Concierto 12, Ciclo II - Orquesta y Coro Nacionales de España

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ORQUESTA NACIONAL DE ESPAÑA
CORO NACIONAL CHECO
Maximiano Valdés, director
I
Ludwig van Beethoven (1770-1827)
Triple concierto para violín, violonchelo, piano y orquesta,
en Do mayor, opus 56
Allegro
Largo
Rondo alla polacca
Beaux Arts Trio
Daniel Hope, violín
Antonio Meneses, violonchelo
Menahen Pressler, piano
II
Bohuslav Martinů (1880-1959)
La epopeya de Gilgamesh, para solistas, coro y orquesta
(Primera vez ONE)
Gilgamesh
La muerte de Enkidu
Invocación
Zdena Kloubová, soprano
Tomas Cerny, tenor
Ivan Kusnjer, barítono
Peter Mikulas, bajo
Emilio Gutiérrez Caba, narrador
Jaroslav Brych, director del Coro
Concierto 12 - Ciclo II. 17, 18 y 19 de febrero de 2006
Viernes 17 de febrero de 2006, a las 19:30 h. (ONE 4650)
Sábado 18 de febrero de 2006, a las 19:30 h. (ONE 4651)
Domingo 19 de febrero de 2006, a las 11:30 h. (ONE 4652)
Auditorio Nacional de Música (Madrid). Sala Sinfónica.
Notas al Programa
Desconocidos umbrales
El Triple Concierto opus 56 ocupa un lugar aparte en
el catálogo de Beethoven. En primer lugar, debido
a su excéntrica plantilla, que enfrenta la orquesta a
un trío de solistas: violín, violonchelo y piano. Tal
como el compositor explicaba a su editor, se trataba
de una formación inédita. Inédita sí, pero casos de
este tipo eran habituales en la sinfonía concertante,
un género híbrido que se había desarrollado en la
segunda mitad del siglo XVIII y que solía contraponer
la orquesta a dos o más solistas, según modalidades
cercanas a los esquemas barrocos del concerto
grosso. Piezas como la Sinfonía concertante para
oboe, clarinete, trompa y fagot K 297b de Mozart,
la Sinfonía concertante de Haydn (con oboe, fagot,
violín y violonchelo como solistas) o el Concierto
para cuarteto de cuerda y orquesta (1845) de Ludwig
Spohr hacen buena compañía al Triple Concierto de
Beethoven.
Aun así, la opus 56 resulta atípica dentro del
corpus de los conciertos beethovenianos. Si en los
Conciertos para piano el compositor alemán muestra
una creciente tendencia a dramatizar la relación entre
solista y orquesta, y en el Concierto para violín adopta
un enfoque lírico-expresivo, el Triple Concierto parece
trasladar al salón -con sus convenciones y modales
educados- un género cuyas señas de identidad
se caracterizan por el conflicto. Entre los solistas
prevalecen las buenas maneras y, sobre todo, una
entonación más bien propia de la música de cámara
que de la sinfónica. No obstante, el diálogo entre
los instrumentos muestra un acusado desequilibrio
interno. La escritura del piano es relativamente sencilla
y la del violín muestra alguna dificultad, aunque
superable sin excesivos problemas. El violonchelo
tiene, en cambio, un papel muy exigente. Semejante
descompensación se explica si se piensa en los
intérpretes a los que iban destinadas las partes. La
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del piano estaba pensada para el archiduque Rodolfo,
el aristocrático y voluntarioso alumno -además de
mecenas- de Beethoven, no precisamente un titán del
teclado. Las partes de cuerda corrían a cargo de dos
instrumentistas del círculo musical del archiduque:
el violinista Carl August Seidler y el violonchelista
Anton Kraft, este último uno de las más renombrados
virtuosos de la época.
El Allegro empieza con un motivo misterioso en los
graves, luego retomado de manera afirmativa por la
orquesta entera. Los solistas intervienen desarrollando
versiones más delicadas del mismo tema. Primero
entra el violonchelo, luego el violín y finalmente el
piano. La misma sucesión de instrumentos se repite
en la exposición del segundo tema. El lirismo y la
brillantez de las partes solistas se entremezcla con
la majestuosidad de las intervenciones orquestales,
pero la obra no puede disimular ciertos límites: el tono
enfático y exterior de algunos tutti, o un tratamiento de
los materiales temáticos que no siempre se mantiene
al mismo nivel durante todo el movimiento, pese a la
originalidad de algunas modulaciones.
El Largo central es más un intermedio que un
movimiento lento propiamente dicho. Está construido
sobre una larga y calurosa melodía a cargo del
violonchelo. Una breve introducción de la orquesta
(con la cuerda con sordina) sirve para crear el clima
adecuado. Sobre los arpegios del piano, el tema
fluye de nuevo en las voces conjuntas del violín y
el violonchelo. La conclusión a cargo de la orquesta
parece anunciar nubarrones, pero en realidad
desemboca en el conclusivo y brillante Rondo alla
polacca.
Aquí vuelven a ponerse de manifiesto los rasgos
mundanos de la pieza, ya que el compositor recurre
a un tema de “polonesa”, género muy de moda en
la música de aquel momento. De nuevo la primera
exposición está asignada al violonchelo, seguido
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a corta distancia por el violín. Violín y violonchelo
entrelazan figuraciones rápidas a lo largo del
movimiento, apoyados por la fuerza motriz del piano.
A pesar de la cara amable y complaciente que ofrece
el Triple Concierto, no parece que la composición
despertara en el público gran entusiasmo. El estreno
vienés en mayo de 1808 resultó ser tal fracaso que
Schindler lo intentó achacar a la mala calidad de los
solistas. Tampoco hay constancia de que la obra
volviera a programarse ni que Beethoven hiciera
mucho para defenderla y promoverla en otros lugares.
El público estaba tan acostumbrado a esperar de
Beethoven piezas difíciles que, tal vez, era presa de la
decepción si el compositor escribía algo fácil.
Si el Triple Concierto de Beethoven constituye un
ejemplo único y excepcional dentro de la música de
su época, existe un compositor del siglo XX que es
autor, no de una, sino de dos obras para esta misma
plantilla. Se trata de Bohuslav Martinů. En la primavera
de 1933, Martinů compuso en París un Concierto para
trío (violín, violonchelo y piano) y orquesta. Y como
si eso no fuera suficiente, algunos meses más tarde en agosto- escribía un Concertino para trío con piano
y orquesta. Viene al caso citar esta anécdota para
mostrar lo prolífico y lo excéntrico que fue a veces
el compositor checo en su trayectoria creadora. Su
amplísimo catálogo incluye piezas tan extravagantes
como el Cuarteto para clarinete, trompa, violonchelo
y percusión; el Sexteto para flauta, oboe, clarinete,
dos fagotes y piano; o el noneto Pastorales de Stowe
para cinco flautas de pico, clarinete, dos violines y
violonchelo. En este aspecto, Martinů recuerda a
compositores barrocos como Telemann no sólo por
la gran cantidad de piezas que escribió sino por el
gusto de experimentar con conjuntos instrumentales
atípicos.
También La epopeya de Gilgamesh muestra rasgos
únicos entre los oratorios del siglo XX. La renuncia a
tratar un tema de tipo religioso sería ya un elemento
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llamativo, pero aún más sorprendente puede resultar
la elección de un tema relacionado con la mitología
babilónica. Antiguo soberano luego divinizado,
Gilgamesh es protagonista de un poema épico
considerado como la más alta obra poética del antiguo
Oriente Próximo. En esta epopeya se narra la amistad
entre Gilgamesh, dios en sus dos terceras partes y
hombre en un tercio, y Enkidu, creado desde la arcilla
por la diosa madre Aruru. Los dos son protagonistas
de hazañas fabulosas en países míticos, hasta que
Enkidu muere. Desesperado, Gilgamesh vaga por
muchas tierras intentando encontrar el modo de
devolverle la vida al amigo. Sólo conseguirá evocar
a su sombra para conocer el destino que espera a
los hombres después de la muerte. Será en aquel
momento cuando Enkidu le dibuje la triste condición
de quienes residen en el reino de los muertos.
El texto de la epopeya de Gilagamesh subsiste en
diversas fuentes. Existe una redacción babilónica del
siglo XII a.C. que reelabora a su vez otra más antigua
del siglo XVIII a.C. También hay una versión asiria,
conservada en la biblioteca del rey Assurbanipal
(siglo VII a.C.). De esta última procede la traducción
inglesa de Reginald Campbell Thompson, publicada
entre 1928 y 1930, que Martinů utilizó para su oratorio
en un primer momento. Más tarde, volcó el texto al
idioma checo.
Compuesto en Niza en 1955, el oratorio se divide
en tres bloques: Gilgamesh, La muerte de Enkidu e
Invocación. La primera parte, basada en las tablillas 1
y 2 de las doce que componen el poema épico, habla
del nacimiento de Enkidu y del estado salvaje en que
pasó su juventud, hasta que una cortesana lo sedujo
y lo llevó a la corte de Gilgamesh. La segunda parte,
basada en las tablillas 7, 8 y 10, habla de la muerte de
Enkidu y la consiguiente desesperación de Gilgamesh.
En la tercera parte, basada en la tablilla 12, Gilgamesh
acude al templo de Enlil con la esperanza de resucitar
al amigo, aunque inútilmente. Tampoco las oraciones
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dirigidas al dios de la luna sirven de nada. Pero al
final sus ruegos obtienen respuesta: el protagonista
tiene la posibilidad de poder hablar con el espíritu de
Enkidu y éste le describe la vida en el reino de los
muertos.
En La epopeya de Gilgamesh, Martinů ofrece una
prueba del eclecticismo de su lenguaje. Sin embargo,
el arcaísmo del argumento influye en los rasgos
estilísticos de la obra. El compositor elige una tímbrica
al mismo tiempo severa y desnuda. El metal y la
percusión tienen confiado un papel preponderante,
mientras que la madera queda reducida a un segundo
plano tanto por número como por importancia.
La materia sonora aparece aquí tallada en grandes
bloques geométricos, aunque no faltan detalles de
gran refinamiento armónico y tímbrico.
Este último aspecto destaca precisamente en los
primeros compases, donde la cuerda establece con
su intervención un misterioso horizonte que parece
retrotraernos a épocas remotas. Tanto aquí como
más adelante Martinů opta por un lenguaje armónico
más ambiguo y disonante que de costumbre. A la
sobriedad de las líneas vocales, que entonan el texto
de manera silábica, se contrapone, en cambio, una
rítmica compleja e insistente, de rasgos stravinskianos.
Pero cuando el coro describe la vida de Enkidu en los
campos, Martinů cede por un momento a la tentación
de los tonos idílicos y pastoriles que tan cercanos le
resultaban.
Magnífica es la intervención del coro cuando narra el
acercamiento de Enkidu al cazador y la cortesana, un
episodio de una plenitud sonora y polifónica digna de
Kodály. La orquesta, caracterizada hasta ahora por una
solemne austeridad, se expande en miles de colores
y muestra, a través de la figura de la cortesana, las
delicias y el lujo de la vida en la ciudad. La seducción
se expresa con total intensidad en la intervención
de la soprano solista, a la que los instrumentos y el
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coro de voces femeninas aportan un fondo sonoro de
esplendor oriental. En tonos grandiosos y viriles, la
intervención final del coro describe el acercamiento de
Enkidu a Gilgamesh, comienzo de una gran amistad.
El arranque de la segunda parte se caracteriza por
el clima íntimo de las sonoridades, suavizadas por
el protagonismo de las maderas y el empleo de las
sordinas. Las mujeres cantan el poder de la muerte
en una intervención de gran dulzura. Unos rasgos
más angustiados presenta la intervención de Enkidu
(encarnado por un tenor solista), que relata los
presagios de muerte recibidos en sueños. El coro
intenta tranquilizarlo, pero sin éxito. La atmósfera
se ensombrece. Sobre el oscuro marasmo de la
orquesta, Gilgamesh (bajo) eleva su lamento ante
la muerte próxima del amigo. La descripción de la
agonía de Enkidu es confiada a la emotiva intervención
del coro, en medio de cuyas intervenciones alcanza
su punto culminante el desgarro de Gilgamesh. Aun
así, se evitan los alardes de dramatismo exterior a
favor de una expresión casi litúrgica y ritual de los
sentimientos humanos.
La tercera y última parte es la única que comienza
con una breve introducción instrumental. La
sonoridad del arpa y el piano introduce al oyente en
la dimensión de esotéricos ceremoniales paganos.
La soprano le pregunta a Gilgamesh la razón de su
tristeza y él, sobre un amenazador fondo del metal,
le cuenta su desesperación por la muerte del amigo.
La invocación para despertar el alma de Enkidu da
lugar a un episodio en el que se despliegan todos
los recursos del exotismo musical (en algunos
momentos, el preciosismo de los timbres recuerda
a Szymanowski).
La aparición de Enkidu marca el punto culminante del
oratorio. Las exhortaciones de Gilgamesh desatan en
la orquesta un crescendo que se hace progresivamente
apocalíptico y alucinado. A pesar de todo, el episodio
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desemboca en un cuadro de sosiego sobrenatural.
Martinů se detiene un momento antes de decir algo
firme acerca del destino del hombre. Las misteriosas
sonoridades del final pueden interpretarse por cada
cual bien como expresión de serenidad, bien como
mensaje de tristeza y resignación. La música emite
reflejos de luces lejanas y débiles, pero es imposible
establecer si se trata de una visión de paz o de duelo.
En La epopeya de Gilgamesh, el compositor lleva al
oyente hasta el umbral del más allá. Y allí se queda.
Porque las palabras no pueden traducirlo. Y, según
Martinů, la música tampoco.
Stefano Russomanno
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