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Menos es más.
En la tradición de los grandes arquitectos artistas.
En el intervalo de pocos meses me he encontrado con varias publicaciones en las
que se incluyen dibujos y acuarelas de Francisco Roldán. El más reciente, dedicado a las
ruinas de iglesias y monasterios de la provincia de Valladolid, se enriquece con unos
magníficos apuntes a lápiz y unas vistosas acuarelas de iglesias abandonadas. Siempre
es de admirar, ante la obra de un buen dibujante, y más cuando se trata de apuntes de un
arquitecto, la soltura y la facilidad con la que sabe crear con unos pocos trazos la ilusión
de realidad, haciéndonos ver sobre el papel el edificio o el lugar que en su día fue objeto
de su mirada y de la precisión de su dibujo.
Francisco Roldán, con su preciso modo de dibujar y pintar, se sitúa en la estela
de la gran tradición de arquitectos artistas. Una tradición que se afianza en la Escuela de
Arquitectura de Madrid desde comienzos del siglo XX , siguiendo el modelo de la
formación artística de los arquitectos franceses y europeos del novecientos, a los que se
les exigía una alta calidad artística en la representación del paisaje, la naturaleza, y la
arquitectura, por medio del lápiz y de la acuarela.
Esta tradición del apunte “à plein air”, al modo de los impresionistas, unida a los
viajes de estudios para conocer lo mejor de nuestra geografía y arquitectura –según las
pautas regeneracionistas de la Institución Libre de Enseñanza–, fue defendida con tesón
por varios profesores de la Escuela de Madrid. Arquitectos artistas, como Teodoro
Anasagasti (1880-1938) y Antonio Florez (1877-1941), dejarían una impronta
imborrable en sus discípulos, junto a un modo de dibujar y utilizar la acuarela que
distinguiría a la que podríamos denominar como la “Escuela de Madrid”, en la que
encontramos a dibujantes tan diestros como Modesto López Otero, Pedro Muguruza,
Francisco Íñiguez Almech, Luis Moya Blanco, Joaquín Vaquero Palacios y tantos otros
licenciados en la década de los veinte.
Y hago esta referencia al arquitecto dibujante porque éste suele tener el ojo
educado en una peculiar manera de ver, que le permite captar –especialmente cuando se
trata de dibujar arquitectura– lo más esencial de las formas: los contornos
imprescindibles que marcan las distintos elementos, las sombras pronunciadas que
matizan los volúmenes y que permiten simplificar los detalles menores, los rasgos que
dan fuerza y expresividad al objeto contemplado, el contexto paisajístico que enmarca y
da vida al motivo central.
En este sentido, creo que los buenos dibujantes de arquitectura son los que “con
menos nos hacen ver más”. Es decir, los que saben recrear una realidad ausente con los
mínimos rasgos de lápiz. Esta cualidad es la que les distingue de los dibujantes
aficionados o poco diestros, que se esfuerzan y afanan en trazar cada contorno, cada
detalle, las distintas textura y el despiece minucioso de cada material, con el fin de
lograr una copia casi fotográfica del conjunto arquitectónico.
Lo mismo podríamos decir de la acuarela, aunque en este caso la maestría
técnica que se precisa es mucho más exigente, ya que las cualidades de una buena
acuarela –esa sensación de aparente naturalidad, frescura y facilidad, de algo ejecutado
como sin esfuerzo– se hacen evidentes en cada aguada, en el blanco del papel, y en el
toque del pincel. Como todos sabemos, entre las distintas modalidades artísticas, la
acuarela es el arte supremo de la evocación, de la sugerencia y de la verdad, ya que no
admite el engaño ni la rectificación, a la vez que deja visible el proceso de pintura,
permitiendo al entendido valorar su calidad artística con bastante precisión.
Me he referido al arte de la evocación y de la sugerencia, y a la habilidad del
artista que nos hace ver en unas aguadas de color sobre un papel objetos y realidades
ausentes a nuestra mirada. Evidentemente no todo se debe al artista, pues para
interpretar en unas manchas o unos trazos una realidad ausente se necesita siempre la
complicidad del observador. Como decía el profesor Ernst H. Gombrich, en el arte de la
pintura no solo se precisa la habilidad del artista para manejar el pincel, sino también
ese otro “pincel mágico” que es la facultad del hombre para ver –reconocer y recordar–
objetos y realidades en lo que no son más que simples evocaciones o sugerencias.
Cabría afirmar, en consecuencia, que el artista no solo debe dominar su medio
gráfico, sino que debe tener también algo de ilusionista, para lograr activar las
potencialidades de nuestra percepción –la imaginación y la memoria– y hacernos ver el
paisaje, la tierra, el agua, los árboles o la arquitectura en sus dibujos. A este respecto, y
al contemplar las acuarelas de Francisco Roldán, no está de más traer a colación a ese
gran dibujante y acuarelista inglés que fue John Constable, el cual solía decir que el arte
de la pintura nos deleita más por medio del recuerdo que por el engaño (The art pleases
by reminding, not by deceiving).
Pero el primero que se refirió al dibujo y a la pintura, en cuanto arte de la
memoria y de la evocación, no fue Constable, sino Leonardo da Vinci, al definir al
artista como dios y señor de todas las cosas, por su capacidad de conjurar realidades a
partir de casi la nada. En su incesante experimentación científica sobre el modo de
representar la realidad –el paisaje, los árboles, las hojas, el agua en movimiento, el
cabello, las expresiones faciales, el modelado o la luz–, Leonardo llegó a descubrir que,
más que afanarse en reproducir múltiples detalles –tal como hasta entonces practicaban
artistas como Jan van Eyck, Botticelli o Durero–, se podía evocar una realidad compleja
mediante la simulación y el engaño perceptivo. Para ello debía aprovechar la capacidad
del hombre para inferir un significado plausible ante cualquier pintura o dibujo,
independientemente del grado de parecido, de perfección o de acabado.
En este sentido, es sumamente ilustrador leer en sus precetti cómo solía
inspirarse en los desconchones y en las manchas de las paredes, en los líquenes o en las
brasas del fuego, pues ante esas formas confusas su imaginación se avivaba en toda
clase de fantasías. Es decir, Leonardo descubrió el poder altamente expresivo de las
manchas, de las sombras y de las formas ambiguas para evocar con mayor expresividad
y eficacia lo que intentaba representar. A modo de ejemplo, nos basta con recordar esa
fisonomía intrigante de la Gioconda, lograda por el artista al dejar en una penumbra
imprecisa –sfumata– las comisuras de los labios y de los ojos; es decir, aquellos lugares
en los que se concentra la mayor parte de la expresividad del rostro.
En definitiva, Leonardo abrió así para los artistas una vía de experimentación
que sería recorrida por Tiziano, Velázquez, Rembrandt, Goya y los pintores
impresionistas del XIX, en la que el pintor se fue convirtiendo cada vez más en un
creador de efectos visuales, que operaban mediante la sugerencia y la evocación en la
mente de los observadores de sus cuadros. Se trataría, en definitiva, del mismo camino
que recorrió primero el arte del dibujo a lápiz y posteriormente el arte de la acuarela.
Y creo necesario insistir en esta idea, en la presentación de este catálogo de
acuarelas de Francisco Roldán, pues la aparición de la fotografía en color, del cine, la
televisión y las nuevas tecnologías de la reproducción verosímil y automática de la
imagen, nos puede llevar a minusvalorar lo que me atrevería a denominar
–amparándome en la autoridad de Leonardo da Vinci– como la magia del dibujo y de la
acuarela, cuya función es precisamente la contraria: se trata de hacernos ver más con los
menos trazos y manchas posibles. Y para ilustrar esta idea, acudiré a un relato del
famoso profesor de la Universidad de Oxford y escritor inglés C. S. Lewis –íntimo
amigo del célebre Tolkien–, del que me he servido en alguna otra ocasión.
La fábula trata de una desgraciada mujer que fue encerrada en una mazmorra.
Allí dio a luz a un hijo que fue creciendo en aquel triste lugar, sin otro contacto exterior
que las paredes y el suelo de la celda, ya que la ventana que iluminaba el lugar se
encontraba inaccesible en lo alto, por lo que no podía ver paisaje alguno. Aquella mujer
era artista, y se le permitió llevar consigo unos cuadernos de dibujo y unos lápices. A
medida que el niño crecía, la madre procuraba explicarle cómo era la realidad exterior
–los campos, las ciudades, las casas, los ríos, las montañas– por medio de sus cuidados
dibujos. El hijo, atento, procuraba hacerse una idea de cuanto le decía y dibujaba su
madre. Pero un día, el niño le expuso algo que la hizo vacilar y pensar que su hijo podía
haber ido creciendo con una concepción bastante errónea de todo lo que ella le
explicaba. “¿No creerás –le preguntó la madre entrecortadamente–, que el mundo real
está formado por líneas y manchas dibujadas a lápiz?”, a lo que contestó su hijo con
sorpresa, “¡Cómo!, ¿Es que no hay trazos de lápiz?”, mientras que su entera noción del
mundo exterior, hasta entonces débilmente imaginada, se tornaba en un inmenso vacío,
ya que las líneas y trazos del lápiz, único medio que le permitían imaginarlo, habían
sido suprimidas de él.
Confío en que el relato de Lewis nos ayude a comprender lo que vengo
afirmando; que todo dibujo o pintura está formada por un conjunto de simulacros
–líneas, trazos, manchas– que nos permiten interpretar en el papel o en el lienzo la
realidad que allí se representa. Ahora bien, la evocación no equivale al parecido, ya que
el mundo real –como nos recuerda Lewis– en nada se parece a un conjunto de líneas y
manchas, por mucho que éstas simulen la sensación de espacio y profundidad, el
escorzo, las texturas, la luminosidad o el color. No existen, hablando con precisión,
parecidos entre una realidad tridimensional y una imagen de dos dimensiones. De ahí,
nos sea lícito afirmar la siguiente paradoja: “un buen dibujo o una acuarela se parece a
la realidad, aunque la realidad no se parezca en nada a un dibujo o una acuarela”.
Ha sido el artista, a través de procesos de experimentación, tanteando con su
medio gráfico y ayudado por los logros alcanzados por generaciones de artistas
anteriores a él, quien ha ido descubriendo los mecanismos adecuados para suscitar sobre
el papel o el lienzo una imagen que simule o evoque adecuadamente la realidad.
Los dibujos y acuarelas de Francisco Roldán que se reproducen en este catálogo,
nos confirman este juego de paradojas que hemos comentado, y nos dan muestra de un
arte altamente evolucionado a partir de ese intento de dibujar más con menos.
Carlos Montes Serrano
Catedrático de la Universidad de Valladolid.
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