Los franceses, mientras tanto, estaban inquietos. Al día siguiente de

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Los franceses, mientras tanto, estaban inquietos. Al día siguiente de
llegar el comandante de Aranda a la Vid, a las diez de la noche
recibió un parte de su segundo, redactado así:«Al comandante
Bontemps. Comandante:
En este momento acabo de recibir aviso de la llegada del cura
Merino con una numerosa partida al pueblo de Hontoria de
Valdearados.
Una avanzada de caballería enemiga se ha estacionado en el lugar
de Quemada, a tres cuartos de legua de Aranda. Su objeto,
indudablemente, es cortar la retirada a las tropas de usted para
cuando intenten volver a esta ciudad.
Prepárese usted en seguida para un posible sitio. Por ahora no
puedo enviar más fuerza. Como sabe usted, aquí dispongo de
trescientos hombres que no me bastan. Tengo cien para defender el
puente, la casa del Ayuntamiento y el Juzgado.
Estoy dispuesto a perder la vida antes de que entren los brigantes
en Aranda.
No puedo tampoco enviar víveres, porque la comunicación está
cortada y no los tengo. He pedido socorros. El comandante interino
del cantón de Aranda. —
Courtois.»
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De la parte de Lerma vinieron sesenta muchachos de la villa y de
los alrededores, algunos con su caballo enjaezado, el sable y dos
pistolas cada uno.
El escribano Santillán, presidente de la Junta de este pueblo, se
presentó con su hijo Ramón, que ansiaba alistarse como voluntario
en la partida y dejar la facultad de Derecho de Valladolid, en donde
estudiaba. Santillán, hijo, fue luego ayudante mayor del regimiento
de húsares de Burgos.
Al mismo tiempo llegaron al campamento varios jóvenes de Lerma:
Julián de Pablos, Eustaquio de San Cristóbal, Fermín Sancha,
Miguel de Lara, Ricardo Páramo y otros, que, en su mayoría, fueron
luego capitanes distinguidos del regimiento de Burgos, en que se
convirtió andando el tiempo parte de la guerrilla de Merino.
De los oficiales suyos, más de cuatro peleamos contra el cura
después de la guerra de la Independencia; yo, con una partida
suelta, en 1821; Páramo, en 1823, y Julián de Pablos, siendo
coronel, en la guerra civil actual.
Yo, al principio, trabajé mucho. Me habían destinado a un
escuadrón de pocas plazas, mandado por un ex mesonero, a quien
llamaban Juan el Brigante.
El Brigante, al verme, dijo que él no quería en su escuadrón
pisaverdes.
Dos o tres de los guerrilleros que le rodeaban se echaron a reír;
pero no siguieron riendo, porque les advertí que estaba dispuesto a
imponerles respeto a sablazos.
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La historia del escuadrón se condensaba en la historia de su jefe,
Juan Bustos. Juan había tenido, hasta echarse al monte, un
ventorrillo en la calzada que va de Salas de los Infantes a Huerta
del Rey.
Al llegar la invasión francesa, Juan Bustos comenzó a discutir y a
disputar con los soldados imperiales que pasaban por su venta
acerca de la cuestión candente de quién era el verdadero rey de
España.
Poco a poco empezaron a motejarle de patriota, y como los
franceses a todo el que se les manifestaba hostil le llamaban
bandido, brigand, a Bustos le decían el Brigand.
El pueblo, que coge todo en seguida, castellanizó la palabra: llamó
a Bustos el Brigante, y a su casa la venta o el ventorro del Brigante.
Un día en que no estaba él, entró en su casa un pelotón de
franceses; mataron a su padre y violaron a su hermana.
Juan Bustos, al llegar a su hogar y ver aquel cuadro, el padre
muerto, la hermana gimiendo, salió como un león a buscar a los
franceses, arrancó a uno de ellos el fusil, y, manejándolo como una
maza, tendió a tres o cuatro; y luego, abriéndose paso por entre
ellos, herido y lleno de sangre, se refugió en un pinar, donde se
reunió con Merino.
El cura era astuto; el Brigante, esforzado y audaz. Los dos se
hubieran podido completar; pero Merino no quería rivales.
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