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marcel bataillon
las casas
en la historia
CENTZONTLE
MARCEL BATAILLON
LAS CASAS
EN LA HISTORIA
Presentación
Gilles Bataillon
Traducción
Ignacio Díaz de la Serna
CE NT Z O NT LE
FO NDO DE CU LT U R A E CO NÓ MIC A
Primera edición en francés, 1971
Primera edición en español, 2013
Bataillon, Marcel
Las Casas en la historia / Marcel Bataillon ; present. de Gilles Bataillon
trad. de Ignacio Díaz de la Serna. — México : FCE, 2013.
82 p. ; 17 × 11cm — (Colec. Centzontle)
Título original: Las Casas dans l’histoire
ISBN 978-607-16-1425-4
1. Casas, Bartolomé de las 2. Historia — México — Conquista 3. Indios,
Tratamiento de los — Hispanoamérica I. Bataillon, Gilles, present. II Díaz
de la Serna, Ignacio, tr. III. Ser. IV. t.
LC E125. C4
Dewey 972.02 B328c
Distribución mundial
Título original: Las Casas dans l’histoire
©1971, Julliard
© Herederos de Marcel Bataillon
Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit
D. R. ©2013, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios: [email protected]
www.fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672; fax (55) 5227-4694
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere
el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-1425-4
Impreso en México • Printed in Mexico
Índice
•
Presentación, por Gilles Bataillon
✥
7
las casas en la historia
El clérigo-colono ✥ 11
Un sacerdote de élite ✥ 13
Una conversión a lo humano ✥ 15
La reforma de la colonización (1516-1521) ✥
La cuadratura del círculo ✥ 18
Un nuevo reinado ✥ 22
La utopía ✥ 23
Los guardianes del continente ✥ 24
Una concesión ✥ 27
El fracaso ✥ 28
18
El misionero ✥ 31
Fray Bartolomé ✥ 31
El hombre de Dios ✥ 34
Los dos métodos ✥ 36
Tierra de guerra y Vera Paz ✥ 38
5
Una victoria dudosa: las Leyes Nuevas ✥ 40
«Cartas vivas» ✥ 41
Una embajada espiritual ✥ 43
El obispo de Chiapas ✥ 44
La renuncia del pastor ✥ 46
Nuevos combates ✥ 48
La conciencia del rey ✥ 49
Los justos títulos ✥ 50
Apología ✥ 52
Los escritos de combate ✥ 55
¿Una amenaza feudal? ✥ 56
El historiador de los indios ✥ 58
Los últimos años ✥ 62
¿Un repliegue? ✥ 62
La espera escatológica ✥ 63
Los derechos del inca ✥ 65
Las Casas ante la historia ✥ 67
La práctica contra la teoría ✥ 68
El extremismo lascasiano ✥ 70
El memorial de Yucay ✥ 73
Las dos hermanas ✥ 75
La leyenda negra ✥ 77
El sentido de la historia ✥ 79
El miedo al infierno ✥ 80
6
Presentación
•
El texto Las Casas en la historia apareció en 1971 como
introducción al libro Las Casas y la defensa de los
indios, publicado ese mismo año en la colección Archives
de la editorial Julliard. El libro en cuestión fue elaborado
en su mayor parte por André Saint Lu y representa un
montaje admirable de los escritos del dominicano. Para
Marcel Bataillon y André Saint Lu era muy importante
restituir los términos del debate abierto por Las Casas en
torno a la agonía del Nuevo Mundo en una publicación
que rebasara los límites de los intercambios entre
especialistas. Dirigida a un público amplio, escribir la
introducción de este pequeño libro permitió a Marcel
Bataillon reexaminar y profundizar las ideas que ya
había expresado en los Estudios sobre Bartolomé de
Las Casas, publicado en 1966, bajo el sello de Raymond
Marcus en París.1
1
Edición en español: Estudios sobre Bartolomé de Las Casas, trad.
de Josefina Coderch y Joan Antoni Martínez Schrem, Península,
Barcelona, 1976.
7
El texto que aquí se presenta está, pues, inserto dentro
de la problemática intelectual que marca una época. Se
trata de la problemática en torno a los debates sobre el
derecho de conquista y el etnocidio que comienza a ser
abordada por los historiadores y los antropólogos del
mundo americano en los años sesenta del siglo pasado.
Gilles Bataillon
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8
LAS CASAS EN LA HISTORIA
•
Sería necesario consagrar un enorme expediente de
archivos a Las Casas para dar una idea completa de su
acción en el Nuevo Mundo durante el siglo de la conquista del continente americano por los españoles. El
personaje aparece cada vez más, luego de Cristóbal
Colón, como su igual en estatura histórica. ¿Se dirá
que el defensor de los indios es importante, pero no el
único en ese papel? Otro tanto se dirá del descubridor.
¿Importante aunque extraño? Colón también. Cuatro
siglos después de la muerte del obispo de Chiapa, su
huella no deja de encontrarse en los archivos españoles e hispanoamericanos.
El clérigo-colono
Bartolomé de Las Casas nació en Sevilla hacia 1474
dentro del mundo de los negocios del gran puerto andaluz; un medio social que a partir de 1492 atribuyó de
11
golpe grandes esperanzas de enriquecimiento a esas
«islas y Tierra Firme» que Cristóbal Colón estaba descubriendo. Los grandes negocios del comercio marítimo
sevillano pertenecían principalmente a genoveses, cuyas familias estaban bien asentadas en aquella burguesía donde también tenían cabida conversos o «nuevos
cristianos» de origen judío, llegados al cristianismo
después de una o varias generaciones, y quienes, entre
otras actividades lucrativas, asumían, por ejemplo, la
recaudación de ciertas «rentas» (impuestos indirectos)
de la ciudad. Se conocen algunos Las Casas «conversos» en ese medio de hombres emprendedores. El más
erudito de los biógrafos de nuestro héroe, el estimado
don Manuel Giménez Fernández, se preguntó si su padre, Pedro de Las Casas, estaba emparentado con ellos.
En todo caso, situaba a Pedro de Las Casas, que con
dos de sus hermanos tomó parte en el segundo viaje
de Colón (1493), en una clase modesta de ese grupo,
digamos, entre los «comerciantes» que navegaban en
compañía de cargamentos. Después del regreso de su
padre al país, Bartolomé (que no lo olvidó) conoció
por algún tiempo, en la casa familiar, a un esclavo indio que formaba parte de un lote que el Almirante de
las Indias se había permitido compartir con sus compañeros. La reina Isabel de Castilla se habría escandalizado entonces al enterarse de que sus nuevos «vasallos»
habían sido reducidos de ese modo a la esclavitud. Pero
12
sabiendo el papel que el testamento de la reina (1504)
desempeñará en la definición del estatuto de los indígenas de América, podemos poner en duda que Isabel, 10
años antes de su muerte, tuviera ideas más estrechas
sobre el asunto que sus consejeros.
Un sacerdote de élite
Bartolomé finalizó sus estudios probablemente en la
misma Sevilla, y sin sobrepasar el nivel de cultura de
un bachiller en artes, buen latinista. Era el bagaje de los
sacerdotes (clérigos) medianamente instruidos. El título de «licenciado» con el que lo saludan desde joven,
como a muchos de los suyos, para honrar su sotana
negra, no ha de engañar. Sin grado, al parecer, pero no
sin esperanza de hallar en el Nuevo Mundo algún beneficio eclesiástico al mismo tiempo que ganancias comerciales, el joven «clérigo Casas», a la edad de 27 o 28
años, va a desembarcar a su vez en 1502 con el comendador de Lares, Nicolás de Ovando, llegado para gobernar la Isla Española donde las maniobras anárquicas de aventureros han agotado ya a dos gobernadores.
Evocará, 50 años más tarde, la llegada de esa flota, y
aclara sin rodeos, con un instinto seguro del hecho
minúsculo preñado de sentido, el objeto de las preocupaciones de sus compañeros de viaje: cuando los na13
víos atracan en Santo Domingo, los españoles que los
esperan en la orilla gritan a los recién llegados grandes
y buenas noticias. ¡Mucho oro! ¡Una sola pepita de 35
libras recientemente encontrada contiene varios miles
de pesos de metal fino! Luego los indios se sublevaron,
gracias a lo cual se les puede hacer la guerra y capturarlos para despacharlos a España como esclavos.
En relación con el promedio de los clérigos que
van a buscar fortuna en las Indias, el «clérigo Casas»
aparece pronto como sacerdote de élite ante los conquistadores, de quienes es el capellán. Se sentirá orgulloso por haber sido el primero en recibir en las Indias
occidentales (¿hacia 1513?) las órdenes del sacerdocio,
y atribuirá un valor simbólico a las excentricidades
de la fiesta de su ordenación. Ahí, el vino no circuló
como en los banquetes de la misa inicial en la metrópoli. No obstante, si faltaba vino en la Isla Española,
donde no se había aclimatado la viña, la fundición del
oro era el equivalente a la vendimia, y una buena cosecha permite distribuir a los invitados medallas de oro
macizo que imitan pesos o ducados. Pero no imaginemos que Las Casas desempeñaba desde entonces el
papel de misionero. En aquella época, los únicos en
asumir ese oficio eran algunos monjes que veían con
espanto a la población indígena fundirse como cera en
un brasero al contacto con sus conquistadores, tanto
por el efecto de los actos de guerra o de ciega destruc14
ción como por la propagación de gérmenes patógenos
contra los cuales los indios no estaban inmunizados.
Esos religiosos, cuyo portavoz angustiado fue en 1511
el dominico fray Antonio Montesinos, clamaban en
vano contra la insensibilidad con que los españoles,
amos de un lote de indios que les había sido confiado
para encargarse de evangelizarlos (es la práctica de la
encomienda), los sometían a un régimen mortal de
trabajo forzado, especialmente en las minas. ¿Acaso
no eran hombres, pues, esos seres cuya escasa resistencia física hacía que se les tratara como un ganado sin
valor o una herramienta gastada demasiado rápido?
Una conversión a lo humano
Las Casas fue sin duda, en el seno de aquel sistema de
explotación de la mano de obra indígena, un amo excepcionalmente prudente y humano. Encomendero ya
en la Isla Española, participó como capellán de Narváez y de sus compañeros en la conquista de Cuba.
Pudo entonces intentar con éxito desigual prevenir
ciertas atrocidades (de las cuales el caso de la masacre
de Caonao conduce lo trágico al colmo del horror y
del absurdo), sin llegar por ello a una condena pura
y simple de esa conquista armada y del régimen colonial que la prolongaba. Nuestro clérigo obtuvo como re15
compensa de su papel en la «pacificación» de Cuba
una parte de encomienda indivisa entre él y su amigo
Pedro de Rentería, un modesto magistrado (alcalde
ordinario) laico, que se complacerá en describirse
como una especie de monje sin hábito, mucho más
piadoso y desinteresado que su socio tonsurado. Sin
embargo, observa, no sin estremecerse, cómo la población indígena de Cuba decrece a su vez en la paz con
mayor atrocidad que en la guerra, debido a que algunos españoles conducen incluso la explotación del cultivo de plantas comestibles (el de la mandioca) con la
misma severidad, el mismo desprecio de vidas humanas, que en una mina de oro. Y el llamado hecho por
los dominicos a la conciencia de sus compatriotas no
podía no afectarlo secretamente, aunque lo impugnó
de palabra y reprochó a los monjes la violencia moral
que pretendían ejercer contra los conquistadores mediante el rechazo de los sacramentos. ¿No se había rehusado un dominico a confesarlo por la simple razón
que había participado en la iniquidad esclavista de la
encomienda?
Un día, próxima la fiesta de Pentecostés de 1514, el
clérigo halla su camino a Damasco. Busca un texto
para un sermón destinado a sus compatriotas y encuentra este versículo del Eclesiástico (34, 18): «Ofrecer un sacrificio con el fruto de la iniquidad, es hacer
una ofrenda mancillada». La palabra de la Sabiduría
16
retumba con fuerza en el espíritu de un hombre que
en aquel entonces lee poco. Al meditar sobre esa advertencia y sobre la injusticia reinante, se persuade por
fin de que todo lo que los españoles cometían en el encuentro con los indios era injusto y tiránico. Tal es su
primera conversión. De buena gana se diría, pese a
su tinte religioso, que es una conversión a lo humano,
no a lo divino. No lo saca de la vida secular. Por el contrario, lo empuja a realizar, en la misma época, actos
que lo comprometen; y, antes que nada, a renunciar
públicamente a sus indios para dar mayor peso a su
acusación del sistema con el que tiene la intención de
romper. Su socio Rentería, ausente entonces, no tarda
en unírsele y en manifestarle su pleno acuerdo, tras
haberse convertido por su lado anticipadamente. De
los dos, el clérigo es el hombre de acción, quien iría a
la corte a reclamar al poder real remedios generales
contra la destrucción de las Indias.
17
La reforma de la colonización
(1516-1521)
•
Hace 20 años, sobre todo, que ha sido puesta al día,
gracias a una abundante documentación, la actividad
reformadora del sacerdote-colono Las Casas desde su
primer viaje a la corte hasta el fracaso de su tentativa
personal de colonización pacífica en la costa de la futura Venezuela, y hasta esa conversión definitiva que
será su transformación en dominico.
La cuadratura del círculo
Sus planes de reforma de 1516-1518 son, si se quiere,
utópicos, por cuanto que no miden bien la resistencia
ciega de los intereses privados a cualquier cambio que
ponga en entredicho sus privilegios. Las Casas, empero, sabe que los que participan del privilegio colonial,
desde los rangos inferiores hasta los superiores, son
numerosos entre los agentes mismos del poder del
que depende toda reforma. Por eso aspirará siempre a
alcanzar, por encima de ellos, al soberano o a su bra18
zo derecho en persona: el viejo rey Fernando que todavía reina y muere en el momento de la llegada del
clérigo a España, luego al cardenal Cisneros, regente
de Castilla, y por último, al joven rey «Carlos de Gante» cuando llega a tomar posesión de sus dominios
españoles; o a sus cancilleres Jean le Sauvage y, después, a Gattinara. Sus propuestas demuestran al mismo tiempo un conocimiento preciso, íntimo, de los
vicios del sistema colonial que «destruye» las islas
desde hace un cuarto de siglo, y un agudo sentimiento de la inmensidad del mundo humano que da acceso a ese sistema y a sus fechorías la penetración acelerada de Tierra Firme; y con ello, una imaginación
fértil en recursos para adaptar a cada situación un remedio apropiado y esforzarse (con algunas ilusiones)
en armonizar los intereses legítimos de los indios, de
los colonos y del Tesoro Real. ¿No es la cuadratura del
círculo? Pero con su experiencia de colono concibe su
reforma de la colonización y, ante todo, la transformación de la encomienda. Los estragos de esa institución derivan del poder discrecional otorgado a un español sobre un lote de indios que hace trabajar para
beneficio suyo, de preferencia en la extracción del
oro; son sus indios hacia los cuales se comporta como
el hombre poseedor de una «gallina de los huevos de
oro» y que la mata. Las Casas piensa que se pondrá
fin a ese comportamiento destructivo si, al generali19
zar y al racionalizar la práctica de la asociación (que
ya experimentó con Rentería), se obliga a los encomenderos a constituirse en comunidades a las que cada
uno aportaría a sus indios: y en lugar de conservar la
disposición personal de ellos, se contentara con recibir, a prorrata de su número, parte de los beneficios
logrados por la comunidad, y como sus dividendos
de la sociedad anónima a la que aportaría un capital
cifrado en hombres. Éstos, agrupados en pueblos bajo
la dirección de capataces que serían responsables de
sus vidas, dejarían de padecer la erosión de un etnocidio irresponsable. En lugar de extinguirse, la población india crecería, multiplicándose. Dejando a los
miembros de la comunidad un ingreso respetable, el
nuevo sistema pagaría al Tesoro Real lo que le debe
(el quinto del metal precioso) con riesgos mucho menores de fraude que el anterior. Por consiguiente, era
el rendimiento mismo de la explotación colonial lo
que Las Casas se vanagloriaba de acrecentar desde el
comienzo y, sobre todo, a largo plazo; y con qué precisión —digna de una utopía— describe la organización prevista para los pueblos indígenas alejados de
los pueblos de españoles, la adaptación de las modalidades de explotación según si una isla tiene oro o
debe salir adelante con el cultivo de plantas comestibles y la cría de ganado.
Existe otro proyecto innovador que nos encontra20
remos y que tiene mayor importancia rescatar en su
contexto de reforma racional máxime cuando se refiere a un aspecto del clérigo, que ha sido desfigurado
por contraste con el realismo duro de los conquistadores: proyecta para ciertas islas un sistema de colonización campesina fundado en asociaciones hispanoindias. Familias de campesinos españoles, seducidas
por lo que hoy llamaríamos una promoción social, serían enviadas a las Indias para asociarse allí con familias indias a las que iniciarían en la economía rural
europea. Ahí resplandecían una vez más, en el horizonte, un crecimiento demográfico y una jugosa entrada de contribuciones para el Tesoro.
Si bien el cardenal Cisneros no aceptó al pie de la
letra las propuestas del sacerdote Las Casas, en ellas se
inspiró para las instrucciones que dio a tres frailes de
la orden de san Jerónimo, enviados por él a las islas
para estudiar allá la posibilidad de agrupar a los indios en pueblos reglamentados como los pueblos de
Castilla y de transformar a esos campesinos en tributarios directos de la Corona, de la que serían vasallos
libres. La prueba más irrecusable del efecto producido
por el torrente de hechos y de ideas que ese hombre
muy eficaz en persuadir (según sus propios adversarios) había difundido en la corte es que Las Casas fue
agregado por Cisneros a la misión de los jerónimos
para servirles in situ como informante y consejero. Sin
21
duda, la elección de esos religiosos por el franciscano
convertido en cardenal y en regente se inspiraba más
bien en la competencia reconocida de esa orden en
materia de economía rural que en su presunta aptitud
para reforzar una acción misionera. Cuando Las Casas los vio en Santo Domingo, embaucados con demasiada facilidad por los intereses coloniales, juzgó ilusorio su propio papel (se había considerado protector
general de todos los indios). Sin pedir autorización a
nadie, volvió a España.
Un nuevo reinado
La muerte del cardenal, en el otoño de 1517, casi coincidió con su regreso y lo dispensó de rendir cuentas
de su insubordinación. El joven rey Carlos llegaba
justo entonces con su corte flamenca ávida de participar en el banquete de las riquezas de las Indias. Las
Casas no tardó en conquistar la atención de los recién
llegados, y en particular la del canciller Jean le Sauvage, a quien no le resultaban desconocidos los «franciscanos picardos» asociados con los dominicos españoles de Santo Domingo y con su provincial fray Pedro
de Córdoba en el propósito de evangelizar pacíficamente la costa de las Perlas (la actual Venezuela). Había hecho amistad con esos frailes; traía consigo, cu22
bierto con sus firmas, un certificado que lo acreditaba
como el sacerdote promovido por Dios para buscar
el remedio de las Indias y solicitaba que se fiaran de él
como un hombre muy informado de los asuntos coloniales, providencialmente elegido para su rescate.
Con una seguridad fortalecida de su misión, emprende en los albores del reinado de Carlos V su segunda
campaña ante las más altas instancias gubernamentales para obtener la instauración de métodos de colonización totalmente nuevos. Éstos debían preservar al
mismo tiempo, lo sabemos, la vida de los indios y
asegurar beneficios crecientes a los españoles y a la
Corona, pero también facilitar la cristianización de
los colonizados, resultados todos que la encomienda, la cual se suponía creada para eso, fracasaba miserablemente en obtener.
La utopía
El proyecto de colonización campesina es presentado
entonces al Consejo de Indias con una nueva precisión
y un lujo de detalles que estamos tentados a llamarlo
utópico, pues denomina familia a cada célula social
que junta a una familia de españoles seis familias indias, y padre de la familia a su jefe; terminología semejante a la de la familia rústica con 40 miembros que
23
las casas en la historia
Bartolomé de Las Casas fue en su época una figura controvertida; pero su lucha por los derechos de los “naturales” sigue
siendo motivo de admiración y análisis. En este estudio biográfico, Marcel Bataillon narra las tribulaciones de Bartolomé de
Las Casas en su determinación por defender a los indígenas
de la América española. Además de aportar elementos para la
comprensión de la vida y obra del personaje, aborda las condiciones históricas y culturales que debieron de motivar las
decisiones del clérigo y de determinar su verdadera identidad.
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
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