POETAS EN LA CORTE DE LA REINA CIENCIA Donostia International Physics Cente Donostia-San Sebastián (6 de marzo de 2014) Tomás Yerro Villanueva En 1802, Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), siendo ya un poeta consagrado y lector asiduo de Ciencia, asistía a las clases que sir Humphry Davy, descubridor de la electrolisis y de varios elementos químicos, impartía en la Royal Institution de Londres. Cuando se le preguntaba al romántico inglés por su insólita conducta, respondía rotundo: “Asisto a dichas clases para enriquecer mis provisiones de metáforas”. A juzgar por tal declaración, resulta evidente que la Ciencia suministraba al escritor materiales lingüísticos básicos para la elaboración de su propia obra. Por otra parte, su colega William Wordsworth (1770-1850) previó, en el prefacio de sus Baladas líricas (1798), un tiempo en el que “los descubrimientos más remotos del químicco, el botánico o el mineralogista serán objetos tan propios del arte poético como cualesquiera otros susceptibles de serlo.” En cambio, John Keats (1795-1821), otro de los pilares del Romanticismo poético británico, creía que el gran Isaac Newton (1643-1727) había destruido toda la poesía del arcoiris al reducirlo a los colores del prisma, de suerte que consideraba al insigne científico algo así como un aguafiestas de la Poesía. Criterio análogo sostuvo el norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), quien en 1829 publicó su Soneto a la ciencia: ¡Oh ciencia, verdadera hija de la antigüedad, Que todo lo alteras con tus penetrantes ojos! ¿Por qué te ensañas con el corazón del poeta, Cual buitre cuyas alas son la gris realidad? ¿Cómo podría él amar o tener por sabia A quien no le permite que en sus ensoñaciones Busque las joyas que rutilan en el firmamento, A donde se remonta en intrépido vuelo? ¿No has sacado tú a Diana de su carro? ¿No has expulsado a la dríada del bosque Obligándola a refugiarse en planeta más feliz? ¿No has arrancado a la náyade de sus aguas, al elfo de la verde hierba, y a mí del sueño estival bajo el tamarindo? El autor de El cuervo responsabiliza, pues, a la Ciencia de haber deshauciado a los dioses del universo, principal fuente de ensoñación e inspiración poéticas, actitud que no le impide aplicar criterios científicos -muy racionalistas- en la construcción de sus relatos e incluso cultivar el género emergente de la cienciaficción. En su recelo de la Ciencia, Poe seguía la estela trazada en el siglo XVII por el poeta metafísico inglés John Donne (1572-1631) cuando se quejaba con amargura de que los avances de la nueva ciencia de la época, la mecánica, habían expulsado del universo toda la constelación de mitos y creaciones mitológicas urdidas por la fantasía humana. En la misma onda de preocupaciones se movió el romántico alemán Novalis (1772-1801): en Los discípulos en Sais (1798) culpó a los científicos de la muerte de la Naturaleza, uno de los temas predilectos de las artes románticas, pese a reconocer que hablaban la misma lengua que los poetas. Sin embargo, para el romántico rezagado Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), uno de los padres de la poesía moderna española, asociado a menudo y en exclusiva a presuntas evanescencias e idealismos amorosos, la importancia de la Ciencia es tal que vincula la existencia misma de la Poesía al permanente misterio humano y al afán de la Ciencia por descubrirlo. Así lo manifiesta en una de las estrofas de su Rima IV: (…) Mientras la ciencia a descubrir no alcance las fuentes de la vida, y en el mar o en el cielo haya un abismo que al cálculo resista, mientras la humanidad siempre avanzando no sepa a dó camina, mientras haya un misterio para el hombre, ¡habrá poesía! En este muestrario de destacados poetas del siglo XIX, período en el que se producen un desarrollo extraordinario de la Ciencia y también su institucionalización y profesionalización, pueden apreciarse diferentes formas de percibir una de las fuentes de conocimiento que más ha contribuido, contribuye y seguramente contribuirá al desarrollo y progreso de la humanidad. Lo cierto es que, con carácter general, puede afirmarse que a lo largo de la historia los poetas, según los casos, han dado la espalda a la Ciencia, la han rechazado y reprobado expresamente en contadas ocasiones y, sobre todo, asombrados, reverentes y maravillados, la han admirado, se han aprovechado de sus logros y han ofrecido de ella sus visiones específicas. Es más, durante varios siglos el poeta no caminó a la zaga de la Ciencia sino que, codo con codo con ella, a su misma altura, estuvo investido al mismo tiempo de la condición de poeta, filósofo y científico. ¿Pero qué es lo que sucede en la época contemporánea, la que más nos interesa aquí y ahora? Para ilustrar tan compleja cuestión, echemos un vistazo al pasado. Charles Percy Snow, físico y novelista inglés (1905-1980), acuñó en 1959, en una célebre conferencia pronunciada en la Universidad de Cambridge, la expresión “la dos culturas”, sinónimo del divorcio existente entre científicos y literatos, considerados como grupos antitéticos que se miraban mutuamente con recelo e incluso hostilidad. Entre otras observaciones muy agudas, aportaba una muy elocuente acerca de los hábitos lectores de unos y otros: “Cuando los no científicos oyen hablar de científicos que no han leído nunca una obra importante de la literatura, sueltan una risita entre burlona y compasiva. Los desestiman como especialistas ignorantes. Una o dos veces me he visto provocado y he preguntado [a los no científicos] cuántos de ellos eran capaces de enunciar el segundo principio de la termodinámica. La respuesta fue glacial; fue también negativa. Y sin embargo lo que les preguntaba es más o menos el equivalente científico de '¿Ha leído usted alguna obra de Shakespeare?'” Snow, que amplió y matizó sus reflexiones en una nueva edición de su obra fechada en 1962, subrayaba hasta la saciedad las nefastas consecuencias de que las Humanidades o Letras clásicas y las Ciencias experimentales hubieran caminado, durante demasiado tiempo, cada una por su lado y lamentaba que los puentes levadizos entre ambas modalidades del saber estuvieran fuera de servicio. En la ambiciosa y peliaguda tarea de mitigar el deplorable fenómeno cultural analizado por Snow están afanados y enfrascados los pensadores que han puesto en circulación la expresión “tercera cultura”, sinónimo de beneficiosa e imprescindible confluencia de saberes humanísticos, científicos y tecnológicos. Entre tales figuras sobresalen, junto al propio Snow, el norteamericanao John Brockman (1941), autor de La tercera cultura. Más allá de la revolución científica (1995) y Los nuevos humanistas (2003); el también estadounidense Stephen Jay Gould (1941-2002), que el año 2000 publicó el sugerente libro titulado Érase una vez el zorro y el erizo. Las humanidades y la ciencia en el tercer milenio; y el británico Edward Osborne Wilson (1929), a quien se debe la obra Consilience. La unidad del conocimiento (1998). En el ámbito hispánico, algunas de las aportaciones más penetrantes sobre la “tercera cultura” y la necesidad de implantar un nuevo humanismo, aliado con la Ciencia y la Tecnología, corresponden a Francisco Fernández Buey y Salvador Pániker. Asimismo, es de justicia poner de relieve la muy meritoria labor desarrollada por científicos divulgadores de sus conocimientos, que están sirviendo, también, para aproximar el mundo de la Ciencia al de la Literatura -sobre todo la narrativa de ciencia-ficción o de anticipación y, en mucha menor media, la poesía- entre el gran público. A escala internacional brillan con luz propia Isaac Asimov, el supracitado Stephen Jay Gould, Carl Sagan, Lewis Thomas, Richard Dawkins y Martin Gadner. Entre los españoles, son referencias obligadas Jesús Mosterín, Jaume Josa, Jorge Wagensberg, Juan Manuel Sánchez Ron, Pere Puigdomènec, Antonio Fernández-Rañada y Joandomènec Ros. Su sabiduría se enseñorea por igual de las cátedras, los libros y las páginas de los periódicos. Para la materia que nos ocupa, singular interés encierra la obra del físico y escritor Agustín Fernánde Mayo (La Coruña,1967), plasmada en novelas, poemarios, el blog El hombre que salió de la tarta y el ensayo Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma (2009). Su nombre es uno de los más destacados y representativos de la llamada Generación Nocilla, Generación Mutante o Afterpop. Pese a que desde los años 60 del siglo XX se aboga, al menos en teoría, por una alianza de los dominios de las Humanidades y la Ciencia, lo cierto es que en la actualidad la Cultura con mayúsculas, debido sobre todo a su inabarcable inmensidad y a los egos de muchos de sus cultivadores, está parcelada en compartimentos diferentes, superespecializados, afectados además de una babelización terminológica que con frecuencia dificulta la comunicación entre los especialistas de la misma materia. Y en no pocas ocasiones, aquejada de una jerga pretenciosa y pseudocientífica, como Alan Sokal y Jean Bricmont denunciaron en 1998, en la obra ya clásica Imposturas intelectuales, a propósito de los savants francófonos. Por consiguiente, devienen necesarios y oportunos los llamanientos al mestizaje y la interdisciplinariedad lanzados por, entre otros, Richard Dawkins (1941) en Destejiendo el arco iris. Ciencia, ilusión y el deseo de asombro (1998), y José Manuel Sánchez Ron (1949), físico, catedrático de historia de la ciencia y académico de la RAE, sobre todo en Diccionario de la Ciencia (1996), Elogio del mestizaje. Historia, lenguaje y ciencia (2003) y La Nueva Ilustración. Ciencia, Tecnología y Humanidades en un mundo interdisciplinar (2011). La tesis de Richard Dawkins, el divulgador científico británico, no ofrece dudas: “los poetas podrían hacer mejor uso de la inspiración que proporciona la ciencia y que, al mismo tiempo, los científicos deberían tender la mano al gremio que estoy identificando (por falta de una palabra mejor) con los poetas”. Y la misma intención encierra la sátira del denominado, por el prestigioso humanista George Steiner (1929), investigador “ultraminiaturista” y por Hans Magnus Enzensberger, “idiota especializado”: en las vertientes científica, “idiot savant”, y literaria, “idiot letré”. ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Trasladémonos a la Antigüedad grecolatina. En la cultura clásica por antonomasia de Grecia y Roma, pilar fundamental de la cultura de Occidente, la filosofía, la creación literaria y la ciencia en sentido amplio iban cogidas de la mano. Para comprobar este aserto, basta con asomarse a los textos griegos de, entre otros, Parménides, Heráclito, Demócrito, Platón (poco confiado en el papel de los poetas en la república), Empédocles, Epicuro, Arato y Nicandro. En Roma, Virgilio, Paladio, Porfirio y Optaciano no ponían barreras entre la creación poética y la Ciencia. Un sitial de honor merece el poeta y filósofo latino Lucrecio (99 a. C.-55 a. C.), autor de un largo poema didáctico, De rerum natura ['Sobre la naturaleza de las cosas'], compuesto de más de 7.400 hexámetros distribuidos en seis libros. En esta obra se divulgan la filosofía y la física atomistas que Epiuro había tomado de Demócrito. El mismísimo Virgilio (70 a. C-19 d. C.), una de las cumbres de la poesía latina y univesal, llegó a ponderar las virtudes conceptuales y literarias de Lucrecio cuando en el libro II de sus Geórgicas escribe: “Felix qui potuit rerum cognoscere causas/ atque metus omnes, et inexorabile fatum / subiecit pedibus, strepitumque Acherontis avari!” ['¡Feliz aquel a quien fue dado conocer las causas de las cosas, y hollar bajo su planta los vanos temores y el inexorable hado y el estrépito del avaro Aqueronte!' ] Por cierto, existen traducciones castellanas excelentes del texto de Lucrecio: la realizada por el Abate José Marchena (1768-1821), que encarna en su biografía la figura del culto activista liberal y afrancesado, y la edición crítica y versión rítmica firmada en 1997 por Agustín García Calvo. En las antiguas civilizaciones de China, India, Mesopotamia y Egipto, la Religión, la Filosofía, la Ciencia y la Poesía también formaban un todo inseparable. De hecho, hasta el Renacimiento se mantuvo un statu quo cultural semejante al descrito, sin fronteras rígidas entre la Ciencia y la Poesía. El curso de los acontecimientos empezó a cambiar de forma considerable cuando desde el siglo XVII se produjo la progresiva sistematización y especialización de los conocimientos, fenómeno reflejado en el Novum Organum (1620), del inglés Francis Bacon (1561-1626), filósofo, político, abogado y escritor, uno de los pilares del empirismo. Aun así, todavía en pleno siglo XVIII, el de la Ilustración y la Luces de la Razón, la palabra ”Literatura” designaba el conjunto de todas las letras y las ciencias, tesis que Miguel de Cervantes había formulado, mucho antes, en El licenciado Vidriera y en el Quijote al trazar los rasgos nucleares de la creación poética: “La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo extremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras ciencias, y ella se ha de servir de todas” (II, cap. 16). El alejamiento definitivo de las Ciencias y las Letras se produjo en el momento en que de hecho resultó imposible abarcar todos los ricos conocimientos enciclopédicos atesorados por la Humanidad a lo largo de su historia. La montaña de la especialización alcanzó una altura inalcanzable. El alemán Johann Wolfgang von Goethe (17491832), figura clave de la literatura universal como poeta, novelista, cuentista, dramaturgo y ensayista, y autor de varios tratados científicos, entre ellos Intento de explicar la metamorfosis de las plantas (1790) y Sobre la teoría del color (1810), es probablemente el último enciclopedista en el sentido estricto del término. Idéntico espíritu omnicomprensivo de la realidad humana y del universo poseyó su compatriota Alexander von Humboldt (1769-1859), geógrafo, astrónomo, naturalista y humanista. Como es sabido, durante el siglo XVIII se inicia la revolución industrial y se fundan o afianzan descubrimientos decisivos en materia de geodesia, química, mecánica de fluidos, fenómenos eléctricos, meteorología y biología. Antoine Lavoisier, fundador de la Química moderna, y Linneo, catalogador sistemático de las especies naturales, son figuras señeras de esa centuria. Las expediciones naturalistas por todo el mundo -las más conocidas, la del británico Capitán Cook y la del citado Alexander von Humboldt- permiten al hombre occidental, dotado de un espíritu cosmopolita, afianzar sus conocimienntos geográficos y naturales. La Ciencia y la Educación se ponen sin reservas al servicio del progreso de la Humanidad. L'Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, la famosa “Enciclopedia Francesa”, publicada entre 1751 y 1772 en 28 volúmenes por un nutrido elenco de colaboradores, encarna a la perfección el espíritu filosófico, laico, racionalista, crítico y científico de la época, alérgico a cualquier especulación no demostrable y a la tutela de la Iglesia católica, que había gobernado las conciencias europeas durante siglos. Los aportes de los ilustrados franceses D'Alembert, Diderot, Montesquieu, Voltaire y Rousseau, y de los ingleses Thomas Hobbes, John Locke, George Berkeley, David Hume e Isaac Newton alcanzaron una resonancia internacional clamorosa en los círculos intelectuales europeos. En España, los ensayistas Jerónimo Feijoo, Gaspar Melchor de Jovellanos y José Cadalso se erigen en faros intelectuales de su tiempo y su influencia provechosa, a pesar del mucho tiempo transcurrido, se proyecta hasta nuestros días. En esta atmósfera esperanzada y aun eufórica respecto a las potencialidades del ser humano, los poetas se suman alborozados a la tarea de cantar las virtualidades liberadoras de la Ciencia. Así, el poeta Tomás de Iriarte (1750-1791), que ha pasado a la historia de la literatura española por sus Fábulas literarias (1782), dirigió al escritor José Cadalso una epístola poética -subgénero lírico-didáctico de moda en el Neoclasicismo diocechesco-, a la que pertenecen los siguientes versos, en los que celebra con acento jubiloso la implantación de las ciencias en nuestro país: (…) Ya el venturoso tiempo está cercano en que los buenos españoles vean que, de esta filosófica oficina, el amor de las ciencias se difunde, y en la nación rápidamente cunde. No serán ya al oído castellano nombres desconocidos litologia, metalurgia, halotecnia, ornitologia” Por su parte, Casimiro Gómez Ortega (1741-1818), botánico, médico y farmacéutico además de poeta, escribe un grandilocuente panegírico, Epigrama en honor del Conde de Floridablanca, en el que destaca el papel derminante del poder político y de los protectores y mecenas para impulsar investigaciones científicas encaminadas a desarrollar la paz y la prosperidad de los ciudadanos, asunto de plena vigencia en los albores del siglo XXI: (…) Ven presuroso a promover la Ciencia Con que la Juventud aquí enseñada De inmensa variedad de vegetables, Nombres, virtudes y usos nos explica, Siguiendo en este laberinto el hilo Del Linneano, docto y fiel sistema. El colombiano Salvador Rizo (1762-1816), que participó en la famosa Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, promovida por el botánico, geógrafo, matemático y médico español José Celestino Mutis (1732-1808), aventura científica iniciada en 1783 y de treinta y tres años de duración, de la que se cosecharon entre otros muchos frutos 5.393 láminas, hoy depositadas en el Real Jardín Botánico de Madrid, redactó una Oda a José Cavanilles, prestigioso botánico y naturalista valenciano (1745-1804) que también formó parte de dicha expedición. En 1988, el poeta extremeño Vicente Sabido (1953) publicó el poema Un ilustrado, en el que se perfila de forma muy exacta y hermosa la sobria y fértil aplicación del intelectual e investigador de la Ilustración, opuesta a la vocinglería vacua, la superficialidad y las injusticias de su época: 1759 El cuadro representa a un hombre alto y cano de mejillas alegres y ojos garzos. Viste un gabán de paño y hay una luz de plata en su sonrisa pacífica y antigua. ¿Qué días, qué veladas tristezas, qué silencios dorados entre los lentos libros, los ingenios de física recreativa? (Tu tiempo es nuestro tiempo: la violeta que acabo de encontrar entre tus páginas nostálgica y dichosa). En Versalles, en Viena, en Aranjuez, arañas de cristal y ventanales, pelucas, minués, juegos de naipes, hebillas, porcelanas, broches, cintas, espejos relucientes: nunca he visto un brillo más oscuro. No surcaste los mares. No esclavizaste hermanos. De tu gris existencia nos quedan unas páginas de luz sobre tanta tiniebla. Conforme avanza el siglo XIX se produce, inevitablemente, un cisma de dimensiones cada vez más profundas entre las ciencias por un lado y las artes y las letras por otro. Sin embargo, dicho fenómeno no impide, sino todo lo contrario, que se acreciente entre los poetas la fascinación por la pujanza de la Ciencia y la Tecnología, cuyo positivismo nutre también, de modo primordial, la novela realista y naturalista europea, opuesta al canon idealista, fantasioso y sentimental del Romanticismo. Más todavía, en la segunda mitad de la centuria comienza a aflorar un cierto escepticismo acerca de la utilidad y hasta de la supervivencia de la Literatura, y de la Poesía en particular, en el desarrollo histórico de la humanidad. Emilio Pérez Ferrari (1850-1907) y sobre todo el pomposo Gaspar Núñez de Arce (1834-1903), poeta hoy justamente casi olvidado pero muy aplaudido en su tiempo, auguran que la poesía está condenada a desaparecer. Con contundencia suma se expresó por aquel entonces el dramaturgo sueco August Strindberg (1849-1912): “La literatura no sirve de nada. La ciencia lo es todo.” En consonancia con el contexto esbozado más arriba, abundan tambien las apologías poéticas de la Ciencia. Asomémonos sólo a algunos ejemplos. Manuel Jose Quintana (1772-1857), poeta liberal, de espíritu patriótico, laureado por la Reina Isabel II y de gusto estético hoy casi insoportable, compuso una extensa y muy celebrada composición, A la invención de la imprenta, en la que figuran estos elocuentes versos: (...) Tal fue el lauro primero que las sienes ornó de la razón, mientras osada, sedienta de saber la inteligencia, abarca el universo en su gran vuelo. Levántase Copérnico hasta el cielo, que un velo impenetrable antes cubría, y allí contempla el eternal reposo del astro luminoso que da a torrentes su esplendor al día. Siente bajo su planta Galileo nuestro globo rodar; la Italia ciega le da por premio un calabozo impío, y el globo en tanto sin cesar navega por el piélago inmenso del vacío. Y navegan con él impetüosos, a modo de relámpagos huyendo, los astros rutilantes; más lanzado veloz el genio de Newton tras ellos, los sigue, los alcanza, y a regular se atreve el grande impulso que sus orbes mueve. El mismo Quintana encomió una de las más famosas expediciones de la epoca, en este caso de carácter filantrópico: A la expedición española para propagar la vacuna en América bajo la dirección de Francisco Balmis. Se trataba de la considerada primera expedición sanitaria internacional, dirigida por el médico militar y cirujano alicantino Francisco Javier Balmis (1753-1819) y encargada de difundir la vacuna contra la viruela en todos los dominios del imperio español, lo que en aquella época aún equivalía a decir en casi todo el orbe. La odisea de Balmis, que contó con 22 niños huérfanos de entre 8 y 10 años a quienes se inoculó la vacuna, alcanzó categoría casi épica si se tiene en cuenta que el navío María Pita inició la travesía en el puerto de La Coruña el 30 de noviembre de 1803 y regresó, tras no pocos avatares, once años más tarde. Otros poetas decimonónicos españoles se ocuparon, también, de exaltar el papel desempeñado por personajes históricos relacionados de forma indirecta o de pleno derecho con la Ciencia. Por ejemplo, el popular Ramón de Campoamor (1817-1901) glosó la figura de Cristóbal Colón en un extenso poema épico en octavas reales publicado en 1853. Y el supracitado Gaspar Núñez de Arce le dedicó en 1875 un curioso y larguísimo poema a Charles Darwin, del que selecciono las primeras estrofas como muestra de su visión creacionista -por lo que satiriza sin piedad al científico británico- y de una dicción prosaica y pedestre que contrasta con la calidad poética de su coetáneo Gustavo Adolfo Bécquer en sus célebres Rimas: I ¡Gloria al genio inmortal! Gloria al profundo Darwin, que de este mundo penetra el hondo y pavoroso arcano! Que, removiendo lo pasado incierto, sagaz ha descubierto el abolengo del linaje humano. II Puede el necio exclamar en su locura: «¡Yo soy de Dios hechura!» y con tan alto origen darse tono. ¿Quién, que estime su crédito y su nombre, no sabe que es el hombre la natural transformación del mono? III Con meditada calma y paso a paso, cual reclamaba el caso, llegó a tal perfección un mono viejo; y la vivaz materia por sí sola le suprimió la cola, le ensanchó el cráneo y le afeitó el pellejo. IV Esa invisible fuerza creadora, siempre viva y sonora, música, verbo, pensamiento alado; ese trémulo acento en que la idea palpita y centellea como el soplo de Dios en lo creado.(...) El escritor catalán Melchor Palau (1842-1910), ingeniero de caminos, canales y puertos, incluyó sus denominadas “poesías científicas” en el libro Verdades poéticas (1879), que acoge el significativo poema La Poesía y la Ciencia, fiel trasunto de su concepción integrada de ambos saberes. Palau, traductor al castellano de La Atlántida, de Jacinto Verdaguer (1845-1902), una de las obras maestras de la Renaixença de Cataluña, fue calificado por José Zorrilla (18171893) de “poeta del Rayo y del Carbono”. A pesar de sus dotes literarias limitadas, Palau pregona mejor que cualquiera de sus contemporáneos la asociación indisoluble y mutuamente enriquecedora, a la manera de vasos comunicantes, de la Poesía y la Ciencia. Hasta la atormentada Rosalía de Castro (1837-1885), madre del Rexurdimento de la literatura gallega moderna y una de las voces de más quilates de la poesía romántica española, se sumó con entusiasmo al coro de los apologistas de la Ciencia en A los cuatro puntos cardinales: Desde los cuatro puntos cardinales de nuestro buen planeta -joven pese a sus múltiples arrugas-, miles de inteligencias poderosas y activas para ensanchar los campos de la ciencia, tan vastos ya que la razón se pierde en sus frondas inmensas, acuden a la cita que el progreso les da desde su templo de cien puertas. Para cerrar con broche de oro este recorrido apresurado por el siglo XIX, vale la pena traer a colación al joven poeta simbolista Arthur Rimbaud (1854-1891), manantial de la poesía moderna francesa y universal al alimón con Charles Baudelaire y Paul Verlaine. En Una temporada en el infierno (1873) celebra los avances científicos de la medicina y la recuperación de la geografía, la cosmografía y la química. “¡La ciencia, la nueva nobleza!”, escribe, a la vez que lamenta la lentitud de su desarrollo: “¡La ciencia no va lo bastante deprisa para nosotros!” Tras la obra de estos tres genios de la palabra poética, a la vuelta de la esquina nos espera ya el siglo XX, “el siglo de la Ciencia”, expresión consagrada en el título mismo del libro públicado el año 2000 por José Manuel Sánchez Ron. En este período la Ciencia ha alcanzado ya un estatus cultural y social extraordinario, hegemónico, hasta el punto de haber herido de muerte al multisecular e influyente pensamiento mítico, mágico y religioso mediante descubrimientos revolucionarios tanto en los campos de la ciencia básica como en los de la aplicada. No es casual, pues, que el poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger (1929), Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2002, en su obra Los elixires de la ciencia. Miradas de soslayo en poesía y prosa (2002), califique de “santuario de la física”, una especie de prolongación laica de las catedrales medievales, al CERN, el Consejo Europeo de Investigación Nuclear, dotado de un gigantesco acelerador de partículas y escenario del reciente descubrimiento del bosón de Higgs. Como tampoco son casuales las actitudes reduccionistas y la arrogancia de ciertos científicos, que provocan en muchas ocasiones el alejamiento de fértiles colaboradores procedentes de las modestas cortes de las Humanidades y, por supuesto, de valiosos ciudadanos residentes en los modestísimos y ensimismados reinos de taifas, genuinas torres de marfil, de la Poesía. Como es lógico, la Ciencia no se libra de algunas de las lacras de las sociedades occidentales: entre otras, el sexismo, el chauvinismo y el racismo, según ha dejado escrito Peter Brian Medawar (1915-1987), el británico Premio Nobel de Medicina 1960, en Consejos a un joven científico (1979). Los avances registrados en las áreas de las comunicaciones, las energías, la alimentación, la biología molecular, la salud, la neurociencia, la electrónica y otras, por no hablar de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, han convertido a las disciplinas científico-naturales en una superpotencia cultural, en una corte muy rica, deslumbrante, en la que las artes y las letras, y la Poesía en particular, batidas en retirada, con frecuencia se sienten como invitadas menesterosas y acomplejadas. Wystan Hugh Auden (1907-1973), poeta y ensayista británico nacionalizado estadounidense en 1946, guía de su generación, en su conocido ensayo El poeta y la ciudad mostró simpatía hacia los científicos al considerarlos “verdaderos hombres de acción de nuestro tiempo”, pero a renglón seguido, pasando por alto las posibilidades poéticas de la Ciencia misma, añadió: “Lamentablemente la poesía no puede celebrarlos, ya que su tema son las cosas, no las personas, y las cosas son mudas. Cuando me encuentro en compañía de científicos me siento como un sacerdote harapiento que entró por error a un salón lleno de duques.” Cualquier poeta atento al devenir de su entorno es consciente de que los ciudadanos medianamente inquietos saben mucho más de biología molecular, inteligencia artificial, teoría del caos, fractales, biodiversidad, nanotecnología y genoma humano que del último libro de poemas de José Manuel Caballero Bonald, Francisco Brines, José Emilio Pacheco, Antonio Martínez Sarrión, Eloy Sánchez Rosillo, Luis García Montero, Xosé Luis Méndez Ferrín, Jaume Pont, Biel Mesquida, Carlos Aurtenetxe, Miren Agur Meabe, Jesús Mauleón, Francisco Javier Irazoki o Maite Pérez Larumbe. Los interrogantes esenciales sobre la condición humana (¿quiénes somos?, ¿cuál es el origen de la vida?, ¿cómo surgió el universo?, ¿todo acaba con la muerte?, etc), objeto de curiosidad y tratamiento caleidoscópico a lo largo de la historia, subsisten todavía, cómo no, pero en la búsqueda de respuestas la mayoría de hombres y mujeres presta su atención a los clarinazos más o menos afinados emitidos por la Ciencia, no a las creaciones humanísticas ni en concreto a las poéticas, que adquieren un carácter minoritario y casi residual en la cultura del tiempo presente. Dicho de otra manera: los debates fundamentales de nuestra sociedad deben acudir a las diversas ventanillas del pensamiento científico. Aun con todo, no parece lógico que la Ciencia y los científicos deban dirigir en solitario el mundo olvidando las atribuciones y derechos de los ciudadanos y de sus representantes públicos en un sistema político democrático, pero no es menos cierto que el mundo no se puede entender ni puede progresar sin contar con la Ciencia, de ahí que sea cortejada con excesiva e inquietante frecuencia por políticos autoritarios, militares y empresas multinacionales. Para templar ciertas soberbias exhibidas con ocasión de algunos progresos llamativos obtenidos por la Ciencia, no estará de más recordar con humildad que, según determinados expertos -léase, entre otros, Rolf-Dieter Heuer, director del CERN-, nuestro conocimiento de la composición del universo no supera todavía el 5 % y que tal porcentaje se reduce al 3 % si hablamos nada menos que del genoma humano. Al fin y al cabo, el Humanismo sin ciencia se aproxima a la necedad y, a su vez, la Ciencia sin Humanismo empobrece sus ángulos de visión al quedarse huérfana de la perspectiva letrada. Si nos dejáramos llevar por las apariencias, podríamos inferir que la Ciencia está asociada en exclusiva al conocimiento objetivo, sistemático, seco, frío, inteligible y convincente basado en la racionalidad, el testimonio, la experiencia empírica y las respuestas firmes, mientras que la Poesía sería el territorio por antonomasia de la subjetividad que conmueve, los sentimientos, la intuición, el asombro, la imaginación, el interrogante, el enigma como sentido y la creatividad más libérrima, ingredientes presuntamente ajenos por completo a la razón y la experiencia intelectual propias de la Ciencia. De hecho, la cuestión no es tan sencilla. El imaginario colectivo -con tendencia manifiesta a la simplificación fosilizada en los eslóganes, las consignas y los títulares mediáticos de impacto- olvida a menudo que la imaginación es el verdadero humus de la germinación científica, que la realidad de la Ciencia está anudada alrededor de cosas que el científico imagina, que no son, pero que podrían ser. Como nos recordaba Bécquer, científicos y poetas coquetean a diario con el misterio profundo del universo. Para la poeta polaca Wislawa Szymborska (1923-2012), la creación poética y la científica -ejemplificada ésta última en Newton y en su compatriota Madame Curie- surgen del reconocimiento de una premisa común: “No sé”, según manifestó en El poeta y el mundo, su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura en 1996. Albert Einstein (1879- 1955), el arquetipo del científico y ciudadano del siglo XX, subrayaba la presencia de elementos de la poesía en el pensamiento científico y de modo muy descollante el misterio y la imaginación como madre común de cualquier discurso cultural. Por si hubiera alguna duda, no estará de más recordar a Weiner Heisenberg (1901-1976), el físico alemán que formuló el principio de incertidumbre, que el argentino Julio Cortázar (1914-1984) utilizaría a su manera para el cultivo y la explicación del uso del tiempo en el cuento fantástico. Más aún, la exposición y narración científicas se basan también en el discurso metafórico. Para el físico danés Niels Bohr (1885-1962), que realizó contribuciones fundamentales a la estructura del átomo y la mecánica cuántica, la metáfora es “un instrumento de formación del pensamiento científico. La ciencia y la poesía crean imágenes.” Y en opinión de Roald Hoffmann (Polonia, 1937), químico, filósofo y poeta, Premio Nobel de Química en 1981, la metáfora es vital para la ciencia por su capacidad de constituir vínculos. Para Richard Dawkins, uno de los sellos distintivos del genio científico reside en la habilidad para manejar buenas metáforas y símbolos. En definitiva, científicos y poetas emplean de ordinario un lenguaje figurado, axioma que Coleridge ya anticipó a comienzos del siglo XIX. A propósito del uso de metáforas por parte de los científicos, Enzensberger escribe: “En la astronomía, la cosmología y la física hay antorchas, focos de manchas, coronas, vientos solares, luz zodiacal, ruido galáctico, radiación de frenado, gran explosión originaria, campos gauge, agujeros negros (una expresión que debemos a J. A. Wheeler), nubes oscuras, líneas prohibidas, gigantes rojos, enanas blancas, fuentes estelares de rayos X, púlsares galaxias enanas, cúmulos globulares, nebulosas en espiral, agujeros de gusano, radiación negra, ruido blanco, curdas y supercuerdas, espacio curvo, dimensiones enrolladas, quiralidad, familias de partículas, aniquilamiento de pares, partículas confinadas,extrañeza, túnelescuánticos, sopa cuántica y quarks (así llamados por Murray Gell-Mann según el Finnegans Wake, de Joyce; se distinguen entre los quarks los strange, top, bottom, up, down y charm, rojos, verdes y azules). / Los matemáticos conocen raíces, fibras, gérmenes, haces, gavillas [Gabern],envolventes, nudos, lazos, bucles, rayos, banderas y pabellones [Flaggen], trazas, casquetes en cruz, cuerpos y subcuerpos, familias, esqueletos, ideales maximales, principales y nulos, anillos, ermitaños, monstruos, caminos aleatorios, líneas de fuga, grupos libres finitamente generados, variedades, conjuntos vacíos, preimágenes, puntos umbilicales, líneas de máximo declive, bordes de puente, colas de golondrina, filtros, nudos salvajes, grupos de trenzas, números túnel, polvo de Cantor, diamantes de Hodge, Stukas, mariposas y patos...”. A la vista de esta enumeración de palabras y expresiones que funcionan como metáforas científicas, de inmediato se advierten su audacia y notable expresividad lingüístico-poética. Por si quedaba alguna duda al respecto, el padre del análisis moderno, el matemático alemán Karl Weiertrass (1815-1897), escribió: “un matemático que no tenga al mismo tiempo algo de poeta, no será nunca un matemático completo.” A pesar de representar formas diferentes de indagación en la realidad, el científico y el poeta manifiestan un mismo asombro y éxtasis en sus respectivas tareas, en las que se combinan con rigor, equilibrados, los ingredientes de la razón y la intuición, como bien advierte Miguel d'Ors (Santiago de Compostela, 1946) en el epifonema o cierre del poema dedicado al ya mencionado Humboldt, titulado Alexander von Humboldt explora el Orinoco (1799): ¿Fueron acaso un sueño Göttingen, Freiburg, Jena, todos aquellos años estudiosos, aquellos parques de inexorable geometría, aquellas bibliotecas con profundo olor a cera y tiempo, el polvo que exhalaban los catálogos, los pacientes herbarios, los mapas, las especies y subespecies?, ¿todo mi pasado fue un sueño? Aquí, fresca y briosa, la Tierra me deslumbra: la profusión de las germinaciones, la realidad pujante, numerosa, insumisa, ubérrima de aromas y plumajes repentinos y asombros y ponzoñas y cantos, las poderosas ramas que creciendo estrangulan los caminos humanos, qué reino incalculable de anónimas, bullentes espesuras. De tantas maravillas con los ojos serenos tomemos ejemplares. Regresemos a Europa. Observemos, nombremos, ordenemos. Ni empobrecer el mundo ni quedar para siempre en las tinieblas del deslumbramiento. Por todas las razones apuntadas más arriba, cada vez son más notorias, tanto en los textos poéticos como en los científicos, las intersecciones y resonancias mutuas, el acercamiento y la reconciliación de la Ciencia y las Humanidades, la unión de sinergias, el mestizaje integrador de los variados métodos de conocimiento de la realidad, fenómeno que ha conseguido que las fronteras entre Ciencia y Literatura, Ciencia y Poesía, no sean tan impermeables como antaño. La necesidad de implantar la “tercera cultura”, ya descrita, o la cuarta o la quinta mencionadas por Enzensberger, va calando en el ánimo y la práctica de poetas y científicos, abocados a entenderse después de haber mantenido una prolongada separación, perjudicial para ambas partes. Como indicó el poeta francés Saint-John Perse (1887-1975) al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1960, “la gran aventura del espíritu poético no es inferior en nada a las grandes entradas dramáticas de la ciencia moderna”; “el poeta se encuentra ligado, a pesar de él, al acontecer histórico. Y nada le es extraño en el drama de su tiempo”. Un acercamiento atento a la obra poética de escritores hispánicos del siglo XX, españoles e hispanoamericanos, prueba con creces su preocupación por las cuestiones intrínsecas de la Ciencia y sus diferentes disciplinas: la Medicina (cuerpo, anatomía, cadáveres, cirugía, pacientes, médicos y enfermeras, hospitales, instrumental...), la Psicología, la Farmacia, la Física, la Química, la Geología, la Astronomía, las Matemáticas, la Aritmética, la Geometría, la Astronáutica, etc. De todos estos dominios de la Ciencia se han ocupado de forma sistemática, no aislada, poetas de primer nivel como Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Juan Gil-Albert, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Ernesto Cardenal, Joan Brossa, Gabino-Alejandro Carriedo, Gabriel Celaya (Lírica de cámara, 1969), Rafael Guillén, Manuel Vázquez Montalbán, Francisco García Olmedo, Joan Margarit, José Emilio Pacheco, Alfonso Vallejo, Alberto Blanco, Gregorio Morales, Gioconda Belli, Daniel Samoilovich, María Eloy García, etc. Y lo mismo podría asegurarse de poetas pertenecientes a otras lenguas y culturas, en las que destacan los citados Hans Magnus Enzensberger (Mausoleo. 37 baladas de la historia del progreso, 1979, y Los elixires de la ciencia, 2002) y Roald Hoffmann (Catalista. Poemas escogidos, 2002), además del francés Raymond Queneau (1903-1976), escritor experimental y matemático aficionado, autor de Cien mil millones de poemas (1961), y el checo Vitezlav Nezval (1900-1958). ¿De qué modo está presente la Ciencia en la poesía hispánica del siglo XX y del naciente XXI? Con el propósito de trazar una fotografía área de tan amplio panorama, inabordable con enfoque de primer plano por falta de tiempo, me limitaré a subrayar varias líneas maestras, que trataré de argumentar y ejemplificar mediante la información, la reflexión y la emoción derivada -al menos así lo espero- de la lectura de poemas. En primer lugar, merece la pena rescatar algunos textos en los que se plasman diferentes sentimientos, con preferencia el del amor, recurriendo en sus rasgos formales esenciales a terminología y metáforas muy expresivas e inteligibles tomadas en préstamo de los diversos campos de la Ciencia. En el fondo, el modus operandi intertextual resulta idéntico al de los científicos cuando echan mano de las imágenes y metáforas poéticas, como ya ha quedado dicho. Empecemos con un poema del veterano uruguayo Mario Benedetti (19202009), Windows 98, empapado de sentido de humor y nostalgia: Antes del fax del model y el e-mail la vergüenza era sólo artesanal la mecha se encendía con un fósforo y uno escribía cartas como bulas antes los besos iban a tu boca hoy obedecen a una tecla send mi corazón se acurruca en su software y el mouse sale a buscar el disparate cuando me enamoraba de una venus mis sentimientos no eran informáticos pero ahora debo pedir permiso hasta para escribir con el news gothic te urjo amor que cambies de formato prefiero recibirte en times new roman mas nada es comparable a aquel desnudo que era tu signo en tiempos de la remington La nicaragüense Gioconda Belli (1948), exdirigente sandinista y una de las voces literarias femeninas más valiosas de Hispanoamérica, inicia el poema Nueva teoría sobre el Big Bang con estos versos tan contundentes: El Big Bang fue el orgasmo primigenio: Orgasmo de los Dioses amándose en la nada. Cada vez que te amo repito la génesis universal protones y neutrones, neutrinos y fotones saltan de mí encendidos a crear nuevos mundos centellas y meteoros se cruzan con mis gritos te amo mientras mis pulmones crean la Vía Láctea de nuevo y el sol vuelve a nacer redondo y amarillo de mi boca la luna se me suelta de los dedos Marte, Plutón, Neptuno, Venus, Saturno y sus anillos Las novas, super novas, los agujeros negros anillos concéntricos de galaxias innombrables se desgajan de mis contorsiones.(...) Un verdadero maestro en la aplicación de dicha técnica poética es el madrileño Luis Alberto de Cuenca (1950), filólogo y latinista, atentísimo a las manifestaciones culturales contemporáneas, entre ellas la ciencia y el cine, que en sus textos ha tenido siempre muy en cuenta los hallazgos científicos sobre la evolución de las especies de Darwin (Homo homini lupus), el psicoanálisis de Freud (Eterno femenino) y la energía nuclear (Soneto del amor atómico). Su poema ADN es muy representativo: DNA o ADN, poco importa si en castellano o en inglés: el caso es que me muero por tus proteínas, por tus aminoácidos, por todo lo que fuiste una vez, cuando tus padres vinieron de cenar algo achispados y, después de tirar de la cadena, hicieron una nueva con tu nombre, con tus curvas y con tus fantasías. Dame una foto de tu DNA tamaño DNI, que me retuerzo de ganas de mirarla a todas horas. El mundo de la cibernética se presta a navegaciones poéticas muy ricas, como puede apreciarse en el poema Informática, firmado por María Eloy García (Málaga, 1972): Como metida en una cinta y tambor magnético, proceso mi vida en un disco rígido y acorazado y admirando esos ojos avanzados en software te pienso. En un almacén de datos y cálculos automáticos y electromecánicos mi amor introducido en válvulas de vacío. Me extraño todavía de este lenguaje de programación, de esta transferencia de datos, de este salto, amor de microcomputadores y símbolos. Quiero con 32 megas de memoria y ni mi inteligencia artificial, ni mis circuitos integrados pudieron con tu sistema operativo y saliéndome del esquema te mandé a la mierda. En segundo término, es necesario referirse a los poetas que han glosado la asombrosa utilidad de la Ciencia y el mérito excepcional de los científicos, a los que han deslindado con nitidez de la atrayente figura precientífica del alquimista, sobre la que desde el Renacimiento han recaído muchas voces poéticas. El exquisito poeta alcoyano Juan Gil-Albert (1904-1994), exiliado durante años en Méjico y Argentina, escribió un memorable poema, El científico, del que escojo sólo los versos más significativos: (…) Aunque también vivir. Dichoso el hombre que ha sabido extraer de su ignorancia su más lírica suerte: el arrebato de su curiosidad: la ciencia viva. Explora en el vacío los resortes de tanta esplendidez desconcertante y como quien acecha lo inherente a su plan inicial, descubre un signo. Una especulación endemoniada que está como el dios mismo en cada cosa dando la proporción, el flujo, el alma, a todo cuanto vive, aún lo invisible, del caos material: número o numen, bajo cuyo dictamen riguroso vanse abriendo profundas las entrañas de lo desconocido. Lentamente nos vamos acercando, como un ángel, a la luz virginal, originaria, al plasmado secreto que nos guía a lo que tantos miles de años muertos adoraron en cruz, o sobre cumbres con melodiosos cantos y crueles prácticas victimarias. Sólo ahora, como quien ha entreabierto temerario una puerta vedada, se recibe la lejana descarga todavía de una beldad oculta y monstruosa cuyo imperio se inicia o no se sabe si utilidad o muerte. Pero el hombre, como quien se ha cogido a un clavo ardiendo, ya no podrá vivir más que apurado en su consecución definitiva: perecer o saber altivamente. Mientras en torno nuestro nos sombrean los árboles con dulce complacencia.(...) Ecos diocechecos y decimonónicos resuenan en el soneto A la ciencia, de Carlos Bauzano, que arroja luz sobre la significación de una vía de conocimiento, la científica, que arrumba creencias y supersticiones multiseculares: Por ti siglos oscuros se han borrado, por ti la noche es menos noche oscura, por ti el alba aparece clara y pura y el doliente se siente confortado. Los clérigos reales han dejado las aras por la lente de la albura y cercan al misterio, a su foscura, y claro nos lo vuelven, encarnado en hondo conocer, en transparencia de signos que redime de dolores. Todo es ya luz, peso, color, esencia. y los átomos cantan resplandores, el mundo alumbran en tu nombre, oh ciencia. iViva la fiesta, amantes y amadores! En un tercer apartado se agavilla un número muy considerable de poemas protagonizados por científicos destacados, con nombre y apellidos, en cualquiera de las ramas de la Ciencia. En ocasiones el tratamiento literario aplicado a su glosa, sobre todo en algunos ejemplos ya citados del siglo XIX, se puebla de acentos exaltados y épicos al considerarlos genuinos héroes de la modernidad. Sin embargo, en la poesía del siglo XX predomina una pintura realista de dichos personajes, exenta de vacua trompería verbal pero, a su vez, extasiada ante el profundo e influyente calado de sus aportaciones. Gloria Fuertes (1917-1998), en Ciencia y conciencia, los llama “Héroes de la nueva era,/ así os nombro y lo digo/ no por matar enemigos/ sino por salvar amigos./ ¡Héroes reconocidos!” Enzensberger es el autor que ha acreditado el máximo interés por los forjadores de la historia del progreso humano en su libro Mausoleo. En su nutrida nómina de elegidos incorpora como protagonistas de sus poemas a científicos de la talla de fray Bernardino de Sahagún (autor de la Historia general de las cosas de Nueva España), el único español, el obispo Berkeley (filósofo empirista), Alexander von Humboldt (ya citado), Gottfried Wilhelm Leibniz (filósofo, matemático, jurista y político), Carl von Linneo (naturalista y botánico), Jacques de Vaucanson (ingeniero, creador del primer robot y del primer telar automatizado), Antoine Caritat de Condorcet (filósofo, científico, matemático, político y politólogo), Charles Babbasse (matemático especialista en computación), Charles Messier (astrónomo), Thomas Robert Malthus (experto en economía política y demografía), Charles Robert Darwin (naturalista y figura clave de la Ciencia moderna), Frederick Winslow Taylor (ingeniero mecánico y economista, padre de la administración científica), Wilhelm Reich (médico, psiquiatra, psicoanalista, inventor, postulador de la teoría del orgón), John von Neuman (matemático, físico, economista, experto en teoría de conjuntos, computación, análisis numérico, cibernética, hidrodinámica, estadística y otras materias), Kurt Gödel (lógico matemático), etc. Otros científicos objeto de atención por los poetas han sido Galileo (Bertolt Brecht), Copérnico (Hannes Pétursson), Descartes (Blaise Cendrars), Newton (James Thomson), Darwin (Ferando Pessoa, Wislawa Szymborska), Edison (Vitezslav Nezval), Freud (W. H. Auden), etc. En el amplio repertorio de científicos merecedores de la curiosidad y atención de los poetas hispánicos cabe subrayar los nombres de Homero (Mario Vargas Llosa), Heráclito (Jorge Luis Borges, Joan Brossa y Ángel Gonzaléz), Colón (Ramón de Campoamor, Eugenio Padorno), Kepler (Gabriel Celaya), Newton (Federico García Lorca, Ángel García López), el Capitán Cook (Guillermo Díaz-Plaja, Álvaro Mutis, Jorge Riechmann), Linneo (Guillermo Carnero), Madame Curie (Lorenzo Saval), Edward Milne (Joan Margarit), el astronauta ruso Yuri Gagarin o astronautas en general, incluida la perrita Laika (Pablo Neruda, William Ospina, Aquilino Duque, Antonio Murciano y Carlos Francisco Changmarín) y, por encima de todos ellos, los científicos que revolucionaron el conocimiento riguroso de la condición humana desde la perspectiva orgánica y anímica: Charles Robert Darwin (1809-1882) y Sigmund Freud (1856-1939), respectivamente. Albert Einstein apenas ha despertado la curiosidad de los poetas como personaje literario, a excepción de William Ospina y Víctor Botas. Sin embargo, la influencia de su teoría de la relatividad ha sido muy fecunda en la novela moderna (afanada en construir discursos narrativos poliperspectivísticos, que ofrecen múltiples puntos de vista de una misma realidad) y también en la poesía vanguardista, que muestra analogías considerables con las tendencias plásticas del Cubismo, el Fauvismo, el Futurismo y el Dadaísmo. Con su teoría sobre la evolución de las especies, Darwin llevó a cabo un descubrimiento revolucionario acerca del origen de los seres humanos, que todavía sigue despertando controversia entre sus defensores, casi toda la comunidad científica universal, y sus detractores, partidarios a ultranza de las tesis creacionistas. De él han escrito páginas muy sagaces y bellas, además del citado Núñez de Arce, César Vallejo, Daniel Samiolovich y Carlos Jiménez Arribas, entre otros. Por su parte, Freud, como es de sobra conocido, fue el desvelador del subconsciente y forjador de la técnica del psicoanálisis, creaciones culturales con importantes derivaciones en los campos de la Medicina y el Arte. La estética surrealista, tributaria principal del psicoanálisis, aflora a borbotones en las artes plásticas (Giorgio de Chirico, Pablo Picasso, Paul Klee, René Magritte, Salvador Dalí, etc), audiovisuales (Luis Buñuel, Alfred Hitchcok, David Lynch, Julio Médem, etc) y poéticas (André Breton, Louis Aragon, Marcel Duchamp, Max Ernst, Antonin Artaud, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, César Vallejo, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Juan Eduardo Cirlot, Carlos Edmundo de Ory, Miguel Labordeta, Blanca Andreu y otros muchos). Entre los rasgos específicos de la poesía surrealista sobresalen las asociaciones irracionales, carentes de la lógica imperante en la poesía clásica, y las enumeraciones caóticas, fiel trasunto de las congojas y desórdenes, íntimos y sociales, del convulso siglo XX. Algunos científicos españoles poetizados con mayor o menor acierto literario por sus compatriotas son el rey Alfonso X el Sabio (José Agustín Goytisolo), Benito Arias Montano (Francisco Hernández), Isaac Peral (Anónimo), Marcelino Menéndez Pelayo (Manuel Machado), Francisco Giner de los Ríos (Antonio Machado), Santiago Ramón y Cajal (Juan Ramón Jiménez y David Jou), Ramón Ménéndez Pidal (Luis Rosales), Gregorio Marañón (Vicente Aleixandre, Gerardo Diego) y José Antonio Coderch Sentmenat (Joan Margarit) Para ilustrar este capítulo, se aportan poemas poco convencionales. El primero de ellos está dedicado al Capitán James Cook (1728-1779), navegante, explorador y cartógrafo británico que realizó tres fecundas expediciones científicas por el océano Pacífico: Carta del Capitán Cook al Presidente de la Sociedad Geográfica de Londres, escrita por el crítico, ensayista, poeta, académico y profesor Guillermo Díaz-Plaja1(1909-1984). En su hermoso texto -muestra característica del poema de personaje analógico, histórico o de ficción, con el que el poeta muestra empatía de índole intelectual, afectiva y/o estéticadescuella la satisfacción del protagonista por los hallazgos de naturaleza científica y, sobre todo, brilla la dicha causada por el descubrimiento en la tierra del mito del Paraíso o Edén, de tanta raigambre -como Paraíso presente y, con más frecuencia, como Paraíso perdido- en la historia de la literatura universal. Dice así: He aquí, Señor, que navegando hemos llegado a Citerea: música flor, bosque de palmas, pájaros, dibujan paraísos terrenales. Dulces muchachas nievan, al sonreír, la aceitunada piel que ilumina sus divinos rostros. Pienso, Señor, que la filosofía que imaginó la Edad de Oro encuentra aquí su ejemplo. Propagadlo en los discursos de las Academias y cantadlo con voz de ruiseñor. Decid a Europa que el ensueño de un mundo de armonía tiene existencia cierta en estas islas. Loado sea Dios, ahora y siempre. Papeete, a veintiséis de marzo del año ochenta y ocho de este siglo de las luces, feliz, que ha confirmado la redondez augusta de la tierra. Los prejuicios ideológicos y dificultades a los que tuvo que enfrentarse Darwin se hallan reflejados en el poema El informe, recogido en el bello libro Las encantadas (2003), escrito por Daniel Samoilovich (Buenos Aires, 1949) y dedicado en exclusiva a poetizar las peripecias del naturalista inglés en las islas encantadas por excelencia, las Galápagos: «Al parecer -dice un informante de la Royal Society- ha querido engañar a Sir Charles con su vistosa variedad: pero nuestro corresponsal sin dejarse confundir por tanto pico, trompa, belfo, hocico, cara, ha descubierto que en todos, sapos, moscas, orquídeas y humanos late un mismo y veleidoso instinto de conservación. Esto torna innecesaria la existencia de Dios, a la sazón reemplazado por las tediosas notas del botánico; y en vez del Designio Divino, lo que se nos ofrece es un ciego combate a garra y diente del que los mamíferos no salen mal parados pero que también consiente el ala que sirve para huir, la pequeñez que facilita el esconderse. Es afortunado que por las dudas, por si se arrepintiera, la Evolución haya dejado por el sendero un hilo del cual Sir Charles cree haber encontrado la punta. Tal vez si nos lo trae nos sirva para coserle un chaleco de loco y un lindo bonete de blasfemo y dotado de estos enseres, devolverlo a la isla pirata donde puso a punto su sistema.» La obra de Samoilovich se puede completar con el libro de Carlos Jiménez Arribas (Madrid, 1966) titulado Darwin en las Galápagos (2008), compuesto de sugerentes poemas en prosa. Entre los numerosos poemas sobre Freud escritos por Nicanor Parra, Luis Guillermo Piazza, Luis Hernández, Rafael Pérez Estrada, Federico Hernández Aguilar, Antonio Colinas, Jon Juaristi y María Rosal, son dignos de mención, por su concisión y originalidad, el de Luis Alberto de Cuenca (Freud: “Todo en la vida / se reduce a dos cosas: / sexo y comida”) y el del mejicano José Emilio Pacheco (1939-2014), quien en Introducción al psicoanálisis alude al famoso monólogo de Segismundo en La vida es sueño, de Pedro Calderón de la Barca, cuando escribe: “Don Segismundo Freud, / tras arduo estudio, / descubrió lo que al otro le costó un verso: / el delito es haber nacido.” Adviértase, de paso, el enfoque sarcástico que ambos poetas ofrecen del ilustre médico vienés. John Brockman, subrayando la rapidez de las conquistas científicas, afirma que la neurociencia actual “deja a Freud como una superstición del siglo XVIII”. A Juan Ramón Jiménez (1881-1958), Premio Nobel de Literatura en 1956 y uno de los padres fundadores de la poesía moderna española junto con Bécquer y Antonio Machado, se debe un sugerente retrato de Santiago Ramón y Cajal, Nobel de Medicina en 1906: Ausente, fino y realista; siempre enredado en el laberinto bello de los sutiles encajes de vida de su microscopio. No conozco cabeza tan nuestra como la suya, fuerte, delicada, sensitiva, brusca, pensativa. Los ojos no miran nunca a uno – a nada con límite-; andan siempre perdidos, caídos, errantes, como buscándose a sí mismos en el secreto, para mirarse, al fin, frente a frente. Un balanceo, una oscilación como de niño tímido, en todo él, con bruscas erupciones de palabras firmes, plenas, completas, terminantes – hijo salido de madre- como de niño también, que asegura la verdad… Y se va –caído de un lado-, de los dos –alternando-, suelto, desasido, con un paraguas, por ejemplo, que, en su mano, no parece que haya de abrirse para la lluvia; con un abrigo casual, con un sombrero no puesto. Lo he visto, una vez, en un tranvía, una tarde de lluvia larga, total y ciega, ponerse en la melena plateada las gafas para leer, olvidarse, reclinarse contra el cristal, y seguir así, mirando, en ocio lleno, dejado y melancólico, su infinito. Como escribió Saint-John Perse en 1960, una de las misiones del poeta consiste en “ser la mala conciencia” de su tiempo. Tal compromiso suele cristalizar en elucubraciones críticas, perspectivas inéditas y juicios de valor independientes e insobornables acerca de la realidad social circundante. Por ello, aun reconociendo los méritos impagables de la Ciencia y la Tecnología, no han sido pocos los poetas que les han reprochado sus insuficiencias, excesos y hasta monstruosidades y atrocidades cometidas en nombre de un mesianismo científico, una utopía exenta de criterios éticos o una práctica contaminada de fines inconfesables. Hay muchos textos donde elegir, empezando por los denuestos de Francisco de Quevedo contra los médicos, una de sus obsesiones, motivo literario presente también en el Quijote con Sancho Panza ejerciendo de gobernador en la Ínsula Barataria (II, cap. 47). Las críticas de las masacres causadas por las bombas lanzadas por el Gobierno norteamericano en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki y los riesgos de apocalipsis planetario consustanciales a la energía atómica son abundantes y rotundas en textos de Pedro Salinas (recuérdese su ambicioso poema Cero, recogido en el libro Todo más claro y otros poemas, 1949), Jorge Guillén, Alfredo Cardoña Peña, Juan Gelman, Manuel Mantero y Óscar Hahn, por citar sólo escritores de la máxima exigencia literaria. Para el catalán Joan Brossa (1919-1998), la Ciencia pierde su razón de ser cuando se prostituye por seguir contravalores personales y sociales espurios, según acredita en su poema NASA: ¡Ah! La ciencia desnuda de humanismo es letra muerta. Un chanto, agudo o ciego, no es buen tamiz del discurso del fuego, oráculo emitido a ras de abismo. La última voz es siempre el egoísmo; sabe a poco el espliego junto al riego a quien ignora el límite del juego y hace del sueño el único realismo. Regla en mano, secuaz, mueve el azar y ante una flor tiene alma adormecida. Sé que me contradigo como el mar, pero enraizado en lo hondo de la vida. Los sabios a merced del militar se pierden en un coto sin salida. En la misma órbita de preocupaciones se inscriben el pensar y el sentir de Jorge Riechmann (Madrid, 1962), que reprueba sin paliativos el“realismo” y el “disciplinamiento a través de los mercados” pregonados en una clase de foros muy frecuentes, al menos antes de desencadenarse la crisis económica actual. Su texto posee un título harto significativo: Poeta en simposio con empresarios y científicos organizado por firma consultora privada. Por su parte, Enzensberger lanza un certero aviso para navegantes, impregnado de realismo, humildad y entrañable humanidad, opuesto a la altanería de ciertos santones de la Ciencia y la Tecnología, en su lúcido poema Lo simple que es difícil de inventar: Nada tengo en contra del microprocesador, pero ¿cómo estaríamos sin agua? ¿Qué es una sonda de Júpiter comparada con el cerebro de una mosca? ¡Cómo se esfuerzan esos ratones de laboratorio con la clonación! Mucho mejor es follar. ¡Y el diente de león sobre todo, cómo se lo monta: graciosa elegancia insuperable! Nunca en la vida, queridos premios Nobel, reconocedlo, habríais inventado nada así. Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), en Inútil escrutar tan alto cielo, advierte de los riegos inherentes a la carrera espacial -muestra cabal de los poderes gigantescos de la Ciencia y Tecnología, espoleados por el eco de mitos clásicos de dioses voladores, el simbolismo de libertad representado por las aves y el anhelo insaciable de conocimiento y aventura- si ello implica abandono de la dura realidad terrestre, es decir, una estrategia evasiva de la injusticia y el dolor humanos: Inútil escrutar tan alto cielo inútil cosmonauta el que no sabe el nombre de las cosas que le ignoran el color del dolor que no le mata inútil cosmonauta el que contempla estrellas para no ver las ratas. Sobre los graves riesgos de vulnerabilidad comunicativa planetaria, el cacareado apagón informático, versa el poema Derrota de Bill Gates, de José Emilio Pacheco. Y como terapia contra el exhibicionismo a veces obsceno de las redes sociales virtuales, Juan Antonio González Iglesias (1964), poeta y profesor de Filología Latina en la Universidad de Salamanca, sugiere poner a buen recaudo las galerías de la intimidad personal en Benditos los ignotos, actualización muy sui generis del tópico literario del beatus ille con ecos de las bienaventuranzas evangélicas: Benditos los ignotos, los que no tienen página en internet, perfil que los retrate en facebook, ni artículo que hable de ellos en wikipedia. Los que no tienen blog. Ni siquiera correo electrónico, todo les llega, si les llega, con un ritmo más lento. Tienen pocos amigos. No exponen sus instantes. No desgastan las cosas ni el lenguaje. Network para ellos es malla que detiene la plata de los peces. Benditos los que viven como cuando nacieron y pasan la mañana oyendo el olmo que creció junto al río sin que nadie lo plantara. Benditos los ignotos los que tienen todavía intimidad. Por último, conviene tener muy en cuenta las meditaciones y elucubraciones poéticas que, desde posiciones religiosas o simplemente agnósticas, indagan en las deficiencias y carencias del discurso científico en su incesante exploración del mundo, que inevitablemente conducen a un sentimiento de insatisfacción, lo cual invita aún más, si cabe, a recuperar y reforzar los vínculos entre Ciencia y Humanidades, Ciencia y Poesía. Miguel d'Ors, profesor, crítico literario, poeta y montañero, ha filtrado esta preocupación existencial por su particular prisma -tamizado con los tintes de la ironía- en un poema publicado en 2010, Tantísimas tontísimas preguntas: … Toda esta gente, porque tienen ordenadores y descienden del mono lo ven todo muy claro: … el Volga, H2O; aquellos melodiosos otoños de Zuriza por los que tantas veces estuvieron al borde de las lágrimas mis diecinueve años, cuestión de clorofila … cuando en el horizonte sale un tema polémico -pongamos por ejemplo el arco irisellos hablan de Física y de prismas; yo digo ¡qué bonito! y le doy la razón -quiero decir la sinrazón- a Gómez de la Serna: es la cinta que la Naturaleza se coloca en el pelo tras haberse lavado la cabeza Y si elevo la vista hacia la Noche (tonto de mí, acordándome de las sopas de estrellas de mis cenas de niño que fueron mi primera Astronomía) en par de los levantes de la aurora me surgen mil nocturnos con preguntas, pero ellos me contestan con Einstein y la NASA y yo que Fray Luis, Chopin, Rubén Darío; ellos, muy serios, dicen que el Big Bang (y se ensanchan un poco en sus sofás), Yo digo ¡Cielo Santo! y empiezo a imaginarme una Mano que allá en el Antetiempo enciende la Gran Traca, y el alma se me inunda con la palabra gracias: Gracias Mano infinita, Mano amorosa, Mano de santo: el Universo te ha salido divino. Como epílogo de la presente charla, y en razón de las horas bajas por las que atraviesa la investigación científica española, me permito la licencia de leer un poema muy grave, a pesar de su tono humorístico, que bien podría ser una réplica del mítico aforismo de Miguel de Unamuno: “¡Que inventen ellos!”. El texto en cuestión se titula El teorema de García; su autor, Francisco Núñez Roldán (Madrid, 1949), ensayista, poeta y profesor residente en Sevilla: Galileo, Arquímedes, Pitágoras, Einstein, Franklin, Marconi o Anaxágoras..., vidas que se han gastado en buena gana mejorando la condición humana. Pero yo quiero nombres conocidos. ¿La ciencia no tiene mis apellidos? ¿No sería magnífico que hubiera una ley de un ibérico cualquiera? ¡Logaritmos de López o de Hernández, postulados de Márquez o de Fernández! Y... ¿qué honra española no sería si existiera el Teorema de García? Pero no sueñes más, que no es viable ver nombres tuyos en la ciencia amable. Aquí sólo destacan el corrupto o el de algún balompédico exabrupto; aquí sólo hay memoria del que mata o del que descomulga a una beata. Inviables científicos hispanos olvidad vuestros celos ciudadanos, relegad a ese reino incombustible del sueño que ya no será posible vuestra sed insaciada de saber, vuestra ciencia, que nunca llegó a ser. Muchasgracias. Eskerrik asko.