“Crónica de cómo escribir una crónica”.

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Crónica de Cómo Escribir una Crónica
A.A. Progaska
En la Universidad Adolfo Ibáñez hay un concurso de crónicas y yo no sé cómo escribir una crónica.
Puede sonar ridículo viniendo de un estudiante de periodismo, pero la verdad es que el término
“crónica” es tan amplio como el término “cuento” o “canción”. De cualquier manera, me propuse
la tarea de escribir algo a como dé lugar.
En mi desesperación al darme cuenta de que sólo tenía una semana para encontrar una buena
historia que contar recurrí a Facebook. Escribí en mi muro que, urgentemente, necesitaba alguna
historia interesante sobre lo que fuera. Medianamente sorprendido, una hora después me
encontré con tres llamativas notificaciones en la casilla de mensajes. La primera era un compañero
de clases recordándome que tenía que escribir un guion para un reportaje audiovisual. Esto tiene
estrecha relación con la historia porque me restaría tiempo para investigar algún tema para el
concurso. El segundo mensaje era un ex compañero del colegio preguntándome si me gustaba la
pizza. Le dije que sí, ¿a quién no le gusta la pizza? Me entusiasmé con la pregunta no porque me
interesara volver a verlo o juntarme con él. Ni siquiera tanto por la pizza, sino que en realidad
había una posibilidad de descubrir un relato interesante detrás de aquél extraño personaje cuyo
nombre y foto se ocultaba en el pseudónimo de un personaje de animé. Desgraciadamente no
tenía nada bueno que decir. Al final, el tercer mensaje era inmensamente más prometedor, pero
en la práctica resultaba igual de inútil: era un mensaje de mi ex, otra compañera de colegio, y el
mensaje decía así:
“Podrías escribir mi historia…”
A ver, sin muchas más explicaciones mi mente echó a volar una serie de posibilidades en lo que
respecta a su persona. ¿Me iba a contar acaso de la cantidad de veces que intentó egresar del
colegio? O quizás quería contarme de su extensa relación lésbica con una muchacha que se vestía
como hombre. Tal vez ahora tenía nuevo material, material prometedor.
Hablé con ella:
-
¿Cuál historia?
-
Se llama Felipe…
-
¿Quién?
-
Es el papá de mi hijo…
-
¿Y qué le pasó?
-
Es un ser que daña al resto por no ser feliz, por ser un desgraciado y por ser menos
que el resto…
-
Ya… pero, ¿cuál es la historia? ¿Qué crees que podría escribir de él?
-
Quizás algún día nos podríamos juntar y podría contarte todo, pero justo ahora estoy
en la oficina.
Fin del comunicado.
Y hasta allí quedó mi intento por encontrar algo bueno que contar a través de las redes sociales.
Por un lado me sentí feliz de no tener que agendar una cita con ella. Hubiese sido incómodo y
peligroso para mi relación actual. No quería problemas, al menos no de ese tipo.
Para el plan b decidí que primeramente debería aclarar mis conceptos. Debía, por sobre todo,
tener clara la idea de lo que era una crónica. Entré a las bases del concurso y leí los cuatro
ejemplos expuestos por la Facultad de Artes Liberales en la página de la Universidad. A Mouat,
Lemebel y Villoro los conocía. Es más, de este último había adquirido hace menos de dos semanas
un libro de crónicas llamado ¿Hay vida en la tierra?
Inspirado en la idea del relato breve, chejoviano, sencillo y básico, probé algunas ideas, pero nada
daba el resultado esperado. Para peor, la carga académica me hacía imposible dedicarme a
investigar un tema más a fondo de lo que una lectura superflua en internet podía ofrecer.
Un día se me ocurrió preguntarles a mis padres si tenían alguna historia buena y digna de contar.
“Necesito escribir una crónica para un concurso de la u”, les dije. “¿Y qué es una crónica?”,
preguntaron ellos. No supe qué responder. A duras penas podía definirlo yo, que ya estaba en mi
cuarto año de universidad. Me invadió un sentimiento de vergüenza y rabia, de incapacidad. Había
publicado ya dos libros, ganado un par de concursos y entre mis pares no había la menor duda de
mi capacidad con las letras, pero ahora tenía las manos atadas. “¿Y qué es una crónica?”.
Mi papá me dijo que escribiera una crónica sobre la muerte de Jesús. Luego me dijo que escribiera
sobre las fallas del gobierno de Bachelet. Luego me dijo que escribiera ya no me acuerdo qué cosa
sobre no sé qué futbolista de no sé qué equipo. Y yo le trataba de explicar que tenía que ser sobre
un tema que manejara, algo sencillo, en lo que, preferentemente, yo hubiera sido un espectador.
Pero no, dale con los temas de los que no podría escribir. No en menos de una semana.
Pasé el fin de semana previo a la entrega final de los escritos en Curicó, con mi polola. Conocí a mi
“abuelastro”, al que nunca había visto y también compartí con la familia de mi chica. Pero no tenía
tema. Ya el lunes 2 de noviembre, a las 16:00 horas, sentado con la página del Word en blanco me
dije a mi mismo que no podía darme el lujo de no enviar nada. Hay $150.000 en juego que no
puedo darme el lujo de dejar pasar. “¿Y qué es una crónica?”, la pregunta daba vuelta en mi
cabeza mientras tecleaba letras y palabras que de a poco se iban uniendo y conformando una
masa cada vez más sólida. Un concepto. Trazando una línea temporal, descubriendo la trama de la
cotidianeidad, el nudo argumental, el conflicto interno y el desafío en el que el protagonista se ve
envuelto logro armar algo similar a un cuento, pero de no ficción.
Entonces, contra viento y marea, antes del punto final de este relato, logro responder a la
pregunta que me hicieron mis padres cuando les pedí ayuda. Veo por última vez frente a mí el
cuestionamiento base de este texto: “¿Y qué es una crónica?”, y puedo responder, ya sin más
presiones: “Esto es una crónica”.
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