Tras ellos iba un carruaje abierto tirado por caballos y, dentro, sonriendo y saludando, el rey y la reina. Ethel los reconoció enseguida porque los recordaba vívidamente de su visita a Aberowen, hacía ya casi cinco años. Apenas podía creer la suerte que habían tenido mien tras el carruaje se acercaba lentamente hacia ellos. El rey tenía la barba gris, vio entonces; aún la había lucido oscura aquellos días de Ty Gwyn. Parecía exhausto pero feliz. Junto a él, la reina sostenía un paraguas para que la lluvia no le mojara el sombrero. Su famoso busto parecía aún más generoso que antes. - ¡Mira, Lloyd! -exclamó Ethel-. ¡Es el rey! El carruaje pasó a pocos centímetros de Ethel y Mildred. - ¡Hola, rey! -gritó Lloyd con fuerza. El rey lo oyó y sonrió. - Hola, jovencito -dijo, y el carruaje siguió adelante. VII Grigori estaba sentado en el vagón restaurante del tren blindado y miró al otro lado de la mesa. El hombre que tenía sentado enfrente era el presidente del Consejo de la Guerra Re volucionaria y comisario del pueblo para Asuntos Militares y Navales. Eso quería decir que estaba al mando del Ejército Rojo. Se llamaba Lev Davídovich Bronstein, pero, al igual que la mayoría de los líderes revolucionarios, había adoptado un alias y era conocido como León Trotski. Hacía unos cuantos días que había cumplido los treinta y nueve, y tenía el destino de Rusia en sus manos. La revolución ya tenía un año de edad, y Grigori nunca había estado tan preocupado por su futuro. El asalto al Palacio de Invierno había parecido un punto y final, pero en realidad había sido el comienzo de la batalla. Los gobiernos más poderosos del mundo eran hostiles a los bolcheviques. El armisticio que acababa de producirse implicaba que podrían centrar toda su atención en destruir la revolución. Y solo el Ejército Rojo podía impedírselo. A muchos soldados no les gustaba Trotski porque creían que era judío y, además, aristócrata. En Rusia era imposible ser ambas cosas, pero los soldados no pensaban con lógica. Trotski no era aristócrata, aunque su padre sí había sido un próspero granjero y él había recibido una buena educación. De todos modos, sus prepotentes maneras no le hacían ningún favor, y era lo bastante necio para viajar con su propio chef y ataviar a su servicio con botas nuevas y botones de oro. Parecía mayor para la edad que tenía. Su gran mata de pelo rizado seguía siendo negro, pero su rostro ya estaba lleno de arrugas de preocupación. Trotski había obrado milagros en el ejército. La Gu ardia Roja que había derrocado al gobierno provisional había resultado ser menos eficaz en el campo de batalla. Estaba compuesta por borrachos carentes de disciplina. De cidir las tácticas a mano alzada en las reuniones de los soldados había resultado una forma pésima de luchar, peor aún que aceptar órdenes de aristócratas diletantes. Los rojos habían perdido batallas fundamentales a manos de los contrarrevolucionarios, que estaban empez ando a llamarse a sí mismos «los blancos». Trotski había vuelto a introducir el servicio militar obligatorio, a pesar de los alaridos de protesta. Había reclutado a muchos antiguos oficiales zaristas, les había dado el título de «especialistas» y los había devuelto a sus antiguos puestos. También había vuelto a imponer la pena de muerte para los desertores. A Grigori no le gustaban esas medidas, pero comprendía que eran necesarias. Cualquier cosa era mejor que la contrarrevolución. Lo que mantenía unido al ejército era un núcleo de miembros del partido bolchevique. Es taban cuidadosamente repartidos por todas las unidades para maximizar 552