ENCUENTROS EN VERINES 1995 Casona de Verines. Pendueles(Asturias) AHÍ ESTAMOS! Narcís Comadira Poco tiene que decir un poeta como yo -que no es profesor de literatura, ni crítico, ni teórico- acerca de la transmisión del hecho literario, acerca de "literatura y docencia". Poco o nada acerca de las estrategias didácticas, acerca de manuales o de programas de curso o de carrera. Mi experiencia como docente de la literatura es mínima: se reduce a un par de cursos en un lectorado en Londres, a principios de los setenta -donde mi obligación era procurar que los tímidos británicos conversaran, i casi nunca de literatura y donde, eso sí, di un curso sobre la poesía española del 27- y, hace un par o tres de años, un curso de doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona, un curso que 1levava por título: "Lectures de poesía". Curso que había sido programado con la finalidad de que los alumnos tuvieran -por lo menos una vez en su vida- una visión de la literatura que no fuera la de un docente profesional, la de un académico, sino la de un escritor. Quiero decir que se me llamó para ese curso no por mis méritos docentes sino por todo lo contrario, precisamente porque no los tenía. Como se ve, las dos veces que he dado un curso sobre literatura, ha sido siempre sobre poesía. En el de Londres, una aproximación histórica -yo que no soy historiador de la literatura!- a la generación del 27. Aproximación histórica que se convirtió -no podía ser de otra manera- en aproximación cordial y en lecturas apasionadas a favor o en contra de unos y otros. Quiero creer, sin embargo, que mi pasión lectora hizo acaso más por la transmisión de lo que es la literatura de lo que lo hubiera hecho una pormenorizada narración de hechos, con todo el aparato bibliográfico de rigor en estos casos. En el curso de la Autónoma ya no tuve que traicionar para nada el encargo; se trataba precisamente de escapar de lo académico y me decidí a presentar una serie de poemas de distintas literaturas y de distintas épocas, en sus lenguas originales o en traducciones, agrupados en conjuntos por su motivo o pretexto. Así, por ejemplo, recuerdo que leímos en un mismo grupo, reunidos por el pretexto de "entrar en una iglesia", poemas tan distintos como "Atardecer en la catedral" de Cernuda, "Na Catedral" de Rosalía de Castro, "En un azul adorable..." de Hólderlin o "Church Going" de P h i l i p Larkin o que, en un apartado de pretexto animal comparamos "L'Albatros" de Baudelaire, "L'anguilla" de Móntale o "Re-turning Turtle" de Louell. Me interesaba dejar claro que existe un "hecho literario general" por encima de las "literaturas particulares", ceñidas a una lengua, a una época, a unos estudios determinados. Mi curso, seguro que hubiera horrorizado a un catedrático positivista, pero quiero creer también que dejé en las mentes jóvenes y tremendamente receptoras de aquellos futuros profesores alguna semilla de esas que Platón pone en boca de Sócrates en su Fedro, de esas que, "poniendo el alma adecuada", se originan en "palabras capaces de servirse a si mismas y de socorrer al sembrador, y no estériles, sino portadoras de una semilla de donde brotan otras palabras que, engendrándose en otros caracteres, son capaces de proporcionar esta semilla siempre inmortal y que hacen a quien la lleva tan feliz como es posible que un hombre lo sea" (Fedro, 276e-277a). No es necesario que añada que esta me parece la mejor definición que nunca ha sido dada de la literatura. Y por eso siempre he desviado mis cursos hacia ella. Platón, de hecho, está hablando de la escritura, y si yo he aplicado la cita a la literatura ha sido usando la mejor acepción de esta palabra y no la despectiva verlainiana, o sea la de los detalles de cocina o de estilo, la que Joseph Pía definía como "escriure preciós", escribir precioso. Pero déjenme llevar el agua a mi molino y decir que no concibo otra literatura transmisible como tal que la que llamamos poética. Sólo ésta contiene en su interior esta capacidad fértil, transformadora, y portadora de felicidad -que no es otra cosa que sabiduría. La poesía, esa compresión del lenguaje hasta el punto cero de su significado y la explosión consecuente y la expansión semántica hasta límites insospechados, es la única operación literaria que vale la pena transmitir. Esa sí, que no se pierda. Ahora bien, las listas y las fechas, las obras y los títulos, los autores y sus epígonos, las notas y las referencias, las revistas y los pliegos, la sociología y la psicología de la literatura, la política y la economía y la sexualidad de la literatura, que se pierdan, y pronto, porque no han hecho más que ahogar el aliento de lo poético. Tanto es así que la poesía ha tenido que encastillarse en su propia idiosincrasia y aparecer como hermética a los ojos de los lectores distraídos y de los poetillas de tres al cuarto que no hacen más que quejar-se de la pérdida de actualidad de la poesía, acaso soñando que si volviera a ponerse de moda les daría un programa en Telecinco. No saben, los que se quejan, que justamente la poesía está haciendo un enorme favor a la escritura, al hecho de escribir, y que su dificultad contemporánea, su hermetismo, su aparente cerrazón, no es más que un mecanismo de defensa para, frente al descalabro y la corrupción de la literatura, comida por el periodismo, la novela basura y los culebrones, salvaguardar lo esencial de sí misma. Mecanismo de defensa y, al mismo tiempo, generosidad heroica: renuncia de todo lo accidental, reducción a los mínimos básicos de la supervivencia de si misma, de la poesía, pero también de la escritura y del lenguaje. Ahí está Paul Celan, por ejemplo, muchas veces ininteligible, pero apasionantemente intenso y prometedor de verdad y de vida. Dice Steiner que tardaremos cien años en comprenderle. Acaso sea así, pero mientras tanto, se le lee, se le traduce, se le observa, se le quiere porque, en el fondo, hay un sexto sentido que nos dice que ahí está nuestro bastión, nuestro acto de escritura primordial y el sacrificio que nos salva. Y Paul Celan es sólo un ejemplo. Hay otros. En el fondo, todos los que escriben poesía seriamente están haciendo este favor a la escritura: darle fe de vida. Por lo tanto, creo, desde mi punto de vista, que los que más hacen hoy en día por la transmisión de la literatura, son los poetas, son los escritores. Y que me perdonen los profesores. Claro que creo en su buena labor, incluso, si me apuran, en su indispensable labor, pero, quiero repetirlo, la fertilidad de la literatura sólo puede proceder de la propia literatura. De hecho, como puede deducirse por lo que llevo dicho, mi experiencia de transmisión de lo literario es básicamente productiva, es decir se reduce -salvo las dos experiencias ya citadas- al territorio de la práctica de la escritura y a los intentos de abordaje de lo poético. He dicho "se reduce", y claro, se trata de un verbo usado con falsa modestia y no exento, su uso, de coquetería. Ya que estoy firmemente convencido que quienes más hacemos por la poesía, por la escritura, por la literatura, por su realidad y por su transmisión -que en el fondo es lo mismo, bonum diffusivum sui, decían los viejos escolásticos- somos los poetas. Aunque nadie nos lea, ahí estamos. Aunque nadie nos escuche, ahí estamos. Aunque a veces -cayendo en la tentación mundana- nos avergoncemos de ser poetas, ahí estamos. Aunque se nos ningunee, ahí estamos. Custodiando la escritura. Auténticos escudos humanos del lenguaje. Narcís Comadira