Por las crestas de la Sierra del Hospital I Hace unas semanas, a

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Por las crestas de la Sierra del Hospital
I
Hace unas semanas, a mediados de abril, se han tratado temas acerca del
Camino Real de Castilla a Guadalupe en el Primer Congreso de los “tiempos
modernos”, celebrado sobre el susodicho camino, en las dependencias del Real
Monasterio de Santa María de Guadalupe. Han impartido las charlas entendidos en
temas de caminería y en todo lo relacionado con Guadalupe. Al tiempo que se hablaba
del Camino en sí, de su desarrollo a lo largo de la historia, de reyes y personas
destacadas que por él transitaron, de hospitales y ventas que surgieron a su vera, se
han hecho incursiones por temas ajenos al mismo pero relacionados con el fascinante
mundo del peregrinaje en otras épocas. De esta manera se habló de colmeneros,
carboneros, pastores, cazadores y hasta de bandidos que transitaban o vivían en los
márgenes del Camino. En este orden de cosas se habló de grandes rutas de
peregrinaje en la Alta y Baja Edad Media, de caminos que atravesaban en los siglos
precedentes la Tierra de Talavera, de calzadas romanas, de la evolución del
monasterio y de la Puebla de Guadalupe y hasta de la cabaña ovina y bovina de los
monjes jerónimos desde el siglo XV hasta la época de la Desamortización. Se apuntó
que había que incitar a las instituciones públicas a que ayudasen a establecer la ruta
del Camino Real, lo más ajustada posible al trazado antiguo, con pequeñas
inversiones, afirmando que esto supondría un apoyo al desarrollo y mantenimiento
económico de determinadas zonas rurales. Se echó en falta que alguien contara la
experiencia del peregrinar a Guadalupe por el Camino Real de Castilla en los “tiempos
modernos”, que se hablara de la geografía, del paisaje, de los pueblos por los que
pasa, de las experiencias y hasta de las sensaciones que se sienten en este trasiego
de ir a pie de un sitio para otro, en esta sociedad de la automoción. En algún momento
habrá de hacerse. Al margen de los temas tratados, está el hecho que se haya podido
hacer, es decir, que se organizase y se llevara a cabo con el poco tiempo que se
disponía para su preparación y con la escasez de medios para hacerlo. Alguien
catalogó este hecho como un posible “milagro” de la Virgen en la nueva era. ¡Dios dirá!
Este balbuceo de temas acerca del camino, abre una posibilidad de tratar en el
futuro con más detalle, y en situaciones semejantes a la vivida en días pasados,
diversas cuestiones relacionadas con el peregrinaje y con el Camino Real de Castilla a
Guadalupe. En el futuro, al tiempo que se escribirán guías turísticas del camino, se
abrirán albergues, se reconstruirán puentes, se trazarán sendas por donde caminar. Y
cuando la gente haga el camino, peregrine, ocurrirá como en toda actividad humana,
que se divulgarán las impresiones de los peregrinos, sus emociones, sus sensaciones,
sus esfuerzos, sus contrariedades, sus decepciones, en fin los sentimientos que hayan
tenido a lo largo del recorrido. Y como lo harán gentes con distintas sensibilidades
podrán aparecer todo tipo de manifestaciones sobre este tema en los más diversos
géneros literarios. Hasta que eso ocurra, seguiremos hablando de los Hitos del
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Camino y temas relacionados con ellos. Y uno de esos temas, ligado a las etapas más
duras del recorrido, es lo que se trata de contar a continuación.
II
Cuando el peregrino que hace el Camino Real de Castilla a Guadalupe se
interna en La Jara, después de trasponer la sierra de Altamira por el puerto de
Arrebatacapas, si le queda aún resuello, y si no, al tiempo que se detiene para
tomarlo, puede contemplar el paisaje que se extiende desde allí hasta la sierra del
Hospital. Percibirá un amplio valle, surcado de serrijones que corren paralelos a las
sierras que limitan el valle, mostrando unas veces grisáceas crestas cuarcitosas y
otras onduladas lomas, unas veces pobladas de raquíticos olivos y otras cubiertas del
obstinado manto de jara. Los cerros se extienden hacia oriente y hacia poniente en
cadenas sucesivas manteniendo el paisaje en una actitud de elevado dramatismo. A
veces la tierra desnuda de algunas lomas, rozadas para llevar a cabo una repoblación,
deja ver la contracción apasionada con que sus músculos cretáceos o triásicos se
esfuerzan por levantar sus entrañas rojizas, para luego acabar en una infinidad de
cárcavas que el agua de las escasas lluvias y de alguna brutal tormenta araña
cruelmente. De cuando en cuanto esta guerra arquitectónica que las tierras del valle
mantienen contra no se sabe quien, tiene su culminación con las dentelladas que los
riscos de las crestas de las sierras limítrofes, dan de paso al cielo azul. Grisáceas las
pedreras penden agarradas a las laderas de las sierras, el ramaje de algún alcornoque
que muestra su robusto y rojizo tronco se estremece al viento, destacamentos de
alisos montan guardia en el fondo de los valles y sobre el pedregoso piso del camino a
veces se aprecia la sombra deslizante de alguna hurraca.
En un día a primeros de mayo, el peregrino traspuso en coche el puerto de
Arrebatacapas muy de mañana camino de Navatrasierra. Allí le esperaban Inés,
Leandro y Antonio para iniciar un recorrido por la cuerda de la Sierra del Hospital,
desde el puerto de la Cereceda hasta el pico Cervales. Era el segundo intento en
llevarlo a cabo, meses antes había tratado de hacerlo con Jesús, pero en aquella
ocasión cuando llegaron al cerro Carbonero (Fortificado), desistieron en seguir por
causa del temporal de niebla y agua que por aquellas fechas se presentó en la zona.
Las previsiones meteorológicas para este día de primavera eran excelentes para
intentarlo de nuevo.
La bajada desde el puerto a Navatrasierra se hace por la cara sur de la sierra
de Altamira. El trazado de la carretera se adapta a las ondulaciones provocadas por
los cerros dígitos que se descuelgan de la cima, formando entre ellos valles colgados
que los de la zona denominan “hoyas”, y en el seno de ellas existen extensas
pedreras. Sin embargo este zigzagueante trazado para no perder contacto con la cara
de la sierra, desaparece cuando se contempla desde la otra parte del valle, desde la
sierra del Hospital, dando la sensación de un trazado rectilíneo con una pendiente
suave, entre el puerto y el pueblo. El talud de la carretera se aprecia como un corte
recto a través de la jara y de las pedreras. Conforme se desciende, las lomas y crestas
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de los serrijones del valle van creciendo, quedando el collado en el que se encuentra
el pueblo, casi en la base de uno de ellos, cuyo cerro prominente le nombran como del
Castillejo. Navatrasierra es uno de los hitos del Camino que será descrito en su
momento, ahora sólo una pincelada de la sensación mañanera de un día de mayo,
preludio de una “gesta”.
El paisaje que contempla el peregrino desde que deja el llano es agreste,
montaraz, más arriba se ha intentado dar una breve descripción de la sensación de
drama que produce la contemplación de un paisaje quebrado, cubierto de monte bajo
que no permite ver el terreno y que cuando éste se muestra lo que se aprecia son
riscos, pedreras o profundas cárcavas erosivas. Olivares de olivos enanos colgados en
las laderas, que apenas se descuide el olivarero la jara se lo come y los olivos se
transforman en acebuches. Ante aquel panorama, el peregrino no sabe si tiene ante sí
un paisaje de accidentes físicos o un cúmulo de heroicidades que deben llevar a cabo,
casi a diario, los se han atrevido y se atreven a plantar cara a la ingrata Naturaleza
que presenta su faz osca por aquellos lares ¡Qué lejos están estos terrenos de
montaña de aquellos otros en donde los suaves prados lo cubren todo y el ganado
pace a sus anchas debajo de frondosas hayas! Aquí hay que estar sobre el terreno
constantemente, sin tiempo que perder, o bien para cultivarlo o bien ojo avizor para
evitar que la maleza lo invada. Esta vigilia constante, mantenida generación tras
generación por los que habitan esta tierra, ha esculpido en su ánimo una manera de
emplear el tiempo y el esfuerzo, una manera de relacionarse con la tierra, una forma
de ser que les ha llevado a considerar que las cosas se hacen con el fin de doblegar a
la Naturaleza para que ésta les de sus frutos. Les ha ido en ello la vida. Toda acción
que alguien lleve a cabo relacionada con este entorno, que rebase esa referencia no
tiene sentido. ¿Qué sentido tiene andar por las Cresta de la Sierra del Hospital? ¡Ni se
nos ha extraviado el ganado, ni vamos de caza, ni hay fuego amenazador que apagar!
¿A qué vamos? Con esto en la cabeza, pero con un ánimo deportivo difícil de
comunicar a quien siempre haya estado pegado al terruño, partieron los cuatro hacia
el punto del inicio del recorrido y a él llegaron a media mañana.
III
En repetidas ocasiones los peregrinos han pasado por el puerto de la Cereceda
después de reponer fuerzas en la fuente del Hospital, y han descendido por la cara sur
de la sierra que lleva su nombre para internarse en el Cubero buscando las márgenes
del Ibor. Cuando lo hacían, dejaban a su izquierda el monte que iban a subir aquella
mañana: el cerro Fortificado o también conocido como cerro Carbonero. Esta dualidad
hace pensar al peregrino de si no hay una asociación del nombre del collado que
existe en la base del cerro hacia el este, con el del pico. Claro que si se admite el
nombre de Fortificado, daría pié a pensar si existiría en el pasado alguna construcción
o fortificación en el cerro ¡Que hagan sus indagaciones los entendidos en estos temas!
El ascenso al cerro lo hicieron por un carril construido para dar servicio a una
torreta de vigilancia, de reciente construcción, existente en la cumbre. El piso del
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camino es bueno y las pendientes de algunos tramos no pasan de un veinte por
ciento. En llegar a la cima emplearon casi una hora, pues a medida que tomaban
altura iban disfrutando del paisaje, parándose de trecho en trecho, cosa que
aprovechaban para tomar aliento, pues la subida es larga y los músculos aun no se
habían calentado. Comenzaron a anotar los accidentes geográficos que iban
surgiendo. Así, lo primero que advirtieron fue la existencia de los dos valles: el ya
comentado donde se encuentra Navatrasierra, y por el que discurren el Gualija y el
Guadarranque, camino del Tajo el primero y el otro del Guadiana; y el valle que se
abre entre la sierra del Hospital y la sierra de Viejas, por el que discurre el Ibor camino
del Tajo, y hacia el este, pasada La Calera, el Jarigüela para unirse al Guadarranque
una vez que ha abierto la “apretura” de la Peña Amarilla.
Una vez en la cima, y ya que el cerro se eleva exento, permite contemplar en
redondo el paisaje, hecho que ha podido ser el motivo, aparte de su accesibilidad, de
construir la caseta de vigilancia en él en lugar de hacerlo en picos de cota más
elevada. Lo primero que los peregrinos anotaron mirando al norte, fue la perspectiva
de la sierra de Altamira, altiva sierra desde el llano, convertida en una loma cubierta de
matorral, de poca altura, desde aquella perspectiva, que presenta algunos picachos
destacados hacia el este, los Riscos de Mohedas. Hay que advertir que los peregrinos
situados a 1420 metros, contemplaban las elevaciones de la otra sierra, que
escasamente sobrepasaban los 1000.
Por encima de la sierra se extendía la llanura hasta Gredos y en ella la
superficie azulada del pantano de Valdecañas. Por la apertura del puerto de
Arrebatacapas contemplaron el caserío de Villar del Pedroso, lo que le dio pie al
peregrino de recordar la estampa, guardada un su memoria, de la cima del monte
cubierto de nubes, encapotado, como se decía, que veía en su niñez, cuando su
abuelo señalando hacia él advertía la llegada de la ansiada lluvia al llano, cosa que no
siempre ocurría. Más allá del valle del Gualija se extendía el terreno adehesado del
Planchón y el morro de Garvín, limite occidental de la sierra de Altamira para los del
llano, que al ser contemplado con otra perspectiva adquiere un significado distinto
aquello que siempre había constituido un marco para la visión de la sierra, y hace
preguntarse ¿cuál es la visión verdadera de la sierra, la que se tiene desde el llano o
la que se aprecia desde el Carbonero?
Hacia el norte, por encima de la lomas y crestas de los serrijones del valle del
Gualija y del Guadarranque, se apreciaba a Navatrasierra sobre el collado y
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proyectada sobre la ladera, vigilada y no se sabe si amenazada o protegida por los
canchos grisáceos del Risco Pelado.
Hacia poniente se levanta la
imponente mole del Camorro de
Navalvillar, un cerro también
exento, pero de altura menor, cuyas
estribaciones forman la cara oeste
del puerto de la Cereceda, y con la
ladera sur de La Pedrera, el monte
que conforma el Valle, (para los de
La Nava) proporciona el nacimiento
de la garganta Salóbriga, nombre
que da pie a hacer averiguaciones
sobre su significado.
Continuando hacia el sur el recorrido del paisaje, la visión se vuelca al valle del
Ibor. Valle amplio, relleno de suaves lomas cubiertas de vegetación, especialmente de
encinas y alcornoques y algún que otro pinar en la ladera derecha del río.
Si de un salto elástico se
traslada la visión a la margen
izquierda, se observa que las lomas
se cubren de castaños y las rozas
abiertas en las laderas colgadas de
la sierra de Viejas se hallan
plantadas de olivos, dando la
impresión desde el punto que eran
contemplados de manteles tendidos
al sol. El peregrino medita, a la vista
de los colgados olivares, el esfuerzo
que deben realizar los olivareros
para mantenerlos libres de jara.
Pero, ¿el proceso de la recogida del fruto, no será penoso? Y ¿el traslado a la
almazara más próxima, no será costoso? ¿Cuál es la rentabilidad obtenida en todo el
proceso? ¿Se mantiene todo esto por las subvenciones que reciben? ¿Qué serán de
estas plantaciones el día que desaparezcan aquellas? Si en el peregrinar hacia
Guadalupe, se ha visto que en tierras feraces, olivares con frondosos olivos se han
abandonado ¿Qué no será de estas explotaciones plantadas en tan inhóspitas tierras?
En otras rozas se han plantado castaños, se supone que para madera, pues la
recogida de su fruto plantea los mismos problemas, y aún si caben más graves que la
recogida de la aceituna.
Independientemente del análisis de la geografía económica está la
contemplación de la belleza en el paisaje, ya que dirigiendo la mirada hacia el circo de
Las Villuercas, se puede disfrutar de esa sensación. Pues una sierra, la de
Navezuelas, que corre paralela a la de Viejas y que va a morir a dicho circo, eleva sus
crestas sobre las de ésta, y sus picachos dan la sensación de que están fosilizados en
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una formación castrense. Las dos sierras acaban uniéndose por el Collado de La
Arena.
El valle del Ibor se cierra por el
cerro de La Brama, cuya ladera
occidental cubierta de castaños,
ponen el tapiz verde de la zona.
Entre este cerro y las estribaciones
de Las Villuercas se aprecia el alto
del Humilladero. Tanto el cerro
mencionado como el templete
construido en el alto, tienen su
historia, ambas enlazadas con la
historia de Santa María de
Guadalupe.
Durante los días del Congreso, en los ratos entre charla y charla, Juan Gil,
geólogo y amante de la historia, mostró una referencia a un documento (1) de la época
de Alfonso X, en el que aparece el cerro de La Brama referenciado, debido a una
disputa de lindes entre los intereses de Trujillo, la Tierra de Talavera y los intereses de
Toledo. Resulta que el deslinde se establece en el documento desde tierras del valle
del Guadiana, apoyándose en puntos señalados con toponímias aún existentes y el
cerro de La Brama, y si se traza la linde por donde se indica en el mencionado
documento, ésta debería pasar justo por el lugar que ocupa el monasterio. Luego si
hubiera habido por aquellas fechas (1268), alguna ermita o iglesia en ese lugar, se
piensa que habría sido referenciada por el documento, pero éste no hace mención
alguna a ningún hito que existiera en la ladera del cerro. Las primeras referencias que
se tienen sobre el culto a la Virgen en Guadalupe, datan de los años veinte del siglo
XIV. Esto hace pensar que por aquel tiempo no se había iniciado el culto a la Virgen
en aquellos lares. Los entendidos en estos temas apuntan que esta referencia puede
ser un punto de partida para averiguar algo más sobre el origen y el momento que
empezó el culto a la Virgen, en el lugar donde hoy existe el monasterio, que no es otro
que la ladera Este del cerro, que se puede contemplar desde el Carbonero.
La historia del templete existente en la cuerda del cerro es conocida de todos
los que por allí hayan pasado, pues se encuentra referenciada en una inscripción
incrustada en pared del monumento.
(1) Carta plomada del rey Don Alfonso. En Jerez, 13 de marzo de 1268
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Dejando la historia para los
entendidos, los peregrinos
miran hacia el Este para
tratar de averiguar qué
camino les queda por
recorrer hasta llegar al pico
Cervales
o
Risco
del
Telégrafo, y descubren la
espina
dorsal
de
la
cordillera, y aparentemente
los accidentes geográficos a
donde querían llegar, tenían
aspecto de una gigantesca
espina dorsal petrificada.
Se presentó ante sus ojos el macizo donde se encuentra el pico objetivo de la
marcha. Pero para acceder al conjunto de picachos donde se encontraba aquel,
debían ir por la cuerda subiendo y bajando los collados existentes entre las
elevaciones. El primero de ellos profundo, pues había que descender desde los 1420
en que se hallaban a 1269 casi en desplome.
Ya habían pasado los peregrinos un rato mirando en derredor, y en ese tiempo
habían disfrutado poniendo nombre a los accidentes geográficos que contemplaban,
habían iniciado unos análisis de geografía económica y repasado la historia, ahora les
faltaba llevar adelante su gesta.
IV
Desde el cerro Fortificado los peregrinos comenzaron a descolgarse hacia el
Collado de los Carboneros, doscientos metros por debajo. Lo hicieron saltando de
piedra en piedra, de bloque en bloque de cuarcita, unas veces en vertical otras
deslizándose sobre sus glúteos, otras agarrándose a las matas de jara y brezo que
emergen entre las grietas del canchal. La ladera del cerro presenta allí una
pronunciada pendiente, que unida a la presencia de las piedras sueltas dificultaba
considerablemente el avance de los peregrinos. Un nuevo obstáculo vino a oponerse a
la marcha del grupo y fue que el monte bajo de jara y brezo se hizo más espeso
conforme descendían hacia el collado, y caminar por entre la maleza, sin saber a
ciencia cierta dónde apoyar los pies y evitar que las ramas te azoten la cara, no se
hizo sin que las piernas y brazos de los peregrinos sintieran los arañazos de los
retorcidos y acerados tallos. No se sabe el tiempo que emplearon en este descenso,
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pero cuando por fin llegaron al collado las piernas les temblaban y hubo necesidad de
hacer un alto.
En el collado y hacia el norte nace el Arroyo de la Venta, lo que quiere decir
que la vaguada cae fuera de la “Hoya del Guadarranque” y que las aguas de este
arroyo vierten al Tajo. En efecto son las aguas que pasan por Los Horcones”.
Las piedras en el collado se
han cubierto por una delgada capa
de humus, lo que permite la
existencia de un bosque de
escuálidos robles de troncos
retorcidos, que en las fechas que
corren todavía no tenían follaje
alguno.
Los
peregrinos
se
preguntan por el nombre de aquel
lugar ¿es posible que hicieran
carbón allí? Es difícil imaginarse
que así fuera, más bien sólo harían
acopio de leña y el carbón lo
hicieran en cotas más bajas.
El grupo comenzó a ascender por la cuerda hacia la próxima elevación. La
pendiente no era tan grande como la que habían tenido que afrontar en la ladera
anterior, pero sí estaba presente la maleza y el canchal, por lo que la marcha seguía
siendo difícil. Durante un largo trecho caminaron junto a una valla de alambre de
espinos, que al parecer señalaba una linde que debería ir por la divisoria de aguas. Al
cabo de un rato alcanzaron una elevación y comprobaron que se trataba de una cresta
que seguía la orientación general de la sierra, y que su altitud oscilaba alrededor de
los 1350 metros. En el extremo oriental de la cresta descubrieron un pinote hecho de
piedras superpuestas.
¿Qué delimitaba aquella señal? Fue
la pregunta que se hicieron los
peregrinos. Es probable que
significara el inicio de lo que los de
la zona denominan “la Hoya del
Guadarranque o del Guarranque”,
es decir la delimitación de vertientes
entre el Tajo y el Guadiana. Porque
la cara sur de aquella sierra vierte
sus aguas al Ibor, y por lo tanto al
Tajo. Fuera lo que fuera sin más
averiguaciones, dejaron constancia
de lo que vieron y comenzaron a
descender hacia el próximo collado.
El nuevo descenso presentó las mismas dificultades a los peregrinos que
tuvieron en el descenso del cerro Fortificado, así, la pedrera y la maleza se hicieron
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presentes, aunque el desnivel a salvar no era tan pronunciado, pues en este caso sólo
tuvieron que salvar unos cien metros frente a los doscientos del primero. Pero como el
cansancio iba pesando, aquellas subidas y bajadas les parecían eternas, aunque a la
rudeza del paisaje, se sobreponía algunas pinceladas de vida que fueron apareciendo.
Primero fue la presencia de dos perros, dos ejemplares preciosos de los denominados
“naveros” les acompañaron durante el descenso al Collado de la Hoya del
Guadarranque, luego desaparecieron. Al poco rato vieron deslizarse por los canchos
de la pedrera a unas ciervas, que al notar la presencia del grupo también
desaparecieron de su campo de visión. El nuevo collado presenta casi la misma
elevación que la del collado anterior, 1266 metros.
En el lugar en donde se hallaban, la
vegetación era diferente de la que
encontraron en el Collado de Los
Carboneros. No había la capa de
humus que había allí, las piedras
afloraban como en un canchal y los
robles no dejaban ser simples
matas que se mezclaban con las de
brezo, lo que hacía casi imposible el
avance, a no ser que se hiciera
doblegando las ramas o saltando de
piedra en piedra.
Descansaron un rato, bebieron el agua recalentado de la cantimplora y
contemplaron el camino por el que debían ascender al macizo donde suponían debía
encontrarse su objetivo. De antemano algunos sabían que aquel picacho que veían
elevarse desde el collado no era el objetivo final, pues el GPS se lo indicaba, y no
querían comunicárselo al resto del grupo para no incrementar el desánimo. Cuando se
ascendiera se darían cuenta todos que aún deberían bajar a otro collado y subir de
nuevo a otro picacho. De modo que después del corto descanso comenzaron a
caminar por el canchal.
Ahora sí que era una subida seria,
se trataba de ascender desde la
elevación del collado donde se
encontraban a los 1441 que se
suponían que querían llegar, es
decir, casi doscientos metros.
Delante de ellos canchos sueltos y
erosionados, con las aristas de sus
bordes como el filo de una navaja.
No había posibilidad de fallo, pues
un descuido suponía meter el pie
entre dos piedras y dejarse allí la
pierna, o sacarla con una buena
tarascada.
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Unos a otros se daban ánimos para remontar aquella situación, recordando
anécdotas históricas, en las que los personajes que las vivieron debieron pasar por
situaciones críticas y se sobrepusieron a las dificultades, o resaltando las formaciones
curiosas que la erosión había provocado en algunas piedras del canchal. Como
muestra de ello, la fotografía adjunta cortesía de Antonio.
Una roca de cuarcita partida
probablemente por el efecto de las
tensiones térmicas, tratando de ser
ampliada su grieta por el ánimo de
los dos montañeros. En este
estado, animado el espíritu pero
roto el cuerpo, llegó el grupo a
remontar el Risco de Cervales (que
no es el Pico Cervales o del
Telégrafo), de 1423 de altitud. Y
pudieron contemplar lo que les
faltaba para llegar a su objetivo.
Ante lo cual decidieron parar a
comer y una vez repuestos seguir.
Sobrepasaron el cerro existente dentro de la Hoya del Guadarranque, que
separa las cuencas de dos gargantas, la que parte del collado que acababan de pasar
y la que desciende del collado existente entre el Risco de Cervales y el Pico Cervales
o del Telégrafo. Por la cuerda del cerro limítrofe llegaron al Risco y allí decidieron
comer y descansar un rato antes de seguir, pero ya con su objetivo a la vista.
Desde aquella posición pudieron contemplar la casa y hacienda de un conocido
naturalista, que lleva instalado en ese lugar desde hace años. El sitio es idóneo para
disfrute de alguien que tenga una profesión relacionada con la naturaleza de forma tan
directa, es decir de naturalista, aquel que tiene como profesión el conocimiento de las
relaciones entre el medio natural y los seres que en él habitan, sin pretender que la
una y los otros sean rentables para el hombre. Es el hombre de campo contemplativo,
nada que ver con el tipo de hombre pegado al terruño y que necesita a éste para su
subsistencia.
Una antigua casa de campo, La Ventosilla, que ha sido ampliada en el mismo
estilo, posiblemente para poder ser habitable por gente de ciudad, situada cerca de
una tercera garganta, conforma el conjunto arquitectónico que se divisaba desde las
crestas de la sierra. A su alrededor prados de hierba fresca y hermosos árboles no
lejos de la casa. Una segunda casa de diseño diferente y aspecto rojizo, camuflada
entre la arboleda, un poco retirada de la anterior y una pequeña laguna, y cerca de sus
bordes pastaban unos caballos que daban la pincelada bucólica a los predios de este
naturalista. Algunos frutales diseminados, que presentaban un cierto abandono, y un
pequeño olivar algo retirado de las viviendas, completaban la estampa que se divisaba
desde arriba.
Debieron parar media hora para comer. Como la tarde avanzaba y para llegar
al lugar que pretendían aún había que bajar a un collado y subir por unas formaciones
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de cuarcitas que parecían inclinadas sobre la ladera, decidieron partir. Observaron que
las afloraciones de aquella roca no eran verticales, como se observa en otras partes,
por ejemplo, en las risqueras de las cumbres de la Sierra de Altamira, sino que
estaban inclinadas hacia el norte, presentado serios desplomes hacia la cara sur de la
sierra. ¡Cuántas veces se acordó el peregrino de su amigo Juan Gil, geólogo, que les
hubiera ilustrado sobre aquellas formaciones geológicas!
Dejó la siesta Antonio, que
disfrutaba en el Risco Cervales,
junto a una de las afloraciones
cuarcitosas que conforman aquel
paisaje. Leandro no dejaba de
avisar que las “naves estaban
quemadas” y había que seguir, y
que la vuelta debía ser meditada
cuando el grupo alcanzase el
objetivo. Inés meditabunda andaba
perdida entre las piedras.
El último componente del grupo no dejaba de tomar fotos de todo el entorno. A la voz
de ¡en marcha! Los peregrinos se dirigieron hacia el último collado, antesala de la
última ascensión.
De nuevo a descender por las rocas, esta vez hacia el Collado de Los Cervales
a 1346, para desde allí iniciar la ascensión definitiva. El descanso y la comida habían
relajado los músculos y con el alimento parecía que volvió el ánimo al grupo. En el
collado aparecieron endebles matas de roble, que fueron desapareciendo conforme se
inició la última subida.
Una vez pasada la pedrera
existente entre el collado y las
formaciones inclinadas de cuarcita,
se podía caminar por encima de
estas últimas hasta llegar a la
cumbre. Conforme se acercaban al
vértice geodésico, señal de que
llegaban al objetivo, se apreciaba el
desplome existente sobre la cara
sur de la sierra. No tardaron en
reunirse todos junto al monolito.
Cuando todos estuvieron sentados en la base del pinote del antiguo Instituto
Geográfico y Catastral, habían pasado cinco horas desde que salieron del puerto de la
Cereceda, y casi cuatro desde que lo hicieron del cerro Fortificado (Carbonero). El pico
al que llegaron es el Cervales de 1441 metros de altitud, también señalado como el
Risco del Telégrafo. Existe una duplicidad de nombres para un mismo hito, que puede
llevar a confusión, así, se ha mentado que el grupo estuvo comiendo en el Risco de
Cervales de 1423 metros, y por último habían llegado al Cervales de 1441 metros, que
se le señala en los mapas como el Risco del Telégrafo. La misma duplicidad existe
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para referirse al primer cerro por el que pasó el grupo, que recibe el nombre de
Fortificado y también el de Carbonero (aunque no está reflejado con este nombre en
los mapas). Simplemente se deja constancia del hecho con esta aclaración.
Una vez reunidos, antes de decidir
el camino de vuelta disfrutaron del
paisaje, analizaron los accidentes
geográficos que percibían tratando
de ponerles nombre tomados de un
mapa que llevó Leandro. Así
observaron que a sus pies en la
cara norte se extendía por la ladera
una inmensa pedrera que llegaba
casi hasta la casa que habían
oteado del naturalista.
Comprobaron que al final de la pedrera se formaba una garganta que no se unía a las
otras dos que salían de sendos canchales atravesados durante la marcha, aunque
estuvieran incluidos en la denominada “Hoya de Guadaranque”. Que aquellas dos son
el origen del río Guadarranque y esta última conforma la de la Aliseda, que más
adelante se une a la de la Trucha para formar la “apretura” que lleva su nombre, donde
existe un charco con cierta leyenda.
Mientras dilucidaban sobre el
camino de regreso, Inés hizo la foto.
(Cortesía de Inés).
V
Se decidió el regreso por los predios del naturalista. El camino fue largo, muy largo.
Hubo que encontrarlo y seguirlo. Antes de alcanzar la casa de La Ventosilla el grupo
se perdió, tuvo que bordear la hacienda y por último recorrer entre cuatro y cinco
kilómetros para llegar a Los Horcones. Cuando llegaron a Navatrasierra el grupo se
disolvió después de un intenso día y una apacible charla debajo de un limonero.
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Galapagar, Mayo 2009
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