REPASO A LA NARRATIVA DE ISRAEL CENTENO

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México, Distrito Federal I Octubre- Noviembre 2009 I Año 4 I Número 22 I Publicación Bimestral
REPASO A LA NARRATIVA DE ISRAEL CENTENO
Valmore Muñoz Arteaga
Universidad Católica Cecilio Acosta
E
I
n la actual narrativa venezolana, la obra de Israel Centeno se
asoma como una de las más originales y más sólidas. Una obra
que mezcla acertadamente géneros narrativos aún menospreciados
por la crítica como la novela negra y el erotismo, uniéndolos en un ambiente
de violencia y caos en donde los rasgos más oscuros de la modernidad
vienen torciendo el cuello al hombre, haciéndolo –ahora más que nunca– un
ser para la muerte. Quizás por eso se ha transformado, casi unánimemente,
en una referencia obligatoria entre los escritores más jóvenes de una
Venezuela devorada por el mismo caos que ella engendró.
Si nos empatamos con esa idea de las generaciones, Israel Centeno
pertenecería a la que Gisela Kosak dice haberse formado bajo la tutela de
una democracia representativa que degeneró en una grotesca caricatura
represiva y que se volvió caldo de cultivo para los escritores y pensadores
que luego ingresarían a las universidades o se reafirmarían en la escritura,
nos referimos concretamente a gente como Adriano González León, Eduardo
Liendo, Salvador Garmendia, Carlos Noguera, Francisco Massiani, Antonieta
Madrid, Laura Antillano y, el conspicuo, Luis Britto García. De allí que
muchos críticos aseveren que la narrativa de Israel Centeno se construya en
torno a la base de una frustración social, motivada por haberse tropezado
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sin remedio con los enclenques fundamentos revolucionarios auspiciados en
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los años 60 y que se envilecieron en el camino por una idea tergiversada de
la democracia. Naturalmente, y según esta idea, debemos asumir que todos
–o casi todos– los escritores contemporáneos con Centeno transitan la
misma frustración. Según Carlos Sandoval, la generación a la que pertenece
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Centeno es a la de los “narradores del noventa”. Sandoval divide las últimas
décadas de la narrativa venezolana de la siguiente manera: de 1960 a 1969
“década violenta”, de 1970 a 1979 “década miserable” y de 1980 a 1989
“década de los nuevos románticos”, producto de estas tres décadas insurge
la de los noventa donde encontramos, además de a Israel Centeno, a Ricardo
Azuaje, Rubi Guerra, Milton Ordóñez, Luis Felipe Castillo, Juan Carlos
Méndez Guédez, José Roberto Duque, Nelson Gonzélez Leal, entre otros.
Efectivamente, somos hijos de nuestra época, estamos condenados a ser
reflejos de lo que ocurre a nuestro alrededor y vaya si no será así que somos
nosotros mismos quienes damos forma a eso que nos rodea. Sin embargo,
reducir a un escritor a esta condición me parece un gesto, además de
mezquino, propio de quien no ha asumido la escritura como actividad vital.
La literatura tiene tantos caminos, no sólo para llegar a ella, sino para
transitarla. La literatura y la escritura tienen infinidad de caminos menos
uno, el camino de salida, o quizás sí existe un camino para salir de ella, la
muerte. Aquí marco distancia con Vila-Matas y algunos de sus Bartlebys.
La narrativa de Israel Centeno es ciertamente violenta, pero no creo
que se deba a frustraciones sociales, creo más bien que sea una especie de
exorcismo para condenar a la desaparición absoluta a los demonios que
vienen tragándose la sensibilidad humana. Si para que desaparezcan las
cosas hay que nombrarlas, Centeno intenta en sus novelas y cuentos hacer
un catálogo de esos demonios que, realmente, no son tan modernos, son,
más bien, bastante antiguos. Henry Miller creía que detrás de la palabra está
el caos, que cada palabra es una franja, un barrote, pero que por muchos
barrotes que empleemos nunca serán suficientes, tal y como ocurre con el
Satanás del Códex de Gigas, porque –y siguiendo con Miller– el caos es la
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partitura en la que está escrita la realidad y esa realidad nos devora como
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un cáncer supurante.
II
La obra de Israel Centeno se condensa entre la novela y el cuento. Calletania
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es su primera novela, fue publicada en 1992 y reeditada en 2008. Esta
novela es un entramado de diálogos entre diversos rostros de la realidad.
Una realidad que aflora en un barrio de Catia, una realidad que toma forma
de protesta contra los traficantes de droga que hacen vida en la zona y en el
transcurso de la protesta asistimos a festín de la carne. Las transgresiones
dan vida a los personajes que terminan sucumbiendo, corroídos por sus
propios demonios. Luego publica en 1993 El Rabo del Diablo y otros cuentos.
Sobre este libro nos cuenta Eduardo Cobos: “Su segundo libro, El rabo del
diablo, pareciera una extensión de aquella novela [Calletania], sin embargo,
Centeno incursiona en relatos de poco trasiego, entre ellos el erótico duro
que colinda con la pornografía, como lo mencionó Salvador Garmendia en el
bautizo de ese libro. El lenguaje de El rabo del diablo se nos torna despojado
y efectivo, en sus rasgos se nos presenta como una bisagra en la obra de
nuestro autor”. En 1997 publica otro libro que reúne dos novelas cortas Hilo
de Cometa y otras iniciaciones, son las historias iniciáticas, digamos dos
soberanas patas al trasero de las ampulosas bildunsgroman clásicas, puesto
que estas se sostienen sobre el muy humano debate de la iniciación sexual
paseada por transgresiones, los parricidios kafkianos y la búsqueda del
amor ideal entre la pelambre de sus propias vicisitudes. A este libro le sigue
la novela Exilio en Bowery, publicada en 1998. Esta novela es toda una
curiosidad de la narrativa moderna venezolana, debido a que mezcla con
maestría géneros “tradicionalmente” antagónicos, la novela y la estética del
cómic. Una mezcla de la cual terminarán alimentándose muchas de las más
recientes figura de la narrativa nacional como Roberto Echeto y Fedosy
Santaella. La novela parte de una búsqueda, lo que la hace en cierta forma
una novela negra, de tres objetos (un soneto de Aguirre, una estatuilla
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polinesia y una estrella de siete puntas romas) que suponen la necesidad de
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unificar aspectos en los exploradores que, históricamente, han separado a la
humanidad: la religión y la cultura.
En 2000 aparece Criaturas de la Noche, un libro que reúne cuatro
narraciones en torno a ciertos elementos fundamentales en la tradición de la
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literatura gótica y a la figura tácita de José Antonio Ramos Sucre. Elementos
góticos traídos –y no por los pelos– hasta Venezuela y ubicarlos bajo los
incontrastables símbolos de nuestra identidad. Figuras arquetípicas de las
ficciones góticas (vampiros, licántropos, dobles, entre otros) puestos a
deambular diabólicamente en el cerro el Ávila conducidos sigilosamente por
los aullidos de una perra amarilla. Historias que demuestran la veracidad de
Poe cuando argüía que “el horror no viene de Alemania, viene del alma”. A
estas criaturas le sigue una nueva novela, El Complot en 2002, una ficción
política que se enmarca en una ucronía. La novela va tejiendo en sus
páginas una historia que funde el pasado con el presente de un país en
torno a un intento de magnicidio. Una aventura narrativa que reúne en un
mismo hilo argumental ficción y realidad que exige del lector una amplia
visión acerca del contexto social y político actual, en especial, del
venezolano, puesto que puede tomarse equivocadamente el sentido de la
novela. Nuevamente la transgresión se asoma en la narrativa de Israel
Centeno, esta vez a través de una poderosa novela erótica publicada en 2002
y que se titula La Casa del Dragón. La novela cuenta la historia de un grupo
de personas que se encierran en un restaurante para entregarse a los
placeres inconfesables de la lujuria. Unos personajes alucinantes que se
subyugan al poder pervertidor del sexo, un juego, algunas veces macabros,
donde esclavitud y liberación tienen una misma cara. Las voces de Israel
Centeno vuelven a cristalizarse en su, hasta ahora, última novela, Bengala,
publicada en 2005. Rafael Rattia afirma sobre Bengala algo que nos llevará a
una reflexión inicial: “Bengala, es una novela escrita desde el fondo turbio y
desgarrado de la vida. Más aún, es la novela por excelencia de los tiempos
que corren. Si es verdad el antiguo precepto árabe que tanto gusta citar
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cierto amigo; “los hombres se parecen cada vez más a su tiempo que a sus
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padres” entonces he aquí la comprobación empírica y subjetiva de la
semejanza del narrador con su época, su tiempo histórico, su irrenunciable
presente que lo funda y constituye”.
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III
Dos de los elementos que constantemente se repiten en la narrativa de Israel
Centeno son un erotismo cargado de poesía alucinante y una particular
visión de la violencia que nos recuerda, en muchos casos, a las narradas por
Carver y el realismo sucio norteamericano. Dos elementos que en algunas
oportunidades vienen anudados y se transforman en un solo discurso
desintegrador y atomista.
Las calles de las ciudades de Centeno se vuelven de pronto, caminos
tortuosos que se abren en el cuerpo de los personajes. Ciudad y hombre se
combinan para contarse, para descubrirse en la ira de vivir chupando de las
ubres apolilladas del caos. Un caos cuyas dimensiones son las mismas del
fracaso de las utopías con las que se habían llenado de esperanzas una
juventud que esperaba con euforia el advenimiento de tiempos mejores. Esos
sueños de un hombre nuevo se transformaron en una llaga, en una herida
lacerante que buscaba verterse por cualquier parte. Los caminos se
bifurcaron y el que tomó Israel Centeno fue el de la literatura. La literatura y
la escritura fueron las alternativas para descender hacia él mismo, hasta su
propio infierno y volcarse en una pasión desmedida para ahogarlo. Centeno
vertía palabras que terminaban hurgando en sus propias heridas que no
eran otras que las mismas heridas de la ciudad, del país, de todos. “Hay que
ir hacia una literatura acorde con el espíritu del tiempo”, dijo Vila-Matas en
2001, pero ya ese descubrimiento –de serlo– lo había hecho Israel Centeno
desde su primera novela casi10 años antes. Para ir hacia esa literatura, hay
que primero, acercarse al propio espíritu, coquetear con lo desconocido y
dejarse llevar por el asombro, como apuntó Baudelaire, para descubrirse en
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lo nuevo. Y esa novedad se busca en la esperanza de no esperar ya nada o
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de, como dijera Eliot, esperar sin esperanza. La narrativa de Centeno es la
historia de la frustración: “Mi país resentía los arrebatos de la violencia,
unos enloquecieron, pocos volvieron, con el alma y los huesos sanos, de la
erosiva disolución. Ésa era la calle. Anarquía o bochinche”.
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Los personajes en las historias de Israel Centeno no son personas
como cualquiera, son demonios sueltos. Demonios sueltos que devoran los
paraísos falsos de los falsos profetas. Los personajes de Centeno son
sombras funestas que viene tumbándolo todo y con hambre de no dejar
nada en pie. Hombres y mujeres que muchas veces nos recuerdan al Harry
Haller de Hesse, hombre cansado y hastiado de ver cómo las fórmulas se
repiten
dando
siempre
el
mismo
resultado:
la
disolución,
el
emborronamiento. Los personajes de Centeno son fauces enormes a las
cuales ingresa el propio autor para desintegrarse o quizás no sea eso, quizás
más bien busca integrarse en otra realidad. Así como solía hacer Pessoa
antes de fusionarse entre las geometrías del abismo, o como Walser
pretendió antes de hacerse uno con la nieve de la invisibilidad. También
como el propio Hesnor Rivera quien se dejó devorar por sus propias palabras
para hacerse invisible y volver a la tierra de las mujeres de otra raza. Salir de
una realidad para ingresar a otra, la que proporciona la literatura, una
realidad demencial, pero que equilibra al espíritu.
Los personajes de Israel Centeno son demonios, aunque quizás no lo
sean. Quizás son seres posesos por un demonio, el inabordable demonio de
la violencia. Una plaga que termina por devorar las bases de un cuerpo
social que sucumbe orgiásticamente y sin conciencia. Volvemos entonces a
la necesidad de escribir desde el espíritu del tiempo en que se vive, Centeno
mete sus manos en su realidad contemporánea y desde allí emprende el
tejido de sus historias. Probablemente, busca descender hacia el infierno de
esa violencia colectiva para fustigarla, para encerrarla en los territorios de
una hoja en blanco y así poder, ilusoriamente, dominarla. ¿Buscando
veracidad como apuntara Antonieta Madrid? No lo creo, no creo que sea ese
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el interés de Centeno. Creo que Centeno escribe no con ánimos de hacer
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creíble sus historias, lo hace por una necesidad vital: exorcizar sus
demonios.
IV
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Una de las rutas para exorcizar a esos demonios es justamente el otro tema
puntual en la narrativa de Israel Centeno: el erotismo. Un erotismo violento,
salvaje, que obliga al lector a restregarse contra las paredes de una
desvariada lujuria que nos devuelve a nuestros estados más primitivos, al
origen. Lo Duca afirma que “el instinto sexual da al hombre la más precisa
expresión de sí mismo y lo une sólidamente a los fenómenos cósmicos, cuasi
místicos, de la vida”. A través de ese instinto sexual, Centeno elabora una
gama de personajes neuróticos que acarrean la propia neurosis del autor. El
neurótico, apunta Jung, es sólo un caso especial de hombre culto en
desacuerdo consigo mismo. “El proceso cultural consiste en una doma
progresiva de lo animal en el hombre; se trata de un proceso de
domesticación que no puede llevarse a cabo sin rebeldía por parte de la
naturaleza animal, ansiosa de libertad”. No hay nada más liberador que el
orgasmo, escribe Vivian Jiménez.
Israel Centeno desarrolla su obra como una gran edificación para la
liberación, una edificación cerrada a las explosiones sociales y al bochinche
rutinario. Una edificación cerrada al público, un espacio no para cualquiera,
un teatro mágico. Su obra es un testimonio sin lloriqueos ni lamentaciones
de la degradación moral erigida desde la propia negación de la naturaleza
humana. Centeno reivindica el gozo íntimo por encima de las ligaduras y
privilegios morales que, en todo caso, son las fórmulas hipócritas que han
encubado el huevo del basilisco: la violencia, que surge, o insurge, desde las
falsas bases de la convivencia social. Una liberación irracional si entendemos
que, de alguna manera, la sexualidad está compuesta por diversas fibras de
pulsiones irracionales.
Al igual que en Teorema, extraordinaria película de Pasolini, Centeno
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utiliza al sexo como agente liberador, como vía para escapar de la escalada
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de violencia que se desarrolla en sus novelas. La ciudad y sus demonios
baten sus oscuras alas en el pecho de los personajes. Baten sus alas desde
el propio desorden que escupía sobre los códigos de armonía social y hacían
del interior de la ciudad un holocausto de sus propias miserias. El sexo se
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imponía, entonces, sobre ese caos, liberando al hombre de su propia
medianía, porque, parafraseando a Pierre Mérot, cuando el hombre no tiene
grandeza, el sexo le presta la suya.
En la novela donde esto queda más evidenciado es en La Casa del
Dragón: “Fuera, a las puertas de aquella barra clausurada, turbas de bandos
encontrados se lanzaban piedras entre sí, vaciaban sobre el pavimento la
basura de los contenedores y la incendiaba. El caos avanzaba calle a calle
por la ciudad como un cáncer que hace metástasis. Dentro, en los espacios
fúnebres de La Casa del Dragón, las tensiones se armonizaban en un
enfrentamiento cuerpo a cuerpo e imponían un orden con la lógica de la
gratificación”. La Casa del Dragón es el reino de la liberación, todo cae a los
pies de Fedra, dominatriz lujuriosa que sirve de guía para la emancipación.,
es, de tal manera, la casa que vence las sombras.
V
La obra de Israel Centeno no ha sido tratada con justicia, no se le han
dedicado estudios que merece. Permanece, en cierta forma, proscrita, lo cual
la revela como una obra maldita como lo son, sin duda, las obras de Ramos
Sucre, Mariño Palacio y Argenis Rodríguez. Maldita por escupir sin rubor
sobre las miserias del hombre. Maldita por hundir su dedo en la llaga de una
sociedad que se cae a pedazos ante la mirada serena de sus constituyentes.
La obra narrativa de Israel Centeno no es, como se ha querido ver,
una oda a la violencia. Por el contrario, es una obra que busca la redención
a través del compromiso individual y sin querer asumirse como agente de
salvación de la sociedad. No es esa su idea ni la idea de ninguna obra
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literaria. Sin embargo, es un grito al individuo. Una obra que, tras un matiz
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político, afirma su preocupación por la escisión del individuo, por la
fragmentación de su espíritu y por la apatía del mismo ante la posibilidad de
quedarse al margen de la historia.
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