pensando la pobreza en el gueto

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Etnografías Contemporáneas 2 (2) 25-43
PENSANDO LA POBREZA EN EL GUETO:
RESISTENCIA Y AUTODESTRUCCIÓN EN EL
APARTHEID NORTEAMERICANO1
Philippe Bourgois *
No salí corriendo del local de videojuegos y venta de crack con la rapidez
suficiente para evitar oír los dos golpes sordos del bate de béisbol del custodio contra el cráneo de un cliente. Me había equivocado al suponer que las
duras palabras que César, el custodio, intercambiaba con un cliente drogado eran el alarde agresivo pero en última instancia lúdico que es típico de
gran parte de las interacciones callejeras masculinas. Parado en el borde de
la vereda frente al local, me debatía tratando de decidir si el ruido de forcejeos en su interior justificaba que llamara una ambulancia. Me tranquilicé cuando vi al joven golpeado cruzar la puerta, arrastrándose en medio
de una despedida de puntapiés y risotadas. Caminé entonces diez metros
hasta el edificio vecino donde vivía en esa época, en el barrio mayoritariamente puertorriqueño de Harlem-Este, Nueva York. Confundido por mi
impotencia frente a la violencia de mis amigos distribuidores de crack, terminé temprano con el trabajo de campo de esa noche e intenté calmar la
ira y la adrenalina que me corría por las venas ayudando a mi esposa a acunar a nuestro hijo recién nacido. Sin embargo, los gorjeos agradecidos del
bebé no lograron apartar de mi mente el ruido del bate de béisbol de César mientras caía sobre la cabeza del cliente drogadicto.
La noche siguiente me obligué a volver al local de venta de crack donde pasaba gran parte de mi tiempo realizando una investigación sobre la pobreza
y la marginación en los enclaves urbanos empobrecidos de Nueva York. Reprendí a César por su “sobreactuación” con el cliente molesto de la noche
anterior. Él se mostró encantado de embarcarme en una discusión festiva
de sus acciones de la noche anterior. En medio de nuestro combate verbal,
me sacó la grabadora del bolsillo, la encendió y comenzó a hablar directamente al micrófono.
* Philippe Bourgois es profesor y director del Departamento de Antropología, Historia y Medicina
Social de la Universidad de California en San Francisco.
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Quería asegurarse de que yo registrara con claridad su réplica final y la incluyera como una cita directa en el libro sobre la cultura callejera y la economía subterránea que estaba escribiendo en esos momentos.
“César: — No, Felipe, no entiendes. No es bueno ser tan chulo con la gente, chico,
porque se aprovechan de ti. Ese cabrón estuvo hablando estupideces un rato largo, de
que éramos blanditos, que él controlaba el bloque y que puede hacer lo que le de la
gana. O sea, lo ‘cojimo’ suave, hasta que empezó a hablar de esto y que si lo otro, y
que nos iba a chotear con la policía. Ahí fue cuando cogí el bate; le eché el ojo al hacha que guardamos detrás del Pac-Man, pero después dije “¡no! quiero algo que sea
corto y compacto. Sólo le tengo que dar un par de cantazos pa’ tumbarlo”.
[Gritando a través de la puerta para que todos puedan escucharlo afuera del local] ¡No
controlas nada, porque te sacudimo’ el culito! ¡Ja, ja, ja! [Volviendo hacia mí.] Eso fue
justo cuando tú saliste, Felipe. Te lo perdiste. Me puse loco. Ves, Felipe, en este lugar no puedes dejar que la gente te coja de mango bajito, si no te haces fama de blandito del barrio.”
Primo, el gerente del local de venta de crack, confirmó el relato de César
y aumentó la credibilidad de su personaje violento al señalar con una risita que apenas había logrado contenerlo después del segundo golpe con
el bate de béisbol y evitar que matara al cliente agresivo mientras éste yacía semi-desmayado en el suelo.
La lógica de la violencia en la cultura callejera
Algunos lectores podrían interpretar que el comportamiento y el desenfreno
y los desvaríos públicos de César son los de un psicópata disfuncionalmente
antisocial. Sin embargo, en el contexto de la economía subterránea, su celebración bravucona de la violencia es un ejemplo de buenas relaciones públicas. Los alardes públicos regulares de agresión son cruciales para reforzar
su credibilidad profesional y a largo plazo le aseguran su estabilidad laboral
en la venta de crack. Cuando César relataba a los gritos los sucesos de la
noche anterior, no fanfarroneaba ociosa o peligrosamente; al contrario,
publicitaba su eficacia como custodio y confirmaba su capacidad para
mantener el orden en el lugar de trabajo. Otro beneficio colateral que obtenía de su incapacidad para controlar las rabietas subyacentes era un cheque mensual de por vida de la Seguridad Social por ser –así decía– “un caso
de chifladura certificada”. Ocasionales intentos de suicidio ratificaban de
tanto en tanto su inestabilidad emocional.
En síntesis, a los 19 años, la brutalidad de César le ha posibilitado madurar en una carrera concreta como custodio de un local de distribución de
crack. Al margen de proporcionarle lo que considera un ingreso decente,
también le permite, en un nivel personal y emocional, superar la vulnera26
bilidad aterrorizada que lo afectó mientras crecía en East Harlem. Hijo de
una adicta a la heroína que lo tuvo a los 16 años, fue criado por una abuela que le pegaba con regularidad, pero también lo quería profundamente.
Enviado a una escuela reformatorio por golpear a un maestro con una silla, César admitió que
“lloraba todos los días; era un gran imbécil. Pensaba en el suicidio. Extrañaba a mis
mamás. Quiero decir, la ’buela, tú la conociste. Aparte era un chico –tenía 12 o 13 años–
y los otros chicos me pegaban y toda esa mierda. Me pateaban el culo. Siempre andaba lastimado. Era un reformatorio asqueroso. Muchas veces veía a los maestros castigar a los chicos haciéndolos quedar desnudos afuera bajo la nieve”.
Inteligente y precoz, César no tardó en adaptarse a la violencia institucionalizada de su reformatorio y desarrolló las aptitudes que a la larga le
permitirían sobresalir en la economía subterránea:
“Después aprendí. Al pelear me ponía tan loco que dejaban de molestarme por un tiempo. ¡Era un verdadero salvaje! A veces, por ejemplo, agarraba una silla o un lápiz o cualquier otra cosa y los dejaba hechos un verdadero desastre. Así que pensaban que era
un salvaje y un loco de verdad. O sea, siempre me metía en peleas. Aunque perdiera,
siempre las empezaba. Así me quedaba un poco más tranquilo, porque después nadie
“chavaba”2 […..] conmigo.”
Enfoques antropológicos de la pobreza urbana
César y su supervisor directo, Primo, eran apenas dos nombres de una red
de alrededor de 25 vendedores puertorriqueños de crack al por menor con
quienes entablé amistad durante los cuatro años que viví y trabajé en East
Harlem, en el período culminante de lo que los políticos y los medios llamaron “la epidemia de crack”, extendida aproximadamente de 1985 a
1991 (Bourgois, 2003). Como antropólogo cultural comprometido con el
“trabajo de campo con observación participante” o “etnografía”, sólo podía recoger “datos precisos” si transgredía los cánones de la investigación
positivista tradicional. Tuve que involucrarme de manera íntima con las
personas que estudiaba para establecer relaciones duraderas, respetuosas y
por lo común teñidas por una empatía mutua. Como antropólogo intenté, humildemente, suspender los juicios de valor a fin de empaparme del
sentido común de las personas con quienes compartí mi vida en esos años.
Los investigadores que no son antropólogos culturales tropiezan con grandes dificultades debido a su convicción de que es imposible generar datos
útiles y confiables sobre la base de las pequeñas muestras de personas que
estudiamos con los métodos cualitativos de observación participante. Por
eso los investigadores de orientación cuantitativa que recogen datos por me27
dio de encuestas o de la consulta de censos públicos no comprenden la intensidad de la relación que uno debe desarrollar con cada individuo de su
muestra a fin de obtener información pertinente sobre los contextos culturales y las dinámicas procesales de las redes sociales en contextos holísticos.
Los antropólogos no correlacionan variables estadísticas independientes;
antes bien, explican (o mencionan) las razones (o accidentes) por y a través
de las cuales las relaciones sociales se despliegan dentro de sus contextos locales (y globales). En un plano ideal, los antropólogos desarrollan una relación orgánica con un ámbito social en que su presencia sólo desvirtúa
mínimamente la interacción social original. Debemos buscar un rol social
legítimo en el seno del escenario social que estudiamos, a fin de entablar amistades (y a veces enemistades) que nos permitan (con un consentimiento informado) observar directamente las conductas de la manera menos invasiva
posible. Una de las grandes tareas de los observadores participantes es ponerse “en el pellejo” de las personas que estudian para “ver las realidades del
lugar” a través de “ojos locales”. Como es natural, ese objetivo es imposible
de alcanzar en términos absolutos y, tal vez, hasta sería peligroso si nos lleva a olvidar el desequilibrio de poder que existe en relación a los sujetos estudiados. En efecto, los antropólogos posmodernos han criticado con dureza
la premisa de que la esencia de un grupo de personas o una cultura puede ser
entendida y descripta por alguien ajeno, y traducida en categorías analíticas académicas. Esta ilusión es parte de una imposición modernista inevitablemente totalizadora y representativa, en última instancia, de un proyecto
opresivo. Sin que las personas estudiadas lo sospechen, los antropólogos corren el riesgo de imponerles categorías analíticas e imágenes exotizantes marcadas por el poder, en nombre de una autoridad académica etnográfica
asumida con arrogancia. Para evitar atribuir con pretextos científicos imágenes enajenantes a las personas que estudian, los etnógrafos deben ejercer
una crítica autorreflexiva y reconocer que una cultura no tiene necesariamente
una única realidad o esencia simple. Las culturas y los procesos sociales son
de manera ineludible más –pero también menos– de lo que puede aprehender
alguien exterior a ellos cuando intenta condensarlos en una monografía o un
artículo etnográfico coherente. No obstante, con el fin de definir de un modo significativo la observación participante, basta con decir que los antropólogos culturales, pese a todos los problemas que implica el reportaje
transcultural, tratan de acercarse lo más posible a los mundos cotidianos locales sin perturbarlos ni juzgarlos. La meta global es alcanzar una perspectiva integral de las lógicas internas y las coacciones externas que inciden en
el desarrollo de los procesos locales, y reconocer al mismo tiempo –y con humildad– que las culturas y los significados sociales son fragmentarios y
múltiples. En definitiva, que todos somos formados y limitados por las
perspectivas de los momentos históricos, y la inserción social y demográfica que nos toca.
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En el caso de mi trabajo con distribuidores de crack en el este de Harlem,
aun antes de poder iniciar formalmente mi investigación, tuve que enfrentar la abrumadora realidad de la segregación racial y de clase propia de los
guetos estadounidenses. En un comienzo las cosas sucedieron como si mi piel
blanca fuera el signo de la fase final de una enfermedad contagiosa que hacía estragos a su paso. Las bulliciosas esquinas se vaciaban en medio de una
lluvia de silbidos cada vez que me acercaba: los nerviosos vendedores de drogas se dispersaban, seguros de que yo era un agente encubierto de la división de narcóticos. A la inversa, la policía me hacía saber que estaba violando
leyes inconscientes del apartheid cada vez que me ponían con brazos y piernas extendidos contra una pared para registrarme en busca de armas, drogas y/o jeringas. Desde su punto de vista, la única razón por la cual un “chico
blanco” podía estar en el barrio después del atardecer era para comprar drogas. De hecho, la primera vez que unos policías me pararon traté de explicarles en un tono que yo consideraba cortés que era un antropólogo dedicado
a estudiar la marginación social. Convencidos de que me burlaba de ellos,
me inundaron con una letanía de maldiciones y amenazas mientras me escoltaban hasta la parada de autobuses más cercana y me ordenaban que dejara el Este de Harlem: “vete a comprar tus drogas en un barrio blanco, cochino
hijo de una gran…”
Si pude superar esos límites raciales y de clase y granjearme a la larga el respeto y la plena cooperación de los distribuidores de crack que actuaban a mi
alrededor, sólo fue gracias a mi presencia física permanente como un residente más del barrio y mi perseverancia amable en las calles. También contribuyó el hecho de que en esos años me casé y tuve un hijo. Cuando mi bebé
tuvo la edad suficiente para ser bautizado en la iglesia local, yo ya había entablado con varios de los distribuidores de drogas una relación lo bastante
cercana para invitarlos a la fiesta en el apartamento de mi madre, en el centro.
En contraste, nunca pude alcanzar una comunicación efectiva con la policía.
Aprendí, empero, a llevar siempre un documento de identidad que mostrara
mi dirección local real, y cada vez que me paraban me obligaba a bajar la mirada con cortesía y mascullar efusivos “sí, señor” con el acento neoyorquino de la clase obrera blanca. A diferencia de lo sufrido por la mayoría de los
vendedores de crack puertorriqueños con quienes pasaba el tiempo, la policía nunca me golpeó ni arrestó; sólo me amenazaron de tanto en tanto y a
veces me pedían y aconsejaban amablemente que “buscara un apartamento
barato en Queens” –un barrio con más cantidad de población blanca en las
afueras de Nueva York–.
Estoy convencido de que, si pude recoger datos significativos sobre la pobreza en el gueto latino, fue gracias a que transgredí laboriosamente el apart29
heid urbano norteamericano. Desde un punto de vista metodológico, la única manera de comenzar a hacer preguntas personales provocativas y tener
la expectativa de embarcarse en conversaciones sustanciosas sobre la compleja experiencia de la marginación social extrema en Estados Unidos
consiste en entablar relaciones duraderas basadas en el respeto mutuo.
Por eso, tal vez, es tan exigua la comprensión que posee la academia de la
experiencia de la pobreza, la marginación social y el racismo. Las tradicionales metodologías de investigación con orientación cuantitativa de los
sociólogos o criminólogos de clase media alta tienden a hacer acopio de invenciones. Pocos integrantes de los márgenes de la sociedad confían en los
extraños cuando se les hacen preguntas personales invasivas, sobre todo en
lo concerniente al dinero, las drogas y el alcohol. De hecho, a nadie –rico o
pobre– le gusta responder a preguntas tan indiscretas e incriminatorias.
Históricamente, las investigaciones sobre la pobreza urbana fueron más
eficaces en reflejar los prejuicios de clase o sector del investigador, que en
analizar la experiencia de la indigencia o documentar el apartheid racial
y de clase (Katz, 1995). Cualquiera sea el país de que se trate, el estado
de las investigaciones sobre la pobreza y la marginación social se presenta casi como una piedra de toque para calibrar las actitudes contemporáneas de la sociedad hacia la desigualdad, el bienestar social y los derechos
humanos. Esto es particularmente cierto en Estados Unidos, donde las discusiones sobre la pobreza se polarizan casi de inmediato en torno a juicios
de valor moralizantes acerca de la autoestima individual y degeneran con
frecuencia en concepciones raciales estereotipadas. En último análisis, la
mayor parte de los estadounidenses –ricos y pobres por igual- cree en el
mito de Horatio Alger, según el cual cualquier persona inteligente puede pasar de los harapos a la abundancia si trabaja con tesón. También son
intensamente moralistas en las cuestiones relacionadas con la riqueza; una
actitud derivada, quizá, de su herencia puritana calvinista. Aun algunos
académicos progresistas y de izquierda tienen la secreta preocupación de
que los pobres acaso merezcan efectivamente su destino de marginación
y sufrimiento auto-inflingido. Como consecuencia, a menudo se sienten
en la obligación de describir los guetos de una manera artificialmente positiva, que no sólo es irrealista sino también deficiente desde un punto de
vista teórico y analítico.
Probablemente, el mejor resumen de este contexto ideológico de las investigaciones sobre la pobreza urbana en los Estados Unidos lo proporcionan
los libros de Oscar Lewis, que se vendieron a nivel popular pese a ser trabajos académicos (Lewis, 1966; Rigdon, 1988). Durante la década de
1960 Lewis reunió miles de páginas de entrevistas sobre las historias de
vida de una familia extensa de puertorriqueños que emigraron a East
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Harlem y South Bronx en busca de trabajo. Unos treinta años después, su
teoría de la cultura de la pobreza permanece en el centro de las polémicas
contemporáneas en torno de los núcleos urbanos deprimidos de Estados
Unidos. Pese a ser un socialdemócrata favorable a la expansión de los programas gubernamentales contra la pobreza, su análisis teórico propone una
explicación psicológica reduccionista –casi un equivalente de culpar a la víctima– de la persistencia transgeneracional de la miseria. En cierto nivel, pareció el toque de difuntos para los sueños de la Gran Sociedad de la presidencia
de Johnson y representó un desmentido a la idea de que era posible erradicar la pobreza en Norteamérica. La teoría de Lewis resuena tal vez más que
nunca en las campañas contemporáneas en pos de la responsabilidad individual y los valores familiares que han sido tan celebradas por los políticos
conservadores en las elecciones nacionales estadounidenses realizadas a lo largo de la década del noventa. En un artículo publicado en Scientific American
en 1966, Lewis escribió:
“Por lo común, a los seis o siete años los niños de los barrios pobres ya han asimilado las
actitudes y valores fundamentales de su subcultura. En lo sucesivo se enfrentan a la imposibilidad psicológica de aprovechar en su plenitud las condiciones cambiantes o las
oportunidades de mejora susceptibles de aparecer durante su vida.
[…] Es mucho más difícil deshacer la cultura de la pobreza que remediar la pobreza misma.”
El enfoque de Lewis y su estudio de los inmigrantes puertorriqueños empobrecidos, está basado en la observación de los mecanismos psicológicos de
transferencia intergeneracional al interior de la familia. Una perspectiva congruente con la escuela de “cultura y personalidad” y que incluía influencias
freudianas, inclinándose así por las tradiciones norteamericanas más conservadoras. Sin embargo, los científicos sociales de la izquierda estadounidense han caído con frecuencia en la trampa de glorificar a los pobres y negar
toda prueba empírica de autodestrucción personal (Wilson, 1996). Cuando
me mudé al mismo barrio pobre donde las familias puertorriqueñas estudiadas
por Lewis habían vivido treinta años atrás, estaba decidido a no pasar por alto, como él, el examen de la desigualdad estructural, pero pretendía al mismo tiempo documentar la dolorosa internalización de la opresión en la vida
cotidiana de quienes padecen una pobreza persistente e institucionalizada.
En procura de elaborar una perspectiva de economía política que diera el debido papel a la cultura y el género y también reconociera el vínculo entre las
acciones íntimas y la determinación social y estructural, me concentré en cómo una cultura callejera confrontacional de resistencia a la explotación y la
marginación social tenía, de manera contradictoria, efectos autodestructivos para sus integrantes. De hecho, los vendedores de drogas, los adictos y
los delincuentes se convierten en las calles en agentes locales que administran la destrucción de la comunidad circundante.
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