pakistán y la rabia - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de

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 PAKISTÁN Y LA RABIA
¿Cuántas muertes vale un muerto? El pasado jueves, un
nuevo atentado en Pakistán añadió casi un centenar de nuevos
muertos y casi otros tantos heridos a la causa talibán, en su
inmensa mayoría reclutas de la Academia de Policía Fronteriza
de Charsada, en la zona fronteriza con Afganistán. Un portavoz
de dicha tribu sanguinaria reivindicó con jactancia su autoría,
añadiendo que era “la primera venganza por la muerte de Bin
Laden. Y habrá más”.
En el New York Times he leído que la masacre se vinculaba
a un episodio concreto de la guerra contra los talibanes, es decir,
que no era vengar el asesinato de Bin Laden su causa. Podía
tener razón en una cosa: que un hecho así se inscribe en el ADN
de ese grupo bárbaro, que ésa es su forma de hacer en cuanto se
corresponde a su forma de ser. De hecho, dos días antes, la
explosión de una bomba en un tribunal había producido tres
muertos y cinco heridos; dos atentados casi simultáneos en
Faisalabad y Peshawar el día tres de marzo, en una gasolinera
aquél y al paso de un cortejo fúnebre éste, se saldaron, el
primero, con veinticinco muertos y ciento treinta heridos, y el
segundo con treinta muertos y decenas de heridos; por no hablar
del adolescente de catorce años que se inmoló en febrero
arrastrando consigo treinta y un muertos y una estela de treinta
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y seis heridos. Y así hasta sumar las decenas de miles de muertos
que iluminan el orgullo talibán en los últimos años.
En suma: que aun con Bin Laden vivo los talibanes
seguirían cosechando muertos; que alguien, en otro atentado,
habría escuchado antes de la explosión la divisa caníbal del Alá
es el más grande (y, desde luego, a la hora de firmar atentados
con seudónimo no conoce rival) y, con suerte, ese mismo alguien
escucharía otra voz después, manchada de incredulidad y dolor,
clamando “¿Por qué nos matan? ¿Cuál es nuestro pecado?”. Y,
naturalmente, habría podido escuchar a otro portavoz azuzando a
“no consultar a nadie acerca de matar americanos o destrozar su
economía”. Para todo eso, insisto, no se necesita al jeque, ni vivo
ni muerto.
Y es esto precisamente lo que me insta a pensar que, aun
creyendo que la última carnicería sí ha sido ejecutada para
vengar a tan siniestro personaje, en realidad no se trata de un
acto de venganza. Venganza es la justicia del pistolero, que pone
en práctica la ley del talión sazonada con lo justo de rabia;
venganza es lo que promete el destino al soberbio o criminal,
aunque el crimen se cometa de manera inconsciente, como Edipo,
hasta el día en el que Atenea, a instancias de la inocencia, se
rebela contra esa estela de furia e instaura la persuasión y la
justicia, o lo que es igual, la civilización: es la imperecedera
lección de la Orestíada de Esquilo; venganza es lo que juró Bush
tras
el
atentado
de
las
Torres
Gemelas
y
lo
que
ha
cumplimentado Obama: la persecución a todo trance del homicida
hasta exterminarlo. Si en el camino se ha de inventar una
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guerra, pues se inventa (ya nos advirtió Isócrates que los males
se presentan mezclados, de modo que no tenemos derecho a
sorprendernos si entre los justificantes vemos a la codicia velarse
con la máscara de la justicia); si se ha de violar el espacio aéreo
de un país aliado (o no), se viola; si se ha de disparar contra un
indefenso, se dispara. Y si todo ello significa profanar el velo de la
diosa, de palabra tanto como de obra, o mancillar la idea de
justicia asociada a la civilización, se profana y se mancilla: ¿quién
le habrá dado vela a la justicia en el entierro de la escena
internacional, se preguntará el abanderado de los derechos
humanos, el Obama de turno?
Y si eso es venganza, la matanza talibán no lo es, aunque se
proclame tal y se incluya en la proclama el nombre del vengado.
En efecto, las leyes de la venganza prescriben que el que la hace
la paga y, como en el caso de la quema del Corán en Estados
Unidos y el subsiguiente incendio de una Iglesia en Afganistán,
fueron unos, los estadounidenses, quienes cometieron el delito y
otros, lugareños, quienes cargaron con la pena; las leyes de la
venganza, por ende, no condenan la inocencia, mientras los
talibanes han asesinado sin discriminación y, además, prometen
seguir haciéndolo; las leyes de la venganza prescriben que el
muerto tiene un precio, es decir, que el castigo, aun si exagerado,
tiene un fin, como el dolor o el miedo un límite, lo que asimismo
contraviene la promesa talibán. En tal caso, si la amenaza de
Bush ejecutada por Obama es venganza, y también se considera
tal esta matanza talibán, se habría de concluir que la venganza
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presenta diferencias internas incluso cualitativas, que hay grados
en la escala de la barbarie.
Ahora bien, si esta masacre no es un acto de venganza, ¿qué
es, por qué mata el criminal? Cabe la posibilidad de que en un
principio su dios o su profeta, que tanto monta, proporcionaran
un modelo de conducta con ciertas acciones del primero o con
determinadas palabras del segundo, lacradas con el fuego sacro
de la escritura, por el que regirse al asesino islamista, pero en
algún punto la muerte arrastró los ideales y a sus musas con los
muertos y del asesino idealista de ayer sólo queda el profesional
de hoy. Un fin que exigía el medio de la violencia, del asesinato,
para su alcance acabó por transformar el método en sistema, y el
matón que ahora mata e insiste en matar, no hace en realidad
sino lo que sabe hacer, desde el momento en que milita en una
organización de muerte, que ha sido entrenado para ello y que
sólo matando puede dar sentido a su vida y justificarse ante sus
correligionarios. Ese profesional sólo puede vivir matando
mientras sea un profesional, y la única duda es precisar si vive
para matar o mata para vivir.
Del matón que calcula ensañarse con el sufrimiento ajeno y
no lo provoca como suicida no cabe decir que mate por venganza
ni que tenga en el odio al principal agente de su acción, pues del
odio es lícito esperar que pase; sólo cuando su espíritu ha dado un
paso más transformándolo en rabia, y resecado hasta sus cenizas
el desierto del corazón, sus furias arrebatan de emoción al
profesional y lo arrastran hacia el abismo moral en el que el
asesinato es sólo un juego y los muertos la baraja con la que se
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juega. Ni el propio Alá ni su profeta pueden contener entonces a
quienes juegan a la muerte en su nombre. La rabia no es sed que
se sacie con bebida ni hambre que se sacie con comida; ni
siquiera odio al que el paso del tiempo o la muerte del corazón
lleguen a saciar pese a la subsistencia del objeto odiado. La rabia,
que es el imperio de la sinrazón en un pecho convertido en norma
de conducta, es por ello insaciable, y en el rabioso deviene un
destino que rejuvenece, como ciertos dioses aztecas, al renovarse
la sangre con los nuevos sacrificios.
Así, pues, ¿cuántas muertes vale un muerto? No hay, me
parece, una respuesta unívoca, pero quizá una respuesta a
medida sea la que afirme, que, en tanto una vacuna no lo
remedie, un muerto puede valer tantas muertes cuantas requiera
la rabia para saciarse en su nombre.
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