Los afectos y su educación - Congreso Internacional Educación

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LOS AFECTOS Y SU EDUCACIÓN
M.ª Consuelo Tomás Garrido
Beatriz Ródenas Tolosa
Enrique J. Saiz Vicente
Universidad Católica de Valencia ‘San Vicente Mártir’
LOS AFECTOS HUMANOS
La esfera afectiva es una dimensión interior que influye poderosamente
en la vida del hombre, en cuanto que la felicidad tiene su lugar en el mundo
afectivo, sea cual sea su fuente y su naturaleza específica, el único modo de
experimentar la felicidad es sentirla. Sin embargo, el mundo de los afectos
humanos es misterioso, y nos faltan herramientas intelectuales idóneas para
expresar el recinto de nuestra intimidad, de la que emergen constantemente
el ansia de felicidad, de plenitud, de autorrealización personal y, paradójicamente, también los abismos más o menos oscuros con los que nos topamos
para encontrarla.
No podemos concebir una vida sin sentimientos porque en ellos se encuentra el principio y el fin de nuestro comportamiento, de nuestro obrar libre. Tenemos experiencia de ellos: el amor impulsa al acercamiento, el miedo a
la huida, la ira a la venganza y, si nace de un amor recto, a la acción. La alegría
anima a actuar, la tristeza a la inacción, la audacia a superar los obstáculos que
se oponen al bien deseado, la furia prepara para el ataque. Los sentimientos
por tanto son realidades que llevan a comprender la conducta humana.
Recorriendo la historia, constatamos que a lo largo de los siglos el hombre
ha sido considerado preferentemente en su naturaleza espiritual; la inteligencia y la voluntad han sido objeto de profundos análisis intelectuales y vitales.
Sin embargo, la antropología no ha dedicado mucha atención a los sentimientos, y menos aún al núcleo que parece ser la clave de la afectividad, el corazón,
aunque éste es una realidad omnipresente en nuestra vida.
Como ha señalado el profesor Marina, la confusa impresión de que los
sentimientos son una realidad oscura y misteriosa, poco racional, casi ajena a
nuestro control, ha provocado en muchos estudiosos, a lo largo de la historia
del pensamiento, un considerable desinterés por profundizar en ellos. Por el
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contrario, en los últimos años, como si se tratara de la ley del péndulo, hay
un intenso y vivo interés por el mundo sentimental. La cultura actual tiende a
reducir al hombre a su esfera afectiva, hombre debilitado en su razón y en su
voluntad, extremadamente frágil, que confía la dirección de su conducta a la
emoción, tomándola como criterio para la acción, buscando los sentimientos
como fines en sí mismos. Esta actitud lleva al sentimentalismo, sentimiento
pervertido y mediocre, caricatura de la afectividad, de alguna manera inhumana, que no conduce a la conformación de personalidades maduras y consistentes, pues querer vivir exclusivamente de afectos nos hiere.
La afectividad tiene un importante papel en la vida de las personas, puesto
que no podemos concebir a la persona sin afectividad, sin sentimientos. De
esta manera, se hace necesario reconocer el lugar que ocupa el corazón en la
vida de los hombres, un lugar de igual categoría que el de la voluntad y el entendimiento. A pesar de que es la afectividad una dimensión poco conocida,
refleja un mundo interior de intereses y motivaciones.
LA UNIDAD DE LA PERSONA
La afectividad y los sentimientos en la vida del hombre forman parte de
la personalidad humana, y son ellos los que conforman la situación anímica
interior e íntima, tan importante que los clásicos la tenían por una “parte del
alma” (Platón). Distinta de la sensibilidad y de la razón, la afectividad es una
zona intermedia en la que se unen lo sensible y lo espiritual, zona en la que se
constata que el hombre es unidad dual de alma y cuerpo.
Podemos leer en los pensamientos de Pascal (Pensamientos, 1986) que el
corazón es el lugar de la conciliación de sentimiento, inteligencia y voluntad.
Parece actuar como elemento unificador y nos proporciona nuestra carga mas
humana. No se trata de sustituir la razón por los afectos, sino de integrarlos,
de encontrar la armonía que entre ellos existe para el desarrollo completo
e integral de la persona, pues la hipertrofia del corazón constituye una deshumanización, lo mismo que si se diera la hipertrofia del intelecto o de la
voluntad.
Todos los hombres constatamos la intervención del corazón en nuestra
vida y experimentamos vivencialmente que sentir es una de las claves de nuestra existencia. Lo que todos queremos, siendo lo demás necesario, es amor,
cariño. Para el escritor C.S. Lewis, en cada nueve de diez casos, el afecto es la
causa de toda felicidad sólida y duradera. Cuando soñamos con la felicidad,
soñamos con un estado sentimental, afectivo.
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El lenguaje habla de sentimientos profundos –ninguno tan profundo como
el amor– y también ha inventado palabras para designar afectos superficiales
como el vocablo capricho, que designa un deseo inconsistente. Cada persona
tiene sus propias resonancias interiores, sus alborotos anímicos, sus propios
ecos “una selva de ruidos, de temores de añoranzas” como el ilustre Chesterton
señala. Tampoco todos los sentimientos son iguales –hay respuestas afectivas
desconcertantes–, unos nos llevan a comportarnos bien y otros a actuar con
perversidad. El hombre es –según el pensamiento de Luís Vives (1492-1540)–
un “animal difícil” y el entramado afectivo muy complejo, por lo que la madurez humana consistirá en dar autoridad a unos “ruidos” y silenciar otros,
para conseguir un equilibrio interior, sin rupturas ni cambios bruscos, donde
la afectividad pueda acunarse y desarrollarse al máximo.
La unidad sustancial de la persona no asegura la unidad de sus dinamismos
operativos sino que, por el contrario, puede haber una división interna en el
sujeto. El dominio de los sentimientos no está asegurado porque son irracionales en su origen. Su aparición no es totalmente voluntaria –el miedo, el
dolor moral, el enamoramiento–, sin previsión alguna pasan por nuestra vida:
nadie puede darse la orden de enamorarse; nos enamoramos sin más, por lo
que se trata de una dimensión humana, no siempre dócil a la inteligencia y a
la voluntad por no pertenecer plenamente a ese ámbito. El equilibrio afectivo
se nos presenta como una tarea en la que el esfuerzo integrador de la conducta
será papel de la voluntad, facultad de la autoposesión y del autodominio de
la persona.
DINÁMICA DE LOS SENTIMIENTOS
Los términos afectos, sentimientos, corazón, pasión, estados de ánimo,
emociones, no tienen un significado bien definido en ninguna lengua. Ni el
lenguaje ordinario, ni el filosófico, ni el antropológico han conseguido delimitar su semántica, a pesar de sus esfuerzos. Estos términos, aunque tienen
matices diversos, es frecuente utilizarlos como sinónimos –porque están estrechamente relacionados– y suelen unificarse en los llamados estados de ánimo
o vida afectiva de la persona.
El psiquiatra Rojas dirá de la felicidad que es un puzzle al que siempre le
falta una pieza y definirá los sentimientos como el “modo en que somos afectados y reaccionamos interiormente por las circunstancias que se producen a
nuestro alrededor” porque a los hombres, las cosas, las acciones y los comportamientos no nos son indiferentes. Provocan un estado subjetivo, experimentado personalmente, que producen un cambio interior de agrado-desagrado,
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inclinación-rechazo, aceptación-repulsa, dejando huellas que pueden ser decisivas en la historia personal.
Los sentimientos son provocados por situaciones que necesariamente experimentan todos los hombres. Los hechos que suceden en nuestro entorno se
convierten en desencadenantes del estado afectivo: la experiencia de pérdidas
produce tristeza; la novedad, sorpresa; un peligro, desencadena el miedo; el
cumplimiento de un deseo, alegría. Con frecuencia, cada suceso altera levemente el balance sentimental. Wilhem Wundt, padre de la Psicología moderna, ya planteó a principios del siglo XX, que las emociones se podían clasificar
básicamente en tres categorías: placer/displacer, excitación/tranquilidad y tensión/relajación.
Sentimientos y emociones son por tanto la manera en la que mi afectividad
se enfrenta a los acontecimientos de la vida y reacciona ante ellos, pues todo
lo que sucede en nuestra vida nos afecta siempre; es más, nos sólo sentimos,
sino que “a la gente –escribió Virginia Wolf (1882-1941) en su diario– le
gusta sentir. Sea lo que sea”, y esto es así porque sentir es, fundamentalmente,
vivirse a sí mismo, ser consciente de la propia intimidad y de sus múltiples
modificaciones.
El mundo sentimental es variado y constante: unos sentimientos son universales y se desencadenan por los posibles modos de enfrentarse con la realidad y con uno mismo; otros son personales, y se expresan de modo distinto
según la edad, los distintos ambientes, los diferentes momentos históricos de
una cultura y, también pueden ser distintos –y de hecho lo son– en los distintos miembros de las distintas sociedades.
Cada cultura tiene sus propios modos de sentir, favorece unos sentimientos
y rechaza otros, los interpreta de distinta manera, o incluso prescribe cuál ha
de ser su intensidad, puesto que muchas emociones están relacionadas con los
roles propios de una determinada sociedad o época histórica. Por otro lado,
la personalidad afectiva hace que predominen unas actitudes u otras, pues los
sentimientos se manifiestan sobre todo en la conducta y en la verbalización
de éstos. En la manifestación de los afectos podemos descubrir igualmente la
importancia de los gestos que –en la antropología de Yepes– son considerados
como el lenguaje de los sentimientos: “hay gestos del rostro (reír, llorar, sonreír, fruncir el ceño); del cuerpo (ponerse en pie, inclinar la cabeza, postrarse,
cerrar el puño); etc. Normalmente, una persona rica en gestos tiene riqueza
de sentimientos, salvo que actúe. Una cultura rica en gestos tiene riqueza de
sentimientos”. Dos ejemplos ilustrativos serían, por un lado la cultura mediterránea en la que la comunicación es marcadamente gestual (palmadas,
movimientos de manos, abrazos), lo que alimenta su fama de ser pueblos sen-
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timentales y, por otro lado, el tópico del mayordomo inglés, que se muestra
hierático, inalcanzable, imperturbable. Lo importante es que las manifestaciones afectivas sean armónicas y guarden la debida proporción con las restantes
dimensiones humanas, reflejando así, con la propia vida, la unidad de la persona y la madurez conquistada.
DIVERSIDAD DE SENTIMIENTOS
El punto de arranque de toda la dinámica afectiva de la persona es el amor,
pasión que se suscita ante la presencia del bien que deseamos poseer, y el punto final es la alegría o el gozo por la posesión del bien, o la tristeza como carencia del mismo. En su acepción más amplia, el amor se puede caracterizar por la
reacción afectiva ante lo bueno que se considera positivo para la realización de
la propia vida, y es verdadero cuando se realiza en su esencia, es decir, cuando
se dirige hacia un bien auténtico que causa la mejora de la persona.
Todas las demás manifestaciones de la afectividad pueden definirse según
sea su relación con el amor. El odio se define por su relación con el amor; la
ira se enciende ante los obstáculos que se oponen al bien deseado; la tristeza, la
añoranza o la nostalgia nos remiten siempre a un bien perdido que, si estuviera
presente, provocaría el amor. El análisis de cualquier sentimiento conduce
a este punto referencial fundamental. La realización de nuestro bien como
personas se entiende considerando el sentido último del sistema tendencialafectivo.
Las tendencias humanas se pueden clasificar en dos grupos: al primero, la
filosofía latina lo denominó appetitus concupiscibilis (apetito concupiscible)
que se podría traducir al castellano como deseo, y es la inclinación del hombre
ante lo que se le presenta como bueno; se suscitan así, en esta potencia humana el amor y el odio, el deseo y la fuga, el gozo y la alegría y también la tristeza.
El segundo está constituido por el appetitus irascibilis, que se podría identificar
con el término lucha. Se trata de la reacción anímica ante bienes que se nos
presentan como difíciles de alcanzar pero que deseamos poseer. En el apetito
irascible se dan la esperanza y la desesperación, el temor, la audacia y la ira.
Los hombres poseemos afectos formando “binomios” en torno al amor,
acto energético que impulsa todo el dinamismo afectivo, y que hace posible
la felicidad, porque este dinamismo, radicalmente constitutivo de todos los
seres humanos y principio activo de todos sus otros dinamismos, va dirigido
a la propia plenitud. La vida afectiva por tanto gira en torno a los siguientes sentimientos: amor-odio/deseo-placer (alegría); aversión-dolor (tristeza),
esperanza-desesperación; ira o cólera; y, por último, temor-audacia.
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LOS SENTIMIENTOS EN LA GRAN PANTALLA
Como es bien sabido, el cine en sus inicios tuvo la finalidad de distraer
y estuvo ligado principalmente al dominio de la técnica. Sin embargo hoy,
junto a este tipo de proyecciones, aparecen las tendencias artísticas y el cine
pasa a ser vehículo de mensajes. Las películas bien elegidas pueden suponer un
instrumento en la formación humanística, y facilitar datos de reflexión para la
comprensión del hombre; películas que proporcionan vivencias que nos hacen
reaccionar, incitan –como afirma Julián Marías (1990)– a la reflexión personal
y al diálogo. Aunque no es la generalidad, hay cine que ayuda a preguntarse
sobre los porqués del vivir, e incluso ofrecen respuestas a los eternos interrogantes que generación tras generación nos hacemos las personas. Se trata de un
cine que muestra modelos dignos de imitar, y que servirá en el futuro, como
los anales de la historia, para estudiar al hombre de nuestro tiempo. Cara a la
posteridad, lo anecdótico tiene un gran valor porque proporciona una imagen
real de lo sucedido y de las opiniones del momento. “Estoy seguro de que mucha gente se mete en los cines con el fin de explorar un poco la Humanidad”
afirma Harvey Keitel, protagonista de La zona gris. Quizá no se debe dar a
esta afirmación un carácter general, pero es cierto que la auténtica humanidad
puede encontrarse en el cine: con el lenguaje del símbolo, de la acción y de la
imagen se esculpe el amor, el sufrimiento, las relaciones humanas. Este cine es
un vehículo autorizado para el conocimiento humano, un reproductor fiel de
la persona. Pero se exige por parte del espectador elegir un cine que transmita
lo perenne, lo universal.
Muchas películas reflejan limpiamente las realidades antropológicas, la dignidad del hombre, sus afectos, sus ilusiones, sus deseos, porque sencillamente
enseñan lo real. Más allá de las grandes producciones de elevados presupuestos
y un plantel de grandes actores, una película debe poseer un talento intrínseco
y, lo que es más importante, debe saber tocar la cuerda adecuada en el instante
adecuado.
El cine, en colaboración con todos los ámbitos de la actividad humana,
puede ser un gran medio en la reconstrucción de la cultura de la persona, habitada por seres reales, retomando valientemente los fundamentos de la conducta humana, con el fin de lograr la integración de convicciones profundas,
y la ética de lo individual con lo social.
En el buen cine pueden encontrarse modelos apropiados para el conocimiento y la reflexión de los comportamientos humanos. Actualmente hay
obras maestras que son juicios perfectos sobre la realidad de las personas.
Recojo la certera selección de algunas películas de un curso de bioética que
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expresan el rico mundo de los sentimientos de sus personajes –“El cine, instrumento de la bioética”– dirigido por la Doctora Gloria Tomás y Garrido.
Dice así: “Pensemos el amor de Zampanó a Gelsomina en “La Strada” (1954);
en la ternura de los personajes de “candilejas” (1952); en el perdón de Julie en
“Azul” (1993); en al amor de Jennie en “Jennie”; en el remordimiento de “El
Renegado”; en la finura de espíritu de “El profesor de música”; en la soledad en
“Otra mujer” (1994); en el conglomerado humano y entrañable del mundo de
hoy en “El hijo de la novia” (2001); en la experiencia personal en “La pesadilla
de Susi” (2003).
Y más adelante, refiriéndose al mundo afectivo de los niños reflejados en
la pantalla, continua: “Algunos de los mejores planos de la historia del cine
son los que están invadidos por los ojos de los niños que llevan dentro todo
el dolor y toda la esperanza del mundo”. ¿Cómo olvidar el rostro luminoso de
Marcelino Pan y Vino (Ladislao Vadja 1954), testimonio de un agradecimiento
libre y lleno de afecto, pero también de la nostalgia amorosa de una madre? ¿Y las
pupilas mendigas y humildes de El Chico (Chaplin, 1921) o la mirada melancólica e ilusionada de Giosué, de La vida es bella (Roberto Benigni, 1998)? ¿Y
qué decir de la decepción que experimenta Javi, el protagonista de Secretos del
corazón (Montxo Armendáriz, 1997), ante el adulto mundo de la mentira? ¿O
del nacimiento de la rabia en Moncho, el alumno tímido de La lengua de las
mariposas (José Luis Cuerda, 1999)? El rigor del moralismo amarga el rostro
de Alexander, en Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982). La orfandad
atraviesa el gesto de Josué, el chico brutalmente desposeído de su madre y de todo
en la Estación Central de Brasil (Walter Salles, 1998). También nos conmueven los ojillos vivos y apasionados de los paupérrimos Niños del Paraíso (Majid
Majidi, 1999), y la mirada solidaria y humillada de Bruno, víctima indirecta
de El ladrón de bicicletas (Vitorio de Sica, 1948), auténtico héroe trágico, de
altura ética incontestable. Y el misterio del dolor y de la cruz, que atraviesan
sin misericordia las entrañas del niño berlinés de Alemania año cero (Roberto
Rosellini, 1947), o la infancia truncada de Antonie Doinel en Los cuatrocientos
golpes (François Truffaut, 1959)”.
Un planteamiento importante se hace el veterano Christopher Lee con
respecto a El señor de los anillos. “La película es algo más que la lucha entre
el bien y el mal. Es una fantasía sobre el amor, la amistad, la lealtad, la fortaleza, la debilidad y la corrupción. Un amplio abanico de cualidades humanas
e inhumanas”. En los inicios del s. XXI el “boom” vino de Harry Potter y la
piedra filosofal (Chris Columbus, 2001), película de embrujos y magia que
se encuadra en la tradición más clásica de historias para niños, un mundo de
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imaginación en el que se libra la eterna lucha entre el Bien y el Mal. Harry
Potter quiere ser un grito de liberación.
Podemos continuar con la expresión de sentimientos reflejados en películas más recientes proyectadas en nuestras pantallas: ¿Cómo olvidar la expresión de amor y de dolor sereno de la Virgen María en la vía del Calvario en La
Pasión (Mel Gibson, 2004), o la ternura que expresa el atento cuidado de la
esposa al tetrapléjico marido en La escafandra y la mariposa (Julián Schnabel,
2008), o la fidelidad que atraviesa toda la proyección de Once (John Carney,
2006)? Un haz de sentimientos traspasa la recién estrenada película Australia
(Baz Luhrmann, 2008).
No se trata de hacer aquí un exhaustivo recorrido por el mundo de los afectos en la historia del cine, sino de impulsar a ser buenos espectadores de buen
cine y animar a aprender a poner la cultura, el arte, la tecnología, el progreso
que las buenas proyecciones encierran, al servicio de la persona, rescatando la
verdadera visión del hombre, con sus grandezas y sus miserias, pero llamado a
una plenitud inagotable.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Tomás Garrido Mª C y G. (2009). La vida humana a través del cine, 3ª ed.
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