ROJAS HERAZO, Héctor. Celia se pudre, Bogotá, Ministerio de

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ROJAS HERAZO, Héctor.
Celia se pudre,
Bogotá, Ministerio de Cultura, Homenajes Nacionales de Literatura, 1988.
Prólogo de Jorge García Usta.
Acaba de aparecer en edición cuidada y muy bien lograda del Ministerio de Cultura, la
novela Celia se pudre, con prólogo del periodista y poeta sucreño Jorge García Usta,
publicación que hace parte de ese homenaje que Colombia debe a Héctor Rojas Herazo.
No en vano, se puede afirmar que este es un ho menaje a la vida y obra de Rojas
Herazo; parcial porque, no obstante la importancia artística y la trascendencia universal
del escritor y pintor toludeño, los colombianos conocemos poco su silencioso y soberbio
quehacer de más de cuarenta años, a través de los cuales ha ejercido las labores de
pintor, realizado numerosas exposiciones; de periodista, colaborando con distintos
periódicos nacionales y extranjeros y de poeta, en el más amplio sentido de la palabra,
publi cando ocho libros y dos compilaciones que compendian su producción artística, entre
los cuales se destacan: Rostro en la soledad, Tránsito de Caín, Desde la luz
preguntan por nosotros, Agresión de las formas contra el ángel, Señales y
garabatos del habitante, Las úlceras de Adán, Respirando el verano, En noviembre
llega el arzobispo y Celia se pudre.
Esta última obra, creada en la soledad y troquelada por el furor del trópico, transida por
esa maravillosa conjunción de sol, de mar, de viento, de patio y de casa; preñada de
recuerdos del Caribe, de encuentros y de nostalgias; inscrita en la lucha por domeñar la
palabra desde la entraña misma del lenguaje; deseosa de abarcar todo desde la infancia y
las vivencias de un hombre que va respirando el miedo de la mano de la abuela, es su
gran novela compendio; a través de sus páginas, intenta recuperar el paraíso ensoñado
por un hombre-niño, en quien todo renace y fructifica porque con él se estrenan los
sentidos para adueñarse del mundo en contra de la muerte.
Pero, al fin y al cabo, la publicación de Celia se pudre es un homenaje; sí, porque para
un escritor no hay mayor satisfacción ni mejor homenaje que poder llegar a los lectores y
poder hacerlo, además de lo barato de la edición, con toda la carga emocional y estética
de que es capaz un artista; este es el caso de Rojas Herazo, quien se da mañas, y no
pocas, para verter en mil y otras páginas toda una vida, en la que asoman el poeta con su
realismo sensorial que inscribe al hombre en su obra desde lo fisiológico puro hasta el
encumbrado y doble pensamiento de la imaginación; el periodista que funge como
cronista y testigo de lo cotidiano; el narrador ágil, provisto con los mejores arreos y
dominador de las técnicas narrativas; el cirujano del lenguaje que maneja con habilidad
suprema el escalpelo para descubrir el sentido oculto en la palabra.
Pero, allí, también asoman el crítico profundo y perspicaz que no deja pasar detalle de
la historia y de la vida nuestra; el humorista que cree en el recurso supremo de la risa
para desridiculizar al hombre presa de los sistemas, sin temor a caer en la obscenidad; el
ironista que recurre kafkianamente a la alusión para crear realidades nacidas del poder de
la imaginación o que, a la manera de Borges, procura enigmas para envolver en el
misterio y en el “terror de vivir” lo que cuenta, que no puede ser otra cosa que la vida
misma.
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Los protagonistas de esta inmensa paradoja son Celia y Rojas Herazo, el lenguaje y el
lector. Celia, porque en torno a ella gira el intento de la novela de abarcar la totalidad de la
saga familiar que se proyecta en el recuerdo más allá de la muerte y tira sus lazos para el
encuentro fugaz de la ensoñación; Ro jas Herazo, porque el autor se mimétiza a través de
personajes, del lenguaje y de puntos de vista, convirtiéndose en conciencia permanente
de la escritura que reconoce el poder de la imaginación y de la poesía en contra de la
realidad y de la muerte, sin que escape a tal condición la naturaleza autobiográfica de la
novela. De este modo, el narrador, que no es neutral, se muestra escéptico como sus
personajes —“Nadie es el evangelio”, dice Celia—, propiciando el despojamiento del
carácter simbólico de la omnisciencia y denunciando la conciencia desdichada de la
escritura.
El lenguaje, porque, además de las numerosas voces y lenguas que hablan en la
novela; de lo obsceno, lo procaz y lo poético, se convierte, más que en instrumento, en
objeto de la obra que, atizado por dos fuegos, rompe críticamente con las máscaras de la
representación y asume la condición de gran metá fora en la plenitud de sus efectos para
restringir lo real a favor de lo poético y generar un mundo nuevo en su singularidad virtual.
Y, por último, el lector que se ve comprometido con los efectos cinematográficos y
pictóricos del lenguaje novelesco; por un lado mediante el montaje fragmentario y el
tempo lento que configuran lo vi sual cotidiano, lastrando el texto de múltiples
inscripciones entre paréntesis que violentan el hilo narrativo y arrastran al lector a
configurar su propia novela; por otro lado, gracias a la actitud crítica que va apuntalando
la visión paródica de la historia y de la cotidianidad, así como la condición problemática
del hombre, que no dejan de implicarlo, con la condición de que no crea en la historia que
se le cuenta sino de que la re-escriba.
Celia se pudre es, sin lugar a dudas, una de las mejores novelas de la literatura
colombiana y, por qué no, de la hispanoamericana. Sin eludir el contexto particular de lo
regional, la novela trasciende al ámbito universal al proponer como eje central una visión
entre filosófica e histórica del hombre; filosófica, porque expresa una concepción del
hombre como ser-miedo que, a pesar de los sistemas, a duras penas se sostiene
arrastrando el terror de vivir en su soledad; histórica, porque nada de lo terrenal le es
ajeno al devenir del hombre: ni la naturaleza siempre y fatalmente transida por lo humano;
ni sus ansias de encontrar consuelo y de transmutarse en el otro como la mejor manera
de vivir tantas vidas como pueda ser posible o de retornar a la infancia para nacer de
nuevo; o de inventar metafísicamente a los dioses para crear una alternativa más a esa
pasión en que, de manera obstinada, se ha empeñado.
Por eso, es posible aceptar la propuesta de Rojas Herazo, muy cercana a las
pretensiones de Mito, de que “la novela es un edificio estético que se costruye sobre
bases éticas”. Y nada mejor que corresponda a una definición filosófica de la novela cuya
fórmula cervantina es la capacidad de abarcarlo todo. Celia... es un espacio en donde
confluye la totalidad: mito, magia, religión, leng uaje, historia, arte, política, periodismo,
cotidianidad, crítica, literatura, poesía.
Es ese espacio barroco, sincrético, múltiple y polifónico que intenta recuperar una
visión entre fatalista, escéptica y panteísta de nuestra realidad, plena de misterio y de
vida; comprometida hondamente y de manera crítica con nuestra historia y nuestra
cotidianidad; rica en visiones y en posibilidades de lenguaje; pero, por sobre todo, es la
novela del hombre que, acosado por sus pretensiones de conocer el mundo, solo debe
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afincar su existencia en un solo deseo: ejercer sus sentidos para vencer la muerte con el
deseo único de vivir.
Estos elementos parciales que se destacan, más que una visión crítica, son una
invitación a compartir la plenitud de la experiencia poética de lector, recorriendo los
numerosos fragmentos, las mil y tantas páginas de una gran novela, para amansar el
tiempo en su loca carrera y dejarse llevar de la mano por un gran escritor, uno de los
mejores de Colombia: Héctor Rojas Herazo.
ALFONSO CÁRDENAS PÁEZ
Profesor Departamento de Lenguas
Universidad Pedagógica Nacional
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