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Nos daba clase de Literatura en 6º de Bachillerato (en un colegio de monjas, solo
femenino, a mediados de los años sesenta); era corpulenta, más bien seria e imponía bastante
respeto, a veces incluso miedo, pero era al mismo tiempo muy irónica, con una ironía que
podía llegar a resultar hiriente, pero que a nuestra edad de quince años, incluso nos divertía,
con algunas excepciones, claro. Lo que más la caracterizaba eran sus frecuentes cambios de
humor, quizá motivados por cuestiones domésticas, pues tenía pluriempleo, marido y cuatro
hijos y seguro que debía lidiar mucho con ellos; pero, claro, esto se comprende con LA
EXPERIENCIA y LA VIDA; en aquellos momentos pensábamos que estaba un poco
chiflada.
Era frecuente que llegase con algo de retraso, tal vez por ese cúmulo de
responsabilidades que antes he mencionado (no se hablaba entonces de “conciliar”, pero la
mujer ha “conciliado” desde Eva); y cuando se producía ese retraso siempre había alguna
“espía” encargada de anunciar su llegada, para que el follón que reinaba en el aula se
apaciguase; pero no sé qué era peor: si la reprimenda por el jaleo, la reprimenda y burla a la
espía sorprendida in fraganti o que preguntase la lección en estado de enfado superlativo.
Preguntaba todos los días la lección, como era habitual entonces, y podía suceder
de todo: lo primero, que la alumna que salía empezara por meter las manos en los bolsillos de
la bata que llevábamos para preservar el uniforme, adoptando una postura cómoda, pero
escasamente elegante; (si viera las actitudes modernas, esta profesora se volvería a morir del
susto); así se producía la primera advertencia: había que sacar las manos y mostrar una
actitud más respetuosa. Y después venía ya el contenido de la lección, donde tenían lugar
escenas divertidas, si ella tenía un día “inspirado”. Recuerdo el día en que preguntó a alguien
Jacinto Verdaguer, y en concreto preguntó su profesión; la interpelada no sabía responder y,
como en el libro lo llamaban Mosén Jacinto Verdaguer, le decía: “Mosén Jacinto, ¿qué sería
Mosén Jacinto?,
¿sería médico?” La aludida, cada vez más nerviosa, y, por supuesto,
desconocedora de la palabra “mosén”, no sabía qué decir, hasta que la mandó a su sitio,
momento en que se liberó de aquella tortura, respiró hondo… y empezó el suplicio para la
que le tocó a continuación.
Recuerdo también el día en que dictando las preguntas de un comentario de texto
habló de la “gestación” de una obra, palabra que provocó ciertas risitas tontas en unas
adolescentes que, en aquellos tiempos, no estaban acostumbradas a hablar claramente de
algunos temas, y risitas que, a su vez, provocaron el enfado de la profesora, que nos tachó de
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tontas e ignorantes; porque también nos producía cierta risa su forma de expresarse, culta y
alejada de la nuestra, aunque no tanto como ocurre actualmente. Recuerdo, a este respecto, el
mal rato que pasé un día en que nos dedicó una regañina magistral que concluyó con esta
frase: “…porque yo, por mi título, por mis canas y por mi condición de madre de familia,
estoy muy por encima de vosotras y ni vosotras podíais llegar a más ni yo a menos”; el mal
rato fue porque a mitad de esta frase a mí ya me había entrado la risa…¡y estaba en la primera
fila!
Pero lo más tremendo sucedía cuando dictaba términos literarios. Lo solía hacer un
día o dos a la semana (sin un plan fijo, porque lo cierto es que improvisaba bastante) y
consistía en dictar unos diez términos literarios de un libro que traía y que más tarde descubrí
que era “Cómo se comenta un texto literario”, de Fernando Lázaro Carreter, que llevaba al
final un apéndice con tales términos. El objetivo era que aprendiéramos los tecnicismos
propios del estudio de la literatura y cada día, después de dictarlos, nos daba quince minutos
aproximadamente para estudiarlos y a continuación preguntaba. Naturalmente el estudio tenía
que hacerse en un silencio casi religioso y sin posibilidad de consultar ninguna duda a alguna
compañera o a ella misma. En una ocasión una alumna tuvo la “osadía” de preguntarle algo
que no había captado bien y su respuesta fue textualmente: “Lo he dictado para ti igual que
para todas; si no lo has oído te aguantas.” La dificultad principal de esto era que dictaba casi
a la misma velocidad a la que leía y sin apenas repetir, con lo que nos cansábamos mucho y a
veces no captábamos bien los conceptos; menos mal que de vez en cuando se quedaba
extasiada en sus pensamientos, mirando por la ventana, momento que aprovechábamos todas
para dejar caer la mano con un gesto de fatiga. Y aquí vino el problema:
Había dictado, entre otros, el concepto “El arte por el arte”, que se definía como:
“Doctrina formulada por Victor Hugo y defendida por los parnasianos franceses…” Cuando
empezó a preguntar, la primera alumna dijo “defendida por los cartesianos franceses”; la
respuesta de la profesora fue: “¿cartesianos has dicho? Siéntate, un cero”. Yo me eché a
temblar, pues eso mismo era lo que yo tenía escrito. A partir de ese momento, se dedicó a
explotar el filón y preguntaba solo ese concepto; y allí se oyó de todo: más de una dijo lo de
los cartesianos, y la respuesta más pintoresca fue: “defendida por los campesinos franceses”
lo que le dio pie para mostrar su ironía: “¿Campesinos has dicho? ¿Campesinos? ¿Te
imaginas a los campesinos franceses defendiendo una doctrina literaria? ¡Pues qué cultos esos
campesinos! Aquel día debió de poner un montón de ceros, aunque también es verdad que
luego las notas eran un poco “a ojo”.
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Lo que demuestra esta escena, cuando tantas lo habíamos copiado mal, es que la
profesora no había dictado con la claridad necesaria, pero ni ella lo admitió ni las alumnas nos
atrevimos a plantarle cara, todas unidas, como quizá se hubiera hecho, y con toda la razón, en
un aula de nuestros días.
Pero, a pesar de estos aspectos que parecen negativos, y que tan habituales eran en
la enseñanza de aquellos años, a esa profesora yo le tenía simpatía, quizá un poco matizada y
mezclada con algo de temor, porque nunca sabíamos de qué humor estaba y sus reacciones
podían ser inesperadas y desmesuradas.
Y como esto forma parte de “UNA EXPERIENCIA, UNA VIDA” he de admitir
que también aprendí con ella (porque todas las experiencias enseñan) y en aquel lejano curso
de 6º me empezó a gustar la literatura; y como entonces solo se enseñaba de manera teórica y
no se leían obras literarias en clase, me entró curiosidad por las obras cuyos argumentos se
resumían en el libro, y empecé a leer y seguí haciéndolo y después me licencié en Filología
Románica y he dedicado cuarenta cursos a la docencia, enseñando precisamente Literatura. O
intentando enseñarla, que ese es otro tema.
Creo, pues, que puedo afirmar para concluir, que verdaderamente aquella
“profesora ideal”, tan seria y bromista a un tiempo, influyó especialmente en mi vida e
incluso en mi orientación profesional.
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