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ANALISIS b R23
LATERCERA Sábado, 2 de febrero de 2013
S
OLO HAY un placer más grande que leer una obra maestra
y es releerla. William Faulkner
escribió Light in August en
seis meses, entre agosto de
1931 y febrero de 1932, y sólo
hizo unas pocas enmiendas al
corregir las pruebas, algo que maravilla
dada la complejidad de la estructura y la perfección de la prosa con que está escrita la novela, sin un solo desfallecimiento de principio a fin. Se ha traducido al español como
“Luz de agosto”, pero ahora que acabo leerla de nuevo, luego de dos o tres décadas,
tiendo a dar la razón a quienes piensan que
acaso hubiera sido más justo llamarla en
nuestro idioma “Alumbramiento en agosto”.
Porque el nacimiento del niño de Lena
Grove y el borrachín, vago y canallita Lucas Burch, que ocurre en el corazón del verano sureño y que trae al mundo con sus
manos el reverendo Hightower, es un hecho
central del que arrancan o con el que coinciden hechos capitales de la historia, una de
las más deslumbrantes y violentas de la
saga de Yoknapatawpha County. El mundo
al que viene a habitar esta desamparada
criatura, pese a estar como en los márgenes
de la civilización, una tierra pobre, antigua,
aislada y salvaje, se parece mucho al de
nuestros días, porque está devastado como
el de hoy por el fanatismo religioso, los
prejuicios raciales, el despotismo y una falta de solidaridad que hace vivir a los seres
humanos en el miedo y la soledad y los empuja a menudo a la locura.
No son la política ni la codicia lo que más
envenena la vida de las gentes en la sociedad donde el mulato Joe Christmas padece
la maldad de los otros e inflige la suya a los
demás, sobre todo a las mujeres, sino la religión. Es verdad que Christmas no muere
asesinado y castrado por un pastor, sino
por el ultranacionalista y patriota Percy
Grimm, convencido de que “la raza blanca
es superior a todas las otras y la de América superior a todas las otras razas blancas”,
pero igual hubiera podido asesinarlo y castrarlo su propio abuelo, el viejo Doc Hines,
que iba a predicar a las iglesias de la gente
de color sus convicciones racistas y, en vez
de ser linchado por ellas, fue respetado y alimentado por los negros asustadizos y reverentes que lo escuchaban y le creían. La esclavitud ha sido abolida en el condado, pero
no la mentalidad que la sostenía y que sigue
vigente, en las costumbres, en el lenguaje cotidiano, en el desprecio y la marginación de
los blancos -sobre todo de las blancas- que
socializan con los negros como si fueran seres humanos, y los linchamientos a quienes
osan transgredir las invisibles pero estrictas
fronteras raciales que regulan la vida.
El padre adoptivo de Joe Christmas, que
lo rescata del orfanato donde lo abandonó
el abuelo, el fanático Mr. McEachern, le
hace aprender el catecismo a latigazos y
quiere, además, inculcarle que Dios creó a
la mujer -esa Jezabel- para tentar al hombre, hacerlo pecar y condenarse al infierno, una idea generalizada entre los pobladores de Jefferson, la capital del condado,
de la que participa incluso uno de los personajes menos repelentes del lugar, el reverendo Hightower, quien trata por todos los
medios de impedir que el buenazo de Byron
Bunch se case con la madre soltera (en otras
palabras, pecadora) Lena Grove. El horror
a las mujeres del extraordinario Hightower,
que, antes de ser expulsado de la parroquia
presbiteriana que regentaba, solía mezclar
en sus sermones las alegorías bíblicas con
una carga de caballería en la que participó
su abuelo durante la guerra civil, se acentuó con su matrimonio: estuvo casado con
una mujer que escapaba los fines de semana a Menfis para prostituirse y terminó suicidándose.
Al igual que la religión, el sexo es en el
mundo puritano de Faulkner algo que atrae
y espanta al mismo tiempo, una manera de
desfogarse de ciertos humores destructivos
que turban la conciencia, de ejercer el dominio y la fuerza contra el más débil, de
abandonarse al instinto con la brutalidad
ciega de los animales en celo. Nadie goza haciendo el amor, nadie siente el sexo como
una manera de enriquecer la relación con
su pareja y vivir así una experiencia que
exalta el cuerpo y el espíritu. Por el contrario, al igual que Joe Christmas, que hace pagar en la cama a las mujeres que se acuestan con él las humillaciones y vejaciones
que ha recibido y el rencor que tiene empozado en el alma, el ayuntamiento sexual
es en este mundo de fornicantes reprimidos
y tortuosos, una manera de vengarse, de hacer sufrir al otro, de inmolarse en la vergüenza y en la culpa. Cuando Percy Grimm
lleva a cabo la mutilación del mulato, simbólicamente se automutila, que es lo que,
en el fondo sucio de sus corazones, quisieran hacer todos esos puritanos de Yoknapatawpha horrorizados de tener urgencias
sexuales y convencidos de que por ellas arderán por la eternidad.
¿Por qué nos hechiza de esta manera un
mundo en el que hay tanta gente malvada
y estúpida que usa la religión para justificar sus inclinaciones perversas y sus taras
y prejuicios? Es verdad que, entre esa muchedumbre de pobres diablos despreciables,
aparecen también algunas personas sanas
y bien intencionadas, como Byron Bunch o
la propia Lena Grove, pero incluso ellas
parecen ser buenas gentes más por cándidas o tontas, que por generosidad, convicción y principios. La fugaz aparición del cul-
El sexo es en el mundo
puritano de Faulkner algo
que atrae y espanta al
mismo tiempo.
Faulkner y Dostoievski se
parecen en sus obsesiones y
en la creación de personajes
desorbitados.
80 años después, parte del
mundo se empeña todavía
en parecerse a la sociedad
de desquiciados, verdugos y
víctimas descrita en Light in
August.
¿De veras somos así?¿Es la
vida tan terrible? No. Es solo
parte de la verdad, que ha
servido para fantasear una
mitologia sesgada y
soberbia de la vida.
tivado Gavin Stevens, héroe de tantas aventuras y desventuras de la saga faulkneriana, reconcilia al lector por un momento con
esa fauna de seres tan horribles.
¿Por qué el hechizo, pues? Porque el genio de Faulkner, como el de Dostoievski, a
quien tanto se parece en sus obsesiones y
en la creación de personajes desorbitados,
ha sido capaz de construir una historia, en
la que se muestra, sobre todo, la dimensión
más siniestra y vil de la condición humana, con tanta astucia, sabiduría y elegancia
que, en ella, esta valencia estética, su belleza verbal, la sutileza con que se silencian
ciertos datos para infundirles ambigüedad
y misterio, la sabia reconstitución del tiempo, el escudriñamiento acerado de los laberintos sicológicos que mueven las conductas, redimen y justifican el horror de lo que
se cuenta. Y generan la tensión, el alelamiento, las intensas emociones y el trance
síquico que experimenta el lector. Esas son
las magias y milagros de la gran literatura.
De ese baño de mugre salimos conmovidos,
turbados, sensibilizados y mejor instruidos
sobre lo que somos y hacemos. Ahora bien,
¿de veras somos así, esas basuras ambulan-
tes? ¿Es la vida esa cosa tan terrible? No
exactamente. Esa es sólo una parte de la verdad humana, que ha servido de materia prima al que cuenta para fantasear una mitología sesgada y soberbia de la vida. Hay
otra, felizmente, que no aparece en esa radiografía parcial y mítica concebida con
tanto maquiavelismo y destreza por el gran
novelista norteamericano.
La literatura no documenta la realidad, la
transforma y adultera para completarla,
añadiéndole aquello que, en la vida vivida,
sólo se experimenta gracias al sueño, los deseos y a la fantasía. Pero el pesimismo de
Faulkner nunca se aleja demasiado de lo
real. El Sur Profundo no es hoy lo que era
cuando él lo vivió. Hoy mismo, Barack
Obama, un Presidente negro, juramenta
por segunda vez en Washington en el día en
que todo Estados Unidos recuerda a Martin Luther King como un héroe nacional indiscutido. Los prejuicios raciales, aunque
no hayan desaparecido, tienden a declinar
y, al igual que la discriminación de la mujer, se enmascaran y disimulan porque hay
una moral y una legalidad que los rechazan.
En este sentido, la sociedad norteamericana ha avanzado más rápido que otras, que
progresan a paso de tortuga o retroceden.
Pero el mundo de nuestros días sigue siendo faulkneriano en lo que concierne a la religión. En los grandes centros de la civilización occidental, como la propia sociedad
estadounidense, la religión sirve todavía
de refugio a fanáticos e intolerantes que quisieran detener la historia y hacerla regresar
al oscurantismo, aboliendo a Darwin y reemplazando la teoría de la evolución por el
“diseño inteligente divino”, y no se diga en
otras regiones del mundo, como Israel o los
países musulmanes, donde, en nombre de
un Dios justiciero e implacable como el
que truena a través de las bocas de los pastores en las iglesias de Jefferson, se justifican los despojos territoriales, la discriminación de la mujer y de las minorías sexuales y hasta los asesinatos y torturas de los
adversarios. En The New York Times de esta
mañana leo la historia, en Afganistán, de
una jovencita de 16 años que por rehusar casarse con el viejo que la negoció con su padre, luce la cara desfigurada a cuchillazos
por su hermano mayor, que de esta manera lavó el honor de la familia. La nota añade que en los últimos meses varias decenas
de jóvenes afganas han sido asesinadas o
mutiladas por sus propios padres o hermanos por razones parecidas.
Ochenta años después de publicada Light
in August, buena parte del mundo se empeña todavía en parecerse a la pequeña sociedad apocalíptica de verdugos, víctimas
y desquiciados mentales que Faulkner fantaseó en esta formidable novela.R
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