El escarabajo que se confundía con el asfalto

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El escarabajo que se confundía
con el asfalto
É
rase una vez un escarabajo que caminaba siempre por
el mismo sitio, una pequeña carretera que ya no era tal,
pues había permanecido— después de la construcción
de la autovía con la que soñaron durante mucho tiempo los
habitantes de aquella zona— como único camino hacia el
cementerio de aquel pequeño pueblo.
Siempre iba despacio, como caminan los escarabajos,
sin prestar demasiada atención a todo lo que le ofrecía la vida
que fluía a su alrededor. No se daba cuenta de que caminando
siempre por aquel mismo lugar, tan negro como su color,
todo era monotonía y, además, lo que era peor, la gente podía
confundirlo con el asfalto y podía llegar a aplastarlo. Pero estaba
tan absorto en su caminar de un lado al otro de aquella carretera
que su única meta era hacer cada día el mismo recorrido, una
y otra vez, desde que amanecía hasta que el crepúsculo llegaba
invariablemente cada tarde. Y seguía aquel mismo rumbo que
alguien — no recordaba quién— hacía mucho tiempo le había
marcado, y que ni mucho menos era el que él había soñado
tiempo atrás.
Ni siquiera se le ocurría ya imaginar que podía vivir
otra clase de vida, caminar por otros lugares donde el sol
brillara de manera diferente, donde la lluvia hiciera salir un
arco iris perfecto, o las estrellas iluminaran el cielo con una luz
especial.
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De pronto, una mañana llegó alguien que se fijó en él,
alguien que también estuvo a punto de aplastarlo, pero que sin
embargo se paró, y después de observarlo durante un rato, le
dijo:
—Oye ¿no te has dado cuenta que si te mueves un poco
a tu derecha, y te pones encima de esa línea amarilla que va
por el lateral de esta carretera, nadie podrá aplastarte, y además
verás la vida desde otra perspectiva?
El escarabajo dudó. Pasar a aquella línea no era fácil,
tenía que sortear una pequeña subida, y aunque a simple vista
eso parecía carecer de dificultad, se percató de que lo que
para otros era un simple contratiempo, para él podía llegar a
convertirse en algo tan grande como una montaña.
Aquella tarde, el escarabajo se dedicó a pensar sobre
la propuesta que le había hecho aquella persona totalmente
desconocida, y que en algún momento llegó a dudar si existía
o no.
De pronto, se le ocurrió que podía compartir con los
demás escarabajos que vivían como él, aquella idea. Sería
estupendo emprender esa aventura —si es que se decidía a
hacerla—acompañado. Los descubrimientos que hicieran
serían mucho más enriquecedores, y todos podrían beneficiarse
de lo que fueran aprendiendo y disfrutando cada día, que
seguro que serían cosas distintas para cada uno.
Después de mucho meditarlo —y pensando que también
sería algo bueno para todos ellos— decidió compartir con
sus amigos aquella proposición y se encaminó hacia donde
estaban. Les contó lo que le había sucedido aquella mañana,
y cómo llevaba todo el día pensando si sería acertado dirigirse
hacia aquella línea amarilla y descubrir lo que suponía que
podía haber más allá.
Los demás escarabajos se miraron extrañados, y el más
viejo de todos le preguntó:
—Pero…¿qué falta te hace a ti descubrir cosas nuevas?
¿No tienes bastante con lo que posees aquí en nuestro mundo
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tranquilo y sin sobresaltos? ¿No crees que podrías encontrarte
peligros y muchos obstáculos que podrían hacer que tu vida
fuera mucho más difícil?
Los demás escarabajos estaban de acuerdo con el
más viejo. Para algo era el mayor, el más sabio de todos los
escarabajos que habían conocido hasta entonces.
En ese momento, el escarabajo que se había encontrado
aquella mañana con esa propuesta inesperada, les dijo:
—Pero ¿no pensáis que puede merecer la pena
arriesgarse, y conocer otros mundos? ¿No os habéis planteado
que podríamos encontrar cosas totalmente desconocidas, pero
que valgan realmente la pena? Yo nunca lo había pensado,
pero después de llevarme meditándolo durante todo el día he
decidido que voy a subirme a esa línea amarilla, y ella seguro
que me conducirá a mundos que no sé cómo serán, pero en
los que aprenderé muchas cosas. He tomado la decisión de
marcharme, y puede que algún día vuelva para contaros todo
lo que he aprendido.
Los demás escarabajos empezaron a hablar en voz baja.
Unos decían que era una locura, otros que ellos jamás lo harían,
y algunos —los menos— que les gustaría ser tan valiente como
aquel escarabajo que hasta aquel día les había parecido igual
a todos, pero que ahora demostraba que era diferente a los
demás, porque sería capaz de abandonar su mundo seguro y
tranquilo por un sueño.
Le extrañó de que ninguno de los amigos suyos de siempre
no mostraran demasiado entusiasmo por lo que el escarabajo
había decidido hacer. Tan sólo uno de ellos se acercó y le dijo:
—Me alegro de que hayas decidido emprender esta
aventura. Voy a echar mucho de menos tu alegría de siempre,
tu sonrisa, y tus palabras de ánimo que siempre he tenido
cuando las he necesitado, pero si tú eres feliz, yo seré feliz, y
siempre te animaré.
Le dio un abrazo, y se marchó caminando más
rápidamente que de costumbre, porque tampoco quería que sus
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lágrimas hicieran que su amigo se arrepintiera de la decisión
que sabía que ya había tomado.
El escarabajo estuvo toda la noche sin dormir soñando
con ese mundo nuevo que iba a encontrar, aunque también
pensando si los otros escarabajos tendrían razón y debería
quedarse en su sitio de siempre, seguro, tranquilo, sin
sobresaltos y donde tenía todo lo que necesitaba.
Cuando llegó el amanecer había tomado ya la decisión,
y sin más equipaje que mucha ilusión y bastante valentía,
pensó que podía merecer la pena esforzarse para conseguir
su objetivo, y después de muchos intentos fallidos en los
que llegó a creer que nunca lo lograría, consiguió llegar a su
primera meta: subir a aquella línea amarilla y caminar sobre
ella mirando el mundo abiertamente.
Y lo mejor de todo fue que desde esa línea vio otras, de
muchos colores diferentes: verde, azul, rojo, naranja… a las
que también fue llegando poco a poco, sorteando dificultades
y obstáculos, ahuyentando sus miedos, alejando los fantasmas
que aparecían de vez en cuando, y que no lo hubieran dejado
ver más allá.
Su vida desde entonces se llenó de color, y no había día,
que durante sólo unos segundos, no recordara lo gris que había
sido su existencia hasta el momento que alguien le susurró al
oído que podía vivir recorriendo esa línea amarilla, y pensó
entonces que todos los obstáculos que había tenido que sortear
—y que a veces fueron indescriptibles—y los miedos que había
tenido que vencer, habían merecido la pena.
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