¡Cuánto dolor residía en mi alma! No lo quiero recordar, Soledad

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TITULO: SOLEDAD
AUTOR: Manuel Fernando Estévez Goytre
PROCEDENCIA: ALICANTE
¡Cuánto dolor residía en mi alma! No lo quiero recordar, Soledad. No sabes cuánto
me costó atravesar el velo húmedo y cristalino que ponía veda entre tus ojos y los
míos. Tanto como ascender la cuesta que aumentaba su pendiente a medida que
dejaba atrás la Alhambra. Una decisión tan traumática que me dejó agotado
emocionalmente. Sin embargo, tuve que obligarme, desorientado en mitad de una
marea de consuelos y buenas palabras y un pellizco que atenazaba mi estómago, no
sabría decir si por prudencia, desdicha o cobardía, a contemplar tu rostro. ¡Qué guapa
estabas, y cuánta paz se repartía por tu tez clara y suave, descuartizando el esquema
de lo que se esperaba de ti en ese momento! Ni las luces de esos focos procaces que
tanto te habían violentado siempre ni el gentío que abarrotaba la sala eran suficientes
para alterar tu postura severa ni tus nervios embadurnados en sucedáneos de algún
potente tranquilizante. A un sólo día de nuestra boda y estabas, si cabe, más hermosa
que nunca. Candorosa y dócil. Casi sensual. Me atrevería a decir que conservabas esa
líbido que tus creencias religiosas te obligaban a guardar bajo siete llaves y sin duda
asaltaríamos a mano armada en cuanto el cura nos diese su bendición. Siempre tan
casta. Tan respetuosa con tus principios… Arrastrabas desde tu niñez una belleza y
una línea libre de excesos y celulitis que te había catapultado al pedestal de las chicas
más codiciadas, y sabías, porque no tenías un pelo de tonta, que de haber querido
sacar partido a tu hermosura habrías llegado a lo más alto en una carrera de lencería y
piernas largas y delgadas esculpidas en bronce que cualquier muchacha habría
ambicionado en tu situación. Sin embargo, preferiste permanecer fiel al dogma de la
iglesia y a las personas que más amabas. Qué poco ambiciosa has sido siempre.
Renunciaste a lo material y a la vida fácil y te aislaste de los demás muchachos de tu
entorno. Te reservaste para mí. Entera. En exclusiva. Así lo pensaste de jovencita, así
lo dijiste y así lo hiciste. Qué claridad en tus ideas. Pero ya poco podías hacer por
conservar ese encanto natural que tantas veces había protagonizado mis largas noches
de vigilia y, pese a mis deseos naturales y algo impúdicos, supe respetar hasta el final.
Todo hacía pensar que tu nueva vida acabaría con la necesidad de buscar la belleza
física a través de sofisticados peinados, operaciones de estética y cremas de toda
clase que impregnaban tu piel cada día. ¿Para qué? Me impresionaste tanto cuando te
encontré entre tules y flores… Permitirme descubrir el magnífico vestido blanco que
reservabas para nuestra boda resultó un auténtico shock para mí. No estaba
preparado. Entiéndelo. Logró exprimir toda la nostalgia que residía en mis adentros y
que ni siquiera conocía. Y mis lágrimas…, y mis llantos…, y las palabras que se
congelaban en mi garganta… Eras tú, Soledad, eras tú misma la que me provocabas
esa melancolía que me hacía regresar al pasado. Tus ojos grises, escondidos bajo la
efímera piel de tus párpados, buscando sin sobresaltos los zapatos pastel que tus pies
calzaban con gracia y estilo, acabaron prendiendo fuego a la bala de paja seca que
tenía por nervios. Tan quieta como nunca te habías mostrado conmigo, tus dedos
entrelazados sobre tu regazo, tu respiración contenida… No lo podía creer. Te
recordaba tan vital, tan flexible con los tuyos, tan ingeniosa, que me parecía
imposible contemplarte junto a un sacerdote que abría sus Evangelios y pretendía
hacerte sentir culpable sin serlo, sin dejar de recitar salmos y parábolas y predicar
rituales estándares, amadísimos hermanos, estamos aquí reunidos, y yo confieso, y
demos gracias al Señor, y daos fraternalmente la paz, y Padrenuestro que estás en los
cielos, y los ángeles, y el maligno, y la Virgen María, y no fornicarás, y te mantendrás
limpia y pura... ¿Quién disfrutará ahora tu cuerpo de ninfa, Soledad, para quién
reservarás tus encantos? La piel de tu semblante se me antojó de plástico, tan poco
tenías que decirme…, recién maquillada e hidratada a la sazón. Mi alma se deformó
en mis manos, se derritió como la mantequilla frente a mis ojos hechizados, murió y
cayó al suelo cuando lo confirmé con un amago de mirada. Pude sentir que se
separaba de mi cuerpo. Entonces te subí el velo y te besé, sí, besé tus labios de cera,
bajo la mirada inquisitiva y desaprobatoria del capellán, y comprobé que no me
correspondías. ¡No podías! No me devolvías ese ósculo cálido y apacible que tanto
necesitaba, precisamente en ese momento, y sentí un nudo en la garganta que crecía a
medida que las palabras del cura resecaban mi cerebro y lo martilleaban con una
precisión que llegaba al absurdo. ¿Acaso te habías olvidado de mí? Acaricié con
cariño tu mejilla, que aun con los logros cosméticos de los últimos tiempos me
ofrecías más blanca que nunca, y me di cuenta de que a pesar del frío de la sala
mostrabas tus brazos en todo su esplendor y parecía que aún te empeñabas en
mantener tu temperatura habitual. Yo, sin embargo, temblaba, y el vello de mis
antebrazos se erizaba sin contemplaciones. Mientras tanto, el desaliento se apoderaba
de mis entrañas y daba una capa de pesadumbre a mi corazón. Tan afligido como
cualquier novio en capilla, no pude menos que acordarme de los buenos ratos que
pasábamos junto al río, bien entrada la noche, cuando te recitaba esos versos
prohibidos que tanto te gustaban y tú, que te sentías en deuda conmigo, me
susurrabas al oído aquellas canciones que me hacían perder la cabeza por ti. Entonces
sí disfrutábamos, los dos solos, sin más compañía que el susurro que el agua arañaba
a su cauce y algún murciélago que revoloteaba intrépido sobre nuestros cuerpos
sudorosos y eclipsados por el deseo que cada noche llamaba a nuestra puerta. La sala
estaba revuelta, hasta la bandera de unas personas que se creían en posesión del
derecho a entrar y salir de ella a su antojo, abrir y cerrar la puerta. ¡Qué poco respeto!
¡Qué infamia! Ni la presencia del capellán, ni siquiera de la anfitriona ni del hombre
que se habría convertido en su marido podían aplacar los comentarios del coro de
arpías que no dejaban de conspirar contra unos y otros. Algunos invitados incluso
comían frutos secos o dulces que ellos mismos llevaban, bebían refrescos o café o
mascaban chicle. Yo te miraba una y otra vez y no quería que te alejaras de mí. ¿Y
nuestras promesas…?, ¿y nuestros proyectos en común…?, ¿y nuestras ilusiones…?
¡Qué poco tiempo nos quedaba juntos!, ¡y no precisamente a solas!, y tú no podías
contestarme, porque tu mente ya no regía tu cuerpo…, porque tu alma lo
abandonaba…, porque me dejabas solo…, ¡porque me dejabas solo! Mientras el cura
hablaba con unos y otros, tu piel se resecaba y tus músculos perdían vigor. ¿Estabas
ya más tranquila? Sí, creo que sí. Pero yo no. Espérame, por favor, quiero
acompañarte, quiero hacer lo que tú hagas, vivir junto a ti y ser el padre de tus hijos,
de esos hijos en los que tanto habíamos pensado. ¡No me dejes! Fue en aquel
momento cuando me deshice en lágrimas, y el cura trató de tranquilizarme, y mi
padre me envolvió en sus brazos, y mis amigos me dedicaron unas bonitas y
consoladoras palabras, pero yo no podía resucitar de tu óbito, Soledad, era yo el que
cargaría con la lápida de mármol, el que se enterraría en vida. Eras todo cuanto tenía,
y lo sabías, lo demás no tenía sentido. Todo era superfluo. Nada importaba ya en mi
vida. No quería que te fueras; no quería que me dejases; te amaba; te quería a mi
lado, como siempre me habías prometido; era lo único que te pedía, lo único que le
pedía al Dios del cielo, y sin embargo… me había ganado el pulso; no entendía un
mundo sin ti; ni lo deseaba; no comprendía el porqué de una vida sesgada en plena
juventud; y entre lágrima y lágrima trataba de expresar mis sentimientos, y tú no me
respondías, Soledad; ya no podías.
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TITULO: Confesión a Cleopatra
AUTOR: Víctor Manuel Cabrera Llarena.
PROCEDENCIA:
1
Hoy escribo por ti,
que fuiste elegida,
como reina del Nilo,
por faraones,
que siguen vagando,
en esta dimensión,
y en su tierra natal,
se encuentra embalsamados.
Puede que hayas decidido quitarte la vida,
pero jamás ninguno de los dos,
seremos olvidados.....
2
En mis sueños,
me coges,
de la mano,
y me cuentas historias,
de aquellos momentos,
que partías,
en llantos,
por haber perdido,
a tus seres amados.
Puede que hayas decidido quitarte la vida,
pero jamás ninguno de los dos, seremos olvidados.....
3
O hija de Ptolomeo,
aun tu esencia, recorre las sabanas,
de mi cama,
en la que encuentro,
siempre algunos,
de tus lunares,
incrustados en sus bordados.
Puede que hayas decidido quitarte la vida,
pero jamás ninguno de los dos, seremos olvidados.....
4
Deseo olvidarte,
pero algo,
me lo impide,
será la magia,
o el misterio,
que en mi as provocado,
como esa suerte,
que tiene aquel,
que al destino, le lanza,
los dados.
Puede que hayas decidido quitarte la vida,
pero jamás ninguno de los dos,
seremos olvidados.....
5
Dime por qué,
te quitaste la vida,
dejando a poetas,
y escribas,
atrapados en el inframundo,
por desear,
tu belleza,
los cuales,
ahora andan,
entre constelaciones,
con sus corazones alocados.
Puede que hayas decidido quitarte la vida,
pero jamás ninguno de los dos,
seremos olvidados.....
6
Cuando escucho,
al viento,
decir tu nombre,
es como estar,
sentado en una pirámide,
intentando dejar huella,
en un papiro,
con mi pluma,
para que siempre,
seamos recordados.
Puede que hayas decidido quitarte la vida,
pero jamás ninguno de los dos,
seremos olvidados..…
7
Gracias mi señora,
por después,
de tantos siglos,
hacer que un mortal,
que jamás conociste,
pueda hacerte inmortal,
en un poema,
con sentimientos puros,
que son nacidos,
del alma,
y no elaborados.
Puede que hayas decidido quitarte la vida,
pero jamás ninguno de los dos,
seremos olvidados.....
8
Tengo la esperanza,
que algún día,
cuando el gran Anubis,
me reclame,
y tenga,
que emprender,
el viaje,
al averno,
pueda encontrarte,
y hacerte el amor,
en el valle,
de los muertos,
donde los dos,
por diosas,
y dioses,
seremos adorados.
Puede que hayas decidido quitarte la vida,
pero jamás ninguno de los dos,
seremos olvidados.....
Este poema fue escrito por el amor que le tengo a esta gran mujer,
la única de millones que llegó a ser reina de Egipto.
(Poeta del olvido)
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