado en mi confortable cama, en mi cuarto lleno de pósteres de Fred Krueguer, deseoso de que mis padres y mi hermano se despertaran pronto para tomar nuestro desayuno en família (desayunábamos todos juntos en el comedor ya que la cocina era demasiado pequeña para todos).
Tal vez aquella infancia envidiable era, más que cualquier otra cosa, la motivación que me impulsaba a arrojarme en brazos de La Muerte. Después de todo, ahora ya no quedaba más que un ligero rumor de aquellos días; mis padres eran ya muy mayores y envejecían rápidamente; mi hermano había comprado un piso en Los Pirineos y apenas coincidíamos en Barcelona: hacía su propia vida. Todas las piezas parecían desmoronarse unas sobre otras, en completo desorden, y yo seguía eminentemente solo. Conocía a algunas mujeres, pero ninguna de ellas parecía sintonizar conmigo. Los pocos amigos que tenía se podían contar con los dedos de una sola mano ( y todavía sobraban algunos). Era lógico, pues, morir.
Por supuesto existía otro motivo de peso: ella. Era una mujer preciosa en todos los aspectos imaginables. Hermosa físicamente, dulce como la miel, educada e inteligente, con una voz de ángel que era imposible no enamorarse de ella. Yo la amaba; jamás he llegado a saber si ella conocía mis sentimientos, aunque alguna vez llegué a sospechar que era posible. Hablaba con ella algunas veces, pero siempre desde una distancia prudente para no llamar la atención; temía perderla irremediablemente si le exponía abiertamente lo que sentía. Aquel tormento me acompañaría a lo largo de diez años, día tras día, sin poderlo remediar. La mañana que descubrí que lo mejor era morir, iba por el octavo año de ordalía. ¿Cómo luchar contra aquel sentimiento de soledad, de amor no correspondido, de pena insoportable? Los pocos amigos que tenía eran relativamente felices con sus vidas: disfrutaban del amor y de la ternura de una compañera, viajaban siempre que podían, salían a cenar, al Teatro, o simplemente se refugiaban en la romántica habitación de algún hotel de montaña. Yo, en cambio, vivía solo, dedicaba mis tardes a pasear por Collserola en soledad, o cogía el autobús de la línea 67 y me sumergía en la lectura de algún libro (por aquel entonces llegaba a leer cuatro o cinco libros simultáneamente, algunos en español, otros en catalán y finalmente algunos más cortos en inglés).
Los períodos más duros eran siempre los relacionados con días de vacaciones o festividades locales. Mientras los demás disfrutaban en compañía de tales momentos, yo seguía con la misma rutina aburrida de siempre. Como solía pasear mucho por la ciudad de Barcelona en verano, podía observar la ingente cantidad de turistas que visitaban la ciudad. Todos iban en grupos numerosos, riendo, haciendo fotografías, la mayoría eran grupos de amigos y amigas o parejas. De tanto en tanto me encontraba con familias (padre, madre, un par de hermanos), que se daban la mano y corrían por las Ramblas o hacían comentarios sobre la línea de autobuses Turísticos.
En todos aquellos casos sentía envidia. Envidia por no poder sentir lo mismo que ellos, por vivir resignado a estar solo, a no compartir con nadie mi tiempo, sabiendo que aquello nunca cambiaría, subyugado a la fatalidad, a la tristeza, al olvido. Soledad, tristeza y muerte: ¿acaso no era mejor morir, después de todo? No tenía nada que aportar al Mundo; era un ser insignificante, apenas un desconocido en mi mundo, reducido a largas horas de contemplación en plazas, parques o montañas; noches de terrible insomnio, días de lágrimas en la tranquilizadora seguridad de mi hogar; auto­compasión, esperanzas mutiladas, alimento de sueños rotos y tiempo ha perdidos en el olvido.
No; no era feliz. No era nada.
Era difícil no ansiar la muerte, no buscarla. Pero la Tienda Itinerante era, sin lugar a dudas, acaso una nueva manifestación de La Muerte Negra. Si, era necesario entrar en ella, adquirir aquella poción mágica de la muerte y el olvido; beberla, beberla, beberla, ¡beberla! Jamás había deseado algo con tanto fervor, era casi místico. Aquel motorista me lo había dicho, no podía buscarla porque ella decidía aparecer en algún momento, en algún lugar. Quizá bastaba con rezar; quizá solo debía sentarme en casa, llorar, rezar, llorar, suplicar, hasta que aquella bruja apareciera. No podía saberlo con certeza, pero intuía que algo de fe había en todo aquello. Y, sin embargo, no desistí de interrogar a otros y de seguir buscando.
Mi amada vivía algo lejos de la ciudad por aquel entonces. No excesivamente lejos, porque podía desplazarme hasta su casa en apenas dos horas. Pero es cierto el tópico que habla sobre las distancias cortas que, muchas veces, resultan las más largas. Así era; aunque hubiéramos sido vecinos en mi mismo bloque, estaba demasiado alejada de mí. Yo lo sabía y por eso me atormentaba tanto: la imaginaba en casa, leyendo algún libro tras una agradable ducha, acomodada en su sofá, con algo de música sonando de fondo. Desconocía sus preferencias de lectura, pero podía imaginarla leyendo algo de Kerouac, desnuda debajo de su blanco albornoz de baño, con su larga melena negra mojada cayendo sobre sus hombros. No era una imagen sexual, era una imagen pura. Entendedme, no sentía pasión sexual por aquella mujer: todas sus visiones eran limpias, cristalinas, dulces y tiernas. No quiero decir que no deseara poseerla; era, después de todo, un hombre. Y sentía el mismo apetito sexual que cualquier otro hombre. La diferencia era que cuando soñaba con ella, cuando pensaba en ella, nunca era en tono sexual. Dicen que eso es precisamente lo que nos pasa cuando nos enamoramos perdidamente de alguien. Flaquean nuestras fuerzas, perdemos la concentración en todo, nada parece tener ya significado en nuestras vidas y es entonces cuando llega el Vacío. Yo tenía aquel Vacío conmigo, a mi lado, imposible de llenar. Sabía que ella no me amaba, y aquello me entristecía enormemente. Vivíamos en dos mundos totalmente diferentes; yo era una especie de ermitaño, ella solía salir y abrirse camino entre la gente con una facilidad pasmosa. Tenía muchos amigos y amigas, y lo peor de todo, estaba casada.
Cuando la conocí todavía era soltera. Con esto no quiero decir que en aquel momento quizá podría haber intentado algo, ya sabéis, atraerla hacia mí, seducirla, enamorarla. Pero ya en aquella época yo conocía mis limitaciones, que eran muchas. Jamás llegué a planteármelo. Simplemente no era una opción.
No; todo lo que ella era, era ajeno a mi. Yo siempre me sentí como una persona divergente de la Humanidad; sus gustos no eran los míos; su Mundo para mi era una especie de película interactiva en la que me veía obligado, algunas veces, a vivir. Fiestas de despedida en el trabajo; comidas familiares en Navidad; cafés con algunos amigos (de los que me cabían en una mano, recordad); cosas insulsas de este estilo.
Aún hoy me siento así: mi amor por esta chica no ha desparecido, acaso se ha desvanecido levemente. Tampoco me siento partícipe del Mundo y siempre que puedo me recluyo en mi casa y cierro la puerta a todos. Creo que estoy más cerca de la palabra misantropía que muchos de los grupos de Black Metal extremo que escucho de tanto en tanto.
Aquellos días de pena, de desolación, la alternativa de la Tienda Itinerante era una revelación, un regalo, acaso un premio.
4
Después de una larga búsqueda infructuosa, probé suerte con las revistas sensacionalistas del sector. Incluso comencé a escuchar el programa radiofónico de Iker Jiménez, Milenio 3, para ver si encontraba alguna pista sobre la tienda. Y aunque parezca increíble, en la página 65 de la revista Enigmas, encontré el anuncio de un libro sobre tiendas y locales de esoterismo en Barcelona, algo así como una Guía de Ocio pero del mundo sobrenatural.
Pude comprar ese libro en La Casa del Libro, en Passeig de Gràcia. La verdad, todos aquellos lugares me parecían tan alejados de la realidad que mi primera intención era olvidarme de ellos. Pero al final pensé que bien podía dejarme caer por algunos locales y preguntar. Desde luego no creía en las supercherías que anunciaban (adivinación, Tarot, curas mágicas) porque estaba convencido de que la única tienda que podía suministrar aquel material genuino y sin tratarse de un fraude, debía de ser la Tienda Itinerante. Suponiendo, claro, que existiera (seguía teniendo serias dudas al respecto).
Finalmente es lo que hice: salí una tarde de finales de julio de casa con el libro en la cartera y con algunos billetes de 20 euros encima. Visité diferentes tiendas esotéricas y hablé con diferentes personajes (clientes, expertos médiums, astrólogos, videntes), y aunque la mayoría de ellos se hacían eco de los rumores sobre la Tienda Itinerante, poco o nada es lo que sabían sobre la misma. Estaba a punto de tirar la toalla. Aquel condenado motorista parecía tener razón: era imposible encontrar la tienda por uno mismo. Una noche, ya a principios de agosto, me senté a tomar el fresco en un banco cerca del Parc de Cervantes, en La Diagonal. Aquel día había estado caminando durante horas por el Centro de Barcelona en busca de pruebas o pistas. Estaba demasiado agotado físicamente para volver a casa andando, pero al parecer tuve fuerzas para dejarme llevar hasta el límite de la ciudad. Frente a mi tenía una de las últimas paradas de la línea 67 del autobús en Barcelona; la siguiente ya se encontraba en el municipio de Esplugues de Llobregat. No había mucha gente, así que podía estar tranquilo. De tanto en tanto veía a alguna pareja haciendo algo de footing. Era una noche agradable; los meteorólogos habían pronosticado un agosto tormentoso y fresco, al parecer no se habían equivocado. Aquel día había estado lloviendo y la temperatura había descendido unos diez grados. A lo largo de la tarde las nubes se habían disipado, dejando el cielo completamente raso, pero el fresco seguía presente. Era de agradecer, sin duda.
Sentado, aspirando al agradable aroma de los árboles cercanos, dejando que la suave y fresca brisa de la noche acariciara mi piel, soñé otra vez con ella. La podía ver en aquel mismo parque horas ha, con un ejemplar de Kerouac en su regazo, vestida de tirantes con pantalones cortos mostrando sus esbeltas y suaves piernas morenas; un ipod en su bolsillo reproducía alguna clase de música acompañante de buenas lecturas, tal vez algo sinfónico. ¡Que ángel!
­ Jamás encontraré lo que busco – susurré al aire.
Tal vez, me respondí yo mismo en silencio. En algún lugar de aquella enorme ciudad existía un milagro para la gente como yo, pero era escurridizo. Sopesé las posibilidades que me quedaban si la Tienda no era más que una estúpida invención: por un lado podía seguir como hasta entonces, viviendo en soledad, atormentándome cada dia y cada noche por un amor no correspondido, sintiendo que cada vez era a peor, que todo carecía ya de sentido y que la vejez sería, seguramente, la última parada antes de la Muerte. O bien podía acelerar un poco mi desenlace.
Un profesor de la Universidad donde yo trabajaba y estudiaba tenía un libro escrito por un doctor español (no recuerdo ni el título ni el autor) que trataba de diferentes modos de morir sin dolor. Exponía paso a paso los ingredientes y el mejor método para aplicarlos con tal de lograr una muerte rápida e indolora. Bien podía ser una opción a tener presente: bastaba pedirle el libro, ojearlo con algún pretexto estúpido, y luego ponerlo a prueba. Después de todo nadie conocía mis verdaderos sentimientos nihilistas, así que no corría peligro de levantar sospechas. Por lo general sostenía una doble vida: la parte pública era relativamente alegre, siempre de buen humor. Solo cuando me quedaba a solas, cuando me encerraba en mi casa, a salvo del Mundo exterior, dejaba que mis verdaderos sentimientos de muerte, tristeza, soledad y desilusión emergieran en forma de llanto, de apatía, o de insomnio. Ni tan siquiera mis padres conocían la verdad y mucho menos mi hermano. Ya desde siempre había intuido que aquello podía matarles.
Seguí sentado un buen rato, cavilando sin cesar. Bien, era el momento de dejar de buscar aquella Tienda Itinerante y regresar a casa. Tomaría una larga ducha, me masturbaría y, después de una cena suave, dedicaría un poco más de mi tiempo a terminar La Novela de Genji. Algo en mi interior parecía advertirme que me quedaba poco tiempo, ya fuera por un motivo u otro, y deseaba terminar el libro. Sabía que mi final estaba cerca, que poco o nada quedaba ya por hacer: no había más amigos que conocer, no había más países a los que viajar, no había esperanza de salvación.
Deseaba morir; iba a morir, de un modo u otro, pronto.
­ No deseo que nadie me recuerde – susurré a la Nada, al Mundo, a mi mismo, a nadie en particular. Era cierto; deseaba morir en todos los sentidos, no tan solo el físico. Mi muerte debía ser total o no sería una muerte completa: todo lo que yo era, todo lo que yo tenía, todo lo que yo representaba en aquel maldecido mundo, todo, TODO, debía morir con mi cuerpo. Ni una lápida, ni un recipiente con mis cenizas; nada debía permanecer en la Tierra. Nada que fuera mío, ni tan siquiera mi recuerdo. Eso también era parte de mi ser, y no podía, no quería, dejarlo remoloneando en este mundo putrefacto y hostil; debía morir en cuerpo y alma. Desaparecer, como si jamás hubiera tenido un pasado, como un hijo no nato, como un Aborto.
Por desgracia, aquello resultaría del todo imposible sin la Tienda Itinerante. Así que entristecido una vez más por aquella espantosa revelación, taciturno, me subí al último autobús de la línea 67 hacia mi casa.
Esa noche no tuve fuerzas para nada salvo para caer sobre la cama y no dormir.
5
Cuando tenía nueve o diez años, solíamos ir a Vallvidriera, un bonito lugar (que, curiosamente, forma parte del municipio de Barcelona), y comíamos carne a la brasa cocinada al aire libre, con leña. Era curioso; jamás llegué a saber lo cerca que estábamos de nuestra casa porque nos desplazábamos con metro y luego tren: primero salíamos de casa y nos dirigíamos a la parada de metro de La Gavarra; allí cogíamos la línea 5 (la azul) hasta la estación de Diagonal. Antes de que terminaran el pasillo interior que comunicaba con los FGC, íbamos hasta la parada de Provença por las calles de Barcelona. Allí podíamos coger algunas líneas de los ferrocarriles hasta Baixador de Vallvidriera, que nos dejaba justo en el Cami Vell del Pantà. Todavía debíamos caminar unos diez minutos, al lado de viejas casas construidas como barracas, dejando atrás el túnel antiguo y siniestro del Minagrot. Tras una leve cuesta de cemento y tierra (ahora son unas bonitas escaleras para facilitar el acceso a personas mayores), llegábamos al Pantà de Vallvidriera. En aquella época había allí tres bares con zona de picnic llenos a rebosar de famílias enteras. Al que solíamos ir nosotros estaba justo al otro lado del pantano. Ahora es una especie de solar de tierra sucia y enfangada, con pequeños charcos de agua putrefacta que baja desde El Torrent de la Sargantana, unos metros más arriba. Sin embargo, aún se puede respirar aquellos maravillosos domingos comiendo carne y patatas, sentados en una incómoda mesa de madera en sendos bancos de madera, rodeados de moscas y de naturaleza. Justo detrás de la zona de picnic se encontraba un camino de montaña que subía hasta una pista forestal que moría en la carretera de Molins de Rei; todavía existe aunque no como lo recordaba: ahora el camino se destruye cerca de una finca privada, con zonas convertidas en tierra de cultivo. Pero todavía puede utilizarse como medio rápido de dejar el pantano atrás; la otra opción es subir por la torrentera, que aunque tiene cierto encanto, apesta a aguas residuales.
Muchos fueron ( y son) los días negros en los que paseo largamente por Collserola. Casi siempre son largas caminatas de no menos de cinco horas, o lo que equivale a mi paso a unos veinte kilómetros. Y no se exactamente por que motivo, siempre encuentro una excusa para dejarme caer por la zona del pantano y subir por ese camino casi perdido. Es curioso lo que un ser humano puede echar de menos en su vida; a pesar del éxito profesional, del dinero, de los gadgets electrónnicos y de los lib ros, echo de menos mi infancia. Se que puede parecer ridículo, pero es lo que siento. Aquella infancia era limpia, simple y perfecta en su simplicidad. Paseábamos como una gran familia por la sierra de Collserola, jugábamos algunos partidos de fútbol en un descampado cercano al pantano; mis padres se relajaban tumbados a la sombra de un pino blanco; a veces mi padre leía el periódico mientras fumaba un enorme puro (en aquella época era normal fumar en la montaña). Aparte de Collserola, donde íbamos muy a menudo, también solíamos ir a pasear por Pallejà y Sant Andreu de la Barca. Otras veces fuimos a la montaña de Montserrat y subimos hasta el Cim de Sant Geroni, que para mí en aquellos años era como la cima del mundo.
Sea como fuere, ahora hago estos mismos caminos por nostalgia en soledad. Algunas veces (pocas), me acompaña algún amigo. Pero no es lo normal: suelo caminar solo, llevo siempre algunos libros en mi cartera y música en un pequeño ipod shuffle. Aquel verano de mi búsqueda, también caminaba por Collserola. Solía salir de mi casa sobre las once o doce de la mañana, me desplazaba hasta la Zona Universitaria, en Barcelona, tomaba una comida ligera a base de un bocadillo, un zumo de frutas y un cortado, compraba dos botellas de 50cl de agua mineral, las guardaba en mi cartera, y sobre las dos del mediodía subía hasta la montaña, bien por la Font del Lleó, bien por El Parc de l'Oreneta, desde el que salía un camino serpenteante que me dejaba en la Carretera de les Aigues.
Tras un largo camino, a pleno sol, solía descansar en Vallvidriera, a escasos metros de la ermita de Santa Maria de Vallvidriera, bebiendo un trina de naranja bien frío, a la sombra de algún árbol, leyendo mi Novela de Genji o uno de los últimos libros en inglés que acababa de comprar ese mes de julio en l'FNAC, Sputnik Sweetheart, del escritor japonés Haruki Murakami. A este autor lo he leído en castellano, catalán e inglés. Me quedo con las traducciones al inglés, creo que están más cerca de la versión japonesa (entre otras cosas porque un amigo mío, experto en literatura, me sugirió que algunos de sus textos estaban traducidos a nuestro idioma a partir de las versiones en inglés).
Cuando ya había devorado bastantes páginas de un libro, leía unas cuantas del otro. Después, continuaba mi larga marcha. Una ventaja de ser un solitario como yo es que nunca tenía prisa por regresar a casa porque allí no me esperaba nadie. Y para no parecer algo machista, añadiré que tampoco tenía yo que esperar nunca a nadie. Así que algunas veces caía la noche y yo seguía deambulando por Collserola, iluminándome con las estrellas del cielo en las noches despejadas. Podríamos decir que mi vida era exageradamente aburrida; la monotonía de mis actos apenas se rompía alguna vez de tanto en tanto, como cuando iba a algún concierto o cuando decidía acompañar a algún amigo al cine. Eso era, estadísticamente hablando, la menor de las veces. Creo que en mi caso ni la Campana de Gauss podía salvarme del suspenso más categórico.
En mi trabajo tal vez era feliz, eso es cierto. Tenía amigos entre los científicos del departamento donde trabajaba, y mis tareas eren eminentemente técnicas, de un nivel a veces demasiado complejo, y me robaban buena parte del tiempo. Se que puede parecer patético, pero muchas veces seguía trabajando desde casa, a altas horas de la madrugada, porque no podía dormir. Otras veces me resultaba imposible concentrarme en mi trabajo, y lo dejaba para más tarde. Algunas veces sufría de ataques repentinos de vértigo que me impedían enfocar correctamente la pantalla del ordenador, así que salía del despacho a dar largos paseos por el Campus.
Aquella era mi vida, resumida muy brevemente, hasta aquel verano. Como no tuve suerte con mi búsqueda, empecé a sospechar que la Tienda Itinerante era un bulo; una simple invención con altas dosis de sugestión que alguien, en algún momento u lugar, había decidido crear con alguna finalidad desconocida. Otros habían recogido esa idea y la habrían difundido, pensé que como una broma que no podía afectar a nadie. Quizá en unos cuantos años aquel bulo pasaría a formar parte de la larga colección de leyendas urbanas existentes en todas las culturas urbanitas.
Cuando empezaba a plantearme la opción del suicidio, recibí una llamada telefónica. Era un conocido de cuando trabajaba en la empresa privada, algunos años antes de entrar en la Universidad. Nunca fuimos grandes amigos, y me sorprendió que me llamara. Su voz denotaba impaciencia, y supuse que eran malas noticias.
­ Hola­ empezó con una voz temblorosa y excitada­, espero no molestarte... Hace años que no hablamos, ¿verdad?
­ Así es­ afirmé con convicción:­ diez o doce años­ calculé.
­ Ah, si ... toda una vida, ¿eh? Hay gente que se ha casado y divorciado hasta tres veces en diez años.­ comentó a modo de broma. Me sentí estúpido, porque a mi ese tiempo solo me había servido para volverme más viejo, perder más pelo, perder más amigos, perder seguridad en mi mismo y sentirme cada vez más y más solo.
­ ¿Que quieres?­ le espeté.
­ Se trata de ella.­ Claro, pensé, ella. Hasta aquel momento no recordaba que mi amada había formado parte de aquel peculiar universo, y que aquel conocido de antaño era un buen amigo suyo. Probablemente estaba físicamente mucho más cerca él de ella de lo que yo nunca estaría, así que era lógico suponer que, si había pasado algo, él sería el primero en saberlo. Algunos de los conocidos y amigos que tenía conocían un poco mis sentimientos por aquella hermosa chica, así que parecía aún más lógico que él me llamara para contarme alguna desgracia. Sentí un pinchazo en el estómago e inmediatamente después un flato en el costado derecho, en el colon.
­ ¿Que ha pasado?­ le pregunté asustado­: ¿Está bien?
­ Está en el hospital­ me contestó con voz ronca­, ha sufrido un grave accidente de tráfico.
Me sentí morir. Por un momento olvidé mis ideas de suicidio, mi vida, mis penas, todo desapareció. Tan solo podía pensar en mi amada en una cama de hospital, debatiéndose entre la vida y la muerte, inconsciente, tal vez en coma, dormida, sedada, ¡Dios mío! Tomé nota del hospital y corrí como alma que lleva el diablo hacia allí, pensando por el camino que habría un montón de amigos y familiares a su lado, incluido su marido. Para alguien que ama en secreto, es difícil esconder los sentimientos cuando La Muerte anda cerca de su ser amado, eso espero que lo comprendáis. Así que supe casi instintivamente que me pondría en evidencia porque sería incapaz de contener los llantos de dolor al estar cerca de ella. No me equivoqué: estaba profundamente sedada, conectada a un montón de tubos en cuidados intensivos, no me dejaron verla. Solo familiares próximos. Su marido estaba desolado, le estreché la mano; no se acordaba de mí. Algún amigo que vagabundeaba por el hospital, siempre con un vaso de plástico cargado de café ennegrecido, me explicó que los médicos solo estaban esperando que su corazón dejara de latir. Era cuestión de horas. Estallé en llanto, no lo pude evitar. Para mi ya nada parecía tener sentido: perderla irremediablemente se me hacía más insoportable que la idea de vivir solo contentándome con algún correo electrónico o algún mensaje de texto que fueran de ella.
Entonces vino a mi la ya tan conocida revelación: magia. Era lo único que podía salvarla. La Magia que yo había deseado para mí mismo, para acabar con mi insulsa existencia, ahora podía ser necesaria para salvar una vida, su vida. Triste, con los ojos llenos de lágrimas, salí del hospital sin saber realmente a dónde ir. Una parte de mi deseaba morir allí mismo, pero otra se negaba a marcharse sin antes intentar ayudarla, del modo que fuera. Sentí mi dualidad como si de una enfermedad se tratara. Hacía calor; era ya de noche y las calles estaban muy transitadas. Caminé un poco a la deriva, sin saber donde buscar, donde ir, donde parar. Creo que grité algo, algunas personas me miraron asustadas, luego me desmayé. Cuando recobré el sentido, estaba tendido en un banco de piedra en algun callejón cerca del hospital. Tenía un ligero dolor de cabeza; desplacé mis dedos por mi frente y noté algo viscoso y líquido: un poco de sangre; nada serio al parecer. Supuse que debido al desmayo. Me dolía un poco la espalda y sentía otra vez aquel flato, esta vez más fuerte, en el costado derecho, a la altura del colon, junto con unas fuertes punzadas en el estómago.
Me incorporé y descubrí que podía caminar sin marearme. Entonces miré a mi alrededor y vi que estaba completamente solo. Consulté mi reloj: eran las cuatro de la madrugada. Asustado, decidí regresar al hospital: temía que ella ya hubiera muerto. Cuando estaba ya a pocos metros, vi a mi izquierda un extraño rótulo de neón, bien visible en la semi oscuridad del callejón, que se encendía y apagaba rítmicamente. El rótulo mostraba algún tipo de nombre que no llegué a comprender. Justo debajo del mismo, una mujer anciana, vestida con sucios harapos, me observaba fijamente, inmóvil.
A su espalda se desdibujaba, en la penumbra, un aparador de cristales manchados, custodios de infinidad de objetos antiguos llenos de polvo y telarañas.
­ Bienvenido­ dijo la anciana, palabras que pronunció sin mover sus labios:­, esta noche estamos aquí para ti.­ entonces, separó sus dos brazos y los levantó hacia mi en clara señal de bienvenida, mientras las puertas de la tan ansiada Tienda Itinerante se abrían de par en par, como impulsadas por alguna clase de magia, para que yo entrara.
­ ¿Es acaso esto obra de Dios?­ le pregunté a la anciana.
Profiriendo una larga y siniestra carcajada, la anciana clavó sus ojos legañosos y medio ciegos en mí y contestó:
­ Ya hace demasiado tiempo que Dios no hace su trabajo en este Mundo, joven.
Así que era eso. Dios no tenía nada que ver, solo la Magia. Magia pura y real, no era una ilusión. Aquella tienda no había estado ahí antes, de eso estaba seguro. Si la memoria no me fallaba, allí había, apenas unas horas antes, una pizzería. Era innegable el hecho de que por fin mis deseos se habían cumplido: ante mí tenia la Tienda Itinerante, donde podría, tal vez, salvar la vida a mi amada. Entonces comprendí que ese era el único medio para que apareciera: desear algo para otra persona, por supuesto. Siempre era lo mismo: el egoísmo nunca era recompensado en el reino de lo sobrenatural. Aquel motorista debió necesitar algo para otra persona, y todos aquellos que relataban historias sobre la tienda también debieron desear algo para alguien. Por supuesto, aquello no guardaba relación con Dios, acaso con el Diablo. Así que no era estrictamente necesario pedir algo bueno.
Asustado, excitado, pasé al lado de la anciana que se apartó momentáneamente para dejarme entrar en la tienda. Noté un olor a azufre mezclado con un insoportable olor a rancio. Entonces estuve casi seguro de que aquella tienda tenía su origen en el mismísimo Infierno.
Una vez dentro, la puerta se cerró detrás de mí. La anciana estaba conmigo, más cerca, sonriendo con malicia.
­ Y ahora, seamos prácticos­ me dijo:­ ¿Que podemos hacer por ti?
6
Salvé su vida.
Lo que sucedió en la Tienda Itinerante apenas tiene importancia; pedí una poción, un hechizo, algo, que arrancara a mi amada de las frías garras de La Muerte. El precio por aquello era de lo más asequible: apenas una simple y tópica promesa de entregar mi Alma a cambio de aquella maravilla. Me pareció, dadas las circunstancias, un precio exageradamente pequeño así que lo asumí sin dudarlo. La anciana pareció saber incluso antes de que yo diera mi consentimiento, cuál iba a ser mi respuesta. Ahora creo que siempre lo sabía porque era alguna representante de Satán en la Tierra. Por eso siempre hablaba en plural; ella solo era la encargada, la dependienta por así decirlo, de aquella Tienda del Infierno.
Como en aquel relato terrorífico de Stephen King, La Tienda, yo había encontrado mi cosa necesaria, solo que no era para mí exactamente. Muchos de vosotros pensaréis: fue un sentimiento relativamente egoísta el que te impulsó a la búsqueda de la tienda, porque temías quedarte totalmente solo, sin tan siquiera aquellos pequeños momentos de alegría cuando recibías un mensaje en tu teléfono móbil, o cuando llegaba un e­mail a tu buzón. Y tal vez sea cierto después de todo. Mi amada se recuperó mágicamente, los médicos no salían de su asombro. Alguna enfermera hizo el comentario de que había sido un milagro, y que debíamos estar agradecidos a Dios. Yo conocía la verdad, y sentí de nuevo aquellas extrañas punzadas en la boca del estómago y el molesto flato en el costado derecho. Imaginé que cualquier cosa que yo pudiera explicar parecería una completa y absoluta locura, así que guardé un silencio sepulcral.
Bastó un simple conjuro obtenido de un antiguo grimorio forrado de piel humana y escrito en sangre para salvarla. La Bruja lo leyó en voz alta; el idioma era totalmente desconocido para mí. Me garantizó resultados inmediatos, sin efectos adversos conocidos. Aunque recalcó que un conjuro era exactamente igual que un medicamento de nuestra Ciencia; podía presentar contraindicaciones. De ser así, dijo, estaría eternamente agradecida que se los contara, a fin de anotarlo en el grimorio para posteriores consultas.
Cuando regresé al hospital, ella ya estaba consciente. No preguntó por mi; se abrazó a su fiel marido y se rodeó de los amigos más íntimos. Muchos reían; otros sollozaban de alegría; el que me llamó para darme aquella trágica noticia también estaba allí y me observaba de lejos con una expresión de duda. Por un momento pensé que de algún modo lo sabía; mi rápida salida del hospital, mi regreso justo en el momento en que ella se recuperaba y murmuraba algunas palabras de consuelo para su destrozado esposo; lo intuía.
Pero no dijo nunca ni una palabra.
7
Hace calor, una vez más.
Mi vida no ha cambiado demasiado desde aquellos extraños sucesos. Quizá ahora me siento un poco más reacio a morir, porque tengo algunas aficiones nuevas y me esperan algunos retos importantes en mi vida. En teoría debo emprender un largo viaje dentro de poco, un viaje de trabajo, a casi la otra punta del Mundo. Desconozco la fecha exacta y lo que me espera allí, pero no hay duda de que será excitante.
Sigo caminando por Collserola, leyendo libros y escuchando mucho heavy metal. Y he retomado algunas de mis viejas aficiones, como la escritura. Este relato breve que estáis leyendo es un claro ejemplo de ello. Pero os mentiría si dijera que lo narrado aquí es pura ficción; todo es enteramente real, hasta la última sílaba. Nada de lo que aquí se explica es producto de mi desbordante imaginación, y existen pruebas irrefutables de todo ello salvo, tal vez, la Tienda Itinerante. Pero podéis preguntar por ahí: hay infinidad de personas que han pasado por caja, que han vendido su alma a cambio de algo para alguien, y todos ellos os contarán la misma historia. Es posible que alguno de los que estáis leyendo mi relato deseéis entrar en dicha tienda. Es muy posible, así que espero que os ayude a comprender cómo la podéis encontrar.
No he dejado de pensar en el suicidio. Cierto es que ahora la necesidad de morir ha pasado a un segundo plano, pero sigue latente. Sigo pensando que aquella poción mágica sería una buena solución a mis problemas.
Por eso he escrito esta historia. Por eso esta madrugada de agosto, sin poder conciliar el sueño una vez más, he decidido encender mi eeepc y vomitarlo todo en estas once páginas a simple espacio y a una sola cara. Porque tengo la necesidad de morir, aunque no de manera inmediata, pero pronto. Y yo no puedo ir a buscar la poción que puede acabar con todo, llevarme, limpiarme, purificarme, arrancar mi nombre, mi recuerdo, todo mi ser, de este Mundo. Necesito a alguien que lo haga por mí, del mismo modo que yo lo hice por mi amada. Recordad; es la Tienda del Infierno, se puede pedir cualquier cosa, no necesariamente buena. Ya sabéis que el precio a pagar es el Alma. Cuando yo muera, mi alma pasará a formar parte de ese Infierno que todos tememos como pago por salvarla. No me importa; una vez muerto no me importará ya nada: ¿arder en el Infierno por toda la Eternidad? ¿Que es eso en comparación con la vida que llevo ahora? ¿Que importa si ya no deberé preocuparme por mi amada, por lo que podría haber sido y nunca fue?
Os lo pido, os lo imploro. Pero no tengáis prisa, puedo esperar un poco más. Levantaos un día, pedid que la Tienda Itinerante resurja desde las entrañas de la Tierra, y comprad la poción de La Muerte Completa, por mí; tal vez algún día otro haga lo mismo por vosotros. Debemos unirnos en Comunidad, ayudarnos unos a otros, como buenos hermanos.
Recordad.
Pedid algo para alguien, no necesariamente bueno.
Salvadme de mi existencia.
Y tomad buena nota de estas mis palabras, puesto que si ingiero dicha poción, si la bebo, moriré y conmigo todo mi ser, mis experiencias, mi recuerdo y mis recuerdos, mis desarrollos informáticos, mis obras, mi trabajo, mis facturas, mi casa, mis libros, todo. Y en ese caso nadie sabrá de la Tienda Itinerante a menos que tenga la suerte, o la desgracia, de escuchar algún rumor esparcido por el viento, impulsado por la desesperanza, fortalecido por la fe y condimentado por el Diablo.
Amén.
Toni Castillo Girona,
Cornella de Llobregat a 25 – 07 – 2008
Terminado a las 22:23 horas, escrito en 1 solo día.
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