el sacramento de la penitencia

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EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA REFORMA
Y EN EL CONCILIO DE TRENTO
I. LA DOCTRINA DE LOS PROTESTANTES
Después de la segunda guerra mundial se ha notado cierto interés entre las iglesias
protestantes por poner de nuevo en vigor la confesión privada. En algunas regiones de
ortodoxia luterana, como la de Hannover, no había desaparecido nunca por completo. Por
otra parte todavía hay muchos católicos que ignoran que los protestantes se confiesan. Sería
interesante describir aquí el desarrollo de la confesión en las diversas iglesias que surgieron
de la reforma. Remitiendo para una información más completa a la bibliografía señalada,
nos limitaremos a proponer ante todo la doctrina de los reformadores y, en un segundo
momento, a indicar los temas principales de la renovación actual.
1. La confesión evangélica según los reformadores
a) ¿Es un verdadero sacramento?
Hemos de ver ante todo si la confesión evangélica es para los reformadores un
sacramento, al menos como son sacramentos para ellos el bautismo y la cena. También
Lutero habla del sacramento como de un signum efficax; lo considera eficaz, no ya en
cuanto que sea un ofrecimiento objetivo de salvación, sino porque suscita más fuertemente
o sella la fe, esto es, la certidumbre en el amor salvífico de Dios en Jesucristo, que nos ha
concedido la remisión de los pecados y la filiación divina. Este signo es considerado, por
consiguiente, más como un instrumento de conocimiento para suscitar o para sellar la fe,
que como medio de comunicación de la salvación, de la amistad divina.
Para Melanchton y para la Confesión augustana la confesión es realmente el tercer
sacramento, al lado del bautismo y de la cena.
Lutero cita a veces la confesión al lado del bautismo y de la cena, mientras que en otras
ocasiones habla solamente de dos sacramentos. Quizás esta vacilación, presente también en
sus obras De captivitate babilonica (1520) y en la segunda edición del Catecismo mayor
(1529), se deba a la doble perspectiva en que se sitúa.
Por una parte, Lutero afirma que, hablando en sentido estricto (rigide loqui), la
penitencia practicada bajo la forma de confesión privada no es un sacramento como lo
son el bautismo y la cena, en cuanto que le falta ser un signo preciso instituido y
determinado concretamente por Cristo. Mas, por otra parte, añade que la confesión es
un signo sagrado, ya que la absolución que da el ministro está en directa relación con
el poder de atar y desatar que Cristo dio a su iglesia: “Cristo ha puesto la absolución
en boca de la cristiandad y le ha mandado que nos desate de nuestros pecados. Por
eso, cuando un corazón siente sus pecados y está ávido de consuelo, encuentra aquí un
refugio seguro donde escucha la palabra de Dios y conoce que Dios, por el ministerio
de un hombre, le desata y le absuelve de sus pecados”. Desde este punto de vista, Lutero
cuenta a la penitencia entre los verdaderos sacramentos, al lado del bautismo y de la cena.
Obsérvese, sin embargo, que pone fuertemente de relieve la relación que tiene la
penitencia con el sacramento del bautismo. Llama a la confesión y a la absolución de los
pecados un reditus ad baptismum, en cuanto que en ellas se realiza una reanudación de la
obra de mortificación del hombre viejo y de construcción del hombre nuevo que se inició
1
en el bautismo. A veces llega incluso a decir que la penitencia no es más que el mismo
bautismo que se ha hecho nuevamente eficaz mediante la fe1.
Puede concluirse, pues, que para Lutero la penitencia no es un sacramento completo
como lo son el bautismo y la cena, ya que no es un rito concreto determinado directamente
por Cristo; pero al mismo tiempo es un sacramento verdadero, si se entiende sacramento en
el sentido más amplio de signo dotado de una eficacia propia, que le proviene de su
relación con la promesa divina de atar y desatar a través de la iglesia.
Calvino, por el contrario, niega siempre claramente que la penitencia sea un sacramento.
En efecto, no es un signo instituido directamente por Cristo; además no se basa en una
promesa divina de perdonar, ya que la promesa de las llaves (del poder de atar y desatar) y
de la función de perdonar y de retener los pecados no se refiere a una nueva absolución de
los pecados que pueda conceder la iglesia, sino solamente a la predicación o al anuncio de
la buena nueva del perdón divino. La absolución, por consiguiente, es solamente un
anuncio del perdón de los pecados que ya se realizó en el bautismo. En este sentido es
únicamente una recordatio baptismi, una renovación de la fe en el bautismo con el que se
concedió la remisión de los pecados, en el sentido de que quedaron cubiertos por los
méritos de Cristo. Pero, incluso dentro de estos límites, Calvino la considera útil y en cierto
sentido necesaria para la iglesia; además, como veremos a continuación, distingue diversas
maneras según las cuales el cristiano puede confesar sus pecados y recibir la absolución.
También para los anglicanos, según el artículo 25 de sus 39 artículos de religión, la
penitencia no es un verdadero sacramento querido por Cristo, ya que en el evangelio no hay
un signo visible al que se le pueda hacer remontar.
b) La fe en la absolución
A los ojos de Lutero lo que resulta abominable en la confesión papista es su
pretensión de basar el perdón de los pecados en los actos del penitente: esto es para él
un verdadero caso de pelagianismo. Añade también que los pretendidos actos del
penitente son imposibles, una mentira y una hipocresía. En efecto, la contrición perfecta es
algo realmente imposible para el hombre pecador, mientras que la contrición imperfecta o
atrición, basada en sentimientos egoístas, es una hipocresía y un nuevo pecado. Por su
parte, la confesión de los pecados no puede pretender nunca ser realmente íntegra, como
quieren los católicos, ya que el hombre nunca es plenamente consciente de toda su malicia
de pecador; además de eso, representa una intrusión culpable del ministro en las
conciencias de los penitentes. Finalmente, no hay nada tan orgulloso como pretender
satisfacer a la justicia divina con obras humanas, que por otra parte resultan tan fáciles y tan
ventajosas para el clero: esto es una falta de fe en la justicia que viene de Cristo y un nuevo
pecado contra el deber de justicia para con los demás hombres.
Es evidente que en todo esto se refleja el clima de polémica y toda la problemática que
surgió en torno a la relación entre la fe y las obras en orden a la justificación del pecador. El
mismo Lutero afirma que el pecador tiene que gemir y temblar por sus propios pecados, y
procurar confesarlos de la forma que le sea posible. Pero, prolongado a su manera el filón
de la teología escotista y nominalista, quiere concentrar la atención en la eficacia de la
absolución, como obra de Dios a través del ministro. Por eso afirma con energía que la
absolución que nos concede el perdón es obra de Dios y no obra nuestra. Exhorta en
consecuencia a los cristianos a confesar sus propios pecados, sin fiarse de sus propios actos
y sin considerar a la confesión como obra meritoria, sino únicamente para escuchar la
palabra de Dios que perdona los pecados. El clima de polémica en que se mueve lo lleva
además a negar que esta absolución tenga una índole judicial: no es una sentencia eficaz
2
pronunciada por un hombre, no exige un poder especial de orden ni de jurisdicción y no
incluye el poder de imponer obras de penitencia.
Toda la eficacia de la absolución proviene, por consiguiente, de la fe en la absolución.
La absolución no tiene eficacia salvífica a no ser en cuanto que es acogida por la fe y en la
medida en que es acogida, como signo y anuncio de la palabra reconciliadora de Dios. La fe
en el perdón de Dios por medio de la absolución es por tanto el nervio y el constitutivo
esencial de la penitencia.
La confesión -dice Lutero en el Pequeño catecismo de 1529- comprende dos cosas. Primeramente,
es necesario confesar los propios pecados; en segundo lugar, es necesario recibir la absolución o
el perdón de los pecados por parte del confesor como de Dios mismo y, en vez de dudar, creer
firmemente que, por este medio, nuestros pecados son perdonados ante Dios, en el cielo2.
Esta misma unión entre la fe y la eficacia de la absolución aparece en la fórmula
recomendada por el propio Lutero:
A continuación (acabada la confesión del penitente), el confesor dirá: “¡Que Dios te perdone y
fortifique tu fe! Amén. ¿Crees que mi perdón es el perdón de Dios?”. El penitente responderá: “Sí,
querido maestro”. Y el confesor añadirá: “Que te sea hecho según tu fe. Y yo, por mandato de
nuestro señor Jesucristo, te perdono tus pecados, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo. Amén. Ve en paz”
Esta insistencia en la fe se formula con frecuencia en un contexto de polémica contra la
doctrina católica del ex opere operato. Y la polémica le lleva a Lutero a afirmar a veces,
como en el libro Von der Breichte (1521), que la fe sola, el creer solamente que uno ha
quedado absuelto, aun prescindiendo de la realidad objetiva de la absolución, es lo que
asegura el perdón. ¡Pero en esta línea puede llegarse hasta la negación del sacramento,
hasta la negación del gesto eclesial de la absolución! Lutero se detiene a mitad del camino,
porque dice que la fe en el perdón divino tiene que ser suscitada por la palabra, por la
predicación. Y la absolución es una de las formas que reviste esa palabra que, por su
contexto más tangible, tiene la misión de suscitar vivamente y de sellar la fe del cristiano en
el perdón de sus pecados por parte de Dios.
En cuanto a Calvino, dado que la absolución no es para él de ninguna manera un
sacramento, insiste casi exclusivamente en la eficacia de la fe en la absolución, de esa fe en
la palabra reconciliadora de Dios que nos da la seguridad de su perdón.
c) La libertad y la utilidad de la confesión
Lutero niega la existencia de una obligación absoluta de confesarse, y sobre todo le
niega a la iglesia el derecho de imponer la obligación de la confesión. Pero al mismo
tiempo exhorta a una frecuencia regular de la confesión, que tiene que ser realmente
libre y voluntaria.
Tal forma de confesión tiene que ser libre, de modo que nadie se sienta obligado, sino que sólo
sea recomendada a los que tienen necesidad de ella, como una ayuda útil3.
Según Lutero, es mejor abstenerse de la confesión que acudir a ella de mala gana o con
la intención de hacer una obra meritoria. Por eso considera un abuso el precepto de la
confesión anual hecho por la iglesia católica en el concilio IV de Letrán, a pesar de que
exhorta cálidamente a todos a que acudan a ella libremente y con ganas.
3
Si eres demasiado orgulloso para confesar los pecados -nos dice-, deducimos que no eres cristiano
y conviene que tampoco participes del sacramento (de la cena)
Por consiguiente, cada uno, para ser cristiano, tiene que saber “obligarse” a la confesión.
Porque -sigue diciendo- “cuando yo exhorto a la confesión, no hago más que exhortar a todos a
ser cristianos”4. Nótese que en este contexto se habla de la confesión privada hecha al pastor, no de
la confesión hecha solamente a Dios o de la que se hace a los hermanos a quienes se ha ofendido,
expresiones éstas que se consideran necesarias y que son muy frecuentes en el cristiano
verdaderamente tal
También Calvino, a pesar de que no admite la sacramentalidad de la confesión, basándose en
Sant 5, 16, dice que es útil, porque permite recibir la palabra de absolución que suscita la fe en el
perdón de los pecados por parte de Dios5. Calvino subraya que la práctica de entonces, la confesión
privada, no es la mejor ni mucho menos la única manera de hacer penitencia. Todos los cristianos
deben hacer penitencia, confesando sus pecados para pedir el perdón divino. Pero distingue cuatro
modos distintos de confesar los pecados: 1) Está en primer lugar la confesión a Dios solo, como la
del publicano de la parábola evangélica; es una confesión plenamente válida, aun cuando no vaya
seguida de la absolución. 2) Viene luego la confesión disciplinar pública, a imitación de la de la
iglesia antigua -que Calvino se esforzó en poner de nuevo en vigor-, cuando la conducta de un
cristiano ha constituido un escándalo público; entonces vuelven a introducirlo de nuevo con la
absolución en la paz de la iglesia, después de la confesión pública de su pecado y la invocación del
perdón de Dios. 3) El tercer tipo es la confesión comunitaria litúrgica, que tiene lugar en el culto
dominical, con la confesión genérica de los pecados hecha por todos los presentes, seguida por la
petición de perdón a Dios y la absolución comunitaria. 4) Está finalmente la confesión privada,
especialmente útil cuando el penitente siente la necesidad de una confirmación especial del perdón
de Dios
d) El ministro de la confesión
Tanto Lutero como Calvino admiten que la confesión puede hacerse con un laico, el
cual tiene el poder de pronunciar sobre los pecados del penitente las palabras de la
absolución. De esta forma reaccionaban contra el peligro de “tiranía de las almas” que
podría derivarse de convertir al “sacerdos”, obispo o sacerdote, en el ministro privilegiado
y único de la confesión y de la absolución. Por otra parte sin embargo añaden que,
normalmente, lo mejor es confesarse con el pastor, por su ciencia y su experiencia, y
también por su ministerio: en efecto, lo normal es que quien es dispensador de la palabra
evangélica del perdón en la iglesia sea también el dispensador del anuncio de ese perdón en
la absolución. He aquí un texto significativo de Calvino:
Ya que la escritura, al no señalarnos persona alguna con la que debamos descargarnos, nos deja en
libertad para elegir entre los fieles al que bien nos parezca para confesarnos con él, sin embargo,
dado que los pastores deben ser idóneos para ello por encima de los demás, lo mejor será
dirigirnos a ellos en primer lugar. Digo que son idóneos por encima de los otros, ya que por la
obligación de su oficio están constituidos por Dios para instruirnos sobre cómo debemos vencer y
corregir el pecado y para cerciorarnos de la bondad de Dios, a fin de consolarnos... Pues si bien el
oficio de amonestarse mutuamente los unos a los otros es común a todos los cristianos, sin
embargo está especialmente encomendado a los ministros. Y por consiguiente, así como debemos
consolarnos unos a otros, cada cual en su lugar, vemos también, por otra parte, que los ministros
están ordenados por Dios como testigos y abogados para cerciorar las conciencias acerca del
perdón de los pecados, tal como se ha dicho que perdonan los pecados y desatan las almas
4
2. La confesión entre los protestantes después de la reforma
Cierta falta de proporción entre el número de miembros de cada comunidad y el tiempo
disponible de su pastor motivó prácticamente cierto apresuramiento y esquematización de
la confesión; esto va en contra de la doctrina de Lutero sobre la función de la predicación a
cada individuo a fin de suscitar en él la fe en la absolución. Esta esquematización, con el
consiguiente formalismo, llevó a una disminución de su frecuencia.
En lugar de la confesión privada empezó a afirmarse el uso de la confesión general. En
las iglesias reformadas esta confesión se utilizó desde el principio, mientras que en las
luteranas estaba prohibida.
El racionalismo y el proceso de emancipación individualista del hombre occidental
aceleró el proceso de decadencia de la confesión privada, aun cuando en algunas regiones
no llegó a desaparecer por completo. En el siglo pasado hubo un intento de restauración,
sobre todo en Inglaterra, bajo el influjo del movimiento tractariano, que perdió poco
después fuerza y consistencia.
En nuestro siglo, en el campo luterano con el movimiento de Berneuchen y en el
reformado por el ejemplo de Taizé, se ha vivido un período de reanudación en la práctica de
la confesión privada. Ha contribuido a ello el descubrimiento del sentido comunitario, la
renovación de los estudios de eclesiología y también la insistencia, por parte de los
psicoterapeutas cristianos, en el valor psicológico de la confesión.
Este movimiento ha puesto de relieve que la confesión privada tiene un buen
fundamento en el pensamiento y en la práctica los primeros reformadores, así como
también en el nuevo testamento. El tema que hoy más se discute entre los teólogos es el de
las relaciones entre palabra-fe y sacramento, así como también el otro tema más general de
las relaciones entre apostolado-ministerio-comunidad.
Algunos de los teólogos que han contribuido al despertar actual, como D. Bonhoeffer,
parecen apreciar la confesión especialmente como medio psicológico de dirección espiritual
y como encuentro salvífico con Cristo a través del sacramento del hermano, subrayando
que todo cristiano puede convertirse en el confesor de su hermano en la fe.
Otros muchos procuran distinguir más exactamente entre la obra de dirección espiritual
y la eficacia propia de la confesión en orden al perdón de los pecados. Entre ellos algunos,
como Max Thurian, le conceden al gesto sacramental una función activa en la concesión
del perdón de los pecados, en cuanto que la absolución realiza de manera especial la
eficacia salvífica propia de la palabra de Dios. Otros, por el contrario, reaccionando contra
el peligro de considerar el ex opere operato de los católicos como una cosa mágica y
mecánica, hacen de la absolución un signo que sirve únicamente para suscitar la fe, sin que
sea un ofrecimiento objetivo del perdón divino, sino solamente un medio que le asegura al
cristiano el perdón anunciado por la palabra de Dios. En general puede decirse que todos
estos autores reconocen la existencia de momentos más importantes en la predicación o
anuncio de la palabra del evangelio (y uno de esos momentos sería la absolución), pero
tienen miedo de que al acentuar el valor propio de esos momentos se corra el riesgo de
quitar vitalidad, de descalificar, de disminuir la fe en el poder salvífico de la palabra de
Dios en los momentos menores de su anuncio, como serían la edificación recíproca de los
hermanos en la fe y la misma predicación misional y parroquial.
Añádase a esto que el despertar de la práctica de la confesión privada ha estado
acompañada de otras formas personales y comunitarias de hacer penitencia. Los
reformadores reconocen el mismo valor a los cuatro tipos de confesión de los pecados que,
como hemos visto, distinguía el mismo Calvino. Los luteranos, aun aceptando este valor
fundamental, plantean dificultades de tipo pastoral en relación con la celebración
comunitario-litúrgica de la penitencia.
H. Asmussen acusa a la confesión comunitaria litúrgica de ocultar más que revelar el pecado, haciendo
así más difícil desarraigarlo; H. J. Thilo se pregunta si aquella no será una especie de narcosis espiritual
5
en vez de una terapia eficaz; A. D. Müller estima que el hombre moderno ya no sabe cómo abrirse al
misterio de la gracia y de la confesión comunitaria litúrgica, debiendo la iglesia, por consiguiente, en
virtud de razones pastorales, ofrecer a los hombres de hoy una posibilidad de descargar sus conciencias
de cuanto las abruma; esta posibilidad estaría en una renovación de la confesión privada
En el curso de estos últimos hemos asistido a un nuevo declinar de la confesión privada,
también entre las iglesias de la reforma. Además de la presencia de algunos factores
propios de la situación pastoral de esas iglesias, se puede decir que la crisis actual se debe
fundamentalmente a las mismas razones que explican también las dificultades que
experimenta la misma iglesia católica romana para mantener su práctica de la confesión,
concretamente “la toma de conciencia de unas culpas comunitarias y la creciente vacilación
doctrinal en torno a la significación misma de pecado”6.
De esta rápida exposición de los temas más tratados por la práctica y por la teología
protestante sobre la confesión, los católicos pueden y deben sacar algunas enseñanzas: a)
Ante todo, deben esforzarse en que aparezca con mayor claridad que la fe es el alma de este
sacramento, lo mismo que de los demás; la fe es efectivamente la que anima el esfuerzo
penitencial del pecador arrepentido y la fe de la iglesia la que da su eficacia propia a la
palabra de la absolución. b) En consecuencia con esto, los católicos han de procurar
profundizar, en la práctica y en la teoría, en la relación íntima que existe entre la absolución
y la predicación de la palabra de Dios en la iglesia, entre la palabra del perdón en el
sacramento de la penitencia y la predicación del evangelio de la penitencia y la remisión de
los pecados. c) Todos los cristianos deben tomar conciencia de que la realidad
verdaderamente importante que es preciso vivir cada día es la conversión, la penitencia
hecha a la luz de la fe en la palabra de Dios; la confesión individual, como se deduce de la
historia, no es la única forma posible de celebrar el sacramento de la penitencia, y el
sacramento de la penitencia no es tampoco la única forma posible de celebrar eclesialmente
la conversión del cristiano; por tanto, es menester hacer un esfuerzo por valorizar el
significado penitencial de la eucaristía y, en unión con los cristianos no católico-romanos,
buscar seriamente nuevas formas de celebrar el sacramento de la penitencia, que estén
relacionadas con la nueva sensibilidad y las nuevas exigencias que presenta la nueva
situación del mundo, en el que hoy estamos todos llamados a vivir nuestra fe y nuestra
conversión.
II. LA DOCTRINA DE LA PENITENCIA EN EL CONCILIO DE TRENTO
El concilio de Trento habló de la penitencia en el decreto sobre la justificación,
afirmando la existencia de este sacramento como tabla de salvación para los cristianos
que han vuelto a caer en pecado7. Su sacramentalidad fue definida en la misma sesión
VII8. El tema fue vuelto a tratar ex professo durante el período de Bolonia (1547);
pero su estudio y su elaboración definitiva tuvo lugar en la sesión XIV, entre el 15 de
octubre y el 25 de noviembre de 1551. Además, el concilio habló en dos ocasiones de
las relaciones entre la penitencia y la eucaristía: en la sesión XIII del 11 de octubre de
1551, dedicada al tratado de la eucaristía como sacramento9, y en la sesión XXII del
17 de septiembre de 1562, dedicada a la discusión del sacrificio de la misa10.
Expondremos en primer lugar la doctrina que se trató en la sesión XIV y
acabaremos luego con la doctrina del concilio sobre las relaciones entre la eucaristía y
la penitencia.
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7
8
9
10
J. J. von Allmen, art. cit., 126.
Cf. DS 1542-1543 y 1579.
Cf. DS 1601.
Cf. DS 1638.
Cf. DS 1743 y 1753.
6
Aparte de los principios metodológicos generales sobre la interpretación de los
documentos del magisterio eclesiástico, expuestos en la premisa metodológica al
comienzo de este estudio, convendrá tener presentes tres cosas:
1. El anathema sit tiene normalmente el significado de una excomunión, que puede
deberse a razones disciplinares o a razones dogmáticas. Por tanto, para saber si una
doctrina ha sido definida, no basta con apelar al anathema sit de los diversos cánones,
sino que hay que establecer sobre la base de las actas conciliares si su sentido era
dogmático o disciplinar.
2. Como en otras sesiones, el trabajo del concilio empezó con el examen por parte
de los teólogos de algunas proposiciones (14 en este caso) que pretendían sintetizar la
doctrina de los reformadores, pero que no siempre eran una fiel expresión de la
misma. El concilio quiso sobre todo condenar los errores contenidos en esas
proposiciones.
3. Además, el concilio de Trento no quiso decidir ordinariamente las cuestiones
discutidas solamente entre los teólogos católicos11.
1. Existencia del sacramento de la penitencia como sacramento distinto del bautismo
(cap. 1-2 y can. 1-3)12
A los padres tridentinos el problema se les planteaba en estos términos. Según la
tradición bíblica y patrística, también el bautismo es un sacramentum poenitentiae13.
Además, bastantes padres antiguos habían interpretado el texto de Jn 20, 22-23 como
referido también al bautismo. Ya se ha visto cómo en la edad media, sobre todo a partir de
la reacción contra la teoría de Abelardo, los teólogos recurrieron cada vez más a este texto
para probar la institución del sacramento de la penitencia, dejando a la sombra el sentido
penitencial de Mt 16 y 18.
Pues bien, Calvino sostenía que Jn 20, 21-23 expresaba únicamente el mandamiento de
Cristo a su iglesia de anunciar la remisión de los pecados que tiene lugar en el sacramento
del bautismo14. Incluso para los pecadores este texto indicaba solamente el anuncio del
perdón que ya se les había concedido en el bautismo y que les recordaba la absolución, para
que renovasen la memoria y la fe en él y obtuviesen de esta forma el perdón de los pecados.
Por eso Calvino negaba la existencia de una “segunda tabla de salvación”, de un segundo
sacramento de penitencia distinto del bautismo.
La posición de Lutero no estaba tan clara, como hemos dicho. También él, cuando
insiste con tanta energía en la relación entre el bautismo y la penitencia, llega a decir que el
“tercer sacramento o penitencia no es más que el bautismo”15. Pero en otros textos parece
considerarlo como un verdadero sacramento.
Como hizo notar algún teólogo, el concilio partió de una proposición que reflejaba más
bien la doctrina de Calvino que la de Lutero16. Pero para no dejar dudas sobre la existencia
del sacramento de la penitencia, el concilio subrayó su distinción del bautismo, dejando a la
sombra las relaciones que realmente existen entre estos dos sacramentos.
El concilio define que la penitencia es vere et proprie sacramentum (can. 1), instituido
por nuestro señor Jesucristo como vitae remedium distinto (aliud) del sacramento del
bautismo, para los cristianos que caen en la esclavitud del pecado17.
11
12
13
14
15
16
17
Cf. CT 7, 240.
DS 1668-1672 y 1701-1703.
Cf. Hech 1, 14-15; 2, 38; 3, 11-12. 19; 5, 30-31; etc.
Cf. Calvino, Institutiones christianae 4, 19, 17.
M. Lutero, Grand catéchisme, en Oeuvres II, 208.
Cf. CT 7, 233 confrontado con CT 7, 272 y 292.
DS 1701.
7
Inmediatamente después, el concilio afirma la necesidad de la penitencia en general
para la justificación del pecador, incluso para los que piden el bautismo18. Se añade sin
embargo que esta penitencia subjetiva, antes de Cristo y antes de haber recibido el
bautismo, no es propiamente un sacramento. De las actas conciliares se deduce que algunos
padres la consideraban como preludio o como prefiguración del sacramento19.
Sobre el sentido de Jn 20, 22-23, conviene indicar lo siguiente:
a) El concilio define en el canon 3 que estas palabras de Cristo deben entenderse en el
sentido de la institución del sacramento de la penitencia20. Tanto en la redacción definitiva
del canon como en la del capítulo21 se añadieron las palabras “detorserit autem contra
institutionem huius sacramenti, ad auctoritatem praedicandi evangelium”, para no excluir ni
su sentido también predicatorio, que sostenían varios teólogos y padres conciliares, ni su
sentido bautismal22.
b) En el capítulo se indica que con estas palabras les dio Jesús a los apóstoles y a sus
sucesores el poder de perdonar y de retener los pecados. En la redacción definitiva añadió
la palabra praecipue para no excluir la posibilidad de utilizar en este sentido otros textos
bíblicos, como Mt 16 y 18, cuya inclusión había sido pedida por algunos padres23.
En el canon 2 se define la distinción entre el sacramento de la penitencia y el del
bautismo. La fórmula secunda post naufragium tabula se puso en el canon precisamente
para acentuar la distinción y para oponerse de esta forma a los reformadores que rechazaban
esta fórmula24.
En el capítulo 2 se explica la distinción entre los dos sacramentos: esa distinción se basa
en la diversidad del rito, en el carácter judicial propio de la penitencia y por tanto de su
ministro, en su reiterabilidad y en sus efectos: mientras que en el bautismo hay una total
regeneración nueva, en la penitencia se obtiene el perdón de los pecados con un mayor
esfuerzo por parte de los cristianos pecadores (baptismus laboriosus).
Los padres hablaron explícitamente además de las relaciones positivas entre el bautismo
y la penitencia25. Pero en el texto apenas quisieron aludir a ellas al recoger la fórmula
patrística baptismus laboriosus (el general de los agustinos había pedido su eliminación “ne
cum haereticis videamur convenire”! Esto es una señal del clima general del concilio, que
generalmente no quiso afirmar lo que era común a católicos y protestantes, sino rechazar
únicamente los errores de los reformadores, afirmando la doctrina que ellos negaban).
Finalmente, se afirmó también la necesidad del sacramento de la penitencia26. Se trata
de una necessitas medii para los cristianos que han caído en pecado mortal, lo mismo que el
bautismo es necesario para los no cristianos; por tanto, de una necesidad al menos in voto,
como ya se había dicho en el decreto de la justificación27 que la había definido28. Pero
hemos de tener en cuenta, con toda claridad, el alcance de esa necesidad “al menos en
voto”. En el fondo, esto significa que se puede obtener realmente el perdón de los pecados y
salvarse incluso sin haber recibido de hecho el sacramento, aunque no sin una relación ontológica, no necesariamente psicológica y consciente- con el sacramento. Y éste es el
caso de la mayor parte de los hombres, que de hecho no reciben el bautismo. En la práctica,
decir que un sacramento es necesario “al menos en voto” significa que aquel sacramento, in
re, realmente recibido, es necesario solamente con una necesidad condicionada: ese
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27
28
Cf. también el decreto sobre la justificación: DS 1525 s.
Cf. CT 7, 334-335 y 344.
DS 1703.
DS 1695.
Cf. CT 327-331 y 344.
Cf. CT 7, 295, 331, 344.
Cf. CT 7, 233.
Cf. CT 7, 296-297, 304-305, 337 y 344-345.
Cf. capítulo II: DS 1672.
DS 1543.
DS 1579.
8
sacramento es una de las exigencias de la salvación cristiana, una exigencia no absoluta,
sino condicionada por otras exigencias o por determinadas circunstancias históricas, y por
consiguiente una exigencia que no se realiza en ciertas circunstancias; y éste puede ser el
caso más común, como de hecho sucede con el bautismo.
2. La estructura y el efecto del sacramento de la penitencia (cap. 3 y can. 4)29
Para determinar la estructura del signo sacramental propio de la penitencia:
a) Se define en el canon 4 que los tres actos del penitente son “partes del sacramento”
como su “cuasi-materia”.
b) Contra los reformadores se añade en el canon y al final del capítulo que el sacramento
de la penitencia no está compuesto “solamente” (tantum) del terror de la conciencia, que se
da cuenta de la gravedad de sus pecados, y de la fe que en él suscita la predicación y la
absolución. Se excluye, por consiguiente, que el sacramento sea solamente esto, pero no se
excluye que la verdadera fe que se manifiesta en las obras y el verdadero temor de Dios
formen también parte del mismo sacramento, en consonancia con la doctrina expuesta en la
sesión sobre la justificación, en donde la fe se presentaba como comienzo de la
conversión30.
c) Es indudable que la doctrina del concilio sobre la estructura del signo sacramental de
la penitencia muestra cierta inspiración tomista. Pero en realidad se tuvo también presente
la postura escotista, defendida sobre todo por R. Tapper31. Para no excluirla del todo se
añadió en el capítulo la fórmula “forma, in qua praecipue ipsius vis sita est”. Se dijo además
que los actos del penitente son quasi materia, en cuanto que son partes que pertenecen ad
integritatem sacramenti. En efecto, los escotistas no niegan, después del concilio de Trento,
que los actos del penitente puedan llamarse quasi materia del sacramento de la penitencia;
pero no en el sentido de que sean partes esenciales o constitutivas del mismo, sino
solamente partes integrantes o también, con menos rigor, condiciones sin las cuales (sine
quibus) no existe el sacramento.
El efecto del sacramento de la penitencia, como aparece en el capítulo, es la
reconciliación con Dios, acompañada a veces de otros efectos como la paz interior y el gozo
espiritual. Todo esto se dijo para excluir las afirmaciones de los reformadores que le daban
a la absolución sólo un valor “declarativo” del perdón32.
3. La contrición (cap. 4 y can. 5)33
a) El problema
La doctrina de Lutero consideraba imposible para el hombre pecador la contrición
perfecta y declaraba hipócrita la contrición imperfecta, por el hecho de brotar del amor a sí
mismo. Dos de las proposiciones a partir de las cuales empezó la discusión de los teólogos
sobre este tema exponían esta doctrina con una referencia especial a la atrición 34. Para
oponerse a esta doctrina, el concilio quiso enseñar la legitimidad y el valor de la contrición
perfecta e imperfecta.
Para comprender esta problemática es necesario tener presentes las opiniones de los
teólogos católicos de entonces:
29
30
31
32
33
34
DS 1673-1675 y 1704.
DS 1526.
Cf. CT 7, 249.
Cf. CT 7, 233.
DS 1676-1678 y 1705.
Cf. CT 7, 233-234
9
1. Los tomistas sostenían que: a) Ningún pecador queda justificado sin el acto de
contrición perfecta, esto es, sin el acto de la virtud infusa de la penitencia, “imperado” por
la caridad. Por eso el acto de contrición se da siempre (ontológicamente) en el mismo
momento de la justificación sub motione gratiae et caritatis, infundidas por Dios en el
alma. Con mayor precisión metafísica, aplicando los principios del hilemorfismo
aristotélico-tomista, los tomistas afirmaban que el acto de contrición perfecta es al mismo
tiempo la última disposición para la infusión de la gracia y su efecto. b) El pecador puede
llegar a la justificación antes de la absolución recibida en el sacramento, mediante un acto
de contrición perfecta. Pero dicho acto incluye dentro de sí, al menos implícitamente, el
votum sacramenti, ya que está ordenado a la absolución lo mismo que la (quasi) materia
está intrínsecamente ordenada a su forma. c) La atrición o contrición imperfecta es
disposición suficiente para acercarse al sacramento de la penitencia; pero en dicho
sacramento peccator ex attrito fit contritus, ya que, movido por la gracia y por la caridad,
pone al acto de contrición perfecta, al cual estaba ordenado el mismo acto de atrición que
incluye siempre cierto amor, al menos inicial, a Dios.
2. Los escotistas sostenían: a) La existencia de dos caminos para la justificación,
independientes entre sí: el camino más difícil de la attritio maior o contrición perfecta, que
puede darse fuera del sacramento de la penitencia, y el camino más fácil de la attritio
minor, en el sacramento de la penitencia. b) Por tanto, la atrición imperfecta es disposición
suficiente, no sólo para acercarse al sacramento de la penitencia, sino también para quedar
justificados en él, sin convertirnos de atritos en contritos. En efecto, la atrición no está
ordenada a la caridad y por eso es un camino de justificación distinto de la contrición
perfecta. Algunos afirman que la attritio minor incluye cierto amor inicial imperfecto, al
menos implícito, de Dios; pero otros sostienen que es suficiente el temor de Dios con la
voluntad de no pecar. Así por ejemplo, para Duns Escoto, incluso el pecador parum attritus
obtiene la justificación mediante la absolución, ex pacto divino. Algunos nominalistas,
como Occam, fueron más allá y enseñaron que ni siquiera se necesita la atrición imperfecta
para acercarse al sacramento de la penitencia y ser justificados en él, sino que basta con la
voluntad de recibir el sacramento sin un afecto actual al pecado.
b) La doctrina del concilio
En la primera parte del capítulo se formula una noción de contrición en general: “Animi
dolor ac detestatio de peccato commisso, cum proposito non peccandi de cetero”. Esta
formulación comprende dos aspectos íntimamente unidos: no es solamente la voluntad de
no pecar y de iniciar una nueva vida, sino que incluye también un verdadero odium veteris
vitae. Esto significa que no hay verdadera contrición, ni siquiera imperfecta, si -aparte del
empeño por no pecar en el futuro- permanece un afecto voluntario al pecado pasado. Esa
contrición se dice que es necesaria para el perdón de los pecados, incluso en el sacramento
de la penitencia.
En la segunda parte del capítulo se habla de la contrición “caritate perfecta”: esa
contrición reconcilia al hombre con Dios incluso antes de haber recibido actu el
sacramento, pero no “sine sacramenti voto, quod in illa includitur”.
En la tercera parte del capítulo y en el canon 5 (en el que, como en los demás cánones,
se recogen en gran parte las palabras atribuidas a Lutero en las proposiciones por las que
comenzó la discusión entre los teólogos) se define el valor y la utilidad de la contrición
imperfecta o atrición. A este propósito hay que advertir:
1. La atrición de que se habla tiene como motivo ordinario (communiter) la honestidad
moral y el miedo a la condenación eterna, esto es, el temor. Pues bien, según la teología, el
temor puede ser: filial (que en realidad se identifica con el amor de caridad del hijo al
Padre) y servil, cuando está motivado, no por la caridad, sino por la consideración de las
penas del pecado. Tratándose de la atrición, se habla aquí de este último. Pero puede ser aún
simpliciter servilis, si impulsa a abstenerse del pecado y excluye el afecto voluntario, y
10
serviliter servilis, si mueve a abstenerse del pecado, pero sin excluir el afecto voluntario al
mismo, de forma que se cometería de buena gana el pecado si no existiese la pena como
consecuencia. El concilio excluye este último tipo de temor. Efectivamente, en el canon se
habla de un propositum melioris vitae y en el capítulo se indica: “Si voluntatem peccandi
excludat cum spe veniae”. Esto es una clara consecuencia de la noción general de contrición
propuesta al comienzo del capítulo. La alusión a la esperanza del perdón como elemento de
la atrición supone que se exige la fe y, al menos implícitamente, un comienzo de amor, tal
como se había dicho en la sesión VI a próposito de la justificación en general35. Sin
embargo, el concilio no quiso determinar en qué medida esta detestación del pecado incluye
cierto amor de Dios36.
2. La atrición es un acto bueno y saludable, ya que es un don de Dios debido a la
moción del Espíritu y dispone a impetrar la gracia en el sacramento de la penitencia. La
palabra disponit del capítulo y la palabra praeparare del canon fueron escogidas para no
excluir que en el sacramento de la penitencia el pecador se convierte de atrito en contrito,
pero sin afirmarlo tampoco. Y por otra parte, “disponer” o “preparar” a la gracia no es lo
mismo que decir que esta atrición es suficiente, sufficit, para quedar justificados. La
fórmula, intencionadamente, no decide la cuestión discutida entre tomistas y escotistas.
En el diálogo ecuménico conviene tener en cuenta un detalle. Los protestantes no
distinguen bien la diferencia que existe en la doctrina católica entre un acto puesto con sola
la gracia actual antes de la justificación y un acto puesto por un individuo ya justificado y,
por tanto, animado de la gracia habitual. Por este motivo interpretan fácilmente la atrición
como un acto simplemente humano, puesto sin ayuda de la gracia, que merecería la
justificación, o bien como un acto que es ya efecto de la justificación realizada. El concilio
dice por el contrario que se trata de un acto puesto por el hombre bajo el impulso del
Espíritu, no “inhabitante” sino “moviente”.
4. La confesión (cap. 5 y can. 6-8)37
Los reformadores sostenían, según las proposiciones resumidas por los teólogos
tridentinos, que la confesión católica no era de derecho divino (de jure divino); que además
no era necesaria ni siquiera posible una confesión íntegra de los pecados y, finalmente, que
dicha confesión no podía ser objeto de un precepto eclesiástico38.
Para excluir estas ideas el concilio enseñó:
a) Institución y necesidad iure divino de la confesión íntegra de los pecados “mortales”.
Esta doctrina está definida en los cánones 6 y 7; en el capítulo se alude además a su
fundamento. Se cita a Mt 16, 19; 18, 18 y Jn 20, 23: Jesús ha constituido a los sacerdotes,
vicarios suyos, praesides et iudices. El ejercicio de este poder de índole judicial lleva
consigo el conocimiento de la causa, esto es, del estado del pecador y la facultad de
imponer ciertas penas proporcionadas a su estado. Luego indicaremos en qué sentido
entiende el concilio de Trento la absolución del sacerdote como “acto judicial”; bástenos
por ahora recordar que esta necesidad de la confesión debe entenderse según lo que ya se
dijo a finales del capítulo segundo de esa misma sesión sobre el sacramento de la
penitencia39: una necesidad in re vel in voto, y por tanto condicionada.
En los debates se repitió explícitamente este punto una y otra vez. Se suponía que sólo estaban
dispuestos a admitir tal cosa los supuestos enemigos del sistema penitencial (los reformadores).
35
36
37
38
39
Cf. DS 1526 y 1558-1559.
Cf. CT 7, 520.
DS 1679-1683 y 1706-1708.
Cf. CT 7, 235-236.
Cf. DS 1672.
11
Fundamentalmente, lo que el decreto tridentino hizo fue afirmar la realidad de una exigencia en la
conversión, que la comunidad eclesial podía determinar, pero a la que no podía dar origen ni
estaba en sus manos suprimir totalmente. Cierto que tal exigencia (por ejemplo, la confesión
íntegra) se daba en determinadas circunstancias, y en otras no40.
Como veremos enseguida, los padres de Trento hablaban de integridad de la confesión
“humano modo”, lo cual implica la valoración de las circunstancias concretas en que puede
encontrarse cada uno. Pero tanto por su mentalidad como por la problemática que tenían
presente en concreto, no se esforzaron en explicar ulteriormente lo que todo esto quiere
decir concretamente.
b) Extensión y posibilidad de la integridad de la confesión
Tanto en el canon 7 como en el capítulo se enseña y se define que la confesión se
extiende a todos los pecados verdaderamente mortales, incluso ocultos, así como a las
circunstancias que cambian su especie.
Esto en la medida en que uno puede acordarse de ellos con un examen diligente, como
se dice en el canon (quorum memoria cum debita et diligenti praemeditatione habeatur) y
como se repite varias veces en el capítulo (quorum conscientiam habent; quae memoriae
occurrunt; scienter). En el capítulo se indica además que los pecados mortales que no se
recuerden se consideran incluidos in universum y por tanto perdonados en la misma
confesión.
Se trata, pues, claramente de una integridad que en términos técnicos es llamada formal
o subjetiva, no material u objetiva. Por esta razón el concilio afirma que esa integridad es
posible41. De las actas conciliares se deduce, efectivamente, que los padres en el curso de la
discusión repitieron con frecuencia que se trataba de una integridad humano modo, como es
posible en las condiciones y en la situación del sujeto. Sobre esta posibilidad de la
confesión concebida de esta manera se basa la legitimidad del precepto de la confesión
anual42.
Las razones que sirven de fundamento a la exigencia de esta integridad son dos. Aparte
de la índole judicial de la absolución en el sentido ya indicado43, el texto conciliar alude a
otro argumento: la opción fundamental, por la que uno se convierte en enemigo de Dios, se
encarna en actos históricamente bien determinados por circunstancias concretas, en la
medida en que estas circunstancias son captadas por la conciencia del sujeto; por tanto, el
retorno a Dios, la petición de su perdón a través del sacerdote (según la índole sacramental
de la economía cristiana y según la voluntad del Señor) tiene que encarnarse e ir
acompañada de la manifestación del propio despego de aquellos actos y de aquellas
circunstancias en las que había encarnado la actitud de repulsa de Dios. Por eso aquel que
de modo consciente (scienter) excluyese uno de esos actos o una de esas circunstancias,
demostraría prácticamente una voluntad no despegada aún plenamente de la oposición a
Dios, y no orientada todavía decididamente hacia él. Por consiguiente, hay que decir que la
confesión íntegra es un valor, una exigencia de la conversión del cristiano pecador: una
exigencia que solamente tiene sentido en el interior de esta conversión que, por tanto, está
condicionada por otras exigencias o valores requeridos por la misma conversión.
Esta confesión, es verdad, lleva consigo una vergüenza y un esfuerzo especial. Pero esto
constituye uno de los elementos que manifiestan el carácter laborioso de la conversión y de
la reconciliación del pecador en el sacramento de la penitencia44.
40
41
42
43
44
C. Peter, La confesión íntegra y el concilio de Trento: Concilium 61 (1971) 108.
DS 1682 y 1708.
DS 1683 y 1708.
DS 1681.
Cf. DS 1682.
12
Tanto en el canon 7 como en el capítulo se añade además que los pecados veniales
pueden confesarse, pero no necesariamente, ya que pueden ser perdonados con otros
medios.
c) La confesión en forma secreta a solo el sacerdote
Sobre este punto hubo bastante discordia entre los padres conciliares 45. Algunos de ellos
querían que se definiese de jure divino la confesión en forma secreta a solo el sacerdote
(modum secreto confitendi apud solum sacerdotem). Otros se opusieron a esta tendencia ya
que no querían excluir como posible una confesión pública y afirmaron en consecuencia
que el modo de confesar los pecados, pública o secretamente, es de jure humano, esto es, de
derecho eclesiástico. Los padres tenían cierto conocimiento de la evolución histórica del
sacramento de la penitencia, pero no tan rico y profundo como el que podemos tener hoy.
De todas formas, precisamente por sus conocimientos históricos, se mostraron de acuerdo
en utilizar una fórmula que por una parte afirmase con claridad el origen divino de la
confesión, y por otra les dejase libertad a los historiadores para explicar la evolución en la
manera de confesarse que se había realizado a través de los siglos. En conclusión:
1. En el capítulo se afirma que la confesión pública (se entiende la detallada) no fue
prohibida por Cristo, pero tampoco ha sido mandada por él, y se añade que no puede ser
impuesta por ninguna ley humana46.
2. En el canon 6 y en el mismo capítulo se indica además algo sobre el modum
confitendi secretum; no se afirma explícitamente que sea de jure divino, pero se define que
este modo non est alienum ab institutione et mandato Christi: no es una invención
meramente humana y la iglesia lo utilizó desde el principio.
d) Algunas observaciones hermenéuticas
1. Al valorar el alcance de la definición sobre la integridad de la confesión hay que tener
presente ante todo cómo concebía el concilio de Trento la distinción entre pecados mortales
(que también llama crimina)47 y pecados veniales.
Opone los unos a los otros y entiende como mortales aquellos pecados, menos
frecuentes, por los que uno queda excluido de la gracia y de la amistad de Dios. “En efecto,
los pecados veniales, por los que nos quedamos excluidos de la gracia de Dios y en los que
caemos más frecuentemente...”48; al hablar del sacramento de la eucaristía se dice que es
“un antídoto, mediante el cual nos vemos libres de las culpas cotidianas y somos
preservados de los pecados mortales49”; al tratar finalmente del valor propiciatorio del
sacrificio de la misa, habla de “aquella fuerza saludable que se aplica en remisión de los
pecados que cometemos cada día”50. Tomando como base estos textos podemos decir que el
concilio de Trento considera “cotidianos” solamente a los pecados veniales, mientras que
los mortales no los considera como tales.
Es verdad sin embargo que considera como mortales no sólo a los pecados contra la fe o
contra los hermanos, como hacen algunos reformadores, sino en general a todos aquellos
actos contrarios a los preceptos divinos, incluso ocultos e internos, por los que uno se
convierte en enemigo de Dios51. Pero, dice Alszeghy,
45
Cf. J. A. do Couto, De integritate confessionis apud patres concilii tridentini, Roma 1963, 48-52.
DS 1683.
47
DS 1679.
48
“Nam venialia quibus a gratia Dei non excludimur et in quae frequentius labimur...”: DS 1680.
49
“Antidotum, quo liberemur a culpis quotidianis et a peccatis mortalibus praeservemur”: DS 1638.
50
“Illius salutaris virtus in remissionem eorum, quae a nobis quotidie committuntur, peccatorum
applicaretur...”: DS 1740.
51
Cf. DS 1680-1682 y 1707.
46
13
el concilio no determina ulteriormente cuáles son los actos por los que uno se convierte en
enemigo de Dios y queda privado de la vida de gracia. Ya en tiempos del concilio estaban
convencidos de que se tiene un pecado mortal cuando el acto es objetivamente malo, cuando el
que lo comete tiene plena conciencia de la malicia de su acto y cuando su consentimiento es
plenamente libre. Esta doctrina que, supone ciertamente el concilio, ha sido explicada a veces
insistiendo únicamente en la malicia objetiva del acto y dejando de poner de relieve la
importancia del elemento subjetivo, sin el que no puede existir un pecado mortal. Esta tendencia
no puede ciertamente apelar a la autoridad del concilio de Trento. Al contrario, considerando que,
según el concilio, por el pecado mortal se convierte uno en enemigo de Dios y objeto de su ira, es
preciso concluir que el pecado mortal supone un cambio tan profundo en la psicología humana
como la de conversión, por la que el pecador se convierte de enemigo en amigo de Dios52. Pues
bien, la pregunta sobre si ha tenido lugar de veras semejante conversión al revés o no, no podrá
encontrar respuesta mientras nos quedemos en el horizonte de un acto considerado aisladamente.
En efecto, un acto humano podrá tener una eficacia destructora tan grande solamente si tiene una
“profundidad personal”, por la que el hombre polarice su existencia personal en un sentido
contrario al amor divino, o al menos de una forma inconciliable con el amor de Dios53.
Este mismo autor sigue observando, en consecuencia, que podría haber pecado grave en
un acto relativo a una “materia ligera”, mientras que puede haber pecado leve en un acto
que se refiera a la “materia grave”. Y dada la situación de la mayor parte de los cristianos
en el mundo moderno, concluye que “no debe creerse contraria al concilio de Trento la
afirmación de que la gran mayoría de los fieles practicantes, que intervienen en una
celebración comunitaria penitencial, podrían recibir también en ella la absolución
sacramental” después de una confesión general y sin necesidad de una nueva confesión
particular o detallada, ya que no son culpables de pecados verdaderamente graves o
mortales54.
2. También hay que tener en cuenta que la concepción que el concilio de Trento tiene de
la índole judicial de la absolución no es tan rígida como ha sido interpretada por la teología
y por la práctica posterior. Hablaremos de ello más tarde. Aludimos de momento a este
hecho para subrayar que la integridad de la confesión no debe concebirse de una forma
estrictamente jurídica:
Hemos de recordar siempre que en la confesión sólo es objeto de acusación aquello que, según la
conciencia subjetiva del penitente, ha sido cometido conscientemente como culpa subjetiva. En
efecto, la malicia no advertida no es imputable. Por consiguiente, es objeto de acusación sólo
aquello que puede ser imputado. El tribunal de la penitencia no es un tribunal de la inquisición. La
especie ínfima y las circunstancias mutantes speciem, que es preciso acusar, son aquellas de las
que el pecador es consciente y voluntariamente responsable y en la medida en que es responsable
de ellas, no aquellas que objetivamente y por sí mismas afectan o pueden afectar a los actos que él
ha puesto materialmente. “Cuando -escribe Charles- un penitente ha manifestado lo que cree que
es su culpa, es realmente su culpa lo que ha confesado; y sólo si el confesor descubre en la
confesión una ignorancia crasa o dañosa, puede e incluso debe, si tiene probabilidades de hacerse
comprender, iluminar una conciencia”55. Si siempre se hubiera obrado de esta manera, aquellas
agrias disputas contra la posibilidad y la utilidad de la confesión íntegra en tiempos de reforma no
se habrían producido. Desgraciadamente, también hoy nos encontramos muchas veces con
algunos modos de obrar, tanto por parte de los penitentes como por parte de los confesores, que
parecen suponer la necesidad de la confesión materialmente íntegra56.
52
En este punto el artículo remite a Z. Alszeghy, L’opzione fondamentale della vita morale e la grazia: Gr
41 (1960) 593-619.
53
Z. Alszeghy, Problemi dogmatici della celebrazione penitenziale comunitaria: Gr 48 (1967) 582-583; cf.
J. Gründel, o. c., 665-668 y A. M. Meier, o. c., 390-397.
54
Cf. Z. Alszeghy, art. cit., en Gr. 48 (1967) 583.
55
El autor cita aquí a P. Charles, Doctrine et pastorale du sacrement de pénitence: NouvRevTh 75 (1953)
466.
56
“Semper notandum est in confessione ea tantum deberi accusare, quae iuxta conscientiam subiectivam
poenitentis ut culpa subiectiva conscie commissa sunt. Malitia enim non apprehensa non contrahitur.
Accusanda autem sunt ea quae de facto contracta sunt. Hic tribunal poenitentiae non est tribunal inquisitionis.
14
3. La renovación actual de la práctica del sacramento de la penitencia parece encontrar
un obstáculo grave en la definición del concilio de Trento sobre la integridad de la
confesión. En efecto, entre las nuevas formas de celebraciones comunitarias del sacramento
de la penitencia se prevé también una forma en la que se prescinde de la acusación detallada
de los pecados, sustituida por una confesión general, comunitaria y genérica, a la que siga
luego una absolución general. ¿En qué medida esta nueva manera de celebrar el sacramento
de la penitencia está o no excluida por la definición de Trento?
Las respuestas de los teólogos son diversas57. Está claro en primer lugar que es preciso
situar la definición del concilio de Trento en su contexto histórico, reconociendo que el
concilio ha tenido siempre y únicamente presente en sus discusiones y definiciones a la
confesión privada, tal como se usaba desde hacía mucho tiempo en Occidente y contra la
que presentaban algunas dificultades los reformadores. El concilio de Trento no se planteó
directamente el problema concreto de una celebración comunitaria de la penitencia en la
forma con que se la intenta instaurar hoy. Además, parece bastante claro que los padres no
conocían las anáforas de algunos ritos orientales, en los cuales, como ya se ha dicho, había
un rito penitencial con confesión y absolución general, considerada válida incluso para los
pecados graves distintos de la tríada capital (apostasía, adulterio, homicidio)58. Incluso
sobre la base de su concepción del mundo, más estática que histórica, se tuvo simplemente
por descontado que había una identidad substancial en la forma de celebrar el sacramento
de la penitencia durante todos los siglos. Ni siquiera se plantearon entonces una cuestión
que a nosotros nos parece perfectamente legítima: si en el pasado hubo cambios radicales
en la forma de celebrar el sacramento de la penitencia, ¿no es posible que esto pueda
suceder también en el futuro?
Teniendo esto en cuenta, algunos teólogos acentúan sobre todo la diversidad de las
situaciones y llegan a la conclusión de que la definición de Trento vale únicamente para la
confesión privada o auricular. Trento no podía excluir, ya que no lo podía conocer, el nuevo
tipo de confesión comunitaria y genérica seguida de la absolución general. Por eso se cree
posible, en un futuro más o menos próximo, una nueva forma de celebración de la
penitencia que no exija la confesión particular y detallada de los pecados mortales ni
incluya la obligación de confesarlos de una forma privada y en detalle59.
Otros muchos teólogos insisten en el valor que tiene todavía para nosotros la definición
tridentina. Aceptan que los padres del concilio no conocían esta nueva forma de celebración
Species infima et circumstantiae speciem mutantes, quae accusari debent, sunt illae, quae et in quantum
peccator revera scienter et volender contraxit, non eae, quae obiective per se insunt vel inesse possunt in eis,
quae materialiter facit. 'Quand, ita Charles, un pénitent a dit ce qu’il croit être sa faute, c’est sa faute qu’il a
dit; et ce n’est que dans le cas où le confesseur décèle dans les aveux une ignorance énorme ou dangereuse
qu’il peut, ou doit même, s’il a quelque chance de se faire comprendre, éclairer une conscience'. Haec si
semper observata fuissent, acerbae illae oblocutiones contra possibilitatem et utilitatem confessionis integrae
tempore 'Reformationis' factae non fuissent. Pro dolor habentur etiam hodie non raro praxes tum a parte
poenitentium tum a parte confessariorum, quae videntur supponere necessitatem confessionis materialiter
integrae”: K. Rahner, De poenitentia, 577.
57
Limitándonos a los autores que se refieren más explícitamente a la relación de la celebración comunitaria
del sacramento de la penitencia con las definiciones de Trento, cf. Z. Alszeghy, Problemi dogmatici della
celebrazione penitenziale comunitaria, 577-587; J. E. Corrigan, Penance: A service to community, en Worship
in the city of man, Washington 1966, 108-117; A. Eppacher, Die Generalabsolution: ihre Geschichte (9-14
Jhdt) und die genenwärtige Problematik im Zusammenhang mit den gemeinsamen Bussfeiern: ZKathTh 90
(1968) 296-308, 385-421; F. J. Heggen, Confession and the service of penance, London 1967; R. McCormick,
Notes on moral theology: penance: TS 28 (1967) 769-776; C. J. Peter, Auricular confession and the Council
of Trent, 185-200; Id., Renewal of penance and problem of God: TS 30 (1969) 489-497; Id., La integridad de
la confesión según el concilio de Trento: Concilium 61 (1971) 99-111; H. Vorgrimler, Das Bussakrament –
iuris divini?, 257-266.
58
Cf. lo dicho anteriormente en las notas 40 y 41.
59
Esta es la postura de F. J. Heggen, La penitencia, acontecimiento de salvación, Salamanca 1969, 95-110;
cf. C. E. Curran, The sacrament of penance today: Worship 44 (1970) 8-9.
15
del sacramento de la penitencia y esto les impulsa a buscar una solución a los problemas
que esta forma plantea. Están igualmente de acuerdo en sostener que el anatema de Trento
no siempre tiene un significado dogmático. Algunos de ellos admiten también que el de jure
divino del concilio no siempre tiene el mismo valor; puede querer indicar sencillamente que
una cosa es conforme con la voluntad divina en un momento determinado de la historia de
la iglesia, y no siempre que una determinada doctrina o modo de obrar haya sido revelado
por Dios60. No obstante, sostienen que la definición tridentina sobre la integridad de la
confesión de los pecados verdaderamente mortales significa que esta doctrina ha sido
revelada por Dios; esto es lo que se deduce de un análisis detenido de las actas conciliares.
Los padres se plantearon explícitamente este problema, aun partiendo solamente de la
experiencia de la confesión íntegra de los pecados como un requisito puramente
eclesiástico; para ellos esta confesión íntegra se juzgaba “incuestionablemente situada en la
línea de desarrollo, que se inicia con las exigencias bíblicas respecto a la conversión en la
vida del cristiano”61.
Pero esto no significa que el concilio de Trento excluya de manera absoluta la
posibilidad y el valor estrictamente sacramental (si la iglesia lo reconoce como tal) de la
nueva forma de confesión general, seguida de una absolución general.
En primer lugar hemos de recordar que la obligación de la confesión íntegra de los
pecados mortales, aun cuando sea una verdad revelada, se ha concebido siempre como una
obligación condicionada, no absoluta. Se trata efectivamente de una integridad en la medida
posible a un hombre bien dispuesto. Como se ha dicho más arriba, los mismos padres de
Trento consideraban la confesión íntegra como una exigencia, no absoluta sino
condicionada, de la conversión de los cristianos pecadores. Y esto quiere decir que, en
ciertas circunstancias, puede no ser requerida. Toda la teología moral tradicional ha
reconocido siempre que pueden darse circunstancias que hagan moralmente imposible esta
integridad. Tal sucede en el caso de una molestia “realmente grave”, esto es, cuando hay
una razón grave y urgente, proporcionada al precepto divino de la integridad de la
confesión; por ejemplo, en el caso de un moribundo, en el caso de una absolución general
permitida en ciertas situaciones en tiempos de guerra. Se tiene en estos casos un verdadero
perdón sacramental de todos los pecados mortales, aunque no se hayan confesado, a pesar
de que quede la obligación de confesarlos cuando haya una posibilidad real. Pues bien,
algunos autores opinan que en el caso de la celebración comunitaria del sacramento de la
penitencia se tiene otro caso (que no podía tener presente el concilio y la tradición
posterior) de imposibilidad moral de confesión individual o privada de los pecados
mortales62.
Otros autores, sin recurrir a este motivo, dicen sencillamente que el concilio de Trento
no excluyó que pudiera haber una nueva forma de celebración comunitaria del sacramento
de la penitencia en la que se obtuviese el verdadero perdón de todos los pecados graves,
incluso con una confesión comunitaria y genérica y con una absolución general. Pero
añaden que la exigencia de la confesión íntegra que pone de relieve el concilio sigue
estando esencialmente en pie; en efecto, aunque todos los pecados mortales hayan sido ya
perdonados en este nuevo tipo de celebración del sacramento de la penitencia, permanecería
la exigencia de confesarlos detalladamente; pero esto, no después de cada celebración
comunitaria con una confesión genérica, sino solamente en algunas situaciones particulares,
o bien alguna vez en la vida, e incluso una vez solamente, según lo que la iglesia juzgue
60
Sobre este punto, cf. K. Rahner, Sobre el concepto de “Jus divinum” en su comprensión católica, en
Escritos de teología V, Madrid 1964, 247-273; J. Neumann, Das “Jus divinum” im Kirchenrecht:
Orientierung 31 (1967) 5-8.
61
Cf. C. J. Peter, art. cit, en Concilium 61 (1971) 103, aparte de los otros dos artículos del mismo citados en
la nota 65. De esta opinión son también Z. Alszeghy, McCormick y Vorgrimler.
62
Esta respuesta o solución del problema es admitida por Z. Alszeghy, en su art. cit. de Gr 48 (1967) 584587 y, aunque no de forma general sino sólo en determinadas circunstancias, por R. A. McCormick, art. cit.,
774-775.
16
oportuno que se haga atendiendo a cada situación histórica. Naturalmente, tampoco esta
exigencia es absoluta, sino condicionada a las circunstancias históricas concretas de la
comunidad y de cada cristiano pecador63.
En todo caso es preciso añadir que muchos de los problemas pastorales que plantea esta
celebración comunitaria del sacramento de la penitencia pierden parte de su urgencia si se
tiene presente que los pecados verdaderamente “mortales” son generalmente menos
frecuentes de lo que podía pensar cierta teología y cierta pastoral moral demasiado
objetivista y legalista.
En resumen, me parece que la última respuesta al problema que nos habíamos planteado
tiene que reconocer el valor que tiene todavía hoy la fórmula del concilio de Trento y al
mismo tiempo explicar el sentido de las otras formas históricas que existieron en el pasado:
las anáforas orientales y las absoluciones generales de la edad media latina; en esos casos,
en virtud de la situación histórica, la exigencia de la confesión particular de los pecados
quedaba limitada a solos los pecados “capitales”, e incluso quedaba a veces sin realizarse.
De todas formas, aparte de una hermenéutica del concilio de Trento tal como la que
hemos propuesto, hay que procurar aclarar todavía cuál es el verdadero sentido del pecado
“mortal”, esto es, cuáles son las razones últimas por las que se le exige al cristiano penitente
la integridad, no material sino formal, de la confesión. ¿Cuál es el tipo de relación que
existe entre la integridad de la confesión y los demás valores o exigencias de la conversión
del cristiano pecador? Esta integridad ¿es exigida por la estructura psicológica del
arrepentimiento o contrición, sin la cual no habría sacramento?, ¿o es más bien exigida por
la índole judicial de la absolución? ¿En qué medida es exigida por la apertura del pecador a
la iglesia y por la apertura de la iglesia al pecador? ¿Podría decirse que esta apertura exige
la confesión íntegra solamente en casos determinados, en los que aparece evidente la
ruptura con la comunión eclesial? Solamente respondiendo a estos interrogantes se podrá
hablar con mayor precisión del alcance y de los límites de la integridad requerida por la
confesión sacramental64.
5. El ministro del sacramento y la absolución (cf. cap. 6-7 y can. 9-11)65
Entre las proposiciones que sintetizaban la doctrina de los reformadores sobre este tema,
había una que enseñaba que “la absolución del sacerdote no es un acto judicial, sino el
simple (nudum) ministerio de declarar y de proclamar a quien se confiesa que sus pecados
están perdonados, con tal que crea que ha quedado absuelto, aun cuando no esté contrito, o
el sacerdote le absuelva en broma y no en serio; más aún, el sacerdote puede absolver
incluso sin la confesión del pecador”66. Otras dos proposiciones negaban la necesidad de la
existencia en el ministro de un poder especial de orden (también los laicos pueden absolver)
o de jurisdicción, en cuanto que los reformadores negaban que el obispo tuviera el poder de
reservarse algunos casos especiales. Otra proposición negaba finalmente que el ministro, en
virtud de su poder judicial, pudiera imponer obras de penitencia.
Contra estos errores el concilio estableció:
a) El único ministro del sacramento de la penitencia
63
Lo admiten también McCormick, Peter, Alszeghy y Vorgrimler.
Esta es también la conclusión de R. A. McCormick, art. cit., 775-776.
65
DS 1684-1688 y 1709-1711.
66
“Absolutionem sacerdotis non esse actum iudicialem, sed nudum ministerium pronuntiandi et declarandi
remissa esse peccata confitenti, modo credat se esse absolutum, etiamsi non sit contritus, aut sacerdos non
serio sed ioco absolvat, immo etiam sine confessione peccatoris sacerdotem eum absolvere posse” (CT 7,
236).
64
17
En el canon 10 y en la primera parte del capítulo 6 se define y se enseña que los únicos
ministros del sacramento de la penitencia son los obispos y los sacerdotes. A este propósito
se aducen los textos de Mt 18, 18 y Jn 20, 23. Incluso los sacerdotes que están en estado de
pecado mortal tienen el poder de atar y desatar, ya que, como se especifica en el capítulo,
“ejercen, como ministros de Cristo, la función de perdonar los pecados que se les confirió
en la ordenación por virtud del Espíritu santo”67. Con esto se hace una referencia explícita
al poder de orden, necesario en el ministro del sacramento de la penitencia.
En el capítulo 7 el concilio enseña además la necesidad de la jurisdicción en el sacerdote
que da la absolución68 y el derecho (definido en el canon 11) que tienen los obispos de
reservarse algunos casos más graves en su diócesis, en cuanto que son ellos los que
transmiten a los sacerdotes inferiores la jurisdicción o la autoridad de absolver69. Este
derecho a reservarse ciertos pecados tiene como finalidad la edificación y no la destrucción
de la iglesia, por lo que en la hora de la muerte no existe reserva alguna70.
b) La índole judicial de la absolución
En el canon 9 se define que la absolución del sacerdote es un acto judicial. Este punto
constituye el centro de toda la doctrina del concilio sobre el sacramento de la penitencia, y
queda explicado más extensamente en los capítulos 6 y 7. Dada la importancia de este tema
-del que derivan muchas de las características que el concilio ve en el sacramento de la
penitencia- hemos de procurar precisar en qué sentido para el concilio de Trento la
absolución del sacerdote es un acto judicial.
En primer lugar sentemos algunas premisas:
1. El sentido de la índole judicial que se le atribuye a la absolución depende en primer
lugar de la noción que entonces era común de acto y de potestad judicial, noción distinta de
la que tiene la moderna ciencia jurídica.
2. Depende además, fundamentalmente, del sentido que le daban los reformadores, o
sea, de lo que ellos entendían cuando negaban que la absolución fuese un acto judicial.
3. Incluso respecto a la noción que era común entonces, el concilio es plenamente
consciente de que se trata de una imagen, ciertamente útil para expresar algunos elementos
esenciales del ministerio del sacramento de la penitencia; por eso hemos de tomarla y
aplicarla a la absolución en un sentido análogo. Efectivamente, en el capítulo 6 se dice,
precisamente para subrayar esta idea: “ad instar actus judicialis...”, “velut a judice...”71. Y
conviene observar que este ad instar se puso para corregir un vere que se encontraba en el
texto primitivo72.
Así pues, de los mismos documentos del concilio se deduce que, al utilizar la imagen del
acto judicial, para excluir el error de los reformadores, se quiso enseñar:
1. La absolución del sacerdote es verdaderamente eficaz en orden a la remisión de los
pecados; no es un simple (nudum) ministerio de la proclamación de la remisión ya realizada
de los pecados en virtud de la fe fiducial únicamente73.
2. La absolución es una especie de sentencia sobre unos súbditos (in subditos)74, una
sentencia que consiste en la “concesión de un beneficio de otro” (alieni beneficii
dispensatio), en el sentido de que es pronunciada con una autoridad y un poder que sólo los
67
“Per virtutem Spiritus Sancti in ordinatione collatam tamquam Christi ministros functionem remittendi
peccata exercere”: DS 1684.
68
Cf. DS 1686.
69
Cf. DS 1687.
70
Cf. DS 1688.
71
DS 1685.
72
Cf. CT 7, 351.
73
Cf. el canon 9: DS 1709.
74
DS 1686 y 1685.
18
obispos y sacerdotes han recibido de Cristo: El texto declara que se trata del poder de orden
y de jurisdicción, como se ha dicho más arriba, pero no determina más en concreto la
relación existente entre estos dos poderes, relación que discutían entonces con gran calor
los teológos católicos.
3. La absolución exige, normalmente, el conocimiento del estado del pecador mediante
la confesión de aquellos pecados “mortales” de los que en conciencia se considera culpable,
e incluye también el poder de imponer una satisfacción, que adquiere todo su valor de su
unión con la muerte de Cristo. De la necesidad de la confesión se habla en el canon 4 y en
los capítulos 6 y 7. El poder de imponer una satisfacción se había enseñado también en el
capítulo 675 y volverá a recordarlo el concilio en el capítulo 8 y en el canon 1576, donde el
poder de ligar es interpretado claramente como el poder de imponer una satisfacción
apropiada. Se trata, pues, de la concesión de un beneficio que supone la imposición de
ciertas condiciones, por lo que se habla de un poder oneroso de agraciar (onerosa potestas
adgratiationis).
Se ha dicho que la absolución exige, normalmente, el conocimiento de la causa mediante
la confesión de los pecados mortales. Entre los teólogos tridentinos y postridentinos,
solamente Melchor Cano era tan rígido en exigir tal conocimiento que negaba la posibilidad
de dar la absolución al moribundo que no pudiera confesar sus pecados. Los demás
teólogos, por el contrario, hablan de la confesión como de una sentencia de gracia (iudicium
gratiosum), que por lo tanto no es tan riguroso como la sentencia de condenación (iudicium
criminale); por eso, las condiciones impuestas para agraciar al pecador se tienen que exigir
únicamente en la medida que sea posible77.
Además hay que tener presente que la noción misma de potestad y de acto judicial ha
cambiado mucho en el curso de los tiempos. Para la antigüedad cristiana los jueces no eran
solamente los que condenaban a los acusados por haber faltado al orden o quienes los
absolvían, sino también aquellos que concedían indultos o beneficios y también a veces los
que ejecutaban la condena. El concepto de “juez” no siempre se distinguía con claridad del
de “presidente”: en ciertos casos la misma persona que gobernaba una comunidad o una
región era el que dictaba las leyes, juzgaba a los culpables y hacía ejecutar la sentencia. En
tiempos del concilio de Trento se consideraban “actos judiciales” tanto la sentencia con la
que se aplica el orden jurídico a un reo acusado de haberlo violado (lo que hoy se llama
“acto judicial en sentido estricto”), como la concesión de un indulto en nombre o con la
autoridad del príncipe (lo cual pertenece hoy, no al orden jurídico en sentido estricto, sino al
orden del poder administrativo). Solamente después de la revolución francesa se mantuvo
la división clara entre poder judicial en sentido estricto y poder administrativo. El poder de
conceder indultos, aplicando ciertas condiciones, es considerado actualmente como
perteneciente al poder administrativo.
Frente a esta evolución de la noción misma de acto judicial surge el problema: cuando el
concilio de Trento habla de la índole judicial de la absolución, ¿la entiende en el sentido
técnico que tiene hoy para nostros un acto judicial? ¿o bien la entiende en el sentido de lo
que hoy llamamos concesión de un indulto imponiendo ciertas condiciones y que, por tanto,
no pertenece al orden judicial en sentido estricto, sino al orden administrativo?
Ya algunos teólogos del siglo XIX se dieron cuenta de la existencia de la nueva noción
técnica de “acto judicial” y de la consiguiente problemática que se derivaba de seguir
considerando a la absolución como un “acto judicial”. D. Palmieri advirtió el problema y
procuró darle una respuesta reconociendo explícitamente el sentido antiguo del término
“judicial”. En esta perspectiva, la absolución del sacerdote en el sacramento de la penitencia
era para él un acto judicial por ser semejante a la concesión de un beneficio que requiere la
75
DS 1679.
DS 1692, 1715.
77
Cf. F. Gil de las Heras, Carácter judicial de la absolución sacramental según el concilio de Trento:
Burgense 3 (1962) 151-153.
76
19
imposición y la comprobación de ciertas condiciones78. Otros autores por el contrario, como
L. de San, a comienzos del siglo XX, consideran la absolución como acto judicial en
sentido estricto y creen que la esencia de ese acto consiste en la potestas bifaria, esto es, en
el poder de absolver o condenar al acusado79. La mayoría de los autores de la primera
mitad de este siglo es de este parecer: Cristo ha concedido a los obispos y sacerdotes el
poder de “absolver” o “no absolver” como dos formas opuestas (o “bifarias”) del poder
judicial.
Más recientemente, muchos teólogos consideran que, según la mente del mismo
concilio, la absolución, teniendo presente la división actual de la potestad, no corresponde a
un juicio en el sentido técnico de la palabra, sino a un ejercicio del poder administrativo. Y
más concretamente, según el concilio, la absolución sería semejante a la concesión de un
indulto, con algunas condiciones que imponer y que comprobar (lo cual exige cierto
conocimiento de la causa), en virtud de un poder recibido de Cristo por medio de la
iglesia80.
Parece que esta última interpretación corresponde mejor al sentido que tienen los textos
tridentinos situados en su contexto histórico. Los argumentos en su favor, brevemente
expuestos, son los siguientes:
1. Como ya se ha dicho, desde el punto de vista bíblico, “atar” no puede entenderse en
el sentido de “no absolver” opuesto al otro poder de “absolver”. El ministerio de atar y
desatar, de remitir y de retener, no es un poder “bifario” en sentido estrictamente judicial,
sino un único poder que se desarrolla en dos fases o momentos: el poder de perdonar,
cumplidas ciertas condiciones impuestas que le aseguran a la iglesia la conversión real del
pecador.
2. El mismo concilio de Trento no entiende el “atar” en el sentido de “no absolver”, sino
en el sentido de imponer una satisfacción, esto es, ciertas obligaciones proporcionadas a la
gravedad de la culpa y a la situación del penitente81. El mismo concilio habla de los
sacerdotes como praesides et iudices 82 y designa la “sentencia” judicial con la expresión
alieni beneficii dispensatio83, considerándola así como una concesión o distribución de un
beneficio en nombre y con la autoridad de otro, esto es, de Cristo a través de la iglesia. El
concilio llama “judicial” a este poder, porque entonces era ejercido por los praesides et
iudices84.
3. Recuérdese finalmente que el concilio deseaba responder a las negaciones de los
reformadores y para ello quería subrayar, bien sea la eficacia de la absolución, como la
necesidad de una autoridad especial y la necesidad de conocer la causa, o también el poder
de imponer determinadas obligaciones. Todo esto es expresado por los padres considerando
78
Cf. D. Palmieri, Tractatus de poenitentia, Roma 1879, 112.
Cf. L. de San, Tractatus de poenitentia, Roma 1900, 234 s.
80
El primero que ha hecho notar en los últimos tiempos la diferencia entre el sentido de juicio en el concilio
de Trento y en la mentalidad jurídica actual y que propuso e interpretó el carácter judicial de la confesión
como perteneciente al orden administrativo ha sido el célebre canonista K. Mörsdorf, Der hoheitliche
Charakter der sakramentalen Lossprechung: TTZ 57 (1948) 335-348. Se opuso a sus ideas J. Ternus, Die
sakramentale Lossprechung als richterlicher Akt: ZKathTh 71 (1949) 214-230. Pero posturas más o menos
parecidas a las de Mörsdorf las han sostenido otros teólogos: P. Charles, art. cit., 449-470; J. Lécuyer, Les
actes du pénitent: LMD 55 (1958) 53-55. K. Rahner, en su curso De poenitentia, 460-467, sostiene que se
debe hablar propiamente de un “tribunal adgratiationis”. Por su parte, el teólogo y canonista F. Gil de las
Heras, en su tesis doctoral presentada en la pontificia universidad de Letrán, llegó a conclusiones muy
semejantes a las de K. Mörsdorf, pero tomando como base una documentación histórica mucho más amplia:
cf. ¿Es la absolución sacramental un acto judicial?: Burgense 1 (1960) 191-204 y en XIX Semana española
de teología, Madrid 1962, 275-286; Carácter judicial de la absolución sacramental según el concilio de
Trento: Burgense 3 (1962) 117-175.
81
Cf. DS 1692, 1715.
82
DS 1679.
83
DS 1685.
84
En este sentido explicaba L. Pallavicini el término “praesides” utilizado por el concilio para designar al
sacerdote que da la absolución: cf. su Storia del concilio di Trento V, Mendrisio 1836, 149-150.
79
20
la absolución como un acto judicial, no en sentido técnico y estricto, sino como el poder de
conceder un indulto, con ciertas condiciones, en virtud de un poder especial recibido de
Cristo85.
Estando así las cosas, podemos preguntarnos si es legítimo, e incluso necesario, intentar
traducir en fórmulas o categorías válidas para nuestros días lo que el concilio de Trento
quiso enseñar acerca de la absolución. Un intento de estilo es el que realizaremos en el
último capítulo de este tratado.
Entretanto hay que advertir también que todos, incluso los teólogos que hablan de “acto
judicial” en sentido estricto, declaran explícitamente que esta noción se aplica a la
absolución sacramental solamente en sentido analógico. A este propósito hay que recordar
que la fórmula ad instar del capítulo 686 se incluyó en la última redacción, expresamente
para sustituir al vere de la redacción primitiva, y que la palabra velut se puso igualmente
sólo en la redacción final, para subrayar ese carácter analógico con que se aplica la
expresión “acto judicial” al foro interno sacramental87.
Hoy se puede explicar el carácter analógico de la noción de jucio aplicada a la
absolución sacramental de esta manera:
1. Toda la jurisdicción de la iglesia, como organismo sobrenatural, tiene solamente un
sentido “analógico” con la jurisdicción que se ejerce en la llamada sociedad perfecta
natural, ya que en la iglesia esa jurisdicción está intrínsecamente determinada por la
finalidad sobrenatural salvífica a la que está ordenada88.
2. El poder de perdonar los pecados se confiere con la ordenación sacramental y, puesto
que la iglesia no puede cambiar la substancia de los sacramentos, esto es, su significado
fundamental y eficaz, ese poder es en parte independiente de la voluntad del obispo que
confiere la ordenación sacramental. El obispo puede únicamente determinar los límites y las
condiciones de su ejercicio, como se dirá más adelante cuando tratemos de la relación entre
el poder de orden y el de jurisdicción en el sacramento de la penitencia.
3. Hay que advertir además las diferencias entre lo que sucede en el sacramento de la
penitencia y lo que tiene lugar en un acto jurídico en sentido técnico en el orden social.
Mientras que el juez tiene que descubrir ante todo si el acusado es realmente culpable, para
absolverlo o condenarlo aplicando a este caso la ordenación jurídica, en el sacramento de la
penitencia el sacerdote se encuentra frente al pecador que se declara ya culpable y al que
tiene que absolver si está bien dispuesto. Además, la absolución que puede tener lugar en un
juicio humano-social en el sentido técnico de la palabra consiste en declarar que el acusado
no es culpable o merecedor de condena, mientras que la absolución sacramental tiene como
efecto hacer que se haga justo el que era realmente culpable y se reconocía como tal.
Finalmente, mientras que en el juicio humano-social (y también en el orden disciplinar de la
iglesia, in foro externo) el acusado puede defenderse, en el sacramento de la penitencia el
penitente tiene que acusarse y no podría ser absuelto si pretendiese únicamente defenderse y
no se reconociese realmente culpable89.
85
Cf. F. Gil de las Heras, art. cit., en Burgense 3 (1962) 144: “No fue, por consiguiente, planteada la
dificultad como hoy se presenta. El protestante venía a negar el carácter judicial en un sentido lato,
equivalente a nuestro acto administrativo, y este aspecto es afirmado contra él por los católicos. Estos afirman
que a pesar de ser un beneficio, es también un juicio por el modo como se ejerce. Y este modo es también el
modo propio de nuestros actos de orden administrativo”.
86
DS 1685.
87
Cf. CT 7, 350-351; cf. F. Gil de las Heras, art. cit., 155-159. Algunos teólogos recientes quieren que se
hable de “juicio” sólo y sobre todo en el sentido bíblico del término. En esta línea se intentan conciliar las
tesis de Mörsdorf y de Ternus, pero ignorando el trabajo de F. Gil de las Heras: O. Semmelroth, Das
Bussakrament als Gericht: Scholastik 37 (1962) 530-549. Véase más adelante lo que diremos sobre este punto
sobre el sacramento de la penitencia como acontecimiento pascual.
88
Cf. E. López Dóriga, Die Natur der Jurisdiktion im Bussakrament: ZkatTh 82 (1960) 385-427.
89
Cf. K. Rahner, De poenitentia, 460-467; Z. Alszeghy, De poenitentia christiana, Roma 1962, 176-179;
etc.
21
6. La satisfacción (cap. 8-9 y can. 12-15)90
En este punto eran tres las proposiciones que expresaban el pensamiento de los
reformadores y por ellas empezó la discusión. En ellas se negaba en primer lugar que pueda
haber una pena que quede después del perdón de la culpa: eso significaría despreciar los
méritos de Cristo, como si no fueran suficientes y tuvieran que completarse con los méritos
del hombre. La verdadera satisfacción es la fe en Jesucristo y la vida honesta. Las penas y
las satisfacciones que se han impuesto en el curso de los siglos en la iglesia no tienen el
valor de un verdadero culto a Dios, sino que son solamente tradiciones meramente
humanas, dotadas todo lo más de un valor disciplinar, sin ninguna influencia en orden a la
remisión de la culpa91.
Para excluir estos errores, el concilio:
a) Define nuevamente que la pena no siempre queda totalmente remitida por Dios
juntamente con la culpa92. En apoyo de esta doctrina se aducen algunos hechos recogidos
de la sagrada escritura93 y se hace observar la especial malicia de los pecados
posbautismales, con los que se viola de manera consciente (scienter) el “templo de Dios” y
se entristece al Espíritu santo.
b) Enseña luego que esas penas satisfactorias tienen una doble función. Habla
largamente de su función medicinal, en cuanto que constituyen un freno, le hacen al
penitente más cauto y vigilante, son medicamento en relación con las reliquias de debilidad
que el pecado ha dejado en el pecador y contribuyen a hacer desaparecer los hábitos
viciosos que el pecador fue adquiriendo con su mala vida94. Hace además una alusión breve
a su función vindicativa en relación con los pecados pasados95.
c) Especifica en concreto que tienen este valor no sólo las penas libremente aceptadas,
sino también las que impone el sacerdote y que se soportan pacientemente y que de hecho
están relacionadas ocn nuestra vida96. Y define que todo su valor y su eficacia se derivan de
Cristo crucificado, a quien se une el cristiano en sus obras de penitencia; éstas son, por
consiguiente, un verdadero acto de culto y no oscurecen en lo más mínimo la eficacia de los
méritos de Jesucristo97.
d) Finalmente, en el canon 15, define que el poder de atar y desatar se le ha dado a la
iglesia y a los sacerdotes no sólo para absolver, sino también para ligar con la imposición
de esas penas98. En el capítulo especifica que por ese motivo los sacerdotes tienen el
derecho y el deber de imponer satisfacciones convenientes y apropiadas a la situación del
pecador, a fin de que alcancen realmente su finalidad medicinal y vindicativa al mismo
tiempo99.
7. Penitencia y eucaristía
El concilio de Trento habla del valor propiciatorio de la eucaristía, sobre todo cuando la
considera como sacrificio (en el año 1562), y habla de la confesión como preparación para
la comunión especialmente cuando la considera como sacramento (en el año 1551).
Empezamos por el estudio de los documentos de la sesión más antigua100.
90
91
92
93
94
95
96
97
98
99
100
DS 1689-1693 y 1712-1715.
Cf. CT 7, 237-238.
Cf. DS 1712, 1689, además de la sesión VI: DS 1543, 1580.
Cf. DS 1689.
Cf. DS 1690, 1692.
Cf. DS 1692.
Cf. DS 1693, 1713.
Cf. DS 1690-1692, 1713-1714.
Cf. DS 1715.
Cf. DS 1692, donde se cita a 1 Tim 5, 22, como refiriéndose al sacramento de la penitencia.
Remito al acertado estudio de J.-M. R. Tillard, Pénitence et eucharistie: LMD 90 (1967) 105-126.
22
a) Penitencia y eucaristía en el decreto del año 1551 sobre la eucaristía como
sacramento: sesión XXIII101
En lo que se refiere a las relaciones de la eucaristía con el sacramento de la penitencia y
con la remisión de los pecados, el concilio tuvo presentes estas dos proposiciones de los
reformadores:
1. La eucaristía ha sido instituida únicamente para la remisión de los pecados102.
2. La fe sola constituye una preparación sufiente para la eucaristía; la confesión antes de la
comunión no es necesaria, sino libre, especialmente para los doctos; las personas no tienen
obligación de comulgar en pascua103.
Para oponerse a estos dos errores, el concilio trató de los dos temas que estaban
implicados en ellos:
1) La eucaristía y la remisión de los pecados
En el capítulo 2 se afirma que la comunión eucarística es también un antídoto con el que
nos vemos libres de los pecados cotidianos (veniales) y preservados de los mortales104. En
el canon 5 se condena a quienes consideran que el fruto principal de la comunión
eucarística es la remisión de los pecados y que dicha comunión no tiene otros frutos. Como
aparece por la discusión, los teólogos sostuvieron que la comunión eucarística tiene
también el poder de perdonar los pecados. Pero la fórmula tan cauta del canon fue acogida
con la preocupación de combatir el error de Lutero, según el cual la remisión de los
pecados era el único fruto de la eucaristía, y de rechazar su afirmación sobre la no
necesidad de la confesión como preparación para la eucaristía.
2) La preparación necesaria para la comunión
La discusión comenzó como de ordinario con el estudio de la proposición 10 atribuida a
Lutero. Desde la primera reunión, del 8 de septiembre de 1551, los teólogos estuvieron de
acuerdo plenamente en la primera parte: si la fe se entiende en el sentido de los
reformadores, dicha proposición es herética.
Por el contrario, sobre la segunda parte se expresaron distintos y contrarios pareceres105.
a) La doctrina expresada en esta segunda parte es herética, ya que la obligación de
confesarse antes de la comunión, cuando uno es consciente de pecado mortal es de derecho
divino: así pensaban Martín Malo, Jacobo Ferrusio, Pedro Frago, Desiderio de Verona,
Alfonso de Contreras, Mariano Feltrini y Desiderio Panormitano106.
b) Esta doctrina no es herética, ya que no es de derecho divino que la confesión preceda
a la comunión en el caso de pecado grave, pero es falsa y escandalosa, por ir contra la ley y
la tradición de la iglesia y porque puede dar lugar a abusos: así pensaban Juan Arze,
Melchor Cano, Martín Olaveo, Ambrosio Pelargo, Melchor de Vosmediano, Antonio de
Ulloa y Francisco de Villalba107.
101
Cf. DS 1638, 1646-1647, 1655, 1661.
“4. Eucharistiam institutam esse ob solam remissionem peccatorum”: CT 7, 112.
103
“10. Solam fidem esse sufficientem praeparationem ad sumendam Eucharistiam, neque ad id
confessionem esse necessariam sed liberam, praesertim doctis; neque teneri homines ad communionem in
Paschate”: CT 7, 114.
104
Cf. DS 1638.
105
Las opiniones de los teólogos se encuentran en CT 7, 114-143.
106
Cf. respectivamente CT 7, 128, 129, 135, 136, 137, 138, 139 y 140.
107
Cf. CT 7, 124, 126, 131, 133, 134, 138, 141.
102
23
c) Esta segunda parte de la proposición no es herética ni falsa, ya que, cuando uno es
consciente de pecado mortal, basta para prepararse a la comunión la contrición, que incluye
el votum confitendi tempore suo: tal es la opinión de Francisco de Toro y Reinaldo de
Génova108. Estos teólogos citaron el parecer de otros doctores católicos como Cayetano, G.
Fisher, el papa Adriano VI, Pedro de la Palude y Ricardo de Mediavilla. He aquí, por
ejemplo, las palabras de Cayetano:
El que comulga sin estar arrepentido (sine contritione) de los pecados mortales, peca
mortalmente…; pero el que comulga sin confesarse (sine confessione), habiendo una causa
razonable para no hacerlo, queda excusado, ya que el precepto de confesarse antes de comulgar no
es de derecho divino, ni de derecho positivo, a no ser una vez al año109.
Desde el día 21 al 30 de septiembre se discutió el problema entre los padres conciliares.
El último día, el legado pontificio, Marcelo Crescencio, resumía la discusión con estas
palabras:
Respecto a la confesión de los pecados, los padres están divididos: la mayor parte la considera
necesaria, aunque no condena a la opinión contraria como herética. Habrá que revisar también el
canon según esta nueva perspectiva110.
Realmente eran muy pocos los padres que consideraban como de derecho divino la
necesidad de la confesión como preparación a la comunión, para los que son conscientes de
pecado mortal111. La mayor parte de ellos consideraba la afirmación contraria, no ya como
herética, sino como falsa, escandalosa, errónea, contraria a la práctica de la iglesia y por
tanto digna de condenación. No pocos añadían: “Si no hay abundancia de confesores, es
suficiente la contrición”. Eran pocos, finalmente, los que no querían que fuese condenada
esa afirmación112.
El 3 de octubre se distribuyó el primer esquema de los cánones. El canon 13 trata de este
tema. En la discusión del texto se presentaron dos peticiones: a) 19 padres pedían que se
añadiera la frase “si hay facilidad de confesores” (habita copia confessoris); b) 15 padres
pedían que se añadiese explícitamente que no es suficiente la contrición sola. En el texto
corregido, que fue distribuido el 8 de octubre, se acogieron estas dos peticiones. Al día
siguiente, hubo todavía otros 5 padres que pidieron se añadiese la frase “excepto en caso de
necesidad” (et nisi urgeat necessitas), pero esta adición no se admitió en el canon, aun
cuando se había tenido ya en cuenta en el capítulo, pero referida solamente al caso del
sacerdote que tiene que celebrar.
En el texto definitivamente aprobado el día 11 de octubre se enseñan estas dos cosas:
1. En el canon 11 se condena a los que afirman que basta la fe sola para recibir la
eucaristía. Inmediatamente después del anatema, se reafirma bajo pena de excomunión la
108
Cf. CT 7, 130, 137.
“Sine contritione quidem peccati mortalis communicans peccat mortaliter…, sine confessione autem, si
rationabilis subest causa non confitendi, excusatur communicans, quia praeceptum de confessione
praemittenda communioni non est de iure divino nec de iure positivo quum nullibi inveniatur nisi semel in
anno”. Tomás de Vio cardenal Cayetano, Summa de peccatis et Novi Testamenti jentacula, Roma 1525, fol.
24. Muchos de los teólogos citados en la opinión segunda aceptaban un razonamiento semejante; por ejemplo,
Francisco de Villalba dijo: “Quo vero ad confessionem tenet non esse de jure divino quod praemitti debeat
ante communionem…, aliquando enim sufficit contritio, vera tamen et formata” (CT 7, 141). Sin embargo, él
mismo pidió que se condenase esa proposición para evitar los abusos y para mantenerse fieles a esta
costumbre de la iglesia.
110
“De confessione patres fuerunt discordes; maior autem pars tenet eam esse necessariam, sed contrariam
opinionem non damnandam ut haereticam. Super quo etiam canon aptabitur”: CT 7, 176.
111
Sólo los obispos de Zagreb (cf. CT 7, 146), de Constanza (Ibid., 155), de Salón (Ibid., 157) y de San
Marcos (Ibid., 170).
112
El obispo de Segovia (Ibid., 150), de Feltri (Ibid., 150) y de Aura (Ibid., 154).
109
24
práctica ya existente, imponiendo así como necesaria la confesión para quienes sean
conscientes de pecado grave, habita copia confessoris113.
2. En el capítulo 7 se indica que se trata de una ecclesiastica consuetudo y se añade que
el sacerdote, que por una necesidad urgente tuviera que celebrar sin confesarse
previamente, se confiese cuanto antes114.
Por tanto, resulta bastante claro que el concilio de Trento no presentó como de derecho
divino el precepto de la confesión antes de la comunión para quienes sean conscientes de
pecado grave115. Por el contrario, la declaró como una ecclesiastica consuetudo. Sin
embargo, quizás no pueda decirse que el concilio haya querido excluir totalmente la
posibilidad de afirmar que se trate de un derecho divino116.
b) Penitencia y eucaristía en el decreto sobre el sacrificio de la misa (sesión XXII del
año 1562)117
Al llegar al estudio de esta cuestión había ya cambiado un tanto la perspectiva del
concilio en la consideración del tema de las relaciones entre la eucaristía y el perdón de los
pecados.
El error de los reformadores que se deseaba excluir era el que se le atribuía a Lutero,
según el cual la misa no tiene ninguna eficacia en orden a la remisión de los pecados.
Para excluir este error, el concilio define en el canon 3 que la misa tiene un valor
propiciatorio en orden a los pecados, las penas y las satisfacciones de vivos y difuntos118.
En los capítulos 1 y 2 se encuentra una explicación ulterior de este mismo valor. En el
primero el concilio afirma que la misa concede la remisión de los pecados cotidianos o
veniales119, tal como se había dicho ya en la sesión XIII. Pero en el capítulo 2 se da una
explicación más profunda de este hecho. Se afirma en primer lugar que el valor
propiciatorio de la misa procede de su estricta relación con el sacrificio de la cruz. Este
valor propiciatorio se explica a continuación de esta manera: cuando nos acercamos a Dios
en este sacrificio “con un corazón sincero, con fe recta, con temor y reverencia, contritos y
penitentes (esto es, animados de cierta contrición y de cierta penitencia)”, el Señor,
“concediéndonos la gracia y el don de la penitencia, nos perdona los crímenes y los
pecados, por muy grandes que sean”120.
Se sabe que algunos padres conciliares121, como el patriarca de Venecia, querían que se
hablase con claridad en el texto del sacramento de la penitencia como preparación necesaria
113
DS 1661.
DS 1647.
115
Lo admiten todos los que han estudiado recientemente la historia del concilio y la mayor parte de los
teólogos recientes: cf. A. Michael, Les décrets du concile de Trente I, en Hefele-Leclercq, Histoire des
conciles X, 1, 268-269 y 282-283; Id., Pénitence, en DTC 12 (1933) 1048-1050; E. Génicot-I. Salmans,
Theologia moralis II, Paris 1936, n. 192; T. A. Iorio, Theologia moralis III, Napoli 41954, n. 157; B. H.
Merkelbach, Summa theologiae moralis III, Bruges 81949, n. 271; H. Noldin-A. Schmitt, De sacramentis,
Ratisbona 1929, 141; G. Oesterle, De obligatione sacerdotis celebrantis confessionem sacramentalem
peragentis vi canonis 807: ME 80 (1955) 89-105, especialmente 89-94; L. Piscetta-A. Gennaro, Elementa
theologiae moralis V, Torino 31938, n. 327; E. Regatillo-M. Zalba, Theologiae moralis Summa III, Madrid
1954, n. 324; L. Wouters, Manuale theologiae moralis II, Bruges 1933, n. 179; etc.
116
Lo consideran como más probable de jure divino: J. Aertnys-C. A. Damen, Theologia moralis II, Torino
16
1950, n. 143; F. M. Cappello, Tractatus canonicus-moralis de sacramentis I, Torino 21928, n. 488; P.
Gasparri, Tractatus canonicus de sanctissima eucharistia I, Paris-Lyon 1897, n. 442; A. Peinador, Cursus
brevior theologiae moralis IV, Madrid 1958, n. 188; D. M. Prümmer, Manuale theologiae moralis III,
Freiburg im B. 1915, n. 192. Entre los más recientes, defiende como seguro el ius divinum: G. A. Martimort,
Los signos de la nueva alianza, Salamanca 51967, 359.
117
Cf. DS 1740, 1743, 1753.
118
DS 1753.
119
DS 1740.
120
“Gratiam et donum poenitentiae concedens, crimina et peccata etiam ingentia dimittit”: DS 1743.
121
Cf. J.-M. R. Tillard, Pénitence et eucharistie, 106-117.
114
25
para el pecador consciente del pecado grave, según el precepto de la iglesia. Pero como esto
ya había sido confirmado diez años antes como una ecclesiastica consuetudo y se trataba
aquí más bien de hacer una afirmación doctrinal sobre el valor propiciatorio de la misa, no
se acogió esta petición. El texto primitivo quedó sin variar en lo que se refiere a la
preparación requerida para la participación plena en este sacrificio. Lo único que se hizo
fue realizar un cambio en la parte que trata de la eficacia de la misma en relación con el
perdón de los pecados: la fórmula primitiva que hablaba de “ofrecer la gracia y la gloria”
fue sustituida por la del texto definitivo: “concede la gracia y el don de la penitencia”122.
La fórmula, tal como fue aprobada definitivamente, afirma con claridad que el Señor,
aplacado por la misa, perdona los pecados incluso mortales a los que participan en ella
debidamente dispuestos. Pero no se da una explicación de la relación entre estar contriti ac
poenitentes, como disposición para participar dignamente en la misa, y el donum
poenitentiae que el Señor concede juntamente con su gracia.
Teniendo presente la doctrina general del concilio de Trento sobre la contrición y la
penitencia (de la que se habló en las sesiones VI y XIV)123, así como también su enseñanza
sobre la confesión íntegra de los pecados verdaderamente mortales, se puede intentar una
explicación de las fórmulas de este capítulo. Entre las disposiciones necesarias para
participar del valor propiciatorio de la misa, tiene que haber “cierta” contrición y “cierta”
penitencia; según el texto, esta disposición no consiste en la contrición caritate perfecta, ni
tampoco en haberse acercado anteriormente al sacramento de la penitencia, ya que en estos
casos se habría obtenido ya el perdón y no se podría decir que Dios, en la misa, perdona los
pecados verdaderamente mortales (la terminología crimina et peccata etiam ingentia resulta
suficientemente clara). Y entonces el valor propiciatorio de la misa consiste precisamente
en el hecho de que Dios concede en ella, a los que participan con las debidas disposiciones,
la “gracia” y, juntamente con la gracia, el don de la “penitencia”, esto es, el don de la
contrición caritate perfecta, que lleva realmente consigo el perdón de los pecados mortales
y al mismo tiempo orienta al pecador hacia el sacramento de la penitencia, ya que la
contrición perfecta incluye el deseo de este sacramento.
Concluyendo todo cuanto se ha dicho acerca de las relaciones existentes entre la
eucaristía y el perdón de los pecados y entre la eucaristía y el sacramento de la penitencia,
parece ser que el concilio de Trento enseñó lo siguiente:
1. En conformidad con la costumbre de la iglesia, ésta considera al sacramento de la
penitencia como un medio de preparación para la comunión, necesario para los fieles
conscientes de haber cometido pecado “mortal”, si hay abundancia de confesores.
2. Pero, por su propia naturaleza (dogmáticamente), la participación digna en la
eucaristía, sin confesión previa, concede por sí misma la gracia renovadora del perdón
incluso de los pecados graves, perdón que a su vez orienta al cristiano hacia el sacramento
de la penitencia.
122
123
“Gratiam donat et gloriam”, “gratiam et donum poenitentiae concedens”.
Cf. especialmente DS 1526, 1677.
26
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA PASTORAL
Y EN LA TEOLOGÍA POSTRIDENTINAS
I. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN
LA PASTORAL POSTRIDENTINA
Por varias razones nos limitaremos aquí a presentar únicamente algunas de las líneas
más generales de la evolución de la práctica del sacramento de la penitencia en estos
últimos siglos124.
Aunque ya existiese en cierta medida, incluso desde antes del concilio de Trento, la
distinción entre una pastoral de masa y una pastoral de élite o de aristocracia espiritual, lo
cierto es que esta distinción se fue haciendo cada vez más clara a partir del concilio.
La pastoral de masa da lugar a una pastoral del pecado. Los misioneros populares
empiezan a dirigirse a las grandes masas de cristianos, sacudiéndolas de su torpeza y
moviéndolas a la conversión y a la confesión. Se adaptaron a la situación del pueblo: su
moral se centra en los pecados más comunes, sus predicaciones pretenden suscitar al menos
la atrición, que es lo único de lo que se cree capaz a aquella gente ruda e ignorante. Parte de
la casuística de los tratados de moral parece estar elaborada en orden a la preparación de los
misioneros del pueblo.
Los jesuitas atienden especialmente a las clases dirigentes. Parte también de la
casuística de los tratados de moral parece haber surgido para resolver los problemas que
resultaban complicados por el hecho de querer asegurar la confesión, al menos anual, de
una clase burguesa que en realidad no se mostraba muy coherente con su cristianismo. Los
jesuitas se preocupan sobre todo de la educación de la juventud, de la que saldrían los
futuros dirigentes. En su pedagogía ocupa una parte importante la formación de la
conciencia, el examen de conciencia y la confesión, generalmente mensual. Por eso insisten
en la malicia del pecado y en la lucha que es preciso emprender por mantenerse libres y
para superarlo. Insisten mucho en la pureza, dándole una importancia capital incluso en la
vida intelectual.
Los místicos españoles han influido en la pastoral de los selectos y de las aristocracias
espirituales. Santa Teresa de Ávila insiste en las buenas cualidades de los confesores de las
monjas y de los religiosos. Le atribuye una enorme importancia a la dirección espiritual, a
través de la confesión, para poder alcanzar la perfección. San Francisco de Sales recoge
este tema y lo extiende a todas las almas que tienen el deseo sincero de la perfección. Se
desarrolla entonces cada vez más una pastoral de élites, centrada en la dirección espiritual,
de la que son fruto los tratados tan abundantes en esta época sobre la perfección cristiana.
En esta pastoral, tanto santa Teresa como san Francisco de Sales insisten en la docilidad y
en la obediencia al confesor. Esta misma doctrina se encuentra en los autores espirituales de
comienzos de este siglo, como Tanquerey, Schrijvers, etc. El confesor tiene que informarse
de los pensamientos, sentimientos, pasiones, de toda la vida de su dirigido o hijo espiritual.
Tanto la pastoral de masa como la pastoral de selectos tienen como característica
común la de un acentuado individualismo. En su moral no está suficientemente presente el
interés por la dimensión social y eclesial del pecado y de la conversión; este menor interés
es también una consecuencia de la cultura de la época. Sobre todo esto influyó
ulteriormente la lucha contra el jansenismo, cuyo influjo ha durado mucho tiempo.
124
Resumimos aquí las páginas de R. Steenberghen, Le sacrement de Pénitence: réflexions sur l’évolution de
sa pratique: PeL 50 (1968) 492-505.
27
En el siglo XIX, además de los elementos ya indicados, surge el fenómeno de los
confesores célebres, como el cura de Ars: fenómeno de naturaleza carismática y apartado
del legalismo propio de la moral de aquella época.
En la primera mitad del sigo XX, la práctica de la confesión se vio fuertemente influida
por el decreto sobre la comunión frecuente de 1905125, que introduce también la práctica de
la confesión más frecuentemente, mensual e incluso semanalmente. Todo esto ha
contribuido a la formación de las conciencias y ha servido para mantener un alto nivel
moral en gran parte de las poblaciones cristianas. Pero esta frecuencia ha traído también
consigo cierto individualismo y esquematicismo, que puede hacer de la confesión una
práctica formalista y mecánica. Además, ha hecho que se olvide prácticamente el valor
penitencial propio de la eucaristía, valor que el mismo concilio de Trento ha presentado
como un dato dogmático, pero que ha quedado marginado en la teología y en la práctica de
la iglesia postridentina, incluso por su carácter unilateralmente polémico y antiprotestante,
para excluir la doctrina de los reformadores sobre la fe sola como única preparación
necesaria para la comunión. Finalmente, como se ha dicho en el capítulo dedicado a la
problemática actual de la confesión, la práctica de la confesión individual ha adquirido
también, de hecho, un valor y una función sociológica y política.
En los últimos tiempos -como se dijo al principio- por diversas causas, entre las que
está el rápido cambio cultural que caracteriza a la situación actual, se ha advertido una
verdadera crisis que está impulsando al pueblo, a los pastores y a los fieles a la búsqueda de
una renovación en la práctica y en la teología del sacramento de la penitencia.
II. LA PROBLEMÁTICA GENERAL DE LA TEOLOGÍA
POSTRIDENTINA SOBRE EL SACRAMENTO
DE LA PENITENCIA
El concilio de Trento respondió a las negaciones de los reformadores según la teología
que era entonces común entre los católicos. Un elemento adquirido fue el de considerar los
actos del penitente como parte integrante del sacramento de la penitencia. La afirmación
clara de la eficacia del sacramento en la obtención del perdón de los pecados hizo superar
de forma definitiva la teoría del valor simplemente declarativo de la absolución.
El concilio sirvió también para suscitar estudios históricos, partiendo de los de Morin
(1651) y de otros autores de aquel mismo siglo. Pero sobre todo en la primera mitad del
siglo XX los autores católicos han realizado serias investigaciones históricas sobre el
sacramento de la penitencia.
El concilio de Trento no propuso una solución completa del problema de las relaciones
entre los actos del penitente y el gesto de la iglesia. Será éste el problema que más
preocupará a los teólogos postridentinos; pero toda su atención se centrará en la condición
del penitente, en el tipo de contrición requerida dentro y fuera del sacramento, para la
justificación del pecador.
Así pues, consideraremos brevemente el desarrollo general de la controversia sobre el
arrepentimiento.
Para la justificación fuera del sacramento todos exigían la contrición perfecta que
incluye el deseo o el “voto” del sacramento. Pero, mientras que algunos exigían una
contrición intensa e ininterrumpida bajo la moción de la caridad (contritio ex caritate
intensa, non remissa), otros, por el contrario (entre ellos muchos escotistas), atribuían
también ese efecto a una contrición (contritio) que no proviniese de la caridad en sentido
125
DS 3375-3383.
28
estricto (stricte ex motivo caritatis), sino de otros motivos menos elevados, como la justicia,
la gratitud, con tal que tuviesen como término a Dios, considerado no como finis cui.
Finalmente, otros intentaban un camino medio entre estas dos posiciones.
Para la justificación en el sacramento se dio una apasionada disputa sobre la naturaleza
del arrepentimiento imperfecto o atrición, requerida para que el pecador pudiese recibir la
gracia en el sacramento de la penitencia.
En los siglos XVII y XVIII todos admitían que la vera contritio imperfecta seu attritio,
que, relacionada con la fe, excluye la voluntad de pecar y va unida a la esperanza del
perdón, dispone o prepara para recibir la gracia del sacramento. Pero se planteaban las
siguientes preguntas: esta atrición ¿proviene solamente del temor de las penas o incluye
también cierto amor a Dios?; y si lo incluye, ¿de qué tipo es ese amor a Dios? Las
respuestas pueden reducirse fundamentalmente a tres:
1. El contricionismo rígido sostuvo que para recibir la gracia en el sacramento es
necesaria la contritio ex caritate remissa, llamada contrición imperfecta y considerada
como completamente distinta de la atrición, que tiene sus raíces en el temor. De esta
opinión eran Morin, Berti, Gazzaniga, etc.
2. El contricionismo mitigado o atricionismo rígido requiere en el penitente un inicial
amor benevolentiae, que no es el amor de caridad o amor de amistad, ya que no es todavía
tan eficaz que logre la categoría de amor mutuo y recíproco también por parte de Dios; por
eso este amor no concede la justificación fuera del sacramento. Tal es el parecer de Billuart.
3. El atricionismo puro sostiene que para recibir la gracia en el sacramento de la
penitencia basta con la atrición en sentido estricto, en cuanto que en ella va incluido un
amor de concupiscencia a Dios (in qua amor concupiscentiae erga Deum includitur). Pero,
según algunos autores como Tourneley y los Wirceburgenses, este amor tiene que ser
claramente expresado (explicite elici) por parte del pecador. Según otros, por el contrario,
basta con que sea implícito (implicite eliciatur); y en realidad va siempre incluido implícita
o virtualmente en la verdadera atrición, que excluye la voluntad de pecar e incluye la
esperanza del perdón. Así piensan los Salmanticenses, san Alfonso de Ligorio y la mayor
parte de los autores; Alejandro VII la considera sentencia communior126.
En la primera mitad de nuestro siglo se suscitó de nuevo esta controversia con
características propias, entre ellas la vuelta más profunda al pensamiento de santo Tomás y
de Duns Escoto, y también al mismo concilio de Trento. La situación podría resumirse
esquemáticamente de esta forma:
1. El atricionismo es defendido por la mayor parte de los manuales escoláticos127, y de
manera más profunda por de Blick.
2. El contricionismo mitigado es recogido por Diekamp y por Périnelle, pero con muy
pocos seguidores, ya que en realidad no parece tener consistencia ese amor de benevolencia
que se concibe como un término intermedio entre el amor de concupiscencia y el amor de
amistad con Dios.
3. El contricionismo rígido no ha vuelto a proponerlo nadie en la forma que tuvo en los
siglos XVII y XVIII: desde el momento en que exige una contritio ex caritate, aunque sólo
sea remissa, no parece que pueda explicar la verdadera eficacia de la abolución, ya que el
penitente contrito de ese modo llegaría a la absolución sacramental ya justificado.
En las discusiones sobre la atrición y sobre la contrición de la primera mitad de nuestro
siglo parece que se ha ido aclarando una cosa: el verdadero alcance de la realidad del
arrepentimiento, que supone un verdadero desprendimiento del pecado y una real
orientación hacia Dios, como expresión de una auténtica opción fundamental. Sin este
arrepentimiento real y verdadero ni siquiera hay atrición. Y así se llega a la conclusión de
que la atrición no debe considerarse como un dolor “fácil”, en contraposición a la
contrición perfecta considerada como un dolor “difícil”.
126
127
DS 2070.
Cf. los de Boyer, Piolanti, Lercher, González, Galtier, etc.
29
Si nos fijamos bien en sus relaciones recíprocas, veremos que es mucho más difícil pasar de una
orientación hacia el pecado a un arrepentimiento del mismo que no pasar de la atrición a la
contrición128.
Efectivamente, como ya se dijo en la introducción, toda opción humana crea una
situación que condiciona las opciones sucesivas. Por eso, todo pecado grave desencadena
en el hombre un dinamismo disgregador que orienta a la persona a una nueva afirmación de
sí misma prescindiendo de Dios o en contra suya. Por tanto, el arrepentimiento o
conversión del pecador, aparte de ser imposible sin la gracia y sin la iniciativa divina,
requiere un doloroso proceso de separación de la situación histórica existencial creada por
el pecado, para orientarse de nuevo hacia Dios desde lo más íntimo de la persona. Se
comprende entonces fácilmente cómo es mucho más difícil esta ruptura con el pasado que
no la profundización ulterior de la orientación fundamental de la persona hacia Dios hasta
llegar a la contrición perfecta.
Este es uno de los resultados positivos de la moderna teología de la penitencia. Para
conseguirlo han aportado su contribución tanto los conocimientos más profundos de la
psicología y de la antropología teológica, como una mayor sensibilidad a las exigencias y al
realismo incluido en el tema bíblico de la “metanoia”.
Puede entonces observarse en los últimos años una tendencia a proponer un camino que
podría llamarse medio entre el atricionismo más amplio y el contricionismo más rígido,
incluso con algunas referencias especialmente a santo Tomás. Muchos autores modernos
afirman que la atrición es una disposición suficiente para recibir fructuosamente el
sacramento (pueden por tanto llamarse atricionistas); pero esta atrición, relacionada con la
esperanza del perdón, incluye necesariamante, junto con el desprendimiento del pecado,
una real orientación al menos implícita hacia Dios, un amor a Dios en cuanto sumo bien,
esto es, un amor a Dios llamado de “concupiscencia” (en lo cual pueden llamarse
contricionistas no rígidos). Pero con esto hay que relacionar otras dos afirmaciones: por una
parte, estos autores afirman la existencia de un solo camino de justificación, el de la
contrición perfecta motivada por el amor de amistad e informada por la gracia, y esto tanto
en el sacramento como fuera de él, aunque teniendo presente que esta contrición perfecta no
excluye del todo los motivos de la atrición. En realidad, por el mero hecho de que la
verdadera atrición está ya ordenada hacia la contrición perfecta desde su comienzo
imperfecto, los motivos de la amistad y los motivos del temor de las penas son casi
inseparables, lo mismo que son inseparables en cierta medida el amor de benevolencia o de
amistad y el de “concupiscencia”. Por otra parte, estos mismos autores afirman que en el
sacramento de la penitencia el pecador que llega todavía con la atrición imperfecta se
convierte de “atrito” en “contrito”; y así explican la eficacia propia de la absolución
sacramental. De esta opinión son de Voogt, Dondaine, Flick, K. Rahner, M. Schmaus, P.
Anciaux, Z. Alszeghy, A. Martimort, P. Adnès, B. Carra de Vaux Saint-Cyr, etc.
Nótese que los autores más recientes entre los citados intentan superar la perspectiva
demasiado individualista de la discusión postridentina sobre el arrepentimiento. Para
explicar con mayor eficacia la relación necesaria que existe entre la penitencia subjetiva del
cristiano penitente y la intervención de la iglesia, es necesario tener en cuenta la dimensión
eclesial del pecado y de la conversión, en conformidad con la dimensión eclesial de la
misma gracia de Cristo. Es lo que procuraremos hacer también nosotros en el último
capítulo de nuestro tratado.
128
G. Oggioni, Storia e teologia della penitenza: Bibliografia, en Problemi e orientamenti di teologia
dommatica II, Milano 1957, 922; todo el artículo, 901-923, constituye la síntesis más rica de la problemática
actual, en forma de boletín bibliográfico.
30
III.DECLARACIONES DEL MAGISTERIO SOBRE EL SACRAMENTO
DE LA PENITENCIA EN EL PERÍODO POSTRIDENTINO
Hay que señalar en primer lugar algunas de las proposiciones de Bayo129 sobre el valor
de la absolución en orden a la concesión del don de la vida divina y sobre el valor de la
contrición perfecta.
En tiempos de Alejandro VII, el decreto del santo oficio del 5 de mayo de 1667 intentó
calmar las controversias entre contricionistas y atricionistas, prohibiéndoles las mutuas
censuras teológicas y declarando sententia communior aquel tipo de atricionismo que
negaba la necesidad de cualquier clase de amor a Dios en la atrición130.
En el pontificado de Alejandro VIII, el decreto del santo oficio del 7 de diciembre de
1690 condenaba los errores de los jansenistas sobre el valor del temor del infierno, de la
atrición sin el amor de benevolencia a Dios y sobre las exigencias de la satisfacción131.
La constitución Unigenitus Dei Filius, del 8 de septiembre de 1713, de Clemente XI,
condenaba los errores del jansenista Pascasio Quesnel sobre el amor a Dios y el amor a
nosotros mismos y al mundo, y sobre el valor del temor que proviene de la consideración
de las penas del infierno132.
En tiempos de Pío VI, la constitución Auctorem fidei del 28 de agosto de 1794
condenaba los errores del sínodo de Pistoya sobre el doble temor y el temor servil, sobre la
necesidad de la satisfacción, sobre el valor y la necesidad de la caridad anterior a la
absolución, sobre la potestad de jurisdicción y la posibilidad de confesar pecados
únicamente veniales133.
En 1907, Pío X condenó algunas proposiciones atribuidas a los modernistas a propósito
del origen eclesiástico, y no divino, del sacramento de la penitencia134.
Pío XII, en la encíclica Mystici corporis de 1943 defiende el valor y la utilidad de la
confesión frecuente de los pecados veniales135.
Se llega así al concilio Vaticano II. Ya en la constitución sobre la sagrada liturgia el
concilio pedía una renovación de la celebración del sacramento de la penitencia de forma
que respondiese mejor a su verdadero significado, teniendo presente el cambio de
condición de nuestros tiempos136.
El principio que abre mayores perspectivas para una fecunda renovación es quizás el
que enuncia la constitución dogmática sobre la iglesia. En ella, la celebración del
sacramento de la penitencia, como la de todos los sacramentos, es considerada como un
acto de culto en el cual se ejerce el sacerdocio común de toda la iglesia 137, unido al
sacerdocio ministerial. Este texto es el primer documento oficial del magisterio que
propone, como efecto del sacramento de la penitencia, la reconciliación del pecador con la
iglesia, junto con su reconciliación con Dios; pero no se determina si entre el perdón divino
y la reconciliación con la iglesia existe alguna relación y de qué tipo es esa relación. La
perspectiva eclesial lleva al Vaticano II a hablar también de la colaboración de toda la
iglesia en la obtención de la conversión del pecador, con la caridad, con el ejemplo y con la
129
Cf. DS 1938, 1957-1959, 1971.
DS 2070.
131
DS 2307, 2314-2321.
132
DS 2444, 2460-2462 y 2467. Sobre el significado de estos documentos en la situación actual del diálogo
ecuménico, cf. Le dialogue entre catholiques-romains et vieux catholiques en Hollande: Istina 12 (1967) 102110.
133
DS 2623-2635, 2634-2639 y 2644-2650.
134
DS 3443, 3446, 3447.
135
DS 3818.
136
Cf. SC 72.
137
Cf. LG 11b; cf. también PO 5a.
130
31
oración. Todo esto supone la clara conciencia de la dimensión eclesial del pecado, presente
también en otros documentos conciliares138.
La misma constitución Lumen gentium recuerda que los sacerdotes son los ministros del
sacramento de la penitencia y que los obispos son los moderadores de toda la disciplina
penitencial139.
Los decretos sobre el oficio pastoral de los obispos y el ministerio de los sacerdotes
recuerdan y confirman el valor y la utilidad de la confesión frecuente, celebrada con la
conveniente preparación, para el progreso de la vida cristiana, tanto para los laicos como
para los sacerdotes140. En consecuencia, exhorta a los presbíteros a mostrarse siempre
dispuestos a administrar este sacramento141.
Finalmente, el decreto sobre las iglesias orientales contiene un principio que nos parece
que tendrá notables repercusiones en la práctica y en la misma teología de la penitencia.
Afirmando el principio de la communicatio in sacris con los orientales142, el concilio lo
aplica a la celebración del sacramento de la penitencia: los hermanos orientales separados
pueden recurrir a los sacerdotes católicos para la administración de este sacramento y los
católicos se lo pueden pedir a los ministros de las iglesias ortodoxas, cuando haya una
necesidad o una verdadera utilidad espiritual y sea física o moralmente imposible encontrar
un sacerdote católico143. Todo esto supone la aceptación, en línea de principio, de la
teología y de la práctica de los orientales sobre el sacramento de la penitencia, mucho
menos centrada en el aspecto jurídico que la occidental.
138
139
140
141
142
143
Cf. LG 11b, 8c, 65; UR 3, 7.
Cf. respectivamente LG 28 y 25.
Cf. CD 30; PO 5, 18.
Cf. PO 13.
Cf. OE 26.
Cf. OE 27.
32
APÉNDICE I *
SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
Nuestro señor Jesucristo instituyó el sacramento de la penitencia para que los fieles que
hubiesen pecado obtuviesen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa que le habían
hecho y al mismo tiempo se reconciliasen con la iglesia (cf. Lumen gentium 11). Y así lo
hizo cuando confirió a los apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y
de retener los pecados (cf. Jn 20, 22 s).
El concilio de Trento declaró con magisterio solemne que, para obtener la remisión
plena y perfecta de los pecados, se requieren en el penitente tres actos como otras tantas
partes del sacramento, a saber, la contrición, la confesión y la satisfacción; declaró además
que la absolución dada por el sacerdote es un acto de naturaleza judicial y que, por derecho
divino, es necesario confesar al sacerdote todos y cada uno de los pecados mortales, así
como también las circunstancias que modifican la especie de los pecados, de los que uno se
recuerde después de un cuidadoso examen de conciencia (cf. ses. XIV, canones de
sacramento poenitentiae 4, 6-9: DS 1704, 1706-1709).
Pues bien, numerosos ordinarios de lugar, preocupados por una parte de la dificultad de
sus propios fieles para acercarse inidividualmente a la confesión por la penuria de
sacerdotes que hay en algunas regiones, y por otra de algunas teorías erróneas sobre la
doctrina del sacramento de la penitencia y por la tendencia y la práctica cada vez mayor,
ciertamente abusiva, de impartir la absolución sacramental a muchos fieles juntamente que
se han confesado sólo genéricamente, se han dirigido a la santa sede rogándole que
recuerde al pueblo cristiano, según la verdadera naturaleza del sacramento de la penitencia,
las condiciones necesarias para un recto uso de este sacramento, y que dé en las actuales
circunstancias algunas normas a este propósito.
Esta sagrada congregación, tras haber considerado atentamente estas cuestiones y
teniendo en cuenta la instrucción de la sagrada penitenciaría apostólica con fecha de 25 de
marzo de 1944, declara lo siguiente:
1. Debe mantenerse con firmeza y aplicarse con fidelidad en la práctica la doctrina del
concilio de Trento. Hay que reprobar, por tanto, la costumbre que recientemente ha surgido
en algunas partes, por la que se pretende que se puede cumplir con el precepto de confesar
sacramentalmente los pecados mortales, a fin de obtener su absolución, con sola la
confesión genérica o -como dicen- celebrada de forma comunitaria. Este urgente deber es
requerido no sólo por precepto divino, como ha sido declarado por el concilio de Trento,
sino también por el grandísimo bien de las almas que, por secular experiencia, se deriva de
la confesión individual, cuando se hace bien y se administra debidamente. La confesión
individual y completa con la absolución sigue siendo el único medio ordinario, gracias al
cual los fieles se reconcilian con Dios y con la iglesia, a no ser que les excuse de semejante
confesión alguna imposibilidad física o moral.
2. En efecto, puede ocurrir que, presentándose a veces especiales circunstancias, sea
lícito, y hasta necesario, impartir la abolución de forma colectiva a varios penitentes, sin
que preceda la confesión individual.
Esto puede suceder, en primer lugar, cuando hay un peligro de muerte inminente y el
sacerdote o los sacerdotes, que están presentes, no tienen tiempo para escuchar las
confesiones de cada penitente. En este caso cualquier sacerdote tiene la facultad de dar la
*
Creemos oportuno recoger en esta obra las Normas pastorales sobre la absolución sacramental general
emanadas de la sagrada congregación para la doctrina de la fe y los párrafos más significativos de las
directivas trazadas por las conferencias episcopales de Canadá y de Alemania (N. del E.).
33
absolución a varias personas juntamente, añadiendo antes, si dispone de algún tiempo, una
brevísima exhortación para que haga cada uno el acto de contrición.
3. Además de los casos en que se trata de un peligro de muerte, es lícito absolver
sacramentalmente a varios fieles a la vez, que se hayan confesado sólo genéricamente, pero
a los que se haya exhortado oportunamente al arrepentimiento, si hay alguna grave
necesidad, esto es, cuando, atendiendo al número de penitentes, no hay a disposición
confesores para escuchar, como es conveniente, las confesiones de cada uno dentro de un
período de tiempo oportuno, de forma que los penitentes -sin culpa suya- se verían
obligados a quedar por largo tiempo privados de la gracia sacramental y de la sagrada
comunión. Esto puede suceder sobre todo en tierras de misión, pero también en otros
lugares y entre grupos de personas, donde exista semejante necesidad.
Esto no es lícito, sin embargo, cuando se pueden tener confesores disponibles, por la
sola razón de una gran afluencia de penitentes, como puede darse, por ejemplo, con ocasión
de una gran fiesta o de una peregrinación (cf. la proposición 59 entre las condenadas por
Inocencio XI, el 2 de marzo de 1679: DS 2159).
4. Los ordinarios del lugar y, en lo que a ellos se refiere, los mismos sacerdotes, están
obligados en conciencia a esforzarse para que no sea insuficiente el número de confesores
por el hecho de que algunos sacerdotes decuiden este noble ministerio (cf. decreto
Presbyterorum ordinis 5; Christus Dominus 30), mientras que atienden a ocupaciones
seculares o a otros ministerios no tan necesarios, sobre todo si esas tareas pueden ser
desempeñadas por diáconos o por laicos idóneos.
5. Queda reservado al ordinario del lugar, tras haberlo discutido con los demás
componentes de la conferencia episcopal, juzgar si se dan las condiciones de que se ha
hablado en el artículo 3 y establecer en consecuencia cuándo es lícito impartir la absolución
sacramental de forma colectiva.
Siempre que, fuera de los casos establecidos por el ordinario del lugar, se presente otra
grave necesidad de impartir la absolución sacramental general a varias personas, el
sacerdote está obligado a recurrir anteriormente, siempre que sea posible, al ordinario para
poder impartir lícitamente la absolución; en caso contrario, procure informar cuanto antes
al mismo ordinario de ese estado de necesidad y de la absolución que ha dado.
6. Por lo que se refiere a los fieles, para que puedan disfrutar de la absolución
sacramental impartida a varias personas juntamente, se requiere absolutamente que estén
bien dispuestos, esto es, que cada uno esté arrepentido de los pecados cometidos, proponga
abstenerse de ellos, desee reparar los escándalos y los daños eventualmente provocados y
proponga además a su debido tiempo cada uno de los pecados graves, que entonces no pudo
confesar. Sobre estas disposiciones y condiciones, requeridas para la validez del
sacramento, tienen que advertir cuidadosamente los sacerdotes a los fieles.
7. Aquellos a quienes se les han perdonado los pecados graves mediante la absolución
en forma colectiva, deben acercarse a la confesión auricular antes de recibir de nuevo
semejante absolución, a no ser que se vean impedidos por una causa justa. Pero tienen
estricta obligación de presentarse dentro de un año al confesor, excepto el caso de
imposibilidad moral. En efecto, sigue en vigor también para ellos el precepto en virtud del
cual todos los fieles tienen obligación de confesar privadamente a un sacerdote, al menos
una vez al año, sus propios pecados, entendiendo por ello los pecados graves, que no haya
confesado todavía singularmente (cf. concilio lateranense IV, c. 21, y concilio de Trento,
Doctrina de sacramento poenitentiae, c. 5; De confessione y can. 7-8: DS 812, 1679-1683 y
1707-1708; cf. también la proposición 11 entre las condenadas por el santo oficio con
decreto del 24 de septiembre de 1665: DS 2031).
8. Los sacerdotes instruyan a los fieles de que está prohibido para los que tengan
conciencia de estar en pecado mortal, teniendo a disposición algún confesor, evitar adrede o
por negligencia el cumplimiento de la obligación de la confesión individual, en espera de la
34
ocasión en que se imparta la absolución a varias personas a la vez (cf. Instrucción de la
sagrada penitenciaría apostólica del 25 de marzo de 1944).
9. Además, a fin de que los fieles puedan fácilmente cumplir con la obligación de hacer
la confesión individual, cuídese de que en las iglesias haya a disposición confesores, en los
días y horas establecidos para comodidad de los fieles.
En los lugares apartados y lejanos, adonde el sacerdote puede dirigirse raras veces
durante el año, organícense las cosas de modo que el sacerdote, en cuanto sea posible,
escuche en cada una de sus visitas las confesiones sacramentales de una parte de los
penitentes, mientras que a los demás penitentes -siempre que se den las condiciones
indicadas anteriormente en el artículo 3- les dará la absolución general, de tal forma que
todos los fieles puedan acercarse a la confesión individual al menos una vez al año.
10.Incúlquese con todo cuidado a los fieles que las celebraciones litúrgicas y los ritos
penitenciales comunitarios son sumamente útiles para la preparación a una confesión más
fructuosa de los pecados y para enmienda de la vida. Evítese, sin embargo, que tales
celebraciones o ritos se confundan con la confesión sacramental y con la absolución.
Si en el curso de tales celebraciones los penitentes han hecho la confesión individual,
cada uno de ellos tiene que recibir particularmente la absolución del confesor al que se haya
dirigido. Sin embargo, en el caso de la absolución sacramental dada a varias personas
juntamente, ésta tiene que impartirse siempre según el rito especial establecido por la
sagrada congregación para el culto divino. No obstante, hasta la promulgación de este
nuevo rito, debe usarse en plural la fórmula de la absolución sacramental que está prescrita
actualmente. La celebración de ese rito tiene que ser completamente distinta de la
celebración de la santa misa.
11.El que se encuentre en una situación en que dé escándalo a los fieles, puede sin más
recibir, si está sinceramente arrepentido y propone seriamente apartar el escándalo, la
absolución general juntamente con los demás; sin embargo, no se acerque a la sagrada
comunión a no ser después de haber apartado el escándalo, según el juicio del confesor, a
quien tiene que recurrir antes personalmente.
Sobre la absolución de las censuras reservadas, obsérvense las normas del derecho
vigente, calculando el tiempo que ha recurrido desde la primera confesión individual.
12.Por lo que se refiere a la práctica de la confesión frecuente o “de devoción”, los
sacerdotes no deben permitirse desaconsejársela a los fieles. Al contrario, pongan de relieve
los frutos abundantes que aporta a la vida cristiana (cf. encíclica Mystici corporis: AAS 35
[1943] 235) y muéstrense siempre dispuestos a escucharla, siempre que se la pidan los
fieles razonablemente. Hay que evitar absolutamente que la confesión individual quede
reservada a solos los pecados graves; en efecto, esto privaría a los fieles del óptimo fruto de
la confesión y perjudicaría al buen nombre de los que se acercan particularmente al
sacramento.
13.Las absoluciones sacramentales impartidas de forma colectiva, sin que se hayan
observado las normas indicadas, deben considerarse como graves abusos. Todos los
pastores tienen que evitar con cuidado semejantes abusos, conscientes de su propia
responsabilidad por el bien de las almas y por la dignidad del sacramento de la penitencia.
El sumo pontífice Pablo VI, en la audiencia concedida al que suscribe, cardenal prefecto
de la sagrada congregación para la doctrina de la fe, el 16 de junio de 1972, aprobó de
manera especial estas normas y ordenó su promulgación. Roma, en la sede de la sagrada
congregación para la doctrina de la fe, 19 de junio de 1972.
Francisco, cardenal Seper
prefecto
† Pablo Philipe, secretario
35
CONCLUSIÓN
Yves Congar se preguntó qué hizo que Pedro Valdo fracasase en su intento de reformar
la Iglesia y que, en contraste, san Francisco de Asís le regalase a esta un poderoso
renacer que aún conmueve a millones de seres humanos.
Ambos fueron casi contemporáneos en la Europa medieval. De jóvenes, fueron ricos que
lo vendieron todo para formar una orden mendicante que llamó a la conversión evangélica
a una cristiandad endurecida. Sus adeptos se llegaron a contar por decenas de miles. En
tiempos de hambruna recorrían los caminos, dando de comer. Valdo incluso se adelantó a
la reforma protestante. La mitad de su dinero fue a los pobres y la otra se destinó a
sufragar la traducción —del latín al romance— del Nuevo Testamento. Sus seguidores,
los Pobres de Lyon, lo regalaban a una multitud deseosa de renovación. Pero Valdo fue
excomulgado en 1181 y san Francisco de Asís, por el contrario, canonizado el año 1228.
“El pobrecillo de Asís”, cambiando la Iglesia, apuntó al renacimiento de una Europa
cristiana. “Los Pobres de Lyon”, perseguidos y confundidos, desaparecieron de la faz de
la cristiandad. ¿Por qué san Francisco sí y Valdo no? La respuesta la da el padre Jean
Baptiste Henri Lacordaire: “Él (Valdo) creyó que era imposible salvar a la Iglesia a través
de la Iglesia” (3). Por el contrario, san Francisco nunca renunció a ello.
CONDICIONES PARA LA REFORMA
Congar estudia, discierne, ora y concluye que cuatro son las condiciones para el éxito de
la reforma. La primera es la primacía de la caridad y de la pastoral. La reforma vive del
profetismo, de la creencia de tener una misión que llama a un nuevo nacimiento dentro de
una familia a la cual, más allá de las críticas y de la aspereza de la lucha, nunca se deja
de pertenecer entrañablemente. Pero atención: la reforma es para servir pastoral y
apostólicamente las necesidades espirituales de las personas. No se trata de promover
ideas luminosas que hagan del cristianismo un sistema de pensamiento cuyo ídolo es la
verdad de los sabios. Nada de quimeras, excesos ni unilateralismos sectarios. San
Francisco de Asís no hace de la pobreza, de la continencia ni de la humildad armas
arrojadizas o herramientas teóricas en contra de la propiedad, el matrimonio, el saber o la
Jerarquía. Vive santamente su verdad, rompiendo con una religiosidad distinguida para
gente distinguida. Por eso, hasta los lobos y aves del campo parecen amarlo y seguirlo.
La segunda condición es mantenerse en la comunión con el todo. En el ejercicio de la
misión profética o reformadora, nunca hay que perder contacto viviente con todo el cuerpo
de la Iglesia. Esta no puede ser otra cosa que una asamblea de apóstoles que reciben
juntos su misión y actúan “pensando y queriendo dentro del espíritu y el corazón de todos”
(4). Nadie puede comprender, realizar ni formular toda la verdad contenida en la Iglesia.
Es católico quien, afirmando su verdad, nunca niega a los otros ni se sustrae de la
comunión con todos los que son admitidos en ella. Este sentire cum ecclesia no es
conformismo a una regla exterior, sino que sentire vere in Ecclesia militante, dándole
nueva vida al viejo cuerpo (5).
La tercera condición es la paciencia y el respeto de los plazos de la Iglesia. Quien no
respeta los plazos de Dios, de la Iglesia y de la vida, marcha a la desesperación, a la
salida y a la decisión cismática. El querer hacerlo todo, solo y ahora, lleva al apuro
desquiciador y a la angustiosa carga del presente. Cada día tiene su afán. Toda larga
marcha se inicia con un primer y modesto paso. Las grandes cosas se hacen “sin prisa
pero sin pausa”. Como a la Iglesia no le gustan los hechos consumados ni la via facti,
normalmente el reformador impaciente termina trabajando para su enemigo: el
conservador a ultranza. Por ello, paciencia. Paciencia que, más que una cuestión
cronológica, es una actitud de carácter. Templanza, disposición del alma, humildad fuerte,
espíritu liviano, conciencia de las miserias e imperfecciones propias y de los otros. Las
ideas pueden ser puras; la realidad y la vida no lo son. Solo lo que se hace con la
colaboración del tiempo puede vencer al tiempo. Sin embargo, los plazos no son eternos.
Haber retrasado un Concilio reformador que se pedía desde hacía más de cincuenta años
arrastró a Lutero al convencimiento de que la reforma no solo sería sin la Iglesia, sino
contra ella. Cuando el Concilio de Trento se inició en 1545, a Lutero le quedaban dos
meses de vida.
La cuarta condición es apostar a la reforma como retorno
36
a los principios de la tradición y no como imposición mecánica de una novedad. Es cierto
que normalmente el impacto que pondrá en movimiento la reforma vendrá del mundo,
pero ella no podrá hacerse desde fortalezas extranjeras. Revertimini ad fontes, dijo san
Pío X. Volver a las fuentes litúrgicas, bíblicas y patrísticas (6). La gran ley del reformismo
católico es partir por un retorno a los principios, interrogando a la tradición. En ella
siempre encontraremos fuentes de inspiración. La Iglesia es como un frondoso árbol del
que nacen mil distintas ramas de sabiduría. Es como una vieja mansión donde siempre
habrá un cerrado cuarto a abrir para descubrir tesoros olvidados que estaban esperando
una nueva oportunidad para maravillar. La tradición no es rutina ni pasado. Es un depósito
inagotable de los tesoros del don inicial, de los textos y realidades del cristianismo
primitivo, del pensamiento de los Padres de la Iglesia, de la fe y las plegarias, liturgias y
oraciones de todo un pueblo de Dios, de las búsquedas auténticas de los doctores y de
los místicos, del desarrollo de la piedad y del movimiento de la Iglesia concreta,
perpetuamente en trabajo de dar continuidad al evangelio original bajo la regulación del
Magisterio (7). Basar, así, la reforma en una firme teología eclesiológica. Discernir y
asimilar a partir y desde dentro del espíritu y la conciencia católica. Abrir la Iglesia a la
plenitud o universalidad de la unidad.
En suma, para Congar la falsa reforma
es “uso de un proceso puramente racional, terquedad individualista en la convicción de
tener la razón contra la tradición común de la Iglesia, impaciencia del espíritu; en fin,
ausencia de retorno a las fuentes profundas de los principios mismos y elaboración
puramente cerebral de un programa artificial extraño a una tradición concreta y viviente”
(8). Por el contrario, la reforma de la Iglesia es tarea de un equipo y de, a lo menos, una
generación. Consiste en volver a traer la Buena Nueva, bajo nuevas formas e
inescrutables caminos, a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a los extranjeros de
hoy. ¿Generación entera? “No”, dice Congar “Mejor aún, obra de todo un pueblo (quiero
decir: de todo el cuerpo de la Iglesia, clérigos y laicos), pues no puede realizarse sino bajo
el impulso de los elementos proféticos y dentro de la comunión de toda la Iglesia” (9).
A los laicos que
temen a la crítica del mundo y los cambios necesarios, se les debiera decir que Cristo dijo
“Yo soy la verdad, el camino y la vida”, no “Yo soy la costumbre”. A los laicos que guardan
silencio y miran temerosos hacia la Jerarquía, esperando un cambio, expresarles que
ellos también son sacerdotes y profetas llamados a dar testimonio en el mundo y a
decirles a sus autoridades la verdad, sacándolas de una rutina ilusoria por ruinosa, dadora
de falsas seguridades. Ante los laicos impacientes, próximos a la desesperación y a la
salida de una institución que consideran envejecida hasta la muerte, debiera apelar a la
esperanza activa de san Pablo en aquello de “No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis
las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de toda especie de mal” (1
Tesalonicenses, 19-22). Valdo no lo creyó posible y fue vencido. En cambio, san
Francisco de Asís entendió aquello de “hacer todas las cosas nuevas” y, casi desnudo,
triunfó.
EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA REFORMA
Y EN EL CONCILIO DE TRENTO
O. INTRODUCCIÓN
I. LA DOCTRINA DE LOS PROTESTANTES
1. La confesión evangélica según los reformadores
a) ¿Es un verdadero sacramento?
b) La fe en la absolución
c) La libertad y la utilidad de la confesión
d) El ministro de la confesión
2. La confesión entre los protestantes después de la reforma
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II. LA DOCTRINA DE LA PENITENCIA EN EL CONCILIO DE
TRENTO
1. Existencia del sacramento de la penitencia como sacramento distinto
del bautismo (cap. 1-2 y can. 1-3)
2. La estructura y el efecto del sacramento de la penitencia (cap. 3 y can. 4)
3. La contrición (cap. 4 y can. 5)
4. La confesión (cap. 5 y can. 6-8)
5. El ministro del sacramento y la absolución (cf. cap. 6-7 y can. 9-11)
6. La satisfacción (cap. 8-9 y can. 12-15)
7. Penitencia y eucaristía
III. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA EN LA PASTORAL
Y EN LA TEOLOGÍA POSTRIDENTINAS
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