PROTESTA CONTRA EL FOLCLORE Yolanda

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PROTESTA CONTRA EL FOLCLORE
Yolanda Oreamuno
Costa Rica, marzo del 43
Hace bastantes días estoy tratando, con la mejor buena voluntad, de terminar una
novela –muy buena, dicen muchos– de asombrosa la califica la crítica, que ha agotado
definitivamente mi paciencia.
En el renglón de los libros que pretenden tocar con las manos desnudas el
problema agrario americano, el dolor indio y la explotación del campesinado, este libro es
no sólo veraz, sino completo y, a veces, hasta brillante. A pesar de concurrir en él algunos
absurdos literarios como la presencia de una dama de las camelias, tísica y rolliza, y un
Robin Hood de estampa rudimentaria, examinando la razón estética con serenidad, puedo
reconocer que el libro es… bueno.
Sin embargo, para llegar a esta conclusión he tenido que violentar algo poderoso
en mí, una oposición tenaz y definida que me impide terminarlo con felicidad y exhalar al
final una exclamación satisfactoria o conmovida. He hurgado entonces con paciencia dentro
de mi misma para concretar el origen de esa violencia, y creo poderlo razonar.
El ciclo de literatura folclorista americana escala cumbres de magnitud
insospechada, se extiende poderoso por muchas décadas, y deje grabados, con caracteres
luminarios, nombres que no repetiré por ser de todos bien conocidos. Cada nacionalidad ha
sentido el imperativo histórico de lanzar la verdad dolorosa que penan, respectivamente, el
indio, el cholo, el campesino, el mestizo y el criollo. El léxico se hincha con palabras de
mucho atl, iztl, y chua; aprendemos giros lingüísticos y palpamos el dolor a pie descalzo,
mano callosa y mente primitiva. El genio trabaja sacando de la sombra figuras humildes
que adquieren a su toque verismo y colorido. Y así por mucho, mucho tiempo, a través de
múltiples manifestaciones artísticas. De cada grupo étnico americano salen una o varias
voces magníficas.
La eficacia y bondad de esta labor, ocasional o conscientemente orientada, no
existe para ser discutida. Al calor de este grito desgarrador se ha sacudido la conciencia, a
su impulso han nacido generosas iniciativas, y han cuajado unas cuantas preciosas
realidades. La literatura costumbrista americana, vigorizada en el dolor, plena de
individualidad, es un hecho cumplido.
Pero yo estimo que el clímax de saturación ha llegado y acuso a la literatura
folclorista de unilateralidad. Considero que más folclore, visto como única corriente
artística posible en América, significa decadentismo. Si al describir nuestros autores sienten
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pujos redentoristas, ahí está la industrialización que llega a pasos magnos con toda su
secuela de penurias, crisis y grandiosidades; ahí está la cruenta adaptación de nuestros
pueblos mestizos, polifacéticos y fantasiosos, a la realidad mecanizada científica. En pocas
carnes puede producirse con más desgarramiento el trasplante de la molicie a la actividad
forzada, de la ensoñación al conocimiento inesperado, que en nuestra carne americana. Ha
de ser más cruel la rebelión contra la faz anónima del progreso inmisericorde, que contra la
persona palpable del explotador criollo o del capataz a medias civilizado. Esto para el que
siente el motivo literario en el dolor. Y si nos rendimos ante la belleza, el paisaje urbano,
ubicado a veces en el corazón de un mundo lujurioso de verdor y ferocidad primarias,
alcanza relieves plásticos de inconcebible brillantez. La vida civilizada de nuestro
continente, (no aparte del indio, del campesino o del criollo), pero de la mano con él, es tan
rica y digna de contemplarse como el panorama que ofrece el exclusivista tipicismo.
Nuestros escritores, con muy contadas y la mayor de las veces pobres excepciones,
no se dignan salir de una cuenca que ya, después de tanto trabajada, resulta fácil literaria y
emotivamente. En el terreno a-sentimental moderno es muy duro arrancar una lágrima al
público insensibilizado por la vecindad de la tragedia. Pero el cuadro remoto, lejano, del
campesino, en el cual el lector de la ciudad no tiene directa injerencia y cuya culpabilidad
difícilmente le alcanza, conmueve sin remordimientos y por tanto con más soltura. Todo
eso debía ser ya demasiado simple para tentarnos.
Por otra parte, la ciudad, el empleado, la burocracia creciente, el sibaritismo semioriental de nuestra burguesía, el arraigo seguro de tendencias y modalidades antes muy
europeas y hoy muy yanquis dentro de nuestras respectivas nacionalidades claman por un
cantor, por un acusador, por un rebelde y por un descubridor de bellezas nuevas y de viejos
dolores. La idiosincrasia particularísima de nuestro obrero, tan tristemente amoldado a la
fábrica y de una pobreza ingénita para asimilar ese ritmo, demandan, con toda la fuerza de
una realidad existente, la mano poderosa, fiel y genial que los retrate.
Literariamente, confieso por mi parte que estoy HARTA, así, con mayúsculas, de
folclore. Desde este rincón de América puedo decir que conozco bastante bien la vida
agraria y costumbrista de casi todos los países vecinos, y en cambio, sé poco de sus demás
palpitantes problemas. Los trucos colorísticos de esa clase de arte están agotados, el
estremecimiento estético que antes producían ya no se produce, la escena se repite con
embrutecedora sincronización, y la emoción huye ante el cansancio inevitable de lo visto y
vuelto a ver.
Es necesario que terminemos con esta calamidad. La consagración barata del
escritor folklorista, el abuso, la torpeza, la parcialidad y la mirada orientada en un solo
sentido que equivalen a ceguera artística. Creo que en adelante me negaré a considerar
poemas, cuadros y libros que insistan con semejante necedad en el tema. Haré un postrer
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esfuerzo para finalizar el libro origen de estas conclusiones en la esperanza de que sea el
último que me encuentre por lo menos en algún tiempo, ya sea bueno como éste, o malo
como los más.
Quisiera que mi deseo alentara unas cuantas inquietudes y fortaleciera la protesta
que tal vez otros como yo se hayan planteado sin atreverse a concretarla. Doy las gracias al
folclore por lo que ha rendido, lo saludo como una gloria pasada, y espero el aliento
renovador de obras paraleladas con el moderno movimiento americano, para rendirles
homenaje desde un porvenir literario mejor.
Tomado de: Repertorio americano. 13 marzo. 1943: 84.
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