Idilio - Biblioteca Virtual Universal

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Emilia Pardo Bazán
Idilio
2003 - Reservados todos los derechos
Permitido el uso sin fines comerciales
Emilia Pardo Bazán
Idilio
Desde la aldeíta de Saint-Didier la Sauve, el soñador y dulce Armando se vino derecho
a París. Había estudiado para cura antes de que estallara la revolución, interrumpiendo de
golpe su carrera y dejándole sin saber a qué dedicarse. El hábito de la lectura y la timidez
del carácter, sus manos blancas y la delicadeza de sus gustos, le alejaban del ejército y de la
ardiente y furiosa lucha social de aquel período histórico, lo mismo que de los oficios
manuales y mecánicos. De buena gana sería preceptor, ayo de unos adolescentes nobles y
elegantemente vestidos de terciopelo y encajes... Pero ahora esos adolescentes, con ropa de
luto, lloraban en el extranjero a sus familias degolladas, o ni a llorarlas se atrevían, porque
no habían podido emigrar a un país donde no fuese peligroso derramar llanto...
Y el caso es que urgía decidirse a emprender un camino, porque los padres de
Armando, aldeanos menesterosos, no estaban dispuestos a mantenerle a sus expensas, y el
mozo, en su afinación, no acertaba ya a coger la azada ni a guiar el arado. Bocas inútiles no
se comprenden entre los labriegos. El que come, que se lo gane. A París con su hatillo al
hombro. Una vez allí, ya le acomodaría de escribiente, o de lo que saltase, el ebanista
Mauricio Duplay, nacido en aquel rincón y grande amigo del alcalde de Saint-Didier. En la
aldehuela se contaba que Mauricio Dupley, no contento con labrarse una fortuna por medio
de su trabajo, actualmente era poderoso; mandaba en la capital. ¿Cómo y por qué
mandaría? No le importaba eso a Armando. Se sentía indiferente a la política, que tanto
agitaba entonces los espíritus.
Los que leen la historia conceden tal vez exclusiva importancia a los hechos de mayor
relieve; los que viven esa misma historia, se preocupan más de lo pequeño y cotidiano, la
subsistencia, el empleo de las horas del día. Cuando Armando llegó a París, se arrastraba de
cansancio y se moría de calor. Preguntando, se dirigió al domicilio de Duplay. Cruzó la
puerta cochera, entró en el vasto patio, cuyo fondo ocupaban los talleres de ebanistería, y se
detuvo ante el edificio que sobre el patio avanzaba. Allí residía la familia, ocupando un piso
bajo y un entresuelo. A derecha e izquierda del pabellón abríanse dos tiendecillas, una de
restaurador, otra de joyero, y dos pacíficos viejos, uno calvo, el otro de nevado cabello, se
dedicaban a la menuda y afiligranada labor de su oficio. En el fondo del patio se divisaban
un diminuto jardín, cuyas matas de rosales, geranios y mosquetas se metían por las
ventanas del piso bajo. Una impresión de calma y bienestar se apoderó de Armando,
embargándole. Una mujer de edad madura le abrió la puerta, y al oír que preguntaba por el
dueño de la casa, le guió a un salón. Armando no se atrevió a entrar; puso un dedo sobre los
labios y escuchó atentamente.
La familia Duplay se encontraba reunida allí, y alguien leía en voz alta, con admirable
entonación, versos magníficos. El joven estudiante había reconocido el texto: era el tierno
pasaje de la despedida, en la Berenice, de Racine:
Pour jamais! Ah seigneur! Songez vous, en vous même,
combien ce mot cruel est affreux quand on aime?
con todas las enamoradas y sentidas razones que la princesa dice al emperador Tito. Un aire
dulce balanceaba las ramas de los rosales, todavía en flor: su perfume entraba por la
ventana abierta. El hombre que leía representaba unos treinta y cinco años, y era mediano
de estatura, de bien delineadas facciones, de frente espaciosa, guarnecida de cabellos
castaños, de profundo mirar; pulcramente vestido de chupa y casaca, con manguitos y
corbata de fina muselina orlada de encaje. Al leer, sus ojos se fijaban en una de las
muchachas encantadoras que, agrupadas formando círculo alrededor de su padre, la esposa
de Duplay, acababan de soltar la aguja de hacer tapicería, y con las pupilas nubladas de
lágrimas escuchaban los divinos alejandrinos del poeta. Armando, permanecía en el umbral,
extasiado, sin respirar siquiera, por no hacer el menor ruido, esperando a que el lector
terminase la escena con aquella invectiva tan propia de mujer apasionada: «¡Ingrato, si
antes de morir por tu culpa quiero buscar y dejar un vengador detrás de mí, en tu corazón
mismo he de encontrarlo!»
El llanto de las lindas niñas, al llegar a este pasaje, corrió ya suelto por las mejillas
frescas, mezclado con la sonrisa de felicitación al que declamaba con tanta alma y tanta
maestría. Sólo entonces se resolvió Armando a avanzar, arrebatado de entusiasmo poético:
él también llevaba en los párpados la humedad de las emociones bellas, ese efusivo
enternecimiento que produce el arte.
Sin explicación alguna se acercó al lector y le elogió calurosamente, estrechándole la
mano. Nadie mostró extrañeza al verle. Le señalaron un sillón de caoba tallada y rojo
terciopelo de Utrecht, y al explicar que era el recomendado del alcalde de Saint-Didier la
Sauve, la mujer de Duplay le alargó la mano.
-Mi marido no está en casa en este momento, ni quizá vuelva hoy, pero conozco su
manera de pensar. ¡Nos hallamos tan identificados! Sé bien venido, ciudadano, estás entre
amigos. Isabel, mi hija menor, te preparará una habitación arriba, y mientras no encuentres
modo de ganar tu pan, te sentarás a nuestra mesa. ¿No te parece, Maximiliano? -añadió la
excelente señora, volviéndose hacia el lector.
Este aprobó, inclinando la cabeza con un gesto serio y cortés, lleno de buena voluntad.
Armando sintió que el corazón se le dilataba de alegría. Un calor simpático, la hospitalidad,
la bondad, le salían al encuentro.
-Gracias, señorita -murmuró dirigiéndose a Isabel, que, al salir para alojarle, le sonreía
de una manera afable y picaresca. Corrigiéndose al punto, añadió:
-Gracias, ciudadana...
Los presentes rieron la rectificación. Otra de las muchachas encendió las bujías de los
candelabros; la estancia aparecía como en fiesta, saludando al nuevo huésped.
-¡A cenar! -ordenó luego el ama de casa.
Se dirigieron al comedor. Armando, extenuado por la caminata a pie y en diligencia,
hambriento con el hambre sana de los veintidós años, encontró deliciosa la colación,
sazonada por la franqueza y sencillez de los comensales. La inflada tortilla, el pastel, las
frutas, supiéronle a gloria. Habló poco, pero discretamente, y el lector, sentado a la derecha
de la esposa de Duplay, sostuvo la conversación interrogándole sobre arte y literatura.
-Pronto -dijo con benignidad- te mostraré las pinturas de Gerard y de Prudhon. Verás
cómo el pincel eclipsa a la naturaleza...
Acostóse Armando tan contento, tan embriagado de ventura, que ni dormir conseguía.
Aquella familia ideal, aquel interior afectuoso, cordial, artístico, en que se rendía culto a la
amistad y a la belleza; aquellas criaturas gentiles que le acogían como hermano... Todo ello
sobrepujaba a lo que pudo haber soñado nunca.
Cuando concilió el sueño, fue un dormir el suyo a la vez ligero y febril, en que el
cerebro repasaba las escenas de la víspera, mejorándolas aún. Se veía a sí mismo en un
valle florido de rosas, cogiendo de la mano a Isabel, guiado por ella y por el lector hacia un
templete de mármol, donde un ara revestida de hiedra sostenía a un cupido riente, que
aproximaba dos antorchas para confundir su llama...
Un estrépito en la calle le despertó con sobresalto. Era día claro. Saltó del lecho, abrió
la ventana y se puso de bruces en ella. Le inmovilizó el horror.
La faz de una cabeza cortada, lívida, que llevaban en el hierro de una pica, había
venido casi a tropezar con la cara de Armando. Negra sangre destilaba el cuello; algunas
moscas revoloteaban, porfiadas, alrededor del despojo. Y el grupo, deteniéndose bajo la
ventana, rompió en vítores.
-¡Viva Robespierre! ¡Viva Maximiliano, viva!
Armando retrocedió, casi tan pálido como la faz de la cabeza cortada... ¡Acababa de
comprender quién era el lector de Racine, el hombre sensible... el amigo, el inteligente
comensal!...
Tambaleándose, retrocedió y se dejó caer, medio desmayado, sobre la cama, caliente
aún. A la media hora, recobrando alguna fuerza, capaz de pensar, recogió su hatillo pobre y
salió huyendo de aquella casa maldita. Fue suerte para él; de otra manera, le hubiesen
descabezado también en Termidor.
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