Los dramaturgos del siglo xxi

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MONOGRÁFICO / Panorama del teatro catalán
Con todo, lo más grave es que los teatros públicos desvirtúan su función educadora, de
repertorio y de actualización de los clásicos propios y ajenos con nuevas lecturas, para pasar a
convertirse en edificios de lujo, pagados por los ciudadanos, que programan como si se viviera
en un festival perpetuo y especialmente dedicado a la cultura inofensiva y a la evasión.
En fin, quizá también se trata de los signos de los tiempos que nos ha tocado vivir en el
mundo occidental. Confiemos que efectivamente sea algo temporal, un episodio, un largo episodio, que al margen de las injusticias que ha generado debemos interpretar en la clave histórica habitual: las generaciones que no han conocido las dificultades suelen mostrarse egoístas
y se equivocan cayendo en la superficialidad. En lo tocante a la dirección de escena nada de
eso se puede valorar suficientemente sin un contexto ampliamente bien informado. Pero para
los que viajan, para los que conocen las diferentes realidades teatrales europeas, el caso es muy
claro: si aplicásemos al resto de los países vecinos los criterios que actualmente dominan en
el teatro catalán, no existiría nada de lo que caracteriza la dramaturgia del siglo xx. Todo sería
muy bonito y agradable, pero en el fondo profundamente inútil y tópico. Por eso, este artículo
debería titularse «Vida y muerte de los directores de escena en Catalunya».
Los dramaturgos del siglo xxi
Carme Tierz
La escritura teatral en Catalunya vive una época de efervescencia. Factores como una enseñanza regularizada o el apoyo de las salas alternativas, que incentivan la autoría autóctona
con ciclos dedicados a los nuevos creadores, han contribuido a esa eclosión de talentos. Sin
embargo, el elevado número de autores dramáticos no siempre tiene su reflejo en la cartelera
y, más concretamente, en el circuito teatral comercial. El presente artículo describe una situación sobre la que merece la pena reflexionar.
En su libro ¿Nuevas dramaturgias? Los autores de fin de siglo en Cataluña, Valencia y Baleares,1 la profesora universitaria y crítica teatral Maria-Josep Ragué-Arias realiza un pormenorizado análisis de los factores sociales, políticos y culturales que favorecieron la aparición, a
mediados de los años ochenta, de un importante número de dramaturgos catalanes que, si
bien manifestaron «su voluntad de no constituir una generación, puesto que su teatro obedece
a motivaciones distintas, temáticas diversas y estructuras harto diferentes»,2 compartían unas
condiciones de formación cultural que los distinguían de los autores anteriores: fueron la
primera promoción de creadores escénicos que crecieron viendo la televisión.
Una circunstancia aparentemente anodina, casi anecdótica, es con toda seguridad tan relevante en la cohesión de ese grupo de autores como el progreso social, los avances tecnológicos o los cambios políticos –con el afianzamiento de la práctica democrática en el Estado
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español, después de cuarenta años de dictadura y una transición menos apacible de lo que
hoy parecemos recordar. Los seriales televisivos o las películas rodadas expresamente para
la pequeña pantalla sugieren una nueva estructura narrativa, que esos autores trasladan, en
mayor o menor medida, al teatro. Incluso Juan Mayorga,3 uno de los más destacados y prolíficos dramaturgos surgidos en los noventa, afirmó en el marco de una conferencia4 que la
suya es la generación del Barrio Sésamo,5 aludiendo a la influencia de los programas y series
de televisión en su infancia y la de sus coetáneos. Una influencia que, lógicamente, se intuye
en su labor escénica.
La profesora Ragué-Arias enumeraba en su exhaustivo tratado acerca del teatro catalán, valenciano y balear de fin de siglo los factores externos que ayudaron al florecimiento de nuevas
dramaturgias durante esos años. Entre otros, destacaba el impulso institucional, manifestado
a través de las ayudas que concedía a la escritura teatral el Centre Dramàtic de la Generalitat,
primero, y más tarde el Teatre Nacional de Catalunya; la proliferación de escuelas oficiales
—en Catalunya, el Institut del Teatre—6 y de talleres dedicados al texto dramático, modificando la imagen del autor autodidacta, tan común hasta ese momento, por la del que posee
titulación académica; el esfuerzo de las salas alternativas por alentar la nueva creación y por
cobijarla en sus programaciones; y la polivalencia profesional de los autores —que, más allá
de la escritura en el teatro, se dedicaban a la investigación, a la docencia o a cimentarse una
sólida carrera literaria. Son factores que mediaron decisivamente en la aparición de aquellos
autores, y que también se detectan en la última generación de dramaturgos —los del siglo
xxi—; aunque, eso sí, con matices.
Sin ir más lejos, la polivalencia de los autores ha registrado cambios: aunque, ciertamente,
algunos de ellos eligen el camino de la docencia para ganarse la vida, muy pocos invierten
su tiempo y esfuerzo en la investigación teatral, en la búsqueda de nuevos lenguajes escénicos —Albert Mestres (Dramàtic, Temps real) es, si no el único, uno de los escasos creadores
interesados abiertamente por la experimentación teatral.7 Pero el cambio más significativo
respecto a la generación de los ochenta tiene que ver con lo que Ragué-Arias denominaba la
«polivalencia literaria»: «En otros casos», decía la profesora, hablando de los primeros, «son
autores de prestigio en otros géneros literarios».8 La juventud de algunos de los autores dramáticos que han despuntado en el nuevo milenio —Jordi Casanovas (1978), Carles Mallol
(1981)— hace incompatible que hayan desarrollado ya una carrera literaria «de prestigio»,
puesto que el prestigio es un valor que se adquiere con los años —o, por lo menos, debiera
ser así— y con la ayuda de una trayectoria no necesariamente extensa, pero sí constante y de
incuestionable calidad.
No obstante, tampoco los dramaturgos catalanes que han franqueado el umbral de los 30
años o, incluso, el de los 40, demuestran tanto interés por la literatura como por la televisión.
Los nombres de autores como David Plana (1969), Sergi Pompermayer (1967), Albert Espinosa (1972), Guillem Clua (1973) o Mercè Sàrrias (1966), por citar sólo algunos de los que
tienen más de 35 años, figuran en los créditos de las más exitosas series televisivas catalanas
como guionistas o directores argumentales; sin embargo, no los encontraremos en los estantes
que las librerías dedican a la novela o al ensayo, filosófico, histórico o teatral —Espinosa publicó recientemente El mundo amarillo, una novela en la que expone su muy personal visión del
mundo y de las relaciones humanas, pero tratándose de uno de los autores más mediáticos del
ecosistema teatral catalán,9 la edición del libro respondió, con toda seguridad, más a motivos
comerciales que a los estrictamente literarios. La televisión en Catalunya se nutre cada vez
más de talentos teatrales —autores e intérpretes. Es éste un fenómeno común en otros países
—México, por ejemplo— y que merecería por sí solo un estudio extenso y en profundidad;
pero, por la imposibilidad de desarrollarlo en este mismo artículo, nos limitaremos a señalar
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dos de las razones fundamentales (y obvias) que favorecen el flujo de dramaturgos hacia la
televisión: por un lado, el imparable crecimiento del departamento de dramáticos de la televisión pública catalana, TVC, que desde mediados de los noventa produce de forma continuada
—cuando no simultánea— teleseries de diversa índole (sitcom, culebrones, etc.); y, por otro,
la retribución económica del guionista televisivo, mucho más generosa que la obtenida en el
teatro, y que permite a los autores vivir de la escritura sin necesidad de recurrir a otros oficios.
La televisión, además, impone un ritmo de trabajo que descubre al dramaturgo todo tipo de
recursos narrativos que luego aprovechará en su faceta teatral. Se trata, sin duda, de una escuela práctica y exigente, de la que obtendrá un valioso aprendizaje. Pero no todo es positivo:
el trabajo del guionista televisivo le exige una dedicación casi absoluta, lo que priva al dramaturgo del tiempo suficiente para dedicarse a la escritura teatral y, en la mayoría de los casos, le
impide crear durante largas temporadas.
Programar a nuevos autores
Toni Casares, director artístico de la Sala Beckett y de l’Obrador,10 además de director de
escena, asesor de dramaturgia contemporánea del TNC desde que Sergi Belbel asumió su dirección, suscribe una opinión muy extendida al decir que es más fácil para un autor debutante
estrenar su primer texto que el segundo. Es una afirmación que ofrece diversas e interesantes
lecturas: por una parte, entendemos que una obra galardonada con uno de los numerosos
premios textuales teatrales que existen en la actualidad —algunos de los cuales (muy pocos)
contemplan el estreno comercial de la obra ganadora— llega a escena a causa de ese premio,
y no por el nombre de su autor; es decir, posiblemente el teatro que programa esa obra no lo
hace movido por un interés especial en el trabajo del dramaturgo y, de no ser por el premio,
no lo habría incluido en su programación.
Una segunda lectura estaría estrechamente relacionada con la abundancia de nuevos autores: aunque las salas alternativas de Barcelona —sobre todo, la Beckett, el Teatre Tantarantana
y el Versus Teatre—11 intenten ayudar a los jóvenes valores de la dramaturgia catalana ofreciéndoles su escenario, si desean dar cabida al máximo de autores con total ecuanimidad no
pueden repetir nombres en su programación.
Hay que tener en cuenta, además, que la producción de un sector de la nueva autoría en
Catalunya no cumple los mínimos de calidad e interés que podrían asegurar la continuidad en
cartel de sus autores –mínimos de toda clase, desde su valor experimental a su alcance social,
generacional, comercial, etc. Salvo en casos como los de Marc Rosich (1973) —interesantísimo autor, adaptador, director de escena y actor, una presencia constante en los teatros de Barcelona en cualquiera de estas facetas— o la de Pau Miró (1973) —artista teatral igualmente
polifacético—, en los textos de los jóvenes dramaturgos se aprecia una voluntad por romper
esquemas, por trascender, totalmente encomiable, pero que no siempre ofrece unos resultados
artísticos satisfactorios. Quizás tenga que ver con ello el hecho de que la puesta en escena de
esos textos sea asumida, muchas veces, por los propios autores o por directores poco expertos
que no consiguen potenciar los pequeños hallazgos —lingüísticos, formales— escondidos en
esas obras.
Aquella dificultad apuntada por Casares para estrenar una segunda obra, o una tercera y
una cuarta, juega también en contra del crecimiento profesional del autor, ya que necesita
valorar en escena su propio material dramático y depurarlo hasta conseguir una línea que
conecte con los más diversos públicos. De estrenar con regularidad, llegaría un día en que su
nombre sería un reclamo para el espectador, como lo es el de los intérpretes o el de los directores de escena.
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Una de las operaciones ideadas para lograr que un joven autor estrene su segunda obra es
el Projecte T6 del TNC, un programa de residencia12 para nuevos dramaturgos que favorece
el intercambio creativo entre ellos y les garantiza, cuanto menos, la puesta en escena de dos
textos creados en el marco del T6. Es una propuesta interesante, pero que se queda lejos de las
que ofrecen los teatros públicos de otros países, más atentos al trabajo de sus nuevos talentos.13
Las obras surgidas del T6 —a excepción de El mètode Grönholm, de Jordi Galceran, un autor
consagrado cuando accedió a la residencia del TNC, y aún así incluido en el programa— y, a
otro nivel, Mercè Sàrrias y En defensa dels mosquits albins, un interesante trabajo, apenas han
despertado un gran entusiasmo en el público, cuando no han pasado absolutamente desapercibidas. Es éste un dato más para reflexionar sobre la conveniencia de mantener el Projecte T6
tal como está o darle un nuevo enfoque —un incremento de participantes, un mayor grado de
exigencia con el trabajo seleccionado, más información y publicidad, etc.
En último lugar, la salida que eligen muchos de los nuevos dramaturgos para estrenar su
obra es la formación de una compañía propia en la que suelen asumir las funciones de dirección de escena y que cubre la producción de sus montajes. Es una fórmula válida y muy recurrente, pero que no hace sino insistir en la reflexión ya planteada: ¿son estos jóvenes valores,
aún en formación, quienes deben asumir ese riesgo, o deberían las entidades públicas asegurar
el relevo de los actuales dramaturgos ayudando a los nuevos a progresar profesionalmente? La
pregunta aún está en el aire.
El teatro en Barcelona (1939-2008).
Planificar: un servicio cultural público
Joan Maria Gual
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