Se alza una voz de niña. Está cantando. Es una voz suave que no

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Se alza una voz de niña. Está cantando. Es una
voz suave que no muestra ni alegría ni tristeza, pero sí la
violencia de quien quiere que el alma estalle. No canta
palabras, sino un gemido melodioso.
Canta la niña.
La niña canta.
Mece los hombros.
Tiene calcetas blancas.
A ella se une otra voz y otra; muchas más. Es un
coro de niñas claras. Un coro luminoso.
Ellas cantan y se toman de las manos. Mueven
un poco el cuerpo y no sabemos si se menean al ritmo
de su canción, pues el coro se ha descompuesto en varias
melodías.
Cantan orgullosas de ser bellas.
De tener ojos.
Piernas y cabello.
Cantan y gimen. Ah, dios de las malas cosas, ojalá
te pudras.
Nosotras bellas.
Nosotras luz.
Nosotras sin esperanza.
Doblen la rodilla y cállense todos, hijos de mala
sangre. Es hora de escucharlas.
Es hora de amarlas.
De recordarlas.
Una ovación, damas y caballeros.
El más cálido de los aplausos.
Escuchemos la canción de las niñas muertas.
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Los rostros de los dos hombres se tornan máscaras
rojizas en lo que Floro enciende su cigarrillo.
Está prohibido fumar, dice Blasco, el enemigo
puede distinguirnos desde las alturas.
Ambos permanecen en silencio, aguzando los oídos por si el aire trae un ronroneo de aviones.
El enemigo está muy lejos, Floro se recarga en el
muro de tierra, no se va a ocupar de nosotros. Aspira su cigarrillo y exhala el humo hacia el rostro de su amigo. Hay
juegos que debemos tomar en serio, como el póquer, ahí
hay dinero de por medio. ¿Pero la guerra? Es un chiste.
Blasco se incorpora y asoma la cabeza sobre la
trinchera.
Eso es peor que fumar, Floro echa el humo por
la nariz, he leído que antes de mostrar la cabeza hay que
levantar el casco con la mano. Los francotiradores disparan a cualquier cosa que se mueva, sean enemigos, liebres
o ratas.
Yo tengo entendido que las trincheras ya no se
usan.
La Gran Guerra era más fina. Los ejércitos se citaban en algún lugar deshabitado y ahí se iban matando
poco a poco. Lo peor que podía ocurrir era que pisotearan un sembradío de coles. Y las trincheras resultaban lo
más efectivo: resguardo y tumba al mismo tiempo. Ahora
los aviones lo han echado a perder. ¿Puedes ver algo?
Todo sigue ahí: la catedral, el casino, el palacio
municipal, el hotel Bermuda. Y me parece distinguir al
polaco en el quiosco, dormido.
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A ese hombre hay que darle una que no olvide. Su
patria está en llamas y él se la pasa roncando.
Si a las ciudades les basta apagar las luces para
esconderse, tal vez sería mejor que los bombardeos se hiciesen de día.
Ninguna ciudad puede ocultarse. Pero los bombardeos han de hacerse en la oscuridad, porque no se trata solo de destruir edificios y matar gente, sino de asustar
niños, de mantener a las mujeres en vela. La gente desea
morir de vieja en su cama, no por bomba. De noche, la
sangre es negra, las voces son aullidos, los incendios son
tinieblas. Lo terrible de noche es doblemente terrible.
Y lo placentero, doble también.
Bendita sea la noche.
Bendita.
Las sirenas suenan por las calles de Monterrey y
poco a poco las luces se van encendiendo en las casas. El
alumbrado público va tomando intensidad y, en el fondo
de su trinchera, Floro y Blasco se distinguen las caras.
Terminó el riesgo, Blasco estira los brazos, bosteza.
Yo diría que terminó el juego, Floro saca otro cigarrillo. ¿Trajiste la botella? Vamos a salir de este agujero,
vamos al quiosco con el polaco. Ahí voy a contarte la
historia de hoy. Es sobre un autobús que se pierde con
seis muchachas cuando iba rumbo a la presa de la Boca.
Un paseo escolar.
Suena bien, Blasco se relame el peinado, muy
bien, y se ajusta el cuello de la camisa. ¿Qué edad tenían?
Dime por favor que eran casi unas niñas. Voltea a ver su
maletín de piel sobre el suelo húmedo; lo agarra con la
derecha y lo limpia con la izquierda.
Floro menea la cabeza. Sí, unas niñas, las seis del
colegio del Sagrado Corazón, pero no nos adelantemos.
Vamos al quiosco.
Trepan a la superficie de la plaza por una escalera
que dejó la cuadrilla de trabajadores del drenaje.
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Es maravilloso que sean seis, Blasco entrelaza los
dedos. Claro, podrían ser siete o diez o veinte, pero seis
ya es un buen número. Siempre fuimos de una en una, y
ahora seis. Supongo que bonitas.
Ten paciencia, amigo mío, Floro cierra ambos
ojos cuando intenta guiñar uno. Su aspecto es parte esencial de la historia.
Ascienden los cinco escalones que conducen al
quiosco. Ahí está el polaco, ebrio y dormido. Ellos le
punzan levemente las carnes con la punta del pie. Luego
Floro echa la vista a un infinito que termina en la fachada del hotel Bermuda; una fachada sin luz, sin turistas,
sin amantes. ¿Que si eran bonitas? Alabado sea el señor que permite que tanta cosa les ocurra a las mujeres
bellas. Se recarga sobre la baranda del quiosco, alza la
mano con una copa imaginaria y, dirigiéndose a quien
lo quisiera escuchar, brinda por las muertas, por todas
las muertas.
Salud, grita un miserable desde alguna banca de
la plaza. Silencio, gruñe otro, que desea dormir en su improvisada cama de cartones y periódicos.
En el quiosco hay algunas sillas y una mesa que
ese día usaron los capataces de la obra de drenaje para
hacer sus cálculos. Floro arrastra una silla hacia la mesa y
alza la mano en actitud de quien llama al cantinero.
Blasco abre su maletín; saca una botella de tequila
y dos vasos.
Te advertí que la historia de hoy sería especial,
protesta Floro, esta vez son seis muchachas. Tengo sus
nombres y edades y el color de sus cabellos y uniforme.
Por eso te pedí whisky.
Eso lo toman los señoritos. Traje lo de siempre y
estás en deuda conmigo. La última vez te emborrachaste
y dejaste a medias la historia.
Soy un profesional, siempre sigo hasta que cae el
telón.
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Ya ves que no te acuerdas. Trataba sobre una niña
que salió a comprar tortillas…
Es de lo más ordinario: hijas que van por tortillas
o leche o chile y nunca más las vuelven a ver. ¿Alcancé a
contarte quién se la llevó?
En eso estabas cuando te venció el alcohol. Apenas mencionaste que fue un empresario.
Sí, esos son siempre iguales. Les gustan las niñas
si no son muy morenas. A los políticos, en cambio, les da
lo mismo.
El maletín de Blasco permanece con las alas abiertas; dentro hay papeles arrugados, hechos bola, metidos
a la fuerza: cuentas de oficina, reportes de venta, simulacros de un empleo que perdió hace tiempo. Algún distraído podría confundir las cosas, pensar que se trata de
un basurero y arrojarle una colilla de cigarro. Blasco mete
el tequila entre los papeles. Anda, necesitas un público.
Prometo que te voy a aplaudir.
Floro le arrebata la botella. La destapa con furia
y da un trago tímido y pequeño. Sirve el líquido en uno
de los vasos. ¿Cómo sacarle más provecho a su relato? No
puede dividirlo; son seis muchachas, no seis historias.
Pero sí puede alargarlo.
Una botella es buena para brindar de doce a veinte veces, si se bebe entre dos. Doce a veinte. Salud, amigo, salud. Con seis muchachas la cantidad se multiplica.
¿Por qué serán los brindis? Por ellas, Floro engola su voz,
siempre por ellas. Cada una tendrá sus circunstancias, sus
lágrimas, sus temores y el modo discreto, nervioso o impropio de gritar, y así cada brindis será distinto. Por una,
por dos, por tres, por seis. Se mete entre los labios un
cigarrillo que por lo pronto no enciende.
Blasco extrae una libreta de lomo cosido y la abre
en cualquier página. Escribe el número seis.
Un autobús, Floro convierte su mano en un vehículo zigzagueante sobre la superficie de la mesa, un mo-
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delo 1938 que rentó cierta monja del colegio del Sagrado
Corazón. Imagina, son varias toneladas de acero y no
se supo más de él. Se perdió en la carretera por siempre
jamás.
Se siente orgulloso de pronunciar las tres últimas
palabras, estirando las sílabas y agravando la voz para darle contundencia a su relato.
No pudo perderse en la carretera, dice Blasco,
ahí cualquiera lo encuentra, tiene que estar en otra parte.
¿Iban a la presa de la Boca? Entonces ahí hay que buscarlo, en el fondo del agua. ¿Qué profundidad tiene? ¿Crees
que pueda sumergirse un autobús? Si las ventanillas están
cerradas el agua comoquiera entra y las muchachas no salen y acaban por ahogarse ahí dentro. Flotan hasta topar
con el techo del vehículo. ¿Te parece que así fue? Picotea
la libreta con la punta de su lápiz mientras despacha las
preguntas. Luego dibuja un autobús: un rectángulo con
dos círculos abajo. En la parte trasera le traza una espiral
de humo de cola de marrano.
Sí, puede caer en el agua y hundirse, pero nada
hay de interesante en seis muchachas ahogadas. Eso sería la naturaleza contra la vida, es agua en los pulmones,
cuerpos que acaban por emerger, hinchados, sin ningún
atractivo aunque tengan faldas. ¿Y cómo explicas que a la
monja nada le ocurriera? ¿Y que a otras ocho niñas nada
les pasara? Si las cosas fueran como tú las piensas, no tiene caso narrarlo. Mejor te cuento lo que le sucedió a la
señorita Ordóñez.
Blasco se muerde los labios. ¿Qué puede ofrecer
una señorita con ese nombre ante seis muchachas? Y sin
embargo no quiere negociar; si Floro lo nota ansioso, acabará por exigirle la botella de whisky.
¿Estás seguro? Son seis muchachitas contra una
mujer de treintaitantos años y un poco de grasa.
Blasco da un trago al tequila y guarda su libreta.
Contempla a sus pies al polaco. Este debe ser el hombre
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más afortunado del mundo; se tumba a dormir donde sea,
no tiene deudas con nadie, no le importa nada. ¿Por qué
en cambio yo he de volver a una casa con olor de humedad, con nueve muebles y un lavabo manchado de sarro?
Con una señora tendida en la cama, una señora que silba
por la nariz cuando duerme y deambula por la casa si
está despierta. Me gustan las treintañeras, dice, son mis
preferidas.
Floro se echa a reír, una risa fingida. Las mentiras
que dices, amigo mío, con tal de ahorrarte un whisky. Se
pone de pie y, ondeando su brazo, pide un brindis a un
público inexistente por la señorita Ordóñez. Damas y caballeros, verán lo que le pasa a sus rodillas y serán testigos
de lo que ocurre con su alma.
Te escucho, Blasco se suelta los botones de la camisa.
La señorita Ordóñez había salido de compras porque le hacía falta una diadema roja que combinara con su
vestido nuevo. Al caminar por la calle Morelos sintió que
un hombre le tomaba el bolso, Floro da un trago, habla
con monotonía, sin gesticular ni moverse de la silla. Hace
una pausa para encender el cigarrillo, echa morosamente
el humo invisible en la noche. Te decía que alguien le agarró el bolso; la señorita Ordóñez se aferró a él y el tirón la
hizo caer al suelo. Aun así se mantuvo con las manos firmes, cerradas con fuerza en torno a la correa. El hombre
la arrastró por unos metros, cinco, no más. Las medias
se le rasgaron, las rodillas se le pelaron. Ella pidió auxilio
a la gente que miraba sin intervenir. Una mujer le gritó
que soltara la bolsa, que se iba a lastimar. Pero la señorita
Ordóñez se negaba; esa bolsa entrañaba más que dinero.
Portaba fotografías, alguna identificación, dos caramelos, un recorte de periódico con una oferta de maquillaje
y, sobre todo, su orgullo, su no aceptar que le robaran.
Solo cuando al fin aflojó las manos y vio al ladrón correr
y perderse en una esquina, se acercó un transeúnte para
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ayudarla a ponerse de pie. Ya no se puede andar tranquilo
por las calles, sentenció el hombre y le ofreció una mano,
¿está usted bien? Ella le agradeció, avergonzada, sofocada
ante la presencia de tanta gente. Se marchó rápido de ahí,
sin considerar la idea de poner una denuncia con la policía. Por la noche no pudo dormir; dio vueltas en la cama,
entre las sábanas. No había comprado la diadema. Sentía
una enorme rabia, pero no contra el ladrón, sino contra
los peatones.
Blasco paraliza la mirada. Ni una sonrisa, ni un
parpadeo durante unos segundos.
Prometiste aplaudir, Floro da un trago, luego camina sobre el quiosco con los brazos extendidos. Aplaude,
claque, y atiende bien la frase final. No contra el ladrón,
repite con tono de declamador, sino contra los peatones.
Blasco piensa en las rodillas de la señorita Ordóñez. Floro no le describió el vestido, únicamente mencionó que era nuevo. ¿Hasta el tobillo o la pantorrilla?
Floro no contoneó la cadera como seguro lo hacía la señorita Ordóñez antes de que le robaran el bolso, ni siquiera adelgazó la voz para simular la de una mujer. Además ese apellido ofrece muy poco. A la señorita Ordóñez
habría que llamarla por su nombre, Carolina o Susana o
cualquiera que fuera, para no pensar en un esperpento.
Porque de nada vale la escena de la mujer dando vueltas
en la cama, entre las sábanas. Sin detalles es igual que la
oscuridad. Con ese nombre no puede imaginarse a la mujer en su adolescencia. Mejor pensar en las rodillas. Ahí
habrá sangre y eventualmente moretones.
Y un bolso perdido.
Blasco alza el vaso. Por la señorita Ordóñez.
Por ella, Floro levanta el suyo y los cristales chocan.
En el suelo, el polaco carraspea y abre los ojos.
Floro le acaricia la frente hasta hacerlo dormir de
nuevo.
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Laura escucha pisadas en el portal. Por la mirilla
ve que al otro lado está Floro, retirado un par de metros, las manos en los bolsillos. Luego de unos segundos
él levanta la mano derecha, la cierra en un puño y hace
en el aire el movimiento de golpear la puerta. Toc toc,
dice Laura para sí, anda, cobarde, tengo timbre. ¿Cuánto
tiempo llevas ahí? Solo por unos segundos le parece divertido espiar por la mirilla. Se da media vuelta y va a la
cocina a lavar los trastes.
Habrán pasado cinco minutos cuando se acciona
el timbre. Laura se seca las manos y va a abrir.
Pasaba por aquí, Floro se rasca la nuca.
Somos vecinos, Laura sonríe, es natural que pase
por aquí.
Ella abre la puerta de par en par; él ingresa por
el pasillo hasta donde ve los sillones de la sala dispuestos
uno frente al otro. Tan pronto se sientan, ella se pone de
nuevo en pie y se retira a la cocina. Regresa con un vaso
de agua y lo coloca en la mesa de centro.
Parece que nunca acabará la guerra. Dicen que ya
están peleando nuestros muchachos.
Él le pide que se calle. El líquido muestra pequeñas burbujas pegadas al cristal. Todavía unos años antes
las conversaciones comenzaban con el clima, y era fácil
pasar del calor, la lluvia o el frío a otros temas triviales;
ahora hasta las mujeres quieren opinar sobre asuntos del
mundo.
Los mandaron a otra guerra, Floro se arrellana, a
la del traspatio. Si fuimos a pelear porque Alemania nos
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hundió dos barcos, tendríamos que soltar bombas sobre
Berlín, Hamburgo, Colonia o Dresde; en cambio nos
mandaron a sobrevolar una selva con bananas y macacos.
En vez de destruir la casa de Goethe o Schiller, incendiamos el gallinero de Chang Ho. Floro sabe que si menciona nombres extranjeros la hará sentirse ignorante, la
obligará a callarse. Las burbujas se desprenden del cristal.
Él piensa que podría golpear a esa mujer.
Un tiempo también pensó que podía amarla; no
más, y sin embargo siente frente a ella la vacilación y la
humildad del enamorado no correspondido.
Le traigo una noticia, Floro echa el torso hacia
delante, ayer me ocurrió algo.
¿Una noticia? Ella empuja el vaso hacia Floro
unos diez centímetros. Los hombres han de traer flores
y perfumes.
Él se pone de pie. Ha pasado casi un año desde
que Floro le pidió matrimonio. Laura se rio. Floro supo que
debía pasar la vida rebajándose ante ella. El amor podría
acabar; la insistencia, no.
Avanzan hacia la puerta y ella la abre. Él da un
paso afuera y de inmediato gira para encararla.
Me buscaron del teatro; tengo un papel.
Laura alza las cejas. Lo felicito.
Una compañía muy seria estará una temporada
en Monterrey. El director es viejo amigo mío, sabe de mi
talento y me buscó por toda la ciudad. Asegura que es un
papel idóneo para mí.
¿Es protagónico? ¿Usted salva a la muchacha?
Un papel pequeño y trascendental a la vez, Floro
pone el cuerpo muy recto. El que le da sentido a la obra.
¿De qué va? Ella va poco a poco cerrando la puerta.
Una mujer espera noticias importantes; nunca se
revela de qué asunto tratan, pero la tranquilidad de la
protagonista depende de ellas. La infeliz está al borde del
suicidio, y justo cuando va a envenenarse, entra el cartero
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en escena y anuncia: Carta para lady Waller. También hay
intrigas y muerte y romances frustrados.
¿Y usted?
Soy el cartero, y como ve, salvo a la muchacha.
Cuatro palabras. Bien, los hombres deben hablar
poco.
No es solo eso, Laura, el teatro, más que de palabras, está hecho de lenguaje corporal. Aparte de la escena
final entro un par de veces en el escenario y paso de largo.
Llevo mi bulto de cartas y ninguna es para lady Waller.
Imaginará usted la zozobra que eso causa en el público;
y usted debe saber que incluso pasar de largo requiere
mucho genio, un gran porte. No cualquiera puede hacerlo. El teatro tiene sus tiempos; uno no ha de andar ni
muy lento ni muy rápido, el modo de caminar debe ser
elocuente, la manera de acomodar el cuerpo, si se va erguido o encorvado, el vaivén de los brazos, la tensión de
los músculos, la expresión del rostro, el ancho de la zancada, lo que en general se llama presencia física, si bien
es algo más espiritual que físico. No puedo ser un cartero
que anda por ahí, he de ser el cartero, la carta, debo ser
la tensión, angustia y alegría de los espectadores. Aunque
el cartero pase, la escena ha de permanecer. Los espectadores están ansiosos porque lady Waller reciba su carta,
eso me vuelve el receptor y dueño de su ansiedad. A fin
de cuentas, la obra gira en torno a mí, por algo se titula Carta para lady Waller, y soy yo quien tiene esa carta
desde el principio de la historia y hasta el final, cuando
toco la puerta y anuncio carta para lady Waller, y ni aun
entonces me desprendo de ella. Es mi parlamento el que
da fin a la obra y detona los aplausos. Me aplauden a mí,
el cartero, no a Rebeca Doissant, lady Waller.
¿Rebeca Doissant? ¿Podría traerme su autógrafo?
Algo mejor, Floro se mete la mano al bolsillo. Mejor que flores o perfumes. Le traje una entrada.
Usted sabe que yo no voy al teatro.
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Floro hace un puño en torno al billete. Gran estreno, Carta para lady Waller, Rebeca Doissant y un gran
elenco, luneta, numerado, 14L, dos pesos, teatro Iturbide. Las palabras de Laura rebotan en la cabeza de Floro.
Usted sabe que… ¿Cómo iba a saberlo? …yo no voy al
teatro. Todo mundo va al teatro. ¿Qué se puede contestar
a esa frase?
Ella alza las cejas. ¿Me obligaría a sentarme dos
horas en una butaca para verlo a usted un par de minutos? Además no hay sorpresa. Si la obra se llama Carta
para lady Waller, es obvio que esa carta ha de entregarse.
Y de cualquier modo usted ya me contó el final.
Él evoca el vaso con agua intacto en la mesa. El
teatro le gusta porque siempre sabe qué decir. Años atrás,
cuando hizo el Matías de Vientos negros, sesentaitrés veces
le preguntó a Arcadia si la amaba y sesentaitrés veces Arcadia le respondió que sí.
Laura entorna la puerta. Deme una función privada.
No es tan sencillo. Aún me faltan unos ensayos
y el vestuario. No puedo ser un cartero con estas ropas. Y
tome en cuenta que la magnitud de mis palabras se sostiene en las escenas previas.
Los hombres llenos de excusas no son hombres.
Ella empuja a Floro hacia la calle por el hueco que queda
entre puerta y marco. Lo estaré viendo por la mirilla.
Floro se detiene en el portal unos instantes. Tuerce a la derecha por la acera hasta un punto en que considera que Laura lo ha perdido de vista. Regresa sobre sus
pisadas y avanza erguido, a paso lento, frente a la puerta.
Hace el trayecto por segunda ocasión, ahora un poco encorvado, pues recuerda que carga un saco lleno de cartas.
Se acomoda su quepí imaginario, regresa y se planta frente a la fachada. No es lo mismo una butaquería llena de
gente que esa puerta astillada tras la que quizás haya un
ojo. Se cuadra de manera militar y extiende la mano con
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el billete de teatro. ¡Mensaje…! No, disculpe, son los nervios de la noche de estreno. ¡Carta…! La voz sale incierta,
delgada, y ha de carraspear. ¡Carta para lady Waller!
Muy bien, suena la voz al otro lado de la puerta,
puede marcharse.
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