La historia argentina va a los Oscar. Reflexiones acerca

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La historia argentina va a los Oscar. Reflexiones acerca de los discursos históricos
premiados por Hollywood
ConstanzaBurucúa
Western University, Canada
[email protected]
Resumen:
Esta ponencia investigará las dos películas argentinas que recibieron el Oscar en la
categoría a mejor película extranjera, La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) y El
secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), en función, primero, de los discursos
sobre la historia que cada una propone y, segundo, del “reconocimiento” por parte de la
Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, entidad que otorga el (para muchos
legitimante) premio, y sus implicancias. Inicialmente, la distintas versiones de la
historia que los filmes construyen serán leídas en relación a las convenciones genéricas
a las que cada film recurre. Una vez delineados los que, en términos de Robert
Rosenstone y Haydn White, se definen como discursos historiofóticos (en oposición a
los historiográficos), éstos serán discutidos a la luz de un contexto de recepción muy
particular: el de los premios Oscar. El cuestionamiento de las implicaciones y
limitaciones de la categoría que nos ocupa, la de mejor película extranjera, cuyo
impacto no es menor en términos de cómo la industria norteamericana se vincula a otras
cinematografías nacionales y de la supervivencia de éstas, conducirá a la indagación,
más concreta, acerca de las distintas y sucesivas versiones de la “historia oficial” en el
contexto de lo global.
Palabras clave: historia - historiografía - recepción - Oscar - global Hollywood
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La historia argentina va a los Oscar. Reflexiones acerca de los discursos históricos
premiados por Hollywood
En una nota escrita para la revista El Amante, Leonardo D’Esposito declara que “lo
mejor de la existencia de El secreto de sus ojos es que ya no se coloca como paradigma
de filme exitoso a La historia oficial”. El Oscar a la mejor película en idioma
extranjero, junto con el éxito de taquilla – en ambos casos no necesariamente
acompañados por el éxito de la crítica y, ciertamente aún menos, por el de la crítica
especializada - y el que ambos filmes, aunque de maneras muy distintas, recurran a la
historia Argentina de los años 70 como marco de referencia, hace que la comparación
entre estas dos películas sea prácticamente inevitable. Esto fue lo que pensé el día en
que, en lugar de ver a Michael Haneke subir a recibir la estatuilla, lo hizo J. J.
Campanella. Y así como la presencia de Norma Aleandro junto a Jack Valenti en Marzo
del 86 ya parecía anticipar el resultado, lo mismo pensé al ver a Pedro Almodóvar
(junto a Tarantino) de presentador del premio, pero por un par de momentos me seguí
auto-engañando pensando “no es por el idioma, es que ponen a un gran director para
darle el Oscar a otro gran director – Haneke”. Sigo pensando que La cinta blanca
(2009) es una obra maestra y sigo pensando que la comparación entre la película de
Puenzo y la de Campanella es inevitable. Aún más, para mi, como investigadora, se ha
transformado en una comparación necesaria e ineludible. Quiero entonces agradecer a
ASAECA el haber brindado la oportunidad, el contexto y/o la excusa para obligarme,
de alguna manera, a sistematizar algunas ideas. En esta ponencia, entonces, voy a
empezar por comparar los discursos sobre la historia que ambas películas articulan en
función, fundamentalmente, del uso de convenciones genéricas a las que cada uno de
los textos recurre. Las distintas aproximaciones a la historia propuestas serán a
continuación pensadas o leídas a la luz de un contexto de recepción particular, el de los
premios Oscar.
En su artículo “Historiography and Historiophoty” (1988), Haydn White define
a esta última como “la representación de la historia y lo que pensamos acerca de ella en
imágenes visuales y discurso cinematográfico”. Lo que más me interesa recalcar de esta
definición es la idea de cómo determinada representación traduce lo que pensamos
acerca de la historia. Es en esta clave que quiero discutir las dos versiones de la historia
que nos ocupan: cómo, o desde donde, estas películas piensan la historia. Empezar
entonces por la consideración de las convenciones genéricas a las que cada film recurre
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parece ser lo más oportuno.
Reconocidas estudiosas del melodrama en América Latina (Pratt, 1990 y López,
1991 y 1993) han argumentado que el cine de los años Ochenta rescata este género y su
potencial comunicativo con las audiencias latinoamericanas. En este sentido, el caso de
La historia oficial, tal como señala Julianne Burton Carvajal (1998), es paradigmático
de la superación de la falsa dicotomía entre melodrama e historia sustentada por los
defensores del más reaccionario Nuevo Cine Latinoamericano, y lo que es aún más, la
película ofrece una versión de la historia contada desde un punto de vista femenino, el
de Alicia (Norma Aleandro), la protagonista de La historia oficial. Por supuesto, no
faltó al momento del estreno del film quien cuestionara la decisión de focalizar en una
mujer de privilegio y en el que fueran “el drama privado y la sacralización de los
sentimientos maternos” (Vezzetti, 2002) los que motivaban a la protagonista.
Voy a volver a proponer y defender aquí, como lo hice en otras instancias
(Burucúa, 2005 y 2009), que La historia oficial recurre al melodrama para estructurar,
desde las convenciones de este género, un acceso emocional a la historia, el cual queda
claramente expuesto en el modo en que el film articula la identificación entre
protagonista y espectador. Así, la identificación, buscada, creada, por supuesto, entre
Alicia y el espectador llega a su punto culminante en el momento en que el espectador
se reconoce en el llanto de Alicia al reconocer, a su vez, a su hija adoptiva en la foto
que le muestra la abuela biológica de la niña. Es en ese momento, en ese primerísimo
primer plano de Alicia llorando, en el que la operación de sutura – o ese punto de
identificación entre enunciación y espectador – es doblemente exitosa. Por un lado,
señala el éxito de los mecanismos del melodrama en inducir en la audiencia una
sensación que imita lo que se ve en la pantalla, siendo éste el objetivo principal del
melodrama en tanto “género corporal”, de acuerdo a la definición de Linda Williams
(1991). Por el otro, esta identificación le abre al espectador el mencionado acceso
emocional a la historia. En el momento en el que el espectador es capaz de decir “si,
esa/e soy yo” es que la validez del melodrama como sitio desde el cual la historia puede
ser contada queda reinstaurada y, llevando las cosas aún más lejos en este caso en
particular, indisolublemente asociada a un punto de vista femenino.
Como ya argumenté, en el contexto de 1985, este melodrama familiar-nacional,
al traducir cuestiones políticas e históricas al lenguaje de las emociones (lenguaje con el
que el público argentino está/ba familiarizado gracias a una larga tradición
cinematográfica que se perpetúa también en la televisiva), La historia oficial logró
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transmitir una nueva sensibilidad y comunicar un nuevo sentido de la historia a una
audiencia que, en aquel momento, podría no haber estado lista o permeable para una
mirada más crítica y distanciada a la historia.
Pasando ahora a El secreto de sus ojos, hay relativo consenso en que la película
de Campanella fusiona elementos del (y paso a enumerar) cine negro, del thriller, del
policial, del cine de misterio, del melodrama, de lo que en inglés se conoce como el
rape-revenge (violación y venganza); se dice también que es un drama sobre la
memoria, una alegoría política sobre la Argentina de los años Setenta y que tiene humor
– el mismo Campanella alude a elementos de la comedia a la italiana (Matheou, 2010).
La pregunta entonces acerca de cómo piensa esta película la historia, desde qué
convenciones la representa, podría parecer mucho más difícil o compleja de responder o
de abarcar. Sin embargo, no es así y no lo es porque, tal como nota Eduardo Rojas, en
El secreto de sus ojos la historia “no cumple otra función que la de una alfombra sobre
la que juegan sus destinos los personajes” (2009). Aludiendo a la textualidad del film, la
historia funciona aquí tal como esa secuencia en la que la imagen de Gómez (Javier
Godino) – el asesino psicópata devenido en paramilitar – es sobrepuesta, al mejor estilo
Forrest Gump (R. Zemeckis, 1994) a una cinta de archivo en la que vemos a nuestra
primer presidenta mujer saludando gente.
En el mejor de los casos creo, junto a Javier Porta Fouz (2009), que la
película podría ser leída como sintomática de un determinado contexto histórico (el de
la producción de la película, por supuesto). De hecho, Porta Fouz se refiere,
literalmente, a un “espíritu de la época” y se pregunta “qué dice la película sobre el
Peronismo”. Dejando de lado esta pregunta específica acerca del Peronismo, pregunta
que seguramente otros están mejor capacitados que yo para responder, quisiera
concentrarme en esto del “espíritu de la época” pero prefiero hacerlo en relación a un
contexto no circunscripto al ámbito de lo nacional, sino al que, de alguna manera, la
película apela con esa “universalidad” vaciada de historia que, creo yo, fue la que en
definitiva premió la Academia. Es justamente sobre esta idea que voy a articular las
conclusiones de esta ponencia.
No pocos fueron los críticos que resaltaron la habilidad de Campanella para
fusionar elementos genéricos y su capacidad para adaptar los principios del cine clásico
de Hollywood a la idiosincrasia vernácula. No sorprende entonces que sean estos
mismos críticos quienes no ven nada particularmente conflictivo en el final feliz de la
película, más bien lo celebran argumentando, por ejemplo, que los recuerdos son
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finalmente utilizados “no para quedarse atascado sino para tomar un nuevo impulso”.
Quien esto afirma, Gustavo Noriega en El Amante, cierra su nota de la siguiente
manera: “El impacto de El secreto de sus ojos es global. Es una película ambiciosa y
repleta de ideas, que permite muchas lecturas y que recupera como pocas las
posibilidades múltiples del cine de género: provocar emoción, risa y reflexión” (2009).
Estoy de acuerdo con que la película tiene un alcance global, pero mi entendimiento de
cómo leerla en este contexto (a la luz, por ejemplo, de la dicotomía planteada por
Barber entre “Jihad y Macworld” (1992)), ciertamente dista mucho de la perspectiva
complaciente, simplificadora y conformista que propone Noriega quien, además, no es
tanto lo que dice acerca de lo fructífero que sin dudas puede ser el cine de géneros sino,
más bien, parece estar abogando por un cine efectista de todo-vale. Porque la verdad es
que el final, o mejor dicho, ese doble final en el que se reivindica, en primer lugar, la
justicia por mano propia y, por asociación, tal como está presentado en la película, el
centro de detención y tortura clandestino, y en segundo lugar, el amor heterosexual (eso
si, es un amor inter-clase, como en toda telenovela que se precie de tal) como
justificativo último de toda la trama, como decía, este final no invita, como propone
Noriega, a la reflexión. Todo lo contrario, esta doble clausura limita el modo de
aproximación a la historia, y al trauma que ella deja, a una oposición binaria donde,
nuevamente, no queda espacio ninguno para la evaluación crítica. Qué hace Espósito
(Ricardo Darín) cuando finalmente descubre el secreto de Morales (Pablo Rago)? La
película lo único que nos dice al respecto es que la respuesta al enigma – el “temo” que
anota en estado de duermevela el protagonista - conduce, finalmente, a la consumación
del amor entre Espósito e Irene (Soledad Villamil) – el casi adolescente “te amo” en el
que se transforma la nota. Los amantes se (re)encuentran y el espectador queda del otro
lado de esa puerta que se cierra y sobre la que inmediatamente empiezan a correr los
títulos de crédito finales.
Porta Fouz entiende los cambios de ubicación temporal entre la novela y la
película como una maniobra de condensación, cuyo resultado es el de forzar un foco
sobre lo que luego Noriega, en diálogo directo con su colega de El Amante, define
como un período de nuestra historia reciente “menos cerrado” que el de los años de la
dictadura (nota a Noriega: son muy pocas las circunstancias en las que las palabras
tienen poder preformativo; por lo general, su simple pronunciación o escritura no
implica un devenir concreto – lo que pasó entre 1976 y 1983, no está cerrado: decirlo,
escribirlo, no alcanza para que suceda). Realmente no creo que la decisión de ubicar el
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núcleo dramático de la película (su pasado) entre 1974 y 1975, reduciendo un lapso de
más de siete años en la novela a sólo dos en la película, tenga que ver con una voluntad
de revisión histórica por parte de Campanella – no es esto lo que dice, lo que confiesa,
El secreto de sus ojos: el artificio à la Forrest Gump o el comentario de Romano (el
malo que se parece a Videla) (Mariano Argento) acerca de “la Argentina que se viene”
no alcanzan para esto. Menos todavía lo dice el mismo director quien, en una entrevista
con Demetrios Matheou para Sight and Sound, ha declarado que él “no quería que la
política ahogara a la historia humana” (2010). Pienso así que esta decisión es bastante
menos históricamente comprometida de lo que Porta Fouz y Noriega creen, pero no por
eso menos calculada.
Según Marvin D’Lugo, la tristemente conocida como “guerra sucia” se ha
convertido, junto con el tango y el fútbol, en un “tropo de mercadeo de la argentinidad”
(2003), con el que cuentan los realizadores locales a la hora de promocionar y distribuir
sus películas en circuitos internacionales. Y así como La historia oficial inauguró, y me
atrevería a decir que involuntariamente, esta tendencia, El secreto de sus ojos, una
película dirigida por alguien que conoce al dedillo las reglas del juego de la industria
(tanto de la norteamericana como de la argentina), proyecta dicha tendencia hacia cotas
previamente inalcanzadas. Campanella, egresado de la prestigiosa Tisch School of the
Arts (donde funciona la escuela de cine de la Universidad de Nueva York) y realizador
frecuentemente convocado a dirigir episodios para respetadas series de televisión como
Strangers with Candy, Law and Order, 30 Rock y House, no sólo sabe de mercadeo
sino también, podríamos decir, de ‘packaging’.
La decisión de ubicar el pasado ominoso del terrorismo de estado en los años
inmediatamente previos a 1976 tiene que ver, a mi entender, menos con una intención
históricamente revisionista que con el aplicar una especie de propiedad transitiva
gracias a la cual ese tropo, aquí convertido en metonimia, sigue siendo productivo, a
pesar del leve corrimiento temporal y el casi vaciamiento de contenido histórico. La
efectividad del tropo puede verse, por ejemplo, en la crítica que Jonathan Holland
escribe para, nada más y nada menos que, Variety, la revista de la industria, sobre la
industria y para la gente que trabaja en ella – publicación además que siguió de cerca a
la película de Campanella desde que ésta fuera adquirida por Sony Pictures Classics
para su distribución en Norte América. Allí Holland afirma que “la peli (pic, sic) es
vaga acerca de especificidades pero proporciona suficiente background político para
que las audiencias puedan hacer las conexiones necesarias” (2009). Así, volviendo
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sobre la idea del ‘packaging’, gracias a una dirección de fotografía impecable, una
puesta en escena altamente curada, un gran elenco - que además está muy bien dirigido
– y
a una edición fluida, todo esto muy a tono con estándares de producción
Hollywoodenses, tal como nota Matt Losada en su análisis de la película para Cineaste,
El secreto de sus ojos explota el espectáculo de la “guerra sucia” y lo transforma en un
producto altamente digerible, lo cual, a su vez, limita a la película a las opciones
temáticas y formales de más fácil consumo (2010).
Es desde todo lo hasta aquí expuesto que propongo, entonces, que leamos al
premio Oscar a la mejor película en idioma extranjero. Volviendo a la ceremonia de la
entrega, como comentaba anteriormente, lo realmente significativo la noche en la que
Puenzo se llevó la estatuilla no fue que la invitaran a Norma Aleandro a entregarla, sino
que junto a ella estuviera Jack Valenti, presidente en aquel momento de la Motion
Picture Association of America (MPAA), con lo que este cargo significa en términos de
políticas culturales y, fundamentalmente, de la política exterior norteamericana a la que
dichas políticas culturales en realidad sirven. Literalmente respaldando este premio al
cine Argentino de la nueva democracia, la presencia de Valenti en gran medida
ratificaba a La historia oficial como versión oficial de la historia. Aún más: en un
momento en que la guerra fría todavía no se había acabado y el mapa geopolítico de
América Latina comenzaba a reconfigurarse al iniciar en la región una década de
transición hacia la democracia, el premio no podía no ser leído en clave política y como
signo de cambio en términos de la política exterior de los EEUU hacia América Latina.
El Oscar era para la película pero, por extensión, para una Argentina que, en Marzo de
1986, a nueve meses de la promulgación de la Ley de Punto Final que llegaría en
Diciembre de ese año, todavía parecía determinada a lidiar con la herencia y el trauma
del pasado reciente. Por otro lado, no es menos cierto que el Oscar fue súbitamente
acompañado por un poco velado proceso de canibalización por el cual la industria
norteamericana cooptó a Puenzo, aunque sin mayor éxito y por eso sólo temporalmente,
para dirigir Gringo Viejo (1989), film que resultó un fracaso de taquilla y de crítica, y a
Norma Aleandro para actuar (mas no protagonizar) en Gaby: a True Story (Marisa
Silver, 1990), entre otros filmes que pasaron sin pena ni gloria.
El caso de Campanella y su película es diametralmente opuesto. Al momento de
su segunda nominación, el de Campanella ya era un nombre conocido y establecido en
Hollywood y no sólo por la nominación previa, en 2001, por El hijo de la novia sino,
también, por sus incursiones en la TV norteamericana. Sony Pictures Classics, empresa
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conocida por la agresividad con la que lleva a cabo sus campañas de promoción y
relaciones públicas – estrategia que no casualmente ha llevado a que cuatro de sus
películas ganaran en esta categoría en los últimos cinco años, siendo la japonesa Final
de partida (Y. Takita, 2008) la única excepción - ciertamente apostó en su campaña
para la película argentina a lo que en inglés se conoce como ‘name recognition’
(reconocimiento del nombre) y a la importancia que esto tiene entre los miembros de la
Academia. El hecho de que ese mismo año tanto La cinta blanca como la francesa Un
profeta (J. Audiard, 2009), las dos grandes favoritas, también fueran distribuidas – y por
ende, promocionadas - por la misma compañía, parece corroborar esta hipótesis acerca
de lo importante que es este “name recognition”.
Empezando a hilvanar ideas, entonces, El secreto de sus ojos no contaba solo
con un nombre establecido en la industria sino que, además, como expuse unos párrafos
más arriba, tenía una factura altamente en sintonía con los estándares de producción de
Hollywood, donde, ocasionalmente trabaja su director. Aún más, y volviendo sobre la
cuestión acerca del proceso de canibalización al cual el talento no-norteamericano se
expone al ganar un Oscar en esta categoría – cosa que por ejemplo le ha sucedido a
Gavin Hood, el director sudafricano que tras ganar por Tsotsi (2005) dirigió X Men
Originis: Wolverine (2009) o al alemán Florian Henckel von Donnersmarck, cuya La
vida de los otros (2006) fue seguida por El turista (2010) – Campanella puede darse el
lujo de declarar, al respecto, que él “no sabe como las películas logran terminarse en
EEUU… hay tanto desarrollo, tanto pitching, tantas reuniones y llamadas en
conferencia sobre la historia. Yo no tengo tiempo para todo eso” (en Matheou, 2010).
Desde su blog sobre cine en The Guardian, Phil Hoad acertadamente afirma que
“el verdadero propósito de los Oscar es el de ser el espejo de mano de Hollywood”
(2012): Campanella sabe exactamente qué es lo que Hollywood quiere ver en ese espejo
cuando a través de él hace como que mira al Otro. Campanella le devuelve a
Hollywood, y a su espectador, una mirada sobre si mismo con matices de otredad. O, en
el mejor de los casos, una versión de la otredad altamente simplificada, calculada y
estructurada alrededor de códigos de representación que, a Hollywood y su espectador,
le son absolutamente familiares porque son los propios.
A modo de conclusión, concuerdo entonces con Porta Fouz en que El secreto de
sus ojos confiesa mucho acerca de cierto “espíritu de la época”, que es a mi entender, el
del camino hacia la “macdonalización” de la cultura (Barber, 1992). Casi veinticinco
años antes, y de un modo ciertamente mucho menos premeditado, el éxito internacional
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de La historia oficial parecía demostrar que toda vivencia histórica y cultural puede ser
relevante por derecho propio y que, sin necesidad de ningún tipo de maquillaje
exoticista, o de reducción de la identidad a una reproducción manierista de fórmulas
pre-establecidas donde lo idiosincrático se confunde con el estereotipo y el cliché, estas
experiencias podían ser comunicadas a otras culturas y que el cine, justamente en su
calidad de fenómeno trans-cultural, tenía la capacidad de hacerlo. Si creo que hay un
cine argentino que sigue apostando a esto. Pero ese cine, el cine que recorre otros
circuitos, el que como las abejas que ayudan a la cross-polinización, se transforma en
agente de una circulación de ideas y de vivencias de la cultura en contextos más
proclives al diálogo entre lo local y lo global, no es, ciertamente, el de Campanella.
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Okuribito / Final de partida, Yojiro Takita, 2008
Un prophète / Un profeta, Jacques Audiard, 2009
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Tsotsi, Gavin Hood, 2005
The Tourist / El turista, Florian Henckel von Donnersmarck, 2010
Das weiße band / La cinta blanca, Michael Haneke, 2009
X Men Originis: Wolverine, Gavin Hood, 2009
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