Recuerdos de Freud (1936) - Con

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Recuerdos de Freud (1936)
Lou Andreas Salomé
Cuando de regreso a casa, después de una estancia en Suecia, me encontré delante de Freud en el
congreso psicoanalítico de Weimar en otoño de 1911, se rió mucho de mí por la vehemencia con que me
empeñaba en querer aprender su psicoanálisis, porque por entonces todavía nadie pensaba en institutos
de enseñanza, como los que después se planearon en Berlín y Viena para hacerse cargo de las nuevas
generaciones. Cuando posteriormente acudí a él en Viena, luego de medio año de estudio preliminar
autodidáctico, se rió aún más cordialmente de mí, al comunicarle, con toda ingenuidad, que además tenía
intención de trabajar con Alfred Adler, quien entretanto se había convertido en su mortal enemigo (1). De
buen grado dio su consentimiento, bajo la condición que no se hablara ni de él allí, ni de allá en su círculo.
Hasta tal punto se cumplió esta condición, que Freud no se enteró sino al cabo de varios meses de mi
separación del grupo de trabajo de Adler. Pero lo que me gustaría relatar no se refiere a ningún tipo de
formación teórica, ya que ni la más fascinante de las teorías habría podido distraerme de lo que los
hallazgos de Freud contenían. Cuando uno piensa en su «encontrar», se echa de ver que una distracción
no habría podido ocasionarla ni el más brillante teorizador de estos hallazgos, ni se habría visto ello
desmedrado por una teoría fracasada o inconclusa del propio Freud al respecto. Las teorías -y en aquel
entonces las había en proceso de formación- tenían para él el valor de instrumentos imprescindibles de
entendimiento entre los colaboradores, y allí donde él mismo las forjó, mostraban, por supuesto, el
carácter de su manera de pensar, científica y personalmente comprometida con la más rigurosa
objetividad. Pero si pretendiera yo emprender la descripción de qué fue lo que conducía su pensamiento a
sus hallazgos, volvería a reírse de mí por tercera vez, ya que en nada sería eso más fácil que determinar lo
que haya de específico, en carne y hueso, en una mano que pinta o en unos dedos que modelan. Aquello
ocurría, por lo demás, delante de algo, a saber, ante la expresión instantánea de un ser humano viviente:
con una mirada para la cual nada podía ser tan aislado o de vida tan fugaz que no se le abriese, se le
revelara como expresión total de humanidad. En lugar de un darle vueltas en el pensamiento -por
profundo o ingenioso que fuese se daba aquí la disposición de entrega a lo más exacto, a lo cual los seres
humanos tenemos que atenernos nosotros mismos en cuanto únicos y finitamente condicionados, y que,
precisamente por ello, sólo se nos hace inteligible y real por esta puerta de escape.
En una de las primeras sesiones vespertinas de trabajo (a la que el año anterior había concurrido por
primera vez una participante femenina) Freud aludió, como introducción, a la necesidad de hablar sin
contemplaciones ni miramientos sobre temas, por su materia u otros motivos, mal reputados, que eran
precisamente los que estaban en cuestión. En broma -con una de aquellas pequeñas delicadezas cordiales
de las que sabía valerse agregó: «como de costumbre, tendremos una jornada mala y dura.... con la
diferencia, ahora, de que contamos entre nosotros con un domingo». La palabra «domingo» me resultó
luego a menudo atingente con relación a él mismo y su mirada, que es la que quería intentar describir: a
saber, en relación con la materialidad y la riqueza que ella daba; por muy repelente y espantosa que fuese
en ocasiones, para mí estuvo siempre presente, detrás del ajetreo de la semana, lo dominical. En
momentos en que él mismo experimentaba repugnancia, me expresó su asombro de que a pesar de todo
yo siguiese tan profundamente fiel a su psicoanálisis: «porque yo no enseño otra cosa que a lavar la ropa
sucia de otra gente».
Ropa planchada y mecánicamente alisada en los armarios, por cierto que ya se conocía antes de él. Pero
aquello que hasta de la más usada se podía llegar a saber, fuese la más ajena o la más propia, no
quedaba limitado a una pieza de ropa blanca, sino que superaba su carácter de pieza y su valor de pieza,
para verse transformado vivencialmente.
Así, al desnudar hasta lo más repelente, lo más intimidante, la mirada no descansaba en ello en cuanto
tal. Así lo expresó Freud una vez que hablábamos de algo por el estilo y él -sin reírse ya de mí constató
con incrédulo asombro: «Incluso las cosas más espantosas sobre las que conversamos, usted las mira
como si fueran Navidad.»
De nuestro último encuentro personal -en 1928- nada me ha quedado ante los ojos con colores tan fuertes
como los grandes bancales de pensamientos en el palacete de Tegel, que, trasplantados del verano para el
año siguiente, esperaban pacientemente floreciendo: en medio del otoño ya avanzado y de los árboles que
se deshojaban. Uno descansaba literalmente al mirar su esperanzado esplendor de verano a verano, y el
tono infinitamente diverso de sus colores, en rojo oscuro y azul y amarillo claro. Freud me cortó en cierta
ocasión él mismo un ramillete, antes de uno de nuestros viajes casi diarios a Berlín, que yo quería
empalmar con una visita a Helene Klingenberg.
Entonces, y a pesar de las dificultades de Freud para hablar y oír, surgían aún diálogos de aquella especie
inolvidable de antes de sus largos años de sufrimiento (2). En esas ocasiones hablábamos todavía a veces
de 1912, el año de mis estudios psicoanalíticos, cuando en mi hotel tenía que dejar siempre la dirección
donde estuviera en ese momento, para, en el caso de tener Freud tiempo libre, acudir lo más rápidamente
posible desde donde quiera que fuese. Una vez, poco antes de uno de estos encuentros, había caído en
sus manos el Himno a la vida de Nietzsche: mi Oración a la vida, escrita en Zurich, a la que Nietzsche
había puesto música con algunas modificaciones. El gusto de estas cosas iba muy poco con Freud; no
podía gustarle a la enfática sobriedad de su expresión lo que una criatura en su primera juventud -ni
experimentada ni sometida a prueba- hubiese podido permitirse, con toda justicia, de entusiásticas
exageraciones. Alegre y amistosamente, en el mejor de los humores, leyó en voz alta los últimos versos:
«Jahrtausende zu denken und zu leben
Wirf deinen Inhalt voll hinein!
Hast du kein Glück melir übrig, mir zu geben,
Wolilan - noch hast du deine Pein.. . » (3)
Plegó la hoja, golpeó con ella el respaldo del sillón, y dijo: «¡No! Sabe usted, por ahí no pasaría. ¡Me basta
y me sobra un buen catarro crónico para curarme de semejantes deseos!»
En aquel otoño en Tegel volvimos a hablar de esto. ¿Se acordaba todavía de la conversación de hacía
tantos años? Sí, claro que se acordaba, e incluso de lo que habíamos seguido hablando después. No sé por
qué le hice la pregunta: dentro de mí horadaba el saber de los años espantosos, difíciles y terribles que
venía sufriendo, años durante los cuales todos los que le rodeábamos, todos, todos, estábamos obligados
a preguntarnos qué es lo que serían capaces de aguantar todavía las fuerzas humanas. Y entonces sucedió
algo que ni yo misma comprendí, algo que ya no hubo fuerza alguna que pudiera retener, lo que se me
escapó de entre los labios temblorosos, en protesta contra su destino y su martirio:
-Aquello que yo una vez parloteé en mi entusiasmo, ¡usted lo ha hecho!
Después de lo cual, «espantada» por la franqueza de mi alusión, me eché a llorar ruidosa e
incontroladamente. Freud no respondió. Sólo sentí su brazo alrededor de mí.
Notas y comentarios de Ernst Pfeiffer
1- trabajar con Alfred Adler, quien entretanto se había convertido en su mortal enemigo: Alfred Adler,
1870-1937, médico vienés, fue primero colaborador de Sigmund Freud, pero fue apartándose luego cada
vez más de él -comenzando con una publicación sobre la inferioridad orgánica, 1907, hasta llegar a ser el
fundador de la llamada psicología individual. La carta de Freud del 4 de noviembre de 1912, en la cual da
respuesta a la petición de Lou A.-S., caracteriza tanto la situación en ese momento como al propio Freud.
Los motivos por los cuales Lou A.-S. se decidió luego por Freud y contra Adler, los ha expresado ella
misma en una carta a Alfred Adler, el 12 de agosto de 1913. Esta carta puede también, como un
preliminar para las consideraciones sobre Freud que se formulan aquí en el «Compendio», facilitar el
acceso a éstas.
«Hace tiempo que quería escribirle, para formular, al menos en esbozo, algunas cosas que entiendo
actualmente de manera diferente que el verano pasado, cuando le escribí a usted por primera vez.
¿Recuerda usted que entonces hice mención de cómo, pese a mi divergencia teórica con Freud (que yo
tenía por más esencial de lo que ha resultado ser), iba sin embargo muy lejos con él sin que ello me
perturbara? Esto me parece ahora caracterizar toda la situación; porque ahora tengo la impresión de que
toda la disputa teorética en torno a Freud es, en más de un respecto, un malentendido que no podrá
solventarse por el simple contraste de teorías. No hay duda de que mis intereses apuntaban ya de partida
en semejante dirección, y en un principio estas cosas sólo cobraron para mí importancia por la cuestión de
su ordenamiento filosófico. Pero eso es casi lo más hermoso de lo que he aprendido con Freud: la alegría
siempre renovada y ahondada ante los hechos mismos de sus descubrimientos, alegría que me ha seguido
acompañando siempre y que me ha vuelto a colocar siempre ante un nuevo comienzo. Porque en su caso
no se trata nunca del coleccionar y descubrir detalles «de material» que sólo cobrarían su dignidad a raíz
de una discusión filosófica sobre ellos; lo que ha desenterrado no han sido ni viejas piedras ni cachivaches,
sino que en todo ello estamos nosotros mismos, y por eso las perspectivas que encierra de manera
inmediata para nosotros no son, tampoco filosóficamente, menos decisivas que para el niño, por ejemplo,
las vivencias ante las que aprende a decir por primera vez «¡Yo!». Si lo que Freud ha investigado fuese
sometido a una fórmula general, se lo resumiera en una síntesis abstracta interpretada de una manera
algo distinta a la anterior, ni mejoraría de manera decisiva ni cambiaría en su ser. Sería más o menos
como si, al investigar el altruismo, conviniese uno, y con razón, en que incluso aquél es sólo egoísmo;
ciertamente, pero para investigarlo habría que hacer de inmediato nuevas subdivisiones, habría que
articular y distinguir, de manera que, pese a esta unificación, de agujeros necesariamente demasiado
anchos en la práctica, al pescar en las profundidades del alma humana quede en la red aquello que pueda
significar para nuestra experiencia un elemento nuevo sobre ella.
Es claro que para usted no es de ninguna manera lo principal la reducción de todo y cualquier cosa a una
fórmula [instinto de poder, «protesta masculina»], sino su fundamentación por medio del sentimiento de
inferioridad y su sustentación a través de lo orgánico. ... Psicoanalíticamente, sin embargo, no llego yo a
reconciliarme con el sentimiento de inferioridad proveniente de lo orgánico, en cuanto sentimiento psíquico
fundamental, y esto tiene una justificaci6n filosófica. Pues, a nuestros ojos, lo orgánico como tal ni explica
ni condiciona lo psíquico, sino que en cierto modo sólo lo representa (como, a la inversa, también esto a
aquello), y por eso, aunque la representación parezca tan completa y comprobable, pienso que con ella no
se habría descubierto ni derivado nada de lo que sucede psíquicamente, tan poco como en el caso
contrario. Pero poder dejar que subsista este enigma, esta oscuridad, esta X, es el derecho que la
psicología tiene sobre su método y su instrumento más propio; al margen de lo que al respecto pueda
predicarse gnoseológicamente, la psicología avanza por su camino, como lo hace también, libre de toda
influencia, la ciencia natural. Pero si ni psíquica ni somáticamente deja que se le adjudique una prioridad,
no acierto a comprender en razón de qué lo psíquico -como nacido de una falta y mantenido por medio de
ficciones y manipulaciones artificiales- vendría a caer en posición tan negativa. Es cierto que hay ansias de
poder por razones de impotencia, pero sencillamente porque por pulsión de poder, o comoquiera que por
el momento llamemos al asunto, entendemos el sinónimo de la vida en general, que se impone en todas
partes, aun en caminos recónditos, como lo eternamente ¡mutable. Pero que ésta no sólo se complazca en
imágenes constantemente cambiantes de sí misma, en ficciones y en símbolos, sino que haya de ser
también un puro espejismo sobre un vacío, la negación de una negación, no es cosa que me resulte clara.
Esto ya se lo expuse en la primera velada con usted, en la mesa del té, al solicitarle, en broma, que
"hiciese el favor de interpretar lo ´femenino´ de una manera más positiva" [frente a la fórmula de la
'protesta masculina'] y aun hoy me parece el 'medio femenino', a pesar de sus argumentos en aquella
ocasión, como aquello que, en la ´aseguración secundaria´, muestra su zarpa como lo instintivamente
fundamental (no su ficticia patita de terciopelo, sino más bien enmascarada como tal). Y con esto vuelvo
al comienzo: al Inc. [inconsciente] de Freud, y a los motivos por los cuales su 'cavar' por debajo de aquél
-a saber, por debajo de todos estos fenómenos que yo tengo por positivos- se me antoja mucho más
decisivo que todo elucubrar sobre ello.»
(2) sus largos años de sufrimientos: Los «años de sufrimientos» comenzaron en 1923, al diagnosticársele
un cáncer de mandíbula, y concluyeron en 1939, después de muchas operaciones, con la muerte. Ver la
correspondencia Lou A.-S./Sigmund Freud, y sobre todo Ernest Jones, Biografía de Freud, tomo III.
(3) “Para pensar/ para vivir milenios/ vuelca de lleno todo lo que traes!/Si no tienes más fortuna ya que
darme,/ Enhora buena – aún tienes tu dolor...”
Texto:
Mirada Retrospectiva – compendio de algunos recuerdos de la vida- Lou Andreas SaloméAlianza Editorial- Cuarta edición Alianza Tres, 1984; Madrid; págs: 149-152 y notas págs: 276279Traducción Alejandro Venegas
Enlaces:
Freud:
La transitoriedad>>> Sigmund Freud (nota 550)
Bazar freudiano>>> Sergio Rocchietti (nota 055)
Nietzsche:
Versiones de F. Nietzsche>>> V.G. (nota 317)
Sobre cómo terminó convirtiéndose en fábula el mundo verdadero >>> F. Nietzsche
(Nota 465)
Selección y enlaces: Vanesa Guerra
Conversiones: octubre 2006
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